Balance de 2017
Se repite la historia
de
traición y muerte
1 de enero de 2018
Por Renan Vega
Cantor
Rebelión
“El problema en
América Latina es que la historia tiende a repetirse como tragedia”. Eduardo
Galeano
Es famosa esta afirmación de Carlos Marx:
“Hegel dice en alguna parte que la historia se repite dos veces. Le faltó
agregar: primero como tragedia y después como farsa”. Este principio debería
modificarse en América Latina en general, y en Colombia en particular, diciendo
que acá la historia se puede repetir muchas veces, pero siempre como tragedia.
Y este presupuesto resulta de una importancia
crucial a la hora de analizar lo que viene sucediendo con los acuerdos de La
Habana entre el Estado colombiano y la insurgencia de las FARC, puesto que
nuevamente, por enésima vez, se incumple en forma descarada lo que ha pactado
el primero. Esa historia de incumplimientos y traiciones no es nueva, es más
que bicentenaria, puesto que se hizo realidad por primera vez en 1781, cuando
el régimen colonial español traicionó las capitulaciones que había firmado con
el movimiento de los Comuneros y persiguió y asesinó públicamente y con saña a
José Antonio Galán, el principal líder popular de ese levantamiento. En ese
momento se originó lo que puede denominarse el síndrome del incumplimiento y de la
traición por parte del Estado
colombiano y las clases dominantes de lo que pactan y acuerdan con sectores de
las clases subalternas. Ese síndrome viene acompañado de la persecución y
muerte de los opositores políticos, como lo rubrica lo sucedido en los últimos
60 años de la historia colombiana.
En esta perspectiva lo que acontece hoy en día
no es inédito, es simplemente la repetición, aparentemente mecánica de algo ya
conocido, en cuanto a su resultado. Lo que aparece como diferente estriba en la
suposición de una de las partes, las FARC, que esta vez el Estado si iba a
cumplir, por las implicaciones que supone poner fin a una contienda armada de
más de medio siglo. Los hechos han demostrado que al bloque contrainsurgente
existente en nuestro país lo único que le interesaba era desarmar a la
insurgencia de las FARC, como lo ha dicho sin disimulo Juan Manuel Santos. Esto
quiere decir, sin necesidad de leer entre líneas, simplemente que no se va a
cumplir nada de lo pactado y que los acuerdos no pasan de ser letra muerta,
papel higiénico. Y a ese orden contrainsurgente le tiene sin cuidado que hasta
la Organización de Naciones Unidas (ONU), garante de los acuerdos, critique ese
incumplimiento.
Este es un incumplimiento en el que han
participado los diversos componentes del bloque contrainsurgente: el ejecutivo,
el parlamento, el sistema judicial, las fuerzas armadas, los medios de desinformación, los partidos políticos
ligados al establecimiento, e incluso sectores políticos que se supondrían son
de izquierda o alternativos (como el Polo Democrático-MOIR y los verdes, con
Claudia López a la cabeza)…Todas a una, como en fuente ovejuna, han actuado al
unísono, para torpedear lo pactado, que fue solemnemente firmado no en una sino
en dos ocasiones, primero en Cartagena, antes del plebiscidio (suicidio
plebiscitario) de octubre de 2016, y luego en el teatro Colon de Bogotá, tras
introducir un sinnúmero de modificaciones, aceptadas por las FARC, que ya de
por sí desnaturalizaban gran parte de lo acordado en cinco años de
negociaciones en La Habana.
No se trata en esta reflexión de entrar a discutir –no porque no
sea importante, sino porque ese no es el objetivo de este breve escrito– el
alcance limitado de los acuerdos firmados en Bogotá en noviembre de 2016,
alcance que ha sido presentado en forma exagerada por los voceros de la extrema
derecha, desde el uribismo hasta el vargasllerismo, y sus voceros de prensa,
encabezados por RCN, quienes sostienen con un cinismo extremo que esos acuerdos
representan una entrega del país a lo que ellos denominan el castro-chavismo.
El trasfondo de este enunciado mentiroso, al
estilo de Josep Goebbels, no es otro que ambientar el incumplimiento, como lo
han logrado con éxito, y sobre lo que no debería haber duda, como lo demuestran
algunos de los balances efectuados con motivo de cumplirse el primer año del
acuerdo del Teatro Colón. Uno de esos balances sostiene que, en términos
cuantitativos, el Estado ha cumplido solamente con un 18 por ciento de lo
acordado, mientras que el cumplimiento de la contraparte, de las FARC, ha sido
prácticamente del ciento por ciento. En efecto, mientras esta insurgencia ha
entregado las armas, concentró sus frentes en zonas fijas, entregó un listado
sistemático de sus haberes, los puntos básicos del acuerdo han sido
irrespetados por el Estado.
Así, en cuanto al tema agrario –eje central
del conflicto social y armado– no hay nada que permita vislumbrar que se va a
efectuar alguna “reforma rural integral” que favorezca a los campesinos y
pequeños productores. En cuanto al anuncio de entregar tres millones de hectáreas de
tierras y de legalizar los títulos de otros siete millones, hasta ahora lo
hecho es, por decir lo menos, absolutamente ridículo: se han entregado unas 69
mil hectáreas, sin saber cuántas corresponden a entrega y cuántas a restitución
y “la Dirección de Acceso a Tierras reportó que durante 2016 compró 1.381 hectáreas ,
correspondientes a 33 predios, para entregarlas a organizaciones campesinas” (http://www.verdadabierta.com/procesos-de-paz/farc/6821-la-reforma-rural-integral-a-fuego-lento).
Respecto a la política antidrogas, donde se
planteaba una solución integral a ese espinoso asunto, que no se concentrara en
atacar al productor de hoja de coca y se tocaran los diversos eslabones de ese
negocio multinacional, eso no ha pasado del papel. En la práctica se ha reafirmado el
viejo criterio de la política anti-drogas hecha en Estados Unidos, y reafirmada
ahora por el gobierno de Donald Trump, de golpear a los campesinos, como lo
evidencia lo sucedido en Tumaco, con la masacre de pequeños cocaleros, llevada
a cabo por miembros de los cuerpos represivos del Estado colombiano. Incluso,
como van las cosas, no es de extrañar que en el corto plazo se vuelva a poner
en práctica la criminal política de fumigación aérea con glifosato, como lo viene
planteando el Fiscal General de la Nación, una ficha del orden
contrainsurgente, quien es uno de los principales opositores al cumplimiento de
lo pactado con las FARC.
En cuanto a la Jurisdicción Especial
para la Paz (JEP), que fue presentada desde un principio como la “novedad” del
acuerdo, y donde se planteaba abordar las responsabilidades de los
financiadores de la guerra (los llamados “terceros”, como los empresarios,
multinacionales, funcionarios públicos, gobernadores y alcaldes…), ha quedado
hecha trizas, y ha terminado siendo un tribunal en donde se va a juzgar de
manera exclusiva a las FARC.
Y con relación a la participación política lo
hecho es vergonzoso, puesto que no ha habido ninguna reforma política ni
tampoco se ha propiciado ni creado el ambiente para la participación no solo de
las FARC, sino de otros sectores políticos de las regiones, como lo demuestra
la decisión del Paramento (perdón, Parlamento) de negar la aprobación de las 16
Circunscripciones Especiales para la Paz, que debían facilitar la participación
de las víctimas.
No se ha cumplido nada en lo esencial. Y no sólo
eso, lo peor de todo, es que avanza un nuevo genocidio: el de los
excombatientes de las FARC. O cómo puede calificarse lo que está en marcha en
Colombia, ante la mirada cómplice en algunos casos y complaciente en muchos
otros de gran parte de la mal llamada “opinión pública” de este país, del
asesinato a mansalva, desarmados y en estado de indefensión, hasta el momento
en que se redactan estas líneas, de un poco más de 30 miembros de las FARC, a
lo que se suma el asesinato de una decena de sus familiares.
El asesinato del primer miembro desarmado de las FARC, luego de la
pretendida puesta en marcha de los acuerdos de La Habana no supuso ningún
rechazo, como era apenas obvio, de los voceros del orden contrainsurgente,
cuando ese hecho debió concitar la movilización masiva de la sociedad
colombiana, para que ese no fuera el comienzo de un nuevo genocidio. Qué
diferencia a lo sucedido en Argentina donde la movilización de importantes
sectores de la sociedad ha impedido que se vuelva a legitimar la desaparición
forzada, que se ha intentado imponer nuevamente como práctica de terrorismo de
Estado con el caso de Santiago Maldonado. Es esa acción activa lo que obligó a
que en forma relativamente rápida apareciera el cadáver, lo que desde luego es
una noticia trágica, pero ese mismo hecho no hubiera sido posible sin una
movilización que clama en contra de la impunidad de los crímenes de Estado.
El primer insurgente asesinado fue Luis
Alberto Ortiz Cabezas, en Tumaco, el día donde fue vilmente ultimado en abril
de 2017, sólo quince días después de haber salido de la cárcel.
Y como fue una noticia más de la crónica
criminal de este país, y una noticia muy secundaria, el asesinato de Luis
Alberto Ortiz Cabezas, primer asesinado de las FARC, menos importante que los
chismes y trivialidades de los famosos de origen colombiano (futbolistas que se
divorcian o que estafan al fisco de diversos estados europeos, cantantes y
actrices que exhiben como gran cosa sus asuntos personales en las mal llamadas
redes sociales…), eso dio pie a que siguiera existiendo la impunidad plena de
esos crímenes y de esos criminales, que directa o indirectamente están ligados
al Estado y forman parte del orden contrainsurgente. Y que, además, se suponía
que iba a dejar de existir luego de la desmovilización de las FARC. Pero qué
va, los hechos han ido mostrando dolorosamente que en este país se sigue
aplicando la lógica de la
Guerra Fría , que nunca ha terminado en Colombia, de eliminar
al que es declarado como enemigo, y no importa que para ello haya que esgrimir
los argumentos más rebuscados y traídos de los cabellos, como los presentados
recientemente por el Ministro de Defensa (sic) (mejor sería llamar Ministro de
Ofensas), Luis Carlos Villegas.
Al respecto este personaje sostuvo que los
asesinatos que se vienen dando en Colombia con una terrible asiduidad no son
resultado de una persecución sistemática y planificada, sino que en su “Inmensa
mayoría” "son frutos de un tema de linderos, de un tema de faltas, de
peleas por rentas ilícitas". Dicho de otra forma, el Estado deja de cuidar
la vida de los colombianos –que, según los cultores del supuesto “Estado de
Derecho” que existiría en Colombia, sería una de sus responsabilidades
principales- y expresa con cinismo algo así como que esos asesinados están bien muertos
porque se lo merecen, al fin
y al cabo, en algo debían andar, como siempre han dicho los asesinos, y sus
cómplices mediáticos, cuando se asesina a un estudiantes, un campesino, un
sindicalista o cualquiera que esté al margen de los verdaderos dueños de este
país. No sorprende que los opinologos de la prensa, como Semana, ese órgano por excelencia del orden
contrainsurgente, legitimen los crímenes diciéndoles a las FARC, por ejemplo,
como lo hace un tal Mauricio Carradini, que “no abusen de la victoria (sic) y no se vayan a ahogar en la sangre
de sus propias batallas”. (http://www.semana.com/opinion/articulo/mauricio-carradini-opinion-la-arrogancia-de-las-farc/547813)
Frente a lo que está aconteciendo con el
asesinato de ex combatientes de las FARC, que repite además la trágica historia
de Guadalupe Salcedo, Dumar Aljure, Toledo Plata y miles de ex guerrilleros
asesinados luego de que distintos movimientos insurgentes firmaron acuerdos con
el Estado (algo que modernamente comenzó en 1953), sí que resultan aplicables
las palabras de Eduardo Galeano, cuando manifestó con claridad meridiana: “La
amnesia implica impunidad, y la impunidad estimula el delito, tanto en términos
personales como colectivos. No se necesita ser un gran jurista para saber que
si yo mato a mi vecino, y todo sigue igual, termino matando al vecindario
entero, porque la impunidad tiene un efecto estimulante sobre el delito”.
Lo acontecido en este 2017 con el acuerdo, el
haberlo hecho trizas, no es algo de poca monta, porque tiene una trascendencia
que va más allá de lo meramente coyuntural. Muestra, de un lado, que está en
marcha un genocidio similar, y de pronto peor, que el de la Unión Patriota y A
Luchar. Indica, de otra parte, que en este país se repite la historia de
incumplimiento y muerte por parte del bloque de poder contrainsurgente, que
supone sembrar las semillas de nuevos-viejos conflictos nunca resueltos, es
decir, se están incubando nuevas guerras. De eso deben estar tomando nota el
ELN, las mal llamadas disidencias de las FARC, y nuevos movimientos insurgentes
que puedan formarse en el futuro próximo, para los que queda claro que en este
país de cultura traqueta no se respeta la palabra empeñada.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=235996
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