Movimientos populares, entre el
espontaneísmo y la manipulación
4 de enero de 2018
Por Marcelo Colussi (Rebelión)
“Los
iraníes que se manifiestan contra su gobierno verán un gran apoyo de Estados
Unidos en el momento adecuado”. Donald Trump, con motivo de los actuales
acontecimientos en Irán (enero 2018)
Partidos políticos en crisis
A partir de las dos últimas décadas del pasado
siglo, y en lo que va del presente, asistimos a una gradual pero permanente
decadencia de los partidos políticos tradicionales. Esto se da tanto en la
derecha como en la
izquierda. Las poblaciones van evidenciando un creciente
hastío en relación a las formas tradicionales de la “política profesional”,
dada por tecnócratas, burócratas siempre alejados de la gente, “mentirosos de
profesión”. La política hecha a través de los partidos (farsante, embustera, manipuladora)
sigue siendo la forma en que se maneja la institucionalidad de los Estados
nacionales, pero cada vez más es la mercadotecnia, el manejo “de mentes y
corazones” –como pedía Zbigniew Brzezinsky, maestro en estas artes–, la
tecnología publicitaria, la que “hace” la política. O , al menos,
la que se encarga de “manejar” a las grandes masas. Las decisiones
fundamentales, por supuesto, se siguen haciendo en las sombras. Y no la hacen
los “políticos de profesión” precisamente, sino los que les financian las
campañas y para quienes, en definitiva, trabajan. Entonces, como acertadamente
dijera el francés Paul Valéry: “ La
política es el arte de hacer creer a la gente que toma parte en los asuntos que
le conciernen ”. Deberíamos
agregar: “pero sin
permitirle que realmente se involucre en nada ”.
De ningún modo esos partidos están agotados, pues continúan siendo
correas de transmisión entre el poder económico –los verdaderos amos– y las
grandes masas, ofreciendo las capas de burócratas que manejan los aparatos
estatales. Pero la credibilidad de esos partidos está por los suelos. De todos
modos, el “credo” fundamental de la politología oficial, de la llamada
“democracia representativa”, está dado por la existencia de esos partidos. El
resguardo de lo que la ciencia política de derecha funcional al sistema llama
“gobernabilidad” son esos –aunque desacreditados y un tanto aborrecidos–
partidos políticos. Por así decir: un mal necesario para el sistema.
En el campo de la izquierda las cosas también
están complicadas. Caídas las primeras experiencias socialistas de la historia
(desintegración de la
Unión Soviética , extinción del bloque socialista europeo,
reversión del socialismo chino) el avance de las fuerzas de cambio social quedó
un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una pregunta clave en el campo de la
izquierda es ¿cómo construir alternativas válidas, consistentes, realmente
efectivas? Los particos políticos clásicos, con un esquema leninista si se
quiere, en el momento actual no están en crecimiento. Antes bien: han perdido
credibilidad, no arrastran gente. Hoy por hoy todo lo que suene a
confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo mediático-ideológico
es visto como “peligroso”. O, cuando menos, como desconfiable. De ahí que los
partidos políticos de izquierda, los tradicionales particos comunistas, no
están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos
socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje
capitalista “moderado”, no hay la más mínima diferencia con los partidos
políticos de derecha.
A decir verdad, hoy no se ve muy claro ninguna propuesta real de
transformación social. Ello no significa, en modo alguno, que el sistema
capitalista esté blindado ante los cambios. Son incontestables los elementos
que demuestran su inviabilidad a futuro: el solo ecocidio (la monumental
catástrofe medioambiental) que ha producido con su alocado modelo de consumo, o
el tener las guerras como una siempre posible válvula de escape cuando se
traba, deja ver su insostenibilidad. Pero solo, por su propio peso, no case. Es
necesario que alguien lo derribe. ¿Quién es el sujeto revolucionario entonces
en la actualidad? ¿Es posible hoy levantar las banderas de partidos políticos
revolucionarios?
Movimientos populares espontáneos
En ese sentido, en distintas latitudes del
planeta, y sin dudas en Latinoamérica con una considerable fuerza, lo que sí se
van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son
los grupos (en general movimientos campesinos e indígenas) que luchan y
reivindican sus territorios ancestrales.
Quizá sin una propuesta clasista,
revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo
clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de
los años en el siglo XX), estos movimientos constituyen una clara afrenta a los
intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales.
En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue
levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De
hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro
global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a
estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país,
puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en
la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido
exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán
establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos
antiglobalización (…) que podrán poner en causa
las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas”. [1] Para enfrentar esa presunta amenaza
que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la
hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses (¿quizá
también la lógica capitalista en su conjunto?), el gobierno estadounidense
tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente: la “Guerra de Red Social”
(guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no
es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como
décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos
insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa
Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en
general, escrito antes de la desmovilización de la principal fuerza guerrillera
de Colombia pero igualmente válido ahora, “la verdadera amenaza no son las
FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y
campesinos. La mayor amenaza [para
la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que
invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos
recursos [biodiversidad, agua
dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas”. [2] Anida
allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se trata. ¿Quién
dijo que todo está perdido?
No hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue
siendo el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de
trabajadores y capitalistas. Eso continúa siendo la savia vital del sistema: la
producción centrada en la ganancia empresarial. En ese sentido, las premisas de
trabajo asalariado y capital siguen siendo absolutamente determinantes: los
trabajadores generan la riqueza que una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa contradicción
–que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de otras
contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género, discriminación
étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.– pone como actores principales del
escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas:
proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, campesinos pobres,
trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal
calificado y gerencial de la iniciativa privada, amas de casa, subocupados
varios, trabajadores precarizados e informales. Lo cierto es que, con la
derrota histórica de estos últimos años luego de la caída del Muro de Berlín y
los retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés que la
clase trabajadora ha sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje de
estos años, eufemísticamente llamado “neoliberalismo” (precarización de las
condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso
en la organización sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores,
quienes viven de su ingreso, los verdaderos y únicos productores de la riqueza
humana, quedaron desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados.
De ahí que estos movimientos
campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de
vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La pregunta sigue siendo: ¿por dónde ir si
hablamos de transformación, de cambio social? Evidentemente la potencialidad de
este descontento, que en buena parte de América Latina se expresa en toda la
movilización popular anti-industria extractivista (minería, centrales
hidroeléctricas, monoproducción agrícola destinada al mercado internacional),
puede marcar un camino.
Inmediatamente surge una pregunta, una
preocupación, si se quiere ver así: por todo el mundo están apareciendo
movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto a estos
movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica aparecen otros
grupos, habitualmente urbanos y más de sectores medios
que, curiosamente, levantan banderas “pro-democráticas”. Pero, por supuesto, no
son lo mismo.
Movimientos “democráticos”
No todos estos movimientos “de masas” son
iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia de Washington como
un peligro –por ejemplo en Latinoamérica todos los que se oponen a la industria extractivista–
tienen una lógica totalmente distinta a aquellos que se levantan como
“defensores de la democracia”, con un contenido más clasemediero.
Estos últimos deben ser vistos y entendidos en
su contexto. Como mínimo, podrían apuntarse varias experiencias que se han
venido dando desde hace algún tiempo: 1) las revoluciones de color que
surgieron en estos últimos años, básicamente en las ex repúblicas soviéticas,
más algunos movimientos similares en Medio Oriente; 2) lo que se llamó la
Primavera Árabe, y 3) los movimientos supuestamente “cívicos” que se dan en
Latinoamérica (“estudiantes democráticos” en Venezuela, movilizaciones
anti-corrupción en distintos países –Guatemala fue el primer laboratorio, en el
2015, seguido de iniciativas más o menos similares en distintas latitudes:
Brasil, Argentina, Bolivia–, “Damas de blanco” en Cuba).
¿Qué representan, en realidad, estos
movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos populares. Con las
diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas revoluciones de
colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania,
revolución de los tulipanes en Kurguistán, revolución blanca en Bielorrusia,
revolución verde en Irán, revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en
Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez,
así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana
de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como
objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses
geoestratégicos de Estados Unidos.
Inspirado de alguna manera en los sucesos de
Tiananmen, de China en 1989, el primer laboratorio que sirvió a los estrategas
estadounidenses para darle cuerpo y definición conceptual a estas operaciones
de clara intervención injerencista, siempre disfrazados de revueltas populares
pacíficas espontáneas, fue el derrocamiento del primer mandatario servio
Slobodan Milosevic, en Serbia y Montenegro en el año 2000.
Son notas distintivas de estos movimientos
supuestamente espontáneos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por
cierto, y que no tienen los movimientos de defensa territorial como los
mencionados más arriba), siempre de nivel mundial cubiertos espectacularmente
(llamativamente) por cadenas internacionales, la participación de grupos
juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. Y
también –esto es fundamental– el hecho de recibir, directa o indirectamente,
fondos de agencias gubernamentales estadounidenses, tales como la USAID, la
NED, la CIA o, en algunos casos, de organismos no gubernamentales, como la Fundación Soros o la Freedom House ,
financiamientos en general negados o escondidos. Y si se niega, obviamente por
algo será.
El ideólogo que le dio forma a este tipo de
intervenciones es el estadounidense Gene Sharp , profesor y escritor visceralmente anticomunista, autor
de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la
democracia”, nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del
destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta del hindú Mahatma
Ghandi, este intelectual orgánico al statu
quo estadounidense sentó las
bases para que la CIA desarrollase sus intervenciones en distintas partes del
mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en
modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, consisten en
tres pasos:
· Generación de protestas, manifestaciones y
piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la ilegitimidad
del poder constituido, buscando la formación de un movimiento
antigubernamental.
· Fomento del desprestigio de las fuerzas de
seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la
desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
· Llamado al derrocamiento no violento del
gobierno.
En esta línea podría inscribirse mucho de lo
que sucedió en algunas de las ex repúblicas soviéticas (no siempre con éxito,
los planes a veces fallan), o con la Primavera Árabe, que barrió el norte de
África y buena parte del Medio Oriente, o lo que está sucediendo en este
momento en Irán (de ahí el epígrafe con que abrimos el texto), que pueden haber
iniciado como auténticas protestas populares, espontáneas y con energía
transformadora pidiendo algunas determinadas modificaciones puntuales, o al
menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneran (porque son
cooptadas) por esta ideología “democrática” –manipulada desde este proyecto
injerencista de dominación ligado a las tristemente célebres agencias
mencionadas–. O, es preciso no perderlo de vista, arrancan directamente como
plan urdido y financiado por potencias extranjeras, en secreto obviamente,
buscando la reversión (roll back) de un gobierno “molesto”.
A todos estos procesos de “rebeldía
ciudadana”, a estas llamadas “revoluciones de colores”, le suceden luego
sistemáticamente gobiernos de “conciliación y apertura”, en los que quedan
excluidas las distintas fuerzas políticas que apoyaron a la administración
gobernante derrocada. Todo eso, la forma ordenada y metódica que comportan
estas “iniciativas”, permiten colegir que no son tan espontáneas sino que, por
el contrario, obedecen a guiones muy bien trazados. Luego de las destituciones,
de los cambios buscados, que nunca son estructurales, que solo se quedan en el
reemplazo de algún funcionario, el supuesto “villano de la película”, –cambio
realizado supuestamente a partir de esos sentidos reclamos populares– continúan
medidas económicas neoliberales, produciéndose una fragmentación del espectro
político del país o la zona donde se intervino (balcanización), pudiéndose
suceder también estallidos o rebeliones territoriales de corte separatista,
todo lo cual sirve para sumir así al país en cuestión en complejos y
prolongados estados de ingobernabilidad. Nunca más oportuna que ahí la máxima
maquiavélica de “divide y reinarás”.
Movimientos “democráticos” versus movimientos
populares auténticos
Estas supuestas movilizaciones espontáneas de
grupos civiles (revoluciones de colores) tienen una agenda clara: servir a los
intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca
(secundariamente también a los grandes capitales europeos), siempre
boicoteadores / obstaculizadores de proyectos con un tinte socializante o
popular. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los
movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los
cuales reivindican territorios ancestrales sentidos como propios y se oponen a
esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran
capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de
los países periféricos.
Esas movilizaciones “democráticas”
constituyen, en definitiva, un arma de dominación del sistema capitalista, muy
bien pergeñada, muy efectiva por cierto, que sirve casi sin violencia (nunca
son totalmente pacíficas, porque también apelan a actos violentos llegado el
caso, como pudo verse el año pasado en Venezuela, con 110 muertos) a los fines
espurios de mantener el estado de cosas. Si se quiere decir así: con la
apariencia de un gran cambio en las formas, quitando supuestas “dictaduras” o
gobiernos indeseables, esas iniciativas ciudadanas son un puro gatopardismo: hacer
como que se cambia algo para que, en sustancia, no cambie nada. O, peor aún,
cambiar un gobierno díscolo a los dictados de los grandes capitales globales.
Pero ningún otro cambio más, haciéndole creer a la población que fue artífice
de una genuina transformación (“ arte
de hacer creer a la gente que toma parte en los asuntos que le conciernen ”). Justamente por eso, porque se
trata de un arma de control social, tienen tanta pomposidad en las cadenas
mediáticas de impacto global. Por el contrario, todos los movimientos
espontáneos indígenas-campesinos (y también los urbanos, si los hay) son
criminalizados, presentados siempre como “cuerpos extraños”, molestias que
vienen a interrumpir la “vida normal”. De ahí a actos terroristas, un paso.
Por otro lado, los movimientos populares
mencionados en principio, en muchos casos indígenas y campesinos, en general
espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista, y no en todos los
casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una expresión de un
descontento que alberga en las grandes masas de damnificados, en general
rurales –en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos,
que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo rural en
su composición económico-política, social y cultural–. Pero si bien no encajan
en lo que la teoría marxista clásica podría haber visto como el necesario
fermento revolucionario: un proletariado industrial urbano, o una masa de
trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una
marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos,
mechas de transformación, calores revolucionarios. No se debe olvidar que las
revoluciones socialistas ocurridas durante el siglo XX: la mexicana que no llegó
a consustanciarse, la rusa, la china, la vietnamita, la cubana, la nicaragüense
fueron, en definitiva, movimientos populares con una fuerte composición
campesina, direccionadas luego por un partido (vanguardia) con principios
comunistas.
En ese sentido, no se puede reivindicar ciegamente el
espontaneísmo. Eso solo no conduce a ningún lado. Ejemplos al respecto sobran.
Solo para citar alguno, valga el trágico diciembre de 2001 en Argentina. Allí,
ante una brutal crisis económica, la gente salió a la calle enardecida,
espontáneamente, y al grito de “¡Que se vayan todos!”, cinco presidentes
desfilaron por la Casa de Gobierno en unos pocos días. La furia popular los
sacó. Se podría decir que había allí una incendiaria situación
¿pre-revolucionaria?, pero la falta de conducción no pudo aprovechar ese
estallido de descontento popular. La gente en la calle espontáneamente no
necesariamente es sinónimo de cambio. De ahí la necesidad de poder articular
movimientos espontáneos, furias desatadas y ánimos honestamente caldeados por
situaciones de injusticia con propuestas de largo aliento que tengan claro
contenido político revolucionario. Si no, no se pasa del descontento que,
lamentablemente, puede terminar en pillaje y saqueos, no más.
Ahora bien: sabiendo el potencial que anida en
esos auténticos movimientos populares de descontento que se han venido dando en
Latinoamérica, fundamentalmente contra la producción extractivista (por
explotadora, por ecocida, por atentar con los territorios tradicionales), no hay
que perder de vista la llama encendida que puede significar la “Declaración de
Quito” con la que concluyó el encuentro continental “500 Años de Resistencia
India”, realizada en julio de 1990, preparatorio de la contra-cumbre de
celebraciones que tuvieron lugar con motivo del “encuentro” (¿o encontronazo?)
de dos mundos en 1492: “los
pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en
común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la
marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto
del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada
país”.
Si la
política tiene algo de arte, entonces de lo que se trata no es de “engañar”, de
“ hacer
creer a la gente que toma parte en los asuntos que le conciernen” sino en
propiciar realmente su inclusión como verdadero, como único agente real de
transformación. “Los libertadores no existen ”, dijo el Che Guevara. “Son
los pueblos quienes se liberan a sí mismos”.
Notas:
[1] En
Yepe, R. “Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia”. Versión digital
disponible en la página:http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2] Boaventura
Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión digital disponible en https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/
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