El pragmatismo en la
política mexicana
30 de diciembre de 2017
Por Eduardo Nava Hernández
Cambio de Michoacán
Desde ya, uno de los rasgos que están marcando la coyuntura
electoral recién iniciada es el extremo pragmatismo de la partidocracia, que
casi ha desdibujado las identidades y ubicación de los partidos y coaliciones
participantes. No es, de ninguna manera, un fenómeno nuevo en el sistema
político, pero el grado de exacerbación que en las semanas recientes ha
alcanzado el fenómeno merece algunos comentarios.
Recordemos que la capacidad camaleónica del
partido del régimen, el PRI, se impregnó también de antiguo en otros
componentes del propio sistema partidario. Aquél, que emergió del proceso
revolucionario de 1910-1920 como una alternativa para refrenar la violencia
política, los asesinatos y cuartelazos exitosos o fallidos de la tercera década
del siglo XX, nació con la impronta del jacobinismo y la disputa con por los
espacios de poder que la
Iglesia Católica ocupaba en una sociedad tradicionalista como
la mexicana; pero también con la proscripción y persecución contra el Partido
Comunista decretada por el presidente Emilio Portes Gil. Durante el gobierno
del general Lázaro Cárdenas hubo un claro corrimiento hacia la izquierda que
impulsó la defensa de los derechos laborales, la reforma agraria y la
liquidación del latifundio, una política exterior de avanzada en el nivel
mundial y la organización de las clases populares, por no hablar de la
expropiación del enclave petrolero en 1938 que reivindicó y unificó como nunca
antes a la nación.
Más adelante, sobre todo desde 1946, ya
terminada la
Segunda Guerra Mundial y reestructurado el orden económico y
político capitalista bajo la hegemonía estadounidense mientras el bloque
soviético y los procesos de descolonización en África y Asia daban lugar a la Guerra Fría , nuestro
país se realineó con la superpotencia norteamericana, abrió sus fronteras a las
inversiones extranjeras y dio un impulso sin precedente a la acumulación
capitalista, particularmente en los sectores industrial, financiero y
turístico. Con Miguel Alemán, el recién fundado PRI se movió cada vez más a la
derecha y se hizo más dependiente del imperialismo.
Pero, utilitarista, el partido del régimen
pudo diseñar un sistema de partidos a su conveniencia, simulando durante varias
décadas una inexistente competencia electoral que no permitía ni la alternancia
ni el compartir los espacios decisivos de poder con ninguna otra formación
política. Se dio el lujo incluso de abrir espacios legislativos como los
llamados diputados de partido para las minorías, y de aliarse con una
agrupación aparentemente izquierdista como el PPS y la de los veteranos de la
Revolución, el PARM, sin una definición ideológica clara.
Como lo caracterizaba Giovanni Sartori, se
trataba de un sistema político de partido hegemónico, es decir, no competitivo:
“nos encontramos con un partido hegemónico que permite la existencia de otros
partidos únicamente como ‘satélites’, o, en todo caso, como partidos
subordinados; esto es, no se puede desafiar la hegemonía del partido en el
poder. Por otra parte, nos encontramos con el sistema de partido predominante,
es decir, una configuración del poder en que un partido gobierna solo, sin
estar sujeto a la alternación, siempre que continúe obteniendo, electoralmente,
una mayoría absoluta”.
Sólo la reforma política de 1978 modificó
paulatinamente ese escenario y abrió algunos espacios como diputaciones,
ayuntamientos y luego algunos gobiernos estatales (Baja California, Guanajuato
y otros más en la etapas siguientes) a una competencia política real.
Lo que interesa destacar aquí es cómo un
partido oficial transformista, que iba de su origen posrevolucionario y popular
cada vez más hacia la derecha, adecuó siempre su perfil a la prioridad de
conservarse en el poder, más allá de las definiciones políticas y de las
ideologías. El sistema político se configuró de manera no polarizada,
excluyendo, aun con la represión más violenta (1968, el Halconazo la Guerra Sucia ) a las
opciones anticapitalistas y aun meramente democráticas, e integrando (“lo que
resiste apoya”, decía el ideólogo de la reforma política, Reyes Heroles) a las
oposiciones leales.
Con el pacto de 1988 entre Carlos Salinas y el PAN, este último
partido se incorporó también a la lógica pragmática, abandonando sus banderas
democráticas a cambio de algunas reformas acordadas con el nuevo presidente de la República. Pero
fue el partido de éste, el PRI, el que modificó más radicalmente su programa de
gobierno para adecuarlo a las demandas panistas e incluso asumir éstas como
propias: poner fin a la reforma agraria y privatizar las tierras ejidales,
modificar los artículos 3º y 130 de la Constitución para otorgar la llamada
libertad de educación (es decir, religiosa) y dar derechos políticos a las
iglesias, etcétera.
A este viraje se opusieron el Frente
Democrático Nacional durante la campaña de 1988 y luego el recién formado
Partido de la
Revolución Democrática con un programa que actualizó la
ideología del nacionalismo revolucionario y el cardenismo en las postrimerías
del siglo XX.
Lo que nadie pensó en esos años fue que el PAN
y el propio PRD fueran a pactar con el priismo en su modalidad más neoliberal
un programa de gobierno, el Pacto por México de diciembre de 2012, que implicó
sacar adelante las reformas más radicales que el capital financiero y
transnacional demandaba para hacer de México su señorío. La justificación del
perredismo (el PAN compartía ya en lo sustancial ese programa reformador) fue
el compromiso de cogobernar con
el PRI de Peña Nieto. Cambios estructurales como las reformas laboral, financiera,
fiscal, de telecomunicaciones, e incluso la energética, fueron posibles dentro
de ese consenso que virtualmente anuló a las otrora oposiciones y las integró a
la órbita del reinstalado gobierno priista.
De ahí a la alianza PAN-PRD
que ahora vemos en la arena electoral sólo había un paso. A ellos se ha sumado
el partido Movimiento Ciudadano para conformar la alianza “Por México al
Frente”, un claro ejemplo de pragmatismo donde las ideologías han sido dejadas
de lado para priorizar un solo aspecto: la sobrevivencia política de los
actores y enfrentar con más posibilidades al candidato puntero en las encuestas
por la presidencia, López Obrador, y a su partido Morena.
El PRI, por su parte, ha optado por postular
un candidato anticarismático, aparentemente aséptico y sin partido, ya que ha
servido indistintamente en gobiernos priistas y panistas. Por primera vez el
partido oficial póstula a alguien no afiliado a su padrón formal, aunque se ha
vuelto a cumplir la regla de oro del priismo: es el presidente saliente quien
designa al candidato oficial a sucederlo, algo que los dos presidentes panistas
no lograron hacer. José Antonio Meade es, para el régimen, la cobertura idónea
a la corrupción y los latrocinios y violaciones de los sexenios de Felipe
Calderón y Enrique Peña Nieto. Para los votantes, ante el desprestigio de los
partidos y del sistema político en general, es la oferta de un candidato
supuestamente no partidario, si bien todo indica que eso no será suficiente
para convencer a los ciudadanos de votarlo.
Asombrosa y no, la alianza que López Obrador y su partido han
realizado con el Partido Encuentro Social viene a coronar, como un monumento,
el imperio del pragmatismo en nuestra política. Como un partido de derecha
cuyas bases están conformadas mayoritariamente por miembros de las iglesias
evangélicas en nuestro país, el PES mantiene las posiciones más conservadoras y
reaccionarias en materia de libertades sexuales y derecho de las mujeres a
decidir sobre la
maternidad. Es sin duda un partido del status quo más afín al PAN, o incluso al PRI, que
a una opción de centro izquierda como la que Morena aspira a ser. Pero una lógica parece
haberse impuesto en esta estrambótica coalición (donde también participa,
previsiblemente, el Partido del Trabajo): desgajar al peñismo y aprovechar el
caudal de votos que los evangélicos pueden representar, alrededor de un millón,
los que ya no irán a la candidatura oficial y pueden resultar decisivos en una
contienda electoralmente cerrada como la que se prevé para el 2018.
Sabemos los mexicanos que la disputa real por
la presidencia se dará entre estas tres opciones; todas ellas sin un perfil
ideológico-político definido y claramente diferenciable. Una contienda,
volviendo a Sartori, no polarizada, aunque en la práctica sí haya una oferta de
políticas públicas distintas y tras de cada una de esas coaliciones grupos de
interés en más de un sentido contrapuestos. Y es sobre ese árido terreno que
cada sufragante tendrá que decidir el sentido de sus votos para constituir los
poderes federales y locales en el inminente 2018.
Eduardo Nava Hernández, Politólogo – UMSNH.
Fuente original: http://www.cambiodemichoacan.com.mx/columna-nc35214
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