México: De la guerra contra el narco a
la “guerra contra nosotros”
8 de enero de 2018
El estrepitoso fracaso de la Guerra contra el
Narco –con 152.000 personas muertas, 32.000 desaparecidas y 310.000
desplazadas– no ha impedido que el Gobierno de Peña Nieto apruebe la contestada Ley de
Seguridad Interior, que legaliza la militarización del país.
Por el Salto Diario
El Charco, Apatzingán,
Ayotzinapa, Tlatlaya, Golochán, Noxtitlán, Aguas Blancas, Acteal, Tanhuato,
Ayotzinapa… En la memoria colectiva de los pueblos mexicanos se van acumulando
masacres, desapariciones y torturas derivadas de los estragos de la militarización
y la supuesta guerra al crimen organizado, que algunos investigadores ya
empiezan a llamar “la guerra contra nosotros”.
La
mayoría de las agencias de la ONU, docenas de organizaciones de derechos
humanos y cientos de miles de ciudadanos se pronunciaron en contra de la
aprobación por parte del Senado de la República mexicana, con 71 votos a favor
y 34 en contra, de la Ley de Seguridad Interior, que legaliza la actuación de
las fuerzas armadas en la vida civil mexicana. El cabildeo y chantaje de la Secretaría
de Defensa Nacional (SEDENA) y de la Secretaría de Marina (SEMAR) había surtido
efecto. Pocos días después, la ley fue sancionada por el ejecutivo en un tiempo
record comparado con otras muchas normativas que permanecen estancadas en el
patio de curules. “¿Un autogolpe militar?”, se preguntan algunos.
La ley de seguridad
interior busca, según los propios diputados del PRI, “regularizar la situación
de excepción que ha persistido en el país durante más de diez años”
La ley de seguridad
interior busca, según los propios diputados del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) que han votado a su favor “regularizar la situación de
excepción que ha persistido en el país durante más de diez años”, a la vez que
deja en manos de las fuerzas armadas tareas de seguridad pública que
previamente correspondían a policías municipales o estatales. Asimismo, permite
al Ejecutivo ordenar, por sí mismo o a petición de las entidades federativas,
la intervención del Ejército y la Marina en zonas de conflicto. Entre otros aspectos
controvertidos de esta ley, destacan las cláusulas de confidencialidad en
“temas sensibles a la seguridad”, falta de transparencia que, por otro lado, ya
caracteriza a la actuación de la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA), opaca
a los mecanismos civiles de justicia y rendición de cuentas.
Además,
la vaguedad en la redacción de la Ley abre la puerta a que las Fuerzas Armadas
intervengan las comunicaciones y recolecten información privada de cualquier
persona, desplegando prácticas de espionaje contra defensores de derechos
humanos, activistas y periodistas, una práctica ya constante en los últimos
años, como se reveló a principios de este año cuando varias personalidades
públicas denunciaron la infección de sus teléfonos con el software espía Pegasus,
comprado por el gobierno mexicano a una empresa israelí por 32 millones de
dólares. El estado de excepción que faculta la actuación de las fuerzas armadas
podrá disponerse hasta por un año en una o varias regiones del país
“prorrogable si subsiste la amenaza a la Seguridad Interior
que la motivó”.
Uno
de los aspectos más señalados por las organizaciones que se oponen a esta ley
es el fracaso de las estrategias militaristas en la llamada lucha contra las
drogas, inaugurada en México en diciembre de 2006, cuando el presidente panista
Felipe Calderón envió efectivos militares a Michoacán para combatir a los
cárteles del narcotráfico. Desde entonces, la vía armada de lucha contra las
drogas, que ha contado con impulso, respaldo y presupuestos aprobados por el
Congreso de EE UU a través de la Iniciativa Mérida (símil del Plan Colombia de
1999 en la región andina), ha tenido un claro resultado: el aumento exponencial
de la violencia y las violaciones a derechos humanos en el país.
En
los últimos diez años, los miles de elementos del Ejército y la Marina
desplegados y las operaciones regionales para controlar el territorio no sólo
no han logrado disminuir la producción y tránsito de droga, sino que han dejado
un saldo sangriento: 152.000 personas muertas, 32.000 desaparecidas y 310.000
desplazadas. Tortura, abuso de autoridad, delitos relacionados con violencia
sexual, homicidio, extorsión y privación de la libertad son otros de los
crímenes cometidos por fuerzas armadas que, como muestra el informe de WOLA Justicia
olvidada, quedan en la
impunidad. Según este documento, de acuerdo con estadísticas oficiales,
entre 2012 y 2016 la PGR inició 505 investigaciones por delitos y violaciones a
derechos humanos cometidos por soldados en contra de civiles, especialmente
tortura y desaparición forzada. En el mismo periodo solo hay registro de 16
sentencias. Otros informes destacan las 12.408 quejas interpuestas al Ejército
ante la Comisión
Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
Entre
2008 y 2011, el Ejército tuvo un saldo de 9,1 civiles muertos por cada civil
herido, la policía federal 2,6 civiles muertos por cada herido y la Marina de
17,3 civiles muertos por cada herido.
Otro
hecho preocupante en la actuación del Ejército en México es su índice de
letalidad, que mide la relación de “opositores” muertos frente a “opositores”
heridos en un enfrentamiento armado. Entre 2008 y 2011, el Ejército tuvo un
saldo de 9,1 civiles muertos por cada civil herido, la policía federal 2,6
civiles muertos por cada herido y la Marina de 17,3 civiles muertos por cada
herido. A pesar del discurso menos beligerante de la administración Peña Nieto ,
en los hechos estos índices se mantuvieron muy similares de 2011 en adelante.
¿Cuáles son entonces las conclusiones lógicas de militarizar, todavía más, la
seguridad pública?
En
las entidades federativas históricamente militarizadas, como Guerrero, lo saben
muy bien: dar carta blanca a la impunidad para los crímenes de Estado,
suspender garantías constitucionales, generar un estado de excepción que instala
el terror social y permite el control geoestratégico de recursos naturales,
encubrir, silenciar. Como recuerdan en el CDHM/Tlachinollan, la Corte Interamericana
de Derechos Humanos ha emitido tres sentencias en contra de México por casos
relacionados con la jurisdicción militar: el relacionado con la desaparición
forzada de Rosendo Radilla en la guerra sucia de los años, el relacionado con
la violación sexual de Inés Fernández Ortega, Valentina Rosendo Cantú y los
campesinos ecologistas Teodoro Cabrera y Rodolfo Montiel.
En
2009, un joven indígena del pueblo nahua, Bonfilio Rubio Villegas, quien fue
ejecutado extrajudicialmente por elementos del Ejército mexicano en un retén
militar, retenes cerca de los cuales suceden asaltos, ejecuciones sumarias,
secuestros y desmembramientos, como da cuenta la crónica negra y roja de todos
los días en la entidad.
Así
lo muestra la impunidad de las fuerzas armadas en casos como los de Tlatlaya o
en los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en cuya desaparición estuvieron implicados,
por acción o por omisión, miembros del 27 batallón de infantería: las
investigaciones requeridas por la justicia civil, nacional e internacional, por
los estudiantes desaparecidos no pudieron acceder adecuadamente a los recintos
militares que se encontraban en las inmediaciones.
El silogismo es claro.
Frente a las afirmaciones y concepciones liberales de que de México es un
“Estado fallido” que necesita un poder fuerte y centralizado, se hace necesario
un examen más concienzudo. ¿A qué necesidades responde y a quién beneficia la
cuartelización del país? ¿Podría ser la supuesta debilidad de instituciones
civiles algo intencional? ¿Cómo se relaciona este despliegue militar con la contención y
criminalización de la protesta social ante el continuo saqueo de recursos
naturales (hidrocarburos, metales, agua, biodiversidad)? ¿En qué medida se está
avanzando en la cooptación de instituciones civiles por el mando militar y en
qué medida existe una complicidad de los poderes fácticos ante la contienda
electoral de 2018? La usurpación de poder civil por las élites militares no
puede traer sino más violencia, más opacidad y la (re)instalación de poderes
dictatoriales, al servicio de intereses geoestratégicos imperiales.
Fuente: http://www.anred.org/spip.php?article15832
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