Fraternidad: la fuerza
de las fragilidades
29
de julio de 2017
Por Alicia García Ruíz (CTXT)
Este texto forma parte de la intervención en
las Jornadas "Otra economía está en marcha", de Economistas sin
fronteras, y ha aparecido, en su versión completa como contribución al Dossier
26, Verano 2017 "Repensando nuestro modelo de sociedad y economía"
Las prácticas del
cuidado serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada
en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la
extensión de la desigualdad
Repensar el modelo de sociedad que responda a
los desafíos actuales exige relanzar una idea básica de los movimientos
emancipatorios de siglos pasados: la fraternidad. La fraternidad es tal vez la gran
olvidada de la
Revolución Francesa frente a los otros dos pilares que han
concentrado el debate político del siglo XX y del actual: libertad e igualdad.
Sin embargo, en un momento histórico como el que atravesamos es también el gran
valor por reencontrar.
El retorno de la fraternidad, no obstante,
debe venir acompañado por un contenido político específico, para no quedar
reducido a un mero ornamento teórico de campañas electorales o un epíteto hermoso
con el que despedir los correos electrónicos sindicales. Realidades humanas
tales como el cuidado, los afectos, la reciprocidad, la vulnerabilidad, que
pueblan la constelación de experiencias que han girado históricamente en torno
a la fraternidad, deben ser incluidas de pleno derecho en la reflexión
político-económica actual y tener por tanto una plasmación institucional.
En un contexto cada vez más áspero y
descarnado como el del capitalismo en su actual fase de destrucción de la vida
política, probablemente uno de los desafíos centrales y más urgentes será el de
dar a tales experiencias una dimensión pública y reconocimiento político, en
otras palabras, una encarnación. ¿Por qué? Porque el despliegue práctico de
este ethos fraternal parece el único que puede
garantizar la ciudadanía plena o activa en el marco de unas democracias cada
vez más deterioradas y no limitarlas, como tan a menudo sucede, a un
reconocimiento puramente abstracto y pasivo de derechos que día a día son
vulnerados en las relaciones cotidianas económicas y laborales. Una sociedad fraternalista es una sociedad
tejida de relacionalidad y respeto, una sociedad consciente de quiénes se
quedan atrás, una sociedad que percibe el daño social y procura los medios efectivos para restañarlo.
En esta línea, en los últimos años, el
concepto de “vulnerabilidad” ha adquirido una creciente relevancia en el debate
ético y político. En muchos casos, aparece acompañado de un entramado
conceptual formado por ideas tales como el cuidado, lo común o la interdependencia. Todas
ellos pivotan en torno a la noción de relacionalidad. Es preciso rescatar esta
idea de nuestra condición relacional de la órbita de la racionalidad sujeta a
interés económico y reubicarla en una perspectiva más amplia. Ello no significa
pasar por alto el importante impacto económico que tienen las actividades
relacionadas con los cuidados, sino más bien reclamar la injusticia de que un
conjunto de prácticas, los cuidados, que tienen un impacto económico muy
significativo, sean invisibilizadas y menospreciadas en nombre de una falsa
noción de sostenibilidad, como si no constituyeran actividades centrales para
el sistema productivo. Estas prácticas de solidaridad fundamentales se
consideran “no sostenibles” y por tanto la sociedad en su conjunto se
desentiende de ellas. Pero, ¿qué significa “sostener” en realidad? ¿Quién
sostiene a quién? Esa es la cuestión que hay que reformular.
EL ENFOQUE ESTÁNDAR DE LOS DERECHOS ECONÓMICOS
Y DEL REPARTO DE LA
RIQUEZA SOCIAL CONTINÚA CONCIBIÉNDOSE SÓLO DESDE LAS
SITUACIONES DE PLENITUD FÍSICA DE SUJETOS EN EDAD PRODUCTIVA
Todos somos “vulnerables” en nuestra
dependencia mutua, que se manifiesta tanto intra como intergeneracionalmente.
Ningún ser humano se basta a sí mismo. Todos sin excepción, y no sólo los
afectados por algún tipo de dolencia incapacitante o infortunio, hemos sido y
volveremos a ser dependientes, desde la infancia hasta la vejez. Sin embargo, el
enfoque estándar de los derechos económicos y del reparto de la riqueza social
continúa concibiéndose sólo desde las situaciones de plenitud física de sujetos
en edad productiva. Esta perspectiva simplificadora actúa como un fotograma que
congelase la moviola real de la vida humana.
La idea de “vulnerabilidad” no debe servir,
sin embargo, como lamento sino como palanca de politización. En esta línea
trabaja la reivindicación de las prácticas del cuidado, que surge
históricamente como reacción contra el trasfondo neoliberal de los ochenta, con
el thatcherismo y el reaganismo como laboratorios políticos, que se caracterizó
por el triunfo de la inquietante figura del emprendedor y la absoluta
desregulación de la dinámica mercantil. En la práctica esta corriente generó un
devastador cambio de paradigma relacional: la glorificación de la ley del más
fuerte y del más adaptado. Darwinismo versus fraternidad.
Hoy, a la luz de los efectos dañinos
desencadenados por aquellas transformaciones, las reflexiones sobre el cuidado
constituyen una potente herramienta para cuestionar aquellos presupuestos
neoliberales, que no sólo continúan vigentes sino que de hecho constituyen las
líneas rectoras del diseño institucional de la vida pública para las próximas
décadas.
Las prácticas del cuidado, pues, serán cada
vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos
nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad. Sin
embargo, la respuesta política más común frente a su papel crucial en las
dinámicas profundas de la reproducción social ha sido el menosprecio, la falta
de remuneración y la ausencia de organización social de estas actividades. Lo
que viene podría ser aún peor: tradicionalmente confinadas al ámbito invisible
de lo familiar, de su feminización y de su justificación en términos de
afectividad o benevolencia, ahora serán además sometidas a un darwinismo
social, al sálvese quien pueda y/o tenga medios
para pagar el cuidado que precisan sus seres cercanos o él mismo.
Es preciso, pues, realizar una profunda
revisión de diversos presupuestos ontológicos, morales y políticos que rigen
nuestra vida en común. Nuestras sociedades todavía no disponen en gran medida
de lenguajes y conceptos adecuados a esta forma de percibir nuestra
vulnerabilidad, herramientas que nos permitan expresar un nuevo cuadro de inteligibilidad
necesario para articular políticas efectivas de respuesta a este desafío, bajo
premisas y modalidades de socialización diferentes a las que nos han conducido
a la conflictiva e injusta situación actual. Hay que construir estas nociones y
las prácticas políticas que las verifiquen.
Estamos forzados tanto a exigir como a
proponer una reformulación de la cuestión del vínculo social, que debe abordar
hasta sus últimas consecuencias la realidad de los seres humanos como seres
relacionales e interdependientes y, de manera muy específica, hacerlo desde la
perspectiva de su corporalidad. No es casual que esta dimensión corporal,
habitualmente relegada a la invisibilidad, hoy sea precisamente el escenario
clave sobre el que se ejercen no sólo la más descarada expropiación de riqueza
sino también las formas más extremas y gratuitas de violencia. Sólo a partir de
estos replanteamientos radicales se podrá promover la articulación de políticas
públicas de protección de personas sobre el horizonte de una igualdad compleja
y real, respecto a la cual no sólo se formulen unos derechos en abstracto sino
que se diseñen marcos normativos sensibles a las capacidades reales, cotidianas
y materiales para ejercerlos.
Repitámoslo una vez más: los rasgos esenciales
de nuestra relacionalidad y las obligaciones éticas vinculadas a los mismos no
surgen de situaciones estadísticas medias sino que se manifiestan allí donde
precisamente no existen parámetros posibles: en aquellas circunstancias donde
estas condiciones o potencialidades faltan o fallan.
Tomemos un ejemplo paradigmático: el problema
que plantean las grandes dependencias, en la medida en que no responden ni al
ideal de autonomía ni al paradigma de la reciprocidad. Frente
a esta situación humana en la que la vida de un ser está radicalmente en manos
de otros, los supuestos de racionalidad y autonomía que presiden buena parte de
nuestra tradición política simplemente muestran su insuficiencia de partida.
Por tanto, no sólo el modelo contractualista que intenta dar cuenta de los
motivos y modalidades de asociación humana, sino también el paradigma mismo delhomo
economicus autónomo e
independiente quedan severamente puestos en cuestión desde esta perspectiva.
Todo lo anterior indica, en última instancia,
la necesidad de una concepción diferente del ser humano. Nuestra complicación
abarca no sólo el hecho de ser interdependientes sobre el horizonte de un
beneficio cooperativo mutuo: hace estallar las fronteras de la economía clásica
basada en el beneficio, para hacer entrar a la economía en un dominio ético, la
lógica del don, a la que se asocian una idea de responsabilidad y de deuda
incalculables. Su definición es ontológica, es decir, previa y heterogénea
respecto a la magnitud, a cualquier posibilidad de cálculo. De ahí que una de
las preguntas que debemos hacernos sea tan aparentemente insensata como
necesaria en el actual estado de cosas: ¿cuánto vale una vida?
El principal replanteamiento que debemos
hacernos hoy día es qué clase de sociedades son aquellas donde hemos llegado a
un punto en el que las vidas tienen precio, e incluso, como sostiene Judith
Butler, hay vidas que no valen
nada. Cuando la vida tiene un precio lo más probable es que termine por no
valer nada. Algunas vidas son ya tan vulnerables que ni siquiera su explotación
y menos aún su desaparición importan. No sólo son vidas invivibles, también son
vidas invisibles. Existen vidas que no son del todo –o nunca llegan a serlo--
reconocidas como tales, una situación ante la cual nadie responde, en el marco
de una general desresponsabilización social e institucional frente al daño.
Así pues, que el problema del valor de la vida
se convierta en horizonte fundamental de una época es chocante y fuerza a
preguntar antes que nada qué clase de realidad es aquella donde la vida ahora
se encuentra cuestionada de un modo tan brutal. Si el respeto se caracterizaba
kantianamente como la atribución al ser humano de una condición absoluta de fin
y nunca de instrumento (léase, de “recursos humanos”), la racionalidad
económica actual es la inversión más acabada de esta prohibición: organiza la
captación de las capacidades de los seres humanos desde su nacimiento.
Todas las formas de relacionalidad humana
resultan transformadas en relaciones económicas, abstraídas en la
representación económica, absolutizadas como también lo ha sido la idea de
individuo. La conversión del ser humano en recurso, en capital humano,
constituye el último paso en la implantación de un terrible tipo de política
sobre la vida: la
biopolítica. En este escenario se ha hecho posible que el
siglo XX sea testigo de la exposición creciente a formas de violencia inéditas
y extremas.
Semejante grado de violencia sólo es posible
en un mundo donde la percepción de nuestra relacionalidad constitutiva va
camino de desaparecer fatalmente del horizonte de nuestra época. Horizonte que
oscila entre el reino de una objetividad abstracta, que rige mecánicamente sin
prestar atención a las vidas que aplasta en su curso, y el exceso de
subjetividades que se autoconciben como señores absolutos sobre la vida y la
muerte de otros, que ni siquiera son pensados como “otros” sino como objetos,
cifras o recursos. Este extremo resulta ejemplificado por el comportamiento de
aquel CEO farmacéutico que se jactaba en Instagram de la hazaña de haber
incrementado un 5.000% el precio de un medicamento necesario a vida o muerte para
un gran número de personas.
La “vida vulnerable” es una categoría que se
extiende imparablemente por el mundo contemporáneo no sólo a través de los
diversos grados de dependencia sino también por quienes no tienen ni siquiera
“derecho a tener derechos” en un régimen de ciudadanía reducido a la juridificación de la condición ciudadana, como los
inmigrantes indocumentados o detenidos en frontera sin que se respeten las
garantías establecidas por el derecho internacional. La vulnerabilidad crece
sin pausa dentro y fuera de las fronteras, interiores y exteriores, de nuestras
sociedades.
En la coyuntura histórica actual, en la que se
multiplican las situaciones de precariedad e incertidumbre en todos los niveles
de la existencia humana, se hace más necesario que nunca replantearse que la
participación de estas vidas en unos sistemas políticos donde la expresión de
la capacidad política a veces se hace imposible, debido a la existencia de
situaciones de dominación y/o exclusión que es urgente visibilizar.
Tal vez hoy día no es posible que los Estados
ejerzan la capacidad que tuvieron en el pasado para hacer morir, pero sí les es
perfectamente posible dejar morir, convirtiendo en invivibles e inviables
ciertas vidas más vulnerables que otras. Como afirmó Hannah Arendt en su ensayo Nosotros, los refugiados: “La
sociedad ha descubierto la discriminación como el gran arma social con el que
se puede matar personas sin derramar una gota de sangre”.
Alicia García Ruiz,
profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid y miembro de
Economistas sin Fronteras.
Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=229673
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