No hay otra economía
sin cuestionar el poder
18 de junio de 2018
Por Fernando Luengo y Miguel Urbán
Otra economía
Uno de los supuestos más queridos por la
teoría económica convencional y dominante es que los salarios aumentan cuando
la productividad del trabajo mejora. Dada la existencia de ese nexo, al que se
otorga la categoría de ley económica, la clave está en llevar a cabo políticas
orientadas a propiciar crecimientos en la productividad.
¿Tiene algo que ver la realidad con ese
axioma? Ningún parecido. Entre 2000 y 2007, el peso de los salarios en la renta
nacional retrocedió en la
Unión Europea (UE) un 1,6%; retroceso que se produjo en 17 de
las 28 economías europeas. Entre 2010 y 2018 la caída ha sido del 0,8%,
afectando al mismo número de países comunitarios (si bien la composición de ese
grupo fue algo diferente). Adviértase que en la primera de las etapas
consideradas (2000-2007), cuando se lanzó la moneda única, el PIB real de la UE
aumentó en términos agregados un 16,9%; el crecimiento fue también positivo
entre 2010 y 2018, del 12,6% (sólo Grecia obtuvo en este último periodo un
registro negativo). Esta evolución refleja que, en realidad, la trayectoria
seguida por los salarios se ha descolgado del curso seguido por la
productividad.
Que las teorías económicas colisionan con la
abundante evidencia empírica disponible, peor para esta; retorzamos los datos
hasta que digan lo que conviene o, mejor todavía, ignorémoslos. Las
presunciones ideológicas y los intereses de los privilegiados que los sostienen
son para la economía dominante lo primero y, como ya sabemos, terminan por
imponerse.
Sin entrar en los factores, diversos y
complejos, que determinan el lento e insuficiente avance de la productividad
–entre otros, la debilidad de la actividad inversora y la expansión de la
financiera-, lo cierto es que el problema, para el asunto que ahora nos
interesa -su vinculación con los salarios-, reside sobre todo en cómo se
distribuye su mayor o menor crecimiento.
La distribución entre salarios y beneficios,
entre las rentas del trabajo y las del capital. Este es el nudo gordiano del
problema que hay que dilucidar, y que debe ocupar tanto la reflexión como la
agenda pública. Introducir la distribución en el análisis y dotarla de la
centralidad que merece implica apuntar al poder, al conflicto, a la política;
significa situar la reflexión de los procesos económicos en el espacio
complejo, fértil e imprescindible de los grupos y de las clases sociales;
supone, en definitiva, colocar la economía en los espacios socioinstitucionales
donde actúan actores con desiguales posiciones y estrategias y con diferentes
capacidades para hacer valer sus intereses. En ese contexto, no hay ninguna
garantía –y mucho menos una ley- que asegure que las ganancias cosechadas en la
productividad se conviertan en salarios. Del mismo modo que nada asegura que
los beneficios de los empresarios se conviertan en inversión productiva, o que,
a través de los impuestos, contribuyan al fortalecimiento de la capacidad
financiera de las administraciones públicas.
Esta mirada nada tiene que ver con los rancios
e inverosímiles fundamentos de la economía convencional, donde la política, las
instituciones, el conflicto constituyen una anomalía, una interferencia en el
funcionamiento de los mercados. Estos, regulados por las leyes de la oferta y
la demanda y por el principio de la competencia, son, por definición,
eficientes. El centro de todo el planteamiento continúa descansando en un “homo
economicus” que, utilizando toda la información disponible, toma decisiones
racionales. Los factores productivos –trabajo y capital- son recompensados
dependiendo de su contribución a la productividad. Un
relato donde, como se puede apreciar, no hay clase sociales ni pugna distributiva.
Una teoría económica y una economía de ficción
muy conveniente para el poder, pues aleja el foco de la reflexión y de la
acción política de los problemas distributivos y de la desigual capacidad de
los actores en presencia para apropiarse de las ganancias de productividad.
Pero no hay buena economía, ni economía
socialmente relevante si el relato permanece anclado en un mercado sin actores,
gobernado por una suerte de mano invisible. ¿Dónde están en ese relato las
corporaciones transnacionales –agroalimentarias, industriales, comerciales y
financieras-, las grandes fortunas y patrimonios, las elites empresariales, los
grandes bufetes, consultoras y firmas de marketing y publicidad, los
propietarios de las grandes empresas de comunicación, los lobbies
empresariales?
No es fácil disponer de información al
respecto, ni hay interés por parte del establishment en proporcionarla. Tampoco ayuda
la opacidad de los mercados donde se materializan o se ocultan una buena parte
de las transacciones en las que intervienen estos actores. Pero, a pesar de las
dificultades, es fundamental poner la lupa en este ámbito, pues es ahí donde se
encuentran los principales engranajes y también las disfunciones más
importantes de la economía realmente existente; donde encontraremos la
respuesta a la desigual distribución de la renta y la riqueza.
Fernando Luengo es miembro de la Secretaría de Europa
de Podemos. @fluengoe.
Miguel Urbán es responsable de la Secretaría
de Europa de Podemos y eurodiputado.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=243052
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