Fue un
año atroz
22 de diciembre de 2015
22 de diciembre de 2015
"Es cada vez más general
la conciencia de que los predicamentos actuales no pueden superarse dentro del
marco de ideas, políticas y prácticas que los producen, es decir, dentro del
sistema actual. No basta cambiar políticas o modificar la composición
ideológica de quienes están a cargo de las instituciones. Tampoco es suficiente
reformarlas. Es ilusorio y supersticioso seguir esperando que el sistema se
corrija a sí mismo, con los mismos u otros dirigentes, como prueban París y
todos los demás casos. "
Por Gustavo Esteva
En México, la degradación moral, el cinismo y la corrupción de las
clases políticas se hicieron cada vez más evidentes, mientras aumentaba
continuamente la violencia combinada de fuerzas legales e ilegales. Se
consolidó así una estructura que dentro y fuera de las instituciones busca
someter a control a la población y sofocar resistencias y rebeldías, dentro de
un estado de excepción no declarado.
Algo semejante, con muy diversos grados y modalidades, ocurre en
el mundo. Ante los cambios políticos en Argentina o Venezuela, la persistente
crisis política brasileña, o los sucesos de Grecia o Francia, se denuncian
traiciones, errores o debilidades de las izquierdas o se advierte de
restauraciones o asaltos al poder de las derechas. Se caracteriza lo ocurrido
como un retroceso de las fuerzas populares y un ascenso del capital, de sus
administradores estatales y de los sectores sociales que los apoyan. Trump
confirmaría esta interpretación: millones de estadunidenses respaldan posturas
que hasta The New York Times califica de fascistoides, al tiempo
que se multiplican, en Estados Unidos y Europa, comportamientos sociales que
tienen claramente ese carácter. Tal como 12 millones de alemanes votaron por
Hitler en 1932 y 17 millones en 1933, los medios
y otros factores estarían llevando a grandes grupos a respaldar gobiernos y
políticas de derecha, incluso contra sus propios intereses. Retrocederían así
las fuerzas populares y la constelación neoliberal seguiría triunfando.
El Acuerdo de París puede ser útil para ilustrar lo que ocurre y
tratar de explicarlo. La conferencia que lo produjo fue resultado de la
prolongada exigencia pública de enfrentar el cambio climático. No bien se
firmó, los gobiernos pregonaron sus méritos y muchos lo aplaudieron sin
reservas, pero fue más bien una farsa decepcionante. Grain, por ejemplo, que
representa una opinión muy calificada y respetada, señaló que el acuerdo no es
legalmente vinculante en las metas de reducción de emisiones, no avanza en la
descarbonización, respalda el modelo agrícola industrial generador de 50 por
ciento de las emisiones y protege que éstas continúen mediante acciones que
supuestamente las compensan. Lo más grave es que, bajo la coartada del
secuestro de carbono, podrá ahora apoyarse abiertamente a la geoingeniería, que
para muchos es la causante principal del cambio climático.
Tanto Grain como buena parte de los manifestantes presentes en
París subrayaron que lo importante era cambiar el sistema, no el clima. Puesto
que de eso se trata, no parece sensato solicitarlo al propio sistema,
entrampado como está en una lógica destructiva que no puede detener por sí
mismo. Como se denuncia continuamente, está matando la gallina de los huevos de
oro y socava aceleradamente sus propias bases de existencia. El problema es que
su comportamiento suicida pone en riesgo creciente la supervivencia de la
especie humana y de la vida en el planeta y sólo puede instrumentarse con
creciente autoritarismo. Se realizó un inmenso esfuerzo mundial para que se
efectuara la conferencia, primero, y luego para que tomara las decisiones que
hacen falta. ¿Tiene sentido? ¿Por qué seguir confiando en la superstición de
que esos gobiernos e instituciones van a tomar decisiones contrarias a los
intereses de quienes los controlan, ese 1 por ciento que denunció Ocupa Wall
Street?
Esa sería la principal lección del año, que estamos lejos de haber
aprendido. Es cada vez más general la conciencia de que los predicamentos
actuales no pueden superarse dentro del marco de ideas, políticas y prácticas
que los producen, es decir, dentro del sistema actual. No basta cambiar
políticas o modificar la composición ideológica de quienes están a cargo de las
instituciones. Tampoco es suficiente reformarlas. Es ilusorio y supersticioso
seguir esperando que el sistema se corrija a sí mismo, con los mismos u otros
dirigentes, como prueban París y todos los demás casos. Por eso, necesitamos
retirar nuestra confianza del régimen de representación mismo y de su
dispositivo electoral. También necesitamos retirarla de la mera movilización
social, si sólo es capaz de producir el recambio de dirigentes, como demostró
el saldo de la primavera árabe,
o de inducir cambios marginales en la orientación de las políticas, como se
constata en todas partes y se probó en París.
En este punto, el año atroz deja un resquicio a la esperanza. Está en
curso, en todas partes, una reorganización desde abajo que paso a paso
transforma la resistencia en emancipación. Se desmantela la necesidad de los
aparatos del capital y el mercado y de sus administradores estatales y se
forjan nuevas relaciones sociales. Poco a poco, se establecen dispositivos
capaces de detener el horror dominante, para que la propia gente organizada, no
sus representantes, líderes o delegados, realicen los cambios que hacen falta.
No se trata de otra superstición o de meras utopías. Empieza a ser realidad.
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