Las empresas transnacionales en
la
arquitectura de la impunidad:
poder, corrupción y derechos humanos
5 de mayo de 2017
Estafa, soborno, blanqueo de capitales,
evasión de impuestos, posición abusiva de mercado, apropiación indebida,
manipulación contable, fraude. Y también paraísos fiscales, ingeniería
financiera, doble contabilidad, lobbies,
diplomacia económica, pago de comisiones, puertas giratorias. El modus operandi de las empresas transnacionales se
compone de aquellas prácticas ilegales que se definen como delitos económicos
y, al mismo tiempo, de todas esas otras que, sin contravenir la legalidad
vigente, pueden ser incluidas dentro de una categoría, la corrupción, que no hace
referencia tanto a una serie de excepciones como a la propia regla.
Y es que, como se muestra al analizar la
evolución histórica de las grandes corporaciones españolas, la corrupción no
puede ser caracterizada como una mera consecuencia de las “malas prácticas” de
ciertos políticos y empresarios: es una concepción de la economía política, una
forma de gobierno, que hunde sus raíces en la propia base del capitalismo
global.
Las big
four [1] ayudando a cientos
de multinacionales a montar complejas estructuras societarias para trasladar
sus beneficios a Luxemburgo y así casi no pagar impuestos. Volkswagen
reconociendo que manipuló el software instalado en once millones de
automóviles para que sus emisiones de gases contaminantes parecieran menores
que las reales. Goldman Sachs fichando como asesor a José Manuel Durão Barroso,
expresidente de la
Comisión Europea , cinco años después de que el vicepresidente
de este banco de inversión, Mario Draghi, fuera nombrado máximo responsable del
Banco Central Europeo. Las constructoras FCC, Sacyr y OHL donando importantes
sumas de dinero al Partido Popular a la vez que les eran concedidos grandes
contratos de obras públicas de infraestructura. Telefónica funcionando como una
gran agencia de colocación de la clase político-empresarial que nos gobierna y
fichando sucesivamente a Iñaki Urdangarín, Eduardo Zaplana, Rodrigo Rato y
Trinidad Jiménez. Son apenas algunos ejemplos de un listado interminable de
nombres propios que demuestra que, al fin y al cabo, lo que hemos dado en
llamar corrupción no es otra cosa que la forma habitual de operar de las
empresas transnacionales.
Multinacionales, corrupción y derechos humanos
“En su carrera por la acumulación de
ganancias, todas las grandes corporaciones de todos los sectores se ven
obligadas a romper las reglas en algún momento”, afirman en su libro La empresa criminal los profesores Steve Tombs y David
Whyte. [2] Y, efectivamente, así es: en un contexto de fuerte competencia en el
mercado mundial y con una constante presión de los accionistas y los fondos de
inversión por aumentar sus ganancias, las grandes compañías están en una
continua carrera a la baja —devaluación de los salarios, “flexibilización” de
las condiciones laborales, externalización de las tareas y responsabilidades
menos rentables, etc.— que implica, cuando la situación lo requiere para
defender sus negocios, pasar por encima de las legislaciones nacionales y los
pactos internacionales. La historia de la expansión global de las
multinacionales, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, así lo
evidencia.
A lo largo del siglo pasado, para que pudiera
producirse el proceso de internacionalización de las grandes corporaciones
industriales, extractivas y financieras, fue necesario disciplinar a los
gobiernos, las comunidades locales y los movimientos sociales que se opusieron
a este modelo de “desarrollo”. Y las empresas transnacionales, en el marco de
una alianza estratégica con los Estados centrales —no en vano, como nos
recuerdan Tombs y Whyte, “la corporación es una creación del Estado-nación y se
mantiene sobre una obscena variedad de actividades estatales”— [3] no dudaron
en utilizar todos los medios a su
alcance para conseguir sus propósitos. United Fruit Company —hoy Chiquita
Brands—, por poner un ejemplo, fue responsable en 1928 de lo que en Colombia se
conoce como “la masacre de las bananeras” [4] y, desde entonces, ha venido siendo
denunciada por acaparamiento de tierras, condiciones esclavistas de trabajo y
prácticas sistemáticas de soborno y corrupción para controlar gobiernos; sin ir
más lejos, quedó acreditada su implicación en el derrocamiento del presidente
Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954 y ya en este siglo ha sido condenada en
Estados Unidos a pagar una multa de 25 millones de dólares por proporcionar
armamento a grupos paramilitares colombianos.
Estafa, soborno, blanqueo de capitales, evasión
de impuestos, posición abusiva de mercado, apropiación indebida, manipulación
contable, fraude. Y también paraísos fiscales, ingeniería financiera, doble
contabilidad, lobbies, diplomacia
económica, pago de comisiones, puertas giratorias. El modus operandi de las empresas transnacionales se
compone de aquellas prácticas ilegales que se definen como delitos económicos
y, al mismo tiempo, de todas esas otras que, sin contravenir la legalidad
vigente, pueden ser incluidas dentro de una categoría, la corrupción, que no
hace referencia tanto a una serie de excepciones como a la propia regla.
Y es que, como se muestra al analizar la
evolución histórica de las grandes corporaciones españolas, la corrupción no
puede ser caracterizada como una mera consecuencia de las “malas prácticas” de
ciertos políticos y empresarios: es una concepción de la economía política, una
forma de gobierno, que hunde sus raíces en la propia base del capitalismo
global.
Las big
four [1] ayudando a cientos
de multinacionales a montar complejas estructuras societarias para trasladar
sus beneficios a Luxemburgo y así casi no pagar impuestos. Volkswagen
reconociendo que manipuló el software instalado en once millones de
automóviles para que sus emisiones de gases contaminantes parecieran menores
que las reales. Goldman Sachs fichando como asesor a José Manuel Durão Barroso,
expresidente de la
Comisión Europea , cinco años después de que el vicepresidente
de este banco de inversión, Mario Draghi, fuera nombrado máximo responsable del
Banco Central Europeo. Las constructoras FCC, Sacyr y OHL donando importantes
sumas de dinero al Partido Popular a la vez que les eran concedidos grandes
contratos de obras públicas de infraestructura. Telefónica funcionando como una
gran agencia de colocación de la clase político-empresarial que nos gobierna y
fichando sucesivamente a Iñaki Urdangarín, Eduardo Zaplana, Rodrigo Rato y
Trinidad Jiménez. Son apenas algunos ejemplos de un listado interminable de
nombres propios que demuestra que, al fin y al cabo, lo que hemos dado en
llamar corrupción no es otra cosa que la forma habitual de operar de las
empresas transnacionales.
La expansión de las grandes empresas españolas
El empresario Javier López Madrid, gran amigo de los reyes de
España y consejero delegado del Grupo Villar Mir —conglomerado dueño de OHL y
con participaciones en otras compañías como Abertis, Fertiberia y Colonial—,
investigado en la operación
Púnica por la financiación
ilegal del Partido Popular en Madrid y acusado de apropiación indebida en el
caso de las tarjetas black de Caja Madrid. El presidente de FCC
Construcción y el director de infraestructuras de Acciona en España, detenidos
junto a otras once personas por el supuesto pago de comisiones a ejecutivos de
la empresa estatal Acuamed a cambio de proyectos de infraestructuras y
sobreprecios. Entre las compañías privadas que hacían donaciones a la fundación
de Convergencia Democrática de Cataluña, Agbar era la que más dinero entregaba,
y dejó de hacerlo tras no serle concedida la privatización de Aguas
Ter-Llobregat. Día tras día, cientos de noticias como estas recientes hacen que
la corrupción nunca deje de estar de actualidad y, más que una mera suma de
irregularidades, lo que vienen a mostrar es el entramado de intereses de una
élite político-empresarial que preside el modo en el que operan las grandes
empresas españolas.
En realidad, lejos de ser una situación novedosa, la corrupción como modus operandi habitual de lo que hoy son las grandes
multinacionales españolas, así como de buena parte de la clase
político-empresarial que nos gobierna, se remonta a los inicios del
desarrollismo franquista. Y es que fueron sobre todo el turismo y la
construcción —también ciertos sectores industriales y energéticos—, contando
con un fuerte apoyo de los grandes bancos, los que en buena medida
contribuyeron a sostener el modelo de crecimiento económico del franquismo y
permitieron el rápido enriquecimiento de las oligarquías nacionales. Este
modelo de capitalismo familiar aún hoy controla un número
significativo de las grandes compañías españolas.
En los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, los proyectos
relacionados con la construcción de grandes infraestructuras fueron la vía más
directa para favorecer a los dueños de las empresas más allegadas al régimen
franquista. Y además de tener el apoyo del presupuesto público para desarrollar
las obras, pudieron contar con mano de obra esclava, los presos republicanos,
para construir pantanos y carreteras. Así es como la familia Entrecanales ,
propietaria de lo que hoy es Acciona, construyó un canal para evacuar los
vertidos de los barrios ricos de Sevilla. Y de esa misma manera la empresa Dragados
—integrada más tarde en ACS— abarató los costes de la construcción del embalse
de Mediano en Huesca, [12] al igual que Coviles —luego parte de OHL— en el
embalse de Cenajo en Murcia, [13] entre muchas otras. Un puñado de grandes
corporaciones y familias propietarias que, desde entonces, cuentan con una
posición privilegiada en la economía española. [14]
Con el final de la dictadura franquista no se produjo ninguna
ruptura; al contrario, los Pactos de la Moncloa y las reformas económicas de
los años setenta sentaron las bases para establecer una línea de continuidad
con los privilegios y propiedades controlados por las clases dominantes desde la posguerra. De este
modo, las patronales empresariales y los nombres clave del capitalismo familiar
español mantuvieron el control sobre sus sectores y siguieron siendo muy
influyentes a la hora de decidir quiénes pilotaban la Transición y cómo habrían
de actuar los primeros gobiernos elegidos en democracia. Como recuerda el
historiador Emmanuel Rodríguez, “hacia 1975, dos centenares de familias, con
presencia en los consejos de los grandes bancos y las grandes empresas
españolas, controlaban más de un tercio de las acciones cotizadas en bolsa”.
[15]
“Este es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de
toda Europa y quizás también de todo el mundo”, afirmaba en 1988 Carlos
Solchaga, ministro de Economía y Hacienda y exponente dela cultura del
pelotazo, refiriéndose a las grandes oportunidades de negocio que se
abrieron en los años ochenta con la expansión de las políticas económicas
iniciadas en ese periodo. Así, con la entrada de España en la Comunidad Económica
Europea se impusieron multitud de reformas que configuraban
el modelo económico neoliberal que ha llegado hasta nuestros días. Fue en los
gobiernos “socialistas” de Felipe González (1982-96) cuando se promovió la
mayor “liberalización” de la economía, el aumento de la “flexibilización” de
las condiciones laborales y la privatización acelerada de las empresas
estatales. Una labor que retomó con fuerza José María Aznar en sus años como
presidente del gobierno (1996-2004), profundizando y extendiendo todas estas
políticas con su “Programa de modernización del sector público empresarial”.
Para cerrar el círculo, ambos mandatarios fueron contratados una década después
como consejero y asesor de Gas Natural y Endesa, respectivamente, compañías
multinacionales provenientes de empresas públicas privatizadas precisamente por
sus mismos gobiernos.
Con todo ello, muchos empresarios amigos de los gobiernos de turno
fueron situados en los consejos de administración y las direcciones de lo que
luego serían las mayores multinacionales españolas: Telefónica, Gas Natural,
Argentaria (BBVA), Repsol, Iberia, Endesa… Se conformaba así una renovada clase
político-empresarial, complementaria y bien relacionada con los clanes
históricos del capitalismo familiar, que sería la que dirigiría el proceso de
internacionalización a finales de los años noventa y principios de este siglo.
En permanente y constante sintonía, eso sí, con todos lospolíticos
giratorios que, desde los
sillones en las instituciones públicas o desde los asientos en los consejos de
administración de las grandes compañías —desde 1977, el 40% de los ministros de
los gobiernos de la democracia se ha incorporado a las direcciones de las
grandes corporaciones privadas—, [16] se fueron sumando a recoger los
beneficios que este modelo de crecimiento económico proporcionaba a quienes
lograran colocarse en lo más alto de las estructuras del poder
político-económico. Las trayectorias paralelas del BBVA, Telefónica y Repsol,
por ejemplo, se constituyen como casos paradigmáticos para entender cómo ha
venido funcionando la maquinaria político-empresarial desde finales de la
década de los noventa, la época
dorada de las privatizaciones,
hasta la fecha. [17]
El “segundo desembarco” en América Latina
Las grandes empresas españolas y sus principales directivos
quedaban así muy bien posicionados para dar el salto a nuevos mercados donde
seguir con su lógica de crecimiento y acumulación. Además, la amenaza de compra
por parte de algunos capitales europeos, a través de operaciones lideradas por
corporaciones de gran envergadura y capitalización, cobraba mucha fuerza, con
lo que la mejor defensa era seguir expandiéndose a otras regiones. Tenían las
herramientas para ello, habían adquirido el tamaño y la capacidad financiera
suficiente para expandirse fuera de las fronteras españolas; en ese mismo
momento, América Latina estaba bajo la ortodoxia del Consenso de Washington y
vivía una ola de privatizaciones y fusiones empresariales.
“Establecer y hacer cumplir un marco de reglas claras que reduzcan
la incertidumbre es el mejor vehículo para canalizar la inversión hacia
Latinoamérica”, recomendaba Manuel Pizarro, entonces presidente de Endesa —más
tarde diputado nacional del PP—, en el Foro Latibex del año 2006. Una
declaración que resulta paradójica cuando sabemos que las inversiones españolas
en la región llegaron a niveles récord precisamente en ese período, en el que
se daban continuos cambios en la regulación y se evidenciaba el incumplimiento
gubernamental y empresarial de esas mismas normas. Y es que el boom privatizador que vivió América Latina
en la década de los noventa representó un contexto perfecto para hacer de la
corrupción no sólo una política económica sino también la mejor vía para la
entrada masiva del capital transnacional.
En esta línea, los gobiernos que abrieron las economías
latinoamericanas a la inversión extranjera se caracterizaron por crear un
contexto económico que profundizaba las desigualdades, fortalecía una relación
privilegiada entre el sector privado y la esfera política, y promovía el
enriquecimiento de las élites nacionales y también transnacionales, mediante
vías tanto legales como ilegales. Así fue para el caso de Brasil y el ejecutivo
de Fernando Henrique Cardoso, que salvó con dinero público a bancos implicados
en fraudes millonarios —y luego el “favor” le fue devuelto con donaciones
ilegales—, albergó numerosos casos de corrupción y hasta compró votos para su
reelección. Un panorama similar se vivió en Argentina con el gobierno de Carlos
Menem, calificado como el presidente más corrupto de la historia del país por
una larga lista de irregularidades en sus mandatos. Y qué decir de los ejemplos
del gobierno mexicano de Ernesto Zedillo, del de Alberto Fujimori en Perú, etc.
Como lo demuestra la forma en la que se llevó a cabo el segundo desembarco de las multinacionales españolas en
América Latina, los entramados creados por la alianza entre los grandes
capitales y los gobierno no solo beneficiaron a los cargos públicos corruptos,
sino sobre todo a las empresas transnacionales que gracias a las
privatizaciones asentaron sus posiciones de control de los sectores
estratégicos de la economía de la región.
En esta reformulación de condiciones ventajosas para las empresas
transnacionales se ha contemplado un amplio margen de políticas que, aunque no
puede decirse que hayan sido ilegales, suponían sin duda un grave perjuicio
para las mayorías sociales. Y cuando a través de vías legales no han podido
obtener la rentabilidad deseada, multinacionales como Telefónica, Repsol, BBVA
y Endesa, por citar solamente algunos casos, no han dudado en ampliar las
posibilidades de negocio hacia el intercambio de favores, los sobornos, la
evasión fiscal y el blanqueo de capitales. Así es como, en resumen, las grandes
empresas españolas se transformaron en multinacionales y llegaron a dominar los
sectores clave de las economías latinoamericanas.
En 2012, el rey Juan Carlos, en una visita diplomática a Brasil,
ensalzaba la labor del gobierno de Dilma Roussef porque había “entendido bien
que son las economías más abiertas y que mejor respetan el principio de
seguridad jurídica las que más bienestar ofrecen a sus ciudadanos”. Lo decía en
un encuentro empresarial en el que estuvo acompañado por los presidentes del
Banco Santander, Iberdrola, Repsol y Telefónica. El monarca, eso sí, pasó por
alto que una de las empresas allí presentes —Iberdrola, accionista principal de
Neoenergía— es responsable de la destrucción del Amazonas por la construcción
de la megapresa hidroeléctrica de Belo Monte; [18] tampoco hizo ninguna mención
a los pagos que entonces realizaba Telefónica a quien fue ministro brasileño de
Presidencia, José Dirceu, para garantizarse la obtención de contratos. [19]
“Seguridad jurídica”, en este contexto, parece ser un concepto únicamente
referido a asegurar las condiciones de operación del capital transnacional, por
encima de otras consideraciones como los derechos humanos y de la naturaleza.
Utilizar la corrupción para garantizar un negocio lucrativo no ha
sido solo un episodio relacionado con las ventas de empresas latinoamericanas;
se ha establecido como una forma de gobierno y una moneda de uso corriente en
el desarrollo de las grandes actividades empresariales. Es apenas una parte del
entramado político-empresarial que pone la función pública y los recursos del
Estado a disposición de las empresas transnacionales, donde actúan la
diplomacia económica y hasta las intervenciones militares con un papel
destacado en la consolidación y ampliación de los negocios por todo el globo.
Esta confusión entre intereses privados y el interés general ha sido manifiesta
cuando algunos gobiernos latinoamericanos han intentado cambiar las condiciones
de las que tanto se han beneficiado las multinacionales en las últimas décadas;
veamos, sin ir más lejos, lo que ocurrió en 2006 con el decreto de
nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia y, en 2012, cuando el gobierno
de Argentina expropió las acciones de Repsol en YPF. “Allí donde haya una
empresa española, allí estará el gobierno defendiendo como propios sus
intereses”, concluía el presidente Mariano Rajoy en una gira para promocionar
la marca España.
Propuestas de control y alternativas
Prohibir la circulación sin obstáculos de altos cargos y
representantes políticos entre el sector público y privado, la cooptación del
proceso decisorio de las políticas públicas —la cooperación reguladora, la
coescritura de legislación, la elaboración de normas tipo o de anteproyectos de
leyes—, el soborno y otras prácticas de corrupción. Obligar a gobiernos y
parlamentos a someter a consultas —tanto en línea como en audiencias públicas—
con las empresas, grupos de presión, movimientos sociales, sindicatos, ONG y
pueblos autóctonos, entre otros, las tomas de decisiones que afecten a sus
intereses. Regular el complejo entramado de bancos, empresas, grupos de
inversores, agencias, consultoras, comisionistas y otros actores que operan en
los mercados financieros. Aprobar normas sobre la transparencia de las
prácticas financieras; el control de capitales y de los servicios financieros;
el control de los fondos de inversión (hedge funds), el fraude y la
elusión fiscal, las agencias de calificación, la retribución de los altos
directivos y el secreto bancario; la sanción a los flujos ilícitos de capital.
Estas son, junto a muchas otras que ya se están haciendo por parte
de un buen número de organizaciones de la sociedad civil, algunas propuestas de
control de las actividades de las grandes empresas que, desde hoy mismo,
podrían ser aplicadas sin mayores impedimentos técnico-jurídicos si hubiera la
voluntad política para hacerlo. Y es que, ante la falta de controles
democráticos para frenar la corrupción que atraviesa todo el actual sistema
socioeconómico, ha vuelto a ponerse en el centro del debate —aunque este viene al
menos desde los años setenta— [20] la necesidad de establecer mecanismos de
regulación para obligar a las corporaciones transnacionales a cumplir las
garantías democráticas y respetar los derechos humanos en cualquier parte del
mundo.
Bien es verdad que ya existen algunas medidas en relación al
control democrático de las grandes empresas, pero a nuestro entender resultan
ser parciales e ineficaces. Hablamos, por ejemplo, de los registros para los
lobbies, como el Lobbying
Disclosure Act de Estados
Unidos y el Transparency
Register de la Unión Europea ;
mientras el primero es obligatorio, el segundo es voluntario y no contempla
sanciones cuando las corporaciones no se registren o lo hagan con datos
inexactos. A escala español, hace tres años llegó a plantearse la aprobación de
un registro de lobbies por parte del Congreso de los
Diputados, con la intención declarada de “mejorar los mecanismos de
transparencia, de rendición de cuentas y responsabilidad de las
instituciones”—, [21] cosa que hasta la fecha no ha sucedido. Igualmente,
existe una evidente debilidad para frenar las puertas giratorias: en el Estado
español hay una ley que establece un período mínimo de dos años entre el cese
de cargos públicos y las actividades en empresas privadas “relacionadas con el
cargo desempeñado”; en la
Unión Europea ese lapso de tiempo se reduce aún más y sólo se
prolonga hasta el año y medio para los ex comisarios y comisarias europeas. Y a
pesar de que se trata de una regulación muy laxa, ni siquiera se cumple: antes
de que se hiciera efectivo el plazo estipulado en la normativa, la ex
vicepresidenta Elena Salgado fue contratada por la filial de Endesa en Chile.
En este contexto, para
contrarrestar la fuerza de la lex
mercatoria y el enorme poder
político, económico, cultural y jurídico de las empresas transnacionales, ha de
invertirse la pirámide normativa, situando en el vértice los derechos de las
mayorías sociales en lugar de los intereses privados de la clase
político-empresarial que nos gobierna. Así, necesitamos un nuevo modelo donde
las personas y el medio ambiente tengan prioridad sobre los beneficios y los
intereses corporativos. En este sentido, viene reclamándose hace tiempo la
aprobación de una normativa internacional jurídicamente vinculante para obligar
a las multinacionales al respeto de los derechos humanos operen donde operen,
así como la creación de un tribunal internacional para juzgar a las empresas
transnacionales y la puesta en marcha de un centro para hacer un seguimiento de
sus operaciones. Todas estas iniciativas que pueden plantearse son, a su vez,
complementarias de otras como elTratado internacional de los pueblos para el
control de las empresas transnacionales, “una propuesta alternativa de
carácter radical — elaborada gracias al trabajo de los movimientos sociales y
las redes de solidaridad internacional—, cuyos objetivos son, por un lado,
proponer mecanismos de control para frenar las violaciones de derechos humanos
cometidas por las empresas transnacionales y, por otro, ofrecer un marco para
el intercambio y la creación de alianzas entre comunidades y movimientos
sociales para reclamar el espacio público, ahora ocupado por los poderes
corporativos”. [22]
Pedro Ramiro y Erika
González son investigadores
del Observatorio
de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Fuente: http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Las_empresas_transnacionales_en_la_arquitectura_de_la_impunidad_poder_corrupcion_y_derechos_humanos
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