La identidad del progresismo,
su
agotamiento y
los
relanzamientos de las izquierdas
7 de octubre de 2015
7 de octubre de 2015
Por Eduardo Gudynas
Las circunstancias que afectan a los
gobiernos progresistas en América Latina siguen despertando mucha atención.
Algunas reflexiones recientes señalan una crisis, un final o un agotamiento del
progresismo, mientras que otros rechazan cualquier debilidad o retroceso (1). Intentando salir del ruido en este debate, se confirma la
divergencia entre izquierdas y progresismos, donde éstos últimos muestran una
condición propia de un agotamiento antes que un final. Sorpresivamente, unos
cuantos defensores de los progresismos en lugar de repotenciarlo confirman esta
situación.
El reconocimiento que los progresismos
tienen una identidad política en sí misma es evidente desde los dichos y
prácticas de esos gobiernos y sus bases de apoyo. Estos usan ese rótulo, lo
defienden, e incluso lo usan en sus coordinaciones continentales (como los
Encuentros Latinoamericanos Progresistas, ELAP).
Esta distinción del progresismo como un régimen político
distintivo, que resulta de una “gran divergencia” con las izquierdas desde las
cuales se originaron, ya fue señalada poco tiempo atrás (2). En efecto, las
izquierdas de fines de los años noventa, entre otras cosas criticaban las bases
conceptuales del desarrollo, se comprometieron a terminar con la corrupción en
el estado y la política, defendían la ampliación de los derechos y la justicia,
buscaban una radicalización de la democracia con más participación y consultas,
y estaban estrechamente vinculadas a diversos movimientos sociales.
Los progresismos actuales, en cambio,
abrazan las ideas del desarrollo aunque disputan la apropiación de sus
excedentes, parecen haberse rendido ante la corrupción, recortan algunos
derechos ciudadanos, insisten en una mirada economicista de la justicia,
detuvieron o retrocedieron en los mecanismos de democracia participativa y
deliberativa para volcarse hacia el hiperpresidencialismo, y poco a poco se
fueron desconectando de muchos movimientos sociales hasta terminar enfrentados
con algunos de ellos.
Los progresismos se reconocen a sí
mismos como una familia política y establecen claras distinciones con otras
posturas. Se presentan como parte de un mismo agrupamiento progresista
gobiernos que van desde Nicolás Maduro en Venezuela hasta Tabaré Vázquez en
Uruguay. A la vez se consideran distintos, por un lado de los gobiernos
conservadores (otro amplio conjunto que incluye a O. Humala en Perú o J.M.
Santos en Colombia), y por otro lado, del resto de las izquierdas, a las que
varios califican como infantiles, ultra, radicales o trotskistas. Por todo este
tipo de razones, las diferencias entre izquierdas y progresismos se han vuelto
fáciles de capturar y las organizaciones ciudadanas las usan cada vez más.
Es comprensible que existan muchos entusiastas del progresismo,
pero también hay que aceptar que sus ideas y prácticas merecen ser sopesadas
críticamente. Si eso se hace con seriedad, está claro que estos progresismos no
se han vuelto neoliberales. Calificarlos de esa manera no sólo me parece
exagerado, sino que muestra problemas conceptuales en entender el concepto de
neoliberalismo.
Pero los progresismos también son
diferentes de las posiciones de las izquierdas plurales, independientes y
democráticas de las que partieron a finales de los años noventa. Los progresismos rehúyen de las pluralidades y prefieren los
pensamientos únicos, no les gusta mucho la independencia ya que reclaman
obediencia, y privilegian la delegación democrática hacia el
hiperpresidencialismo antes que radicalizarla localmente.
En cuanto a sus ideas sobre el
desarrollo, cuando se analiza lo que dicen y hacen los progresismos, si bien
hay matices en sus estrategias, todas ellas buscan el crecimiento económico a
partir de la exportación de recursos naturales y la atracción de inversiones,
apoyan la ampliación del consumo popular y aplican algunas medidas
compensatorias con los sectores más pobres. Sus Estados conceden al capital en
varios frentes para conseguir estabilidad económica e inserción comercial,
mientras que intenta controlarlo en otros, en especial allí donde puede
aumentar la captura estatal de excedentes. Supieron aprovechar una coyuntura de
altos precios de las materias primas y crisis en las naciones industrializadas
para crecer económicamente.
Fin de ciclo o agotamiento
Esas estrategias están enfrentando
variados problemas, y que son especialmente evidentes en Venezuela y Brasil.
Bajo ese contexto resurgió el debate sobre si esos progresismos están en una
crisis terminal o se están agotando. La distinción entre las dos condiciones no
es menor, ya que sería muy arriesgado hablar de un final de ciclo. Aún bajo
condiciones muy adversas, los agrupamientos políticos progresistas pueden ganar
una elección y retener el poder (como sucedió con la reelección de Dilma
Rousseff en 2014 en Brasil). Incluso hay progresismos que por ahora tiene buen
respaldo y son estables (como el Frente Amplio en Uruguay).
Pero más allá de si retienen o no los gobiernos, es más claro que
se ha debilitado la reflexión teórica que los sostenía, están perdiendo sus
capacidades de innovación, de responder a las nuevas circunstancias, y les
cuesta mucho mantener alineada a su propia militancia por lo que deben recurrir
asiduamente a las adhesiones de sus propios funcionarios o a impresionantes
campañas publicitarias. Se le hace más difícil explicar los pactos económicos
para sostener sus estrategias de desarrollo (como las concesiones al capital
extranjero, las flexibilizaciones sociales y ambientales o los acuerdos con la
vieja derecha). Siguen pendientes problemas serios, como la violencia urbana o
agudos deterioros ambientales. La conclusión es que no estamos ante una crisis
final sino que presenciamos un agotamiento.
Al sumarse los problemas, la
conflictividad retoma en varios países, pero ya no se logra apaciguarla
fácilmente apelando al encantamiento con ideas y sensibilidades progresistas. A
la vez, hay menos opciones para revertirla por medio de compensaciones
económicas. El Estado progresista se ve forzado a lidiar con la conflictividad
mediante otros instrumentos, como recortando algunos derechos, criminalizando
la protesta, e incluso ha llegado a cruzar algunas líneas rojas de la represión
(como ha ocurrido recientemente contra movilizaciones indígenas en Ecuador y
Bolivia). Son medidas que alejan a esos gobiernos todavía más de la izquierda y
los vuelve aún más progresistas.
Las defensas progresistas
Es bajo esta coyuntura que aparecen las
recientes defensas a los progresismos. En muchas de ellas los alcances son
limitados y se repiten ideas comunes, pero lo que más impacta es que en su
propia formulación refuerzan esta percepción de agotamiento. Algunos ejemplos
ilustran esta situación.
Como los argumentos escasean, posiblemente las defensas más
comunes están en afirmar que cualquier cuestionamiento expresa pensamientos
conservadores o sirve a los intereses de la derecha. No se
analizan las puntualizaciones de la izquierda, sino que el progresismo
inmediatamente la rotula de conservadora. O bien, se afirma que las prédicas de
la izquierda son funcionales a las ideas conservadores. Tampoco hay argumentos,
sino que se parte de un juicio previo donde cualquier crítica al progresismo
siempre serviría a intereses conservadores y por ello debe ser rechazada.
Otras defensas se centran en destacar hechos positivos, como la
reducción de la pobreza o el control nacional sobre algunos recursos naturales.
Sin duda allí hay avances progresistas, y esas son sus herencias más positivas.
Pero parece que no se asume que ese tipo de justificaciones están perdiendo su
fuerza, y que las contradicciones actuales de ese tipo de desarrollo son cada
vez más claras. La insistencia en reducir la justicia al campo de los
instrumentos de compensación económica parece estar chocando son sus límites, y
se hace evidente que por ese sendero se vuelve a caer en una mercantilización
de la vida social y la Naturaleza, un extremo que las izquierdas rechazan pero
los progresismos parecen aceptar bajo ciertas condiciones.
Están los que afirman que los
progresismos no pueden ser culpados por los problemas actuales ya que ellos se
deben a lo que ocurrió diez o quince años atrás, bajo los gobiernos
neoliberales. Por ejemplo, la desindustrialización en Brasil sería culpa de las
administraciones Collor o Cardoso, y se evita analizar en detalle las
responsabilidades de los dos gobiernos de Lula da Silva o Dilma Rousseff. En la
misma línea, otros van todavía mucho más atrás, sosteniendo que contradicciones
actuales, como los extractivismos, no se pueden resolver porque venimos
haciendo lo mismo durante cinco siglos.
Aquí el agotamiento se expresa como fugas
al pasado que desnudan las trabas en asumir un análisis crítico sobre el
presente. Siguiendo con el ejemplo de Brasil, hay dificultades para
evaluar el papel del progresismo en exacerbar la primarización de las
exportaciones, el desmedido apoyo gubernamental a las grandes corporaciones
(los llamados “campeones nacionales”, algunos de los cuales ahora se sabe
participaban en redes de corrupción con el mundo político), las resistencias a
lograr cadenas productivas compartidas con los países vecinos, o las medidas financieras
que sobre todo beneficiaron a la banca.
Otras defensas, en cambio, se atrincheran
en la dimensión internacional, aunque por momentos se cae en simplificaciones
fenomenales. Los progresismos por cierto han tenido momentos estelares,
como la derrota del ALCA, y que debemos reconocer. Pero eso no impide analizar
problemas actuales, como los roles concedidos a China, las razones que explican
la ausencia de políticas regionales comunes en rubros claves como energía o
agroalimentos en espacios como UNASUR, o las incapacidades en concretar
efectivamente el Banco del Sur o el SUCRE.
Por último, hay defensas progresistas
que son bastante sinceras en dejar al desnudo este agotamiento. Como no hay argumentos piden adhesión y obediencia. Esto se puede
ver, pongamos por caso, en los cuestionamientos de Emir Sader a los que
denomina como mesiánicos escritores de misivas (tal vez en alusión a una carta
pública donde varios intelectuales alertábamos sobre el hostigamiento del
vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, a un puñado de ONGs). Sader dice, con mucha acidez, que los que firman esas cartas
públicas son personas sin “ninguna capacidad de influencia en la realidad”, sin
“ningún vínculo con la izquierda latinoamericana realmente existente”, y que
cuando fueron candidatos partidarios tuvieron “votaciones irrisorias” (3). Su
posición es clara: abandona el sitio de un intelectual independiente y crítico,
para reclamar disciplina y adhesión partidaria.
Si se apelara a una defensa basada en argumentos y explicaciones,
habría que fundamentar qué tiene de izquierda amenazar con cerrar a
organizaciones ciudadanas que trabajan en temas de desarrollo o ambiente, o que
apoyan a sindicatos o indígenas. O analizar si un gobierno es realmente tan
pero tan débil que siente que cuatro pequeñas ONGs lo amenazan. O explicar cuál
es la lógica política de entender que una carta pública será cierta o errada
según el caudal de votos que pudieron tener algunos de sus firmantes. Uno de
los adherentes en defensa de esas ONGs fue Noam Chomsky, de donde habría que
preguntarse si lo que ha escrito ese académico debe ser desechado por no haber
ganado nunca una elección.
Cuando el único camino que queda para este tipo de defensas es
apelar a una incondicional y disciplinada adhesión al gobierno, es evidente que
estamos ante un agotamiento conceptual. No se analiza si lo que hace un
gobierno está bien o mal, sino que se exige no hacer públicas las críticas.
Relanzando debates en clave de
izquierdas
¿Cómo lidiar con esta situación?
Las izquierdas que son plurales e independientes no pueden quedar atrapadas
bajo estas circunstancias. El debate de ideas sigue siendo fundamental, el
entendimiento de las prácticas y urgencias de los movimientos sociales es
indispensable, y el antídoto ante los slogans sigue siendo manejos serios y
rigurosos de la información y los análisis. Las voces de las izquierdas son
necesarias, aunque sin duda deberán navegar bajo condiciones adversas ya que en
muchos casos serán hostigadas desde los progresismos como por la derecha.
Las izquierdas plurales, democráticas e
independientes siguen teniendo un papel crítico, tanto para evitar retornos a
gobiernos y posturas conservadoras, como para alertar sobre consecuencias
negativas de los progresismos actuales. Muchas medidas que están tomando estos
gobiernos ante la presente crisis tienen efectos casi contrarios a los
supuestos beneficios que dicen sus defensores. Por ejemplo, la adicción
progresista a los extractivismos, está dejando economías todavía más dependientes
de las materias primas, un viejo sueño de las corporaciones transnacionales que
manejan el comercio en esos rubros, y a la vez se traban las exploraciones de
alternativas postextractivistas, otro sueño de las empresas mineras y
petroleras.
Las izquierdas plurales y democráticas
también deben estar atentas a no caer en reflejos conservadores, ni ser
partícipes de una restauración neoliberal. El antídoto está en
permanecer siempre enfocadas en los compromisos con la justicia social y
ambiental. Pero tampoco deberían caer en guerrillas intelectuales donde la
diferencia es personificada en enemigos a combatir, o en una lucha para ver
quién es más de izquierda.
Muy por el contrario, las izquierdas
deben relanzar sus propias miradas críticas, que rescaten los aportes positivos
de los progresismos, pero que también sean capaces de entender sus
contradicciones y retrocesos. Ellas dejan en claro que los progresismos no son
el final del camino, sino una etapa en procesos de cambio que necesitar
proseguir. No pueden quedarse calladas, y todos tenemos que escuchar sus
reflexiones sobre justicia social y ambiental.
Notas
1. Algunas defensas conocidas son: ¿El
final del ciclo (que no hubo)?, Emir Sader, ALAI (Quito), 14
setiembre 2015; Diagnosticadores de la capitulación, Aram Ahoronian, Nodal
(Buenos Aires), 15 setiembre 2015; Geopolítica
de América latina: entre la esperanza y la restauración del desencanto,
Alfredo Serrano M., ALAI (Quito), 15 setiembre 2015. Entre las críticas
recientes se pueden señalar a: El fin del relato progresista en América Latina,
S. Schavelzon, Animal Político, La Razón, La Paz, 21 junio 2015; Hora de hacer
balance del progresismo en América Latina, R. Zibechi, Brecha (Montevideo),
agosto 2015; Venezuela: ¿crisis terminal del modelo petrolero rentista?, E.
Lander, Aporrea (Caracas), Octubre 2014.
2. Esta distinción fue adelantada, por ejemplo, en Izquierda y
progresismo: la gran divergencia, E, Gudynas, ALAI, Quito, 24 diciembre 2013, http://alainet.org/active/70074
3. Os missivistas messiânicos, E. Sader, Carta Maior (S. Paulo),
30 agosto 2015.
- Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino
Americano de Ecología Social (CLAES). Este artículo adelanta algunas ideas de
un libro en preparación sobre la divergencia entre las izquierdas y los
progresismos en América del Sur. Twitter: @EGudynas
Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/172855
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