Izquierda y progresismo:
la gran divergencia
23 de diciembre de 2013
Por Eduardo Gudynas
Uno de los mayores cambios
políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el
surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda. Más allá de
la diversidad de esas administraciones y de sus bases de apoyo, comparten
atributos que justifican englobarlos bajo la denominación de
“progresistas”. Son expresiones vitales, propias de América Latina, en
cierta manera exitosas, pero ancladas en la idea de progreso. Su empuje, e
incluso su éxito, está llevando a que esté en marcha una divergencia entre este
progresismo con muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana
clásica.
Para analizar estas
circunstancias es necesario tener muy presente la magnitud del cambio político
que se inició en América Latina en 1999 con la primera presidencia de Hugo
Chávez, y que se consolidó en los años siguientes en varios países vecinos.
Quedaron atrás los años de las reformas de mercado, y regresó el Estado a
desempeñar distintos roles. Se implantaron medidas de urgencia para atacar la
pobreza extrema, y su éxito ha sido innegable en casi todos los países. Vastos
sectores, desde movimientos indígenas a grupos populares urbanos, que sufrieron
la exclusión por mucho tiempo, lograron alcanzar el protagonismo político.
Es también cierto que esta
izquierda latinoamericana es muy variada, con diferencias notables entre Evo
Morales en Bolivia y Lula da Silva en Brasil, o Rafael Correa en Ecuador y el
Frente Amplio de Uruguay. Estas distintas expresiones han sido rotuladas como
izquierdas socialdemócrata o revolucionaria, vegetariana o carnívora, nacional
popular o socialista del siglo XXI, y así sucesivamente. Pero estos gobiernos,
y sus bases de apoyo, no sólo comparten los atributos ejemplificados arriba,
sino también la idea de progreso como elemento central para organizar el
desarrollo, la economía y la apropiación de la Naturaleza.
El progresismo no sólo tiene
identidad propia por esas posturas compartidas, sino también por sus crecientes
diferencias con los caminos trazados por la izquierda clásica de América Latina
de fines del siglo XX. Es como si presenciáramos regímenes políticos que nacieron
en el seno del sendero de la izquierda latinoamericana, pero a medida que
cobraron una identidad distinta están construyendo caminos que son cada vez más
disímiles. Es posible señalar, a manera de ejemplo, algunos puntos destacados
en los planos económico, político, social y cultural.
La izquierda latinoamericana de
las décadas de 1960 y 1970 era una de las más profundas críticas del desarrollo
convencional. Cuestionaba tanto sus ideas fundamentales, incluso con un talante
anti-capitalista, y rechazaba expresiones concretas, en particular el papel de
ser meros proveedores de materias primas, considerándolo como una situación de
atraso. También discrepaba con instrumentos e indicadores convencionales, tales
como el PBI, y se insistía que crecimiento y desarrollo no eran sinónimos.
El progresismo actual, en cambio, no discute las esencias
conceptuales del desarrollo. Por el contrario, festeja el crecimiento económico
y defiende las exportaciones de materias primas como si fueran avances en el
desarrollo. Es cierto que en algunos casos hay una retórica de denuncia al
capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en éste, en
muchos casos colocándose la llamada “seriedad macroeconómica” o la caída del
“riesgo país” como logros. La izquierda clásica entendía las imposiciones del
imperialismo, pero el progresismo actual no usa esas herramientas de análisis
frente a las desigualdades geopolíticas actuales, tales como el papel de China
en nuestras economías. La discusión progresista apunta a cómo instrumentalizar
el desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no acepta revisar las
ideas que sostienen el mito del progreso. Entretanto, el progresismo retuvo de
aquella izquierda clásica una actitud refractaria a las cuestiones ambientales,
interpretándolas como trabas al crecimiento económico.
La izquierda latinoamericana de
las décadas de 1970 y 1980 incorporó la defensa de los derechos humanos, y muy
especialmente en la lucha contra las dictaduras en los países del Cono Sur.
Aquel programa político maduró, entendiendo que cualquier ideal de igualdad
debía ir de la mano con asegurar los derechos de las personas. Ese aliento se
extendió, y explica el aporte decisivo de las izquierdas en ampliar y
profundizar el marco de los derechos en varios países. En cambio, el
progresismo no expresa la misma actitud, ya que cuando se denuncian derechos
violados en sus países, reaccionan defensivamente. Es así que cuestionan a los
actores sociales reclamantes, a las instancias jurídicas que los aplican, incluyendo
en algunos casos al sistema interamericano de derechos humanos, e incluso a la
propia idea de algunos derechos.
Aquella misma izquierda también hizo suya la idea de la
democracia, otorgándole prioridad a lo que llamaba su profundización o radicalización.
Su objetivo era ir más allá de la simples elecciones nacionales, buscando
consultas ciudadanas directas más sencillas y a varios niveles, con mecanismos
de participación constantes. Surgieron innovaciones como los presupuestos
participativos o los plebiscitos nacionales. El progresismo, en cambio, en
varios sitios se está alejando de aquel espíritu para enfocarse en mecanismos
electorales clásicos.Entiende que con las elecciones presidenciales basta para
asegurar la democracia, festeja el hiperpresidencialismo continuado en lugar de
horizontalizar el poder, y sostiene que los ganadores gozan del privilegio de
llevar adelante los planes que deseen, sin contrapesos ciudadanos. A su vez,
recortan la participación exigiendo a quienes tengan distintos intereses que se
organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección para sopesar su
poder electoral.
La izquierda clásica de fines
del siglo XX era una de las más duras luchadoras contra la corrupción. Ese
era una de los flancos más débiles de los gobiernos neoliberales, y la
izquierda lo aprovechaba una y otra vez (“nos podremos equivocar, pero no
robamos”, era uno de los slogans de aquellos tiempos). En cambio, el
progresismo actual no logra repetir ese mismo ímpetu, y hay varios ejemplos donde
no ha manejado adecuadamente los casos de corrupción de políticos claves dentro
de sus gobiernos. Asoma una actitud que muestra una cierta resignación y
tolerancia.
Otra divergencia que asoma se
debe a que la izquierda latinoamericana luchó denodadamente por asegurar el
protagonismo político de grupos subordinados y marginados. El progresismo inicial se ubicó en esa misma línea, y conquistó
los gobiernos gracias a indígenas, campesinos, movimientos populares urbanos y
muchos otros actores. Dieron no sólo votos, sino dirigentes y profesionales que
permitieron renovaron las oficinas estatales.Pero en los últimos años, el
progresismo parece alejarse de muchos de estos movimientos populares, ha dejado
de comprender sus demandas, y prevalecen posturas defensivas en unos casos, a
intentos de división u hostigamiento en otros. El progresismo gasta mucha más
energía en calificar, desde el palacio de gobierno, quién es revolucionario y
quién no lo es, y se ha distanciado de organizaciones indígenas, ambientalistas,
feministas, de los derechos humanos, etc. Se alimenta así la desazón entre
muchos en los movimientos sociales, quienes bajo los pasados gobiernos
conservadores eran denunciados como izquierda radical, y ahora, bajo el
progresismo, son criticados como funcionales al neoliberalismo.
La izquierda clásica concebía a
la justicia social bajo un amplio abanico temático, desde la educación a la
alimentación, desde la vivienda a los derechos laborales, y así sucesivamente.
El progresismo en cambio, se está apartando de esa postura ya que enfatiza a la
justicia como una cuestión de redistribución económica, y en especial por medio
de la compensación monetaria a los sectores más pobres y el acceso del consumo
masivo al resto. Esto no implica desacreditar el papel de ayudas en dinero
mensuales para sacar de la pobreza extrema a millones de familias. Pero la
justicia es más que eso, y no puede quedar encogida a un economicismo de la
compensación.
Finalmente, en un plano que
podríamos calificar como cultural, el progresismo elabora diferentes discursos
de justificación política pero que cada vez tienen mayores distancias con las
prácticas de gobierno. Se proclama al Buen Vivir pero se lo desmonta en la
cotidianidad, se llama a industrializar el país pero se liberaliza el
extractivismo primario exportador, se critica el consumismo pero se festejan
los nuevos centros comerciales, se invocan a los movimientos sociales pero se
clausuran ONGs, se felicita a los indígenas pero se invaden sus tierras, y así
sucesivamente.
Estos y otros casos muestran
que el progresismo actual se está separando más y más de la izquierda
clásica.El nuevo rumbo ha sido exitoso en varios sentidos gracias a los altos
precios de las materias primas y el consumo interno. Pero allí donde esos estilos
de desarrollo generan contradicciones o impactos negativos, estos gobiernos no
aceptan cambiar sus posturas y, en cambio, reafirman el mito del progreso
perpetuo. A su vez, contribuyen a mercantilizar la política y la sociedad con
su obsesión en la compensación económica y su escasa radicalidad democrática.
El progresismo como una
expresión política distintiva se hace todavía más evidente en tiempo de
elecciones. En esas circunstancias parecería que varios gobiernos abandonan los
intentos de explorar alternativas más allá del progreso, y prevalece la
obsesión con ganar la próxima elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con
sectores conservadores, a criticar todavía más a los movimientos sociales
independientes, y a asegurar el papel del capital en la producción y el
comercio.
El progresismo es, a su manera,
una nueva expresión de la izquierda, con rasgos típicos de las condiciones
culturales latinoamericanas, y que ha sido posible bajo un contexto económico
global muy particular. No puede ser calificado como una postura conservadora,
menos como un neoliberalismo escondido. Pero no se ubica exactamente en el
mismo sendero que la izquierda construía hacia finales del siglo XX. En
realidad se está apartando más y más a medida que la propia identidad se
solidifica.
Esta gran divergencia está
ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es posible que el progresismo
rectifique su rumbo, retomando algunos de los valores de la izquierda clásica
para buscar otras síntesis alternativas que incorporen de mejor manera temas
como el Buen Vivir o la justicia en sentido amplio, lo que en todos los casos
pasa por desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser progresismo para
volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida reafirmarse como
tal, profundizando todavía más sus convicciones en el progreso, cayendo en
regímenes hiperpersidenciales, extractivistas, y cada vez más alejados de los
movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja definitivamente de la
izquierda.
- - Eduardo Gudynas es analista en
CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), Montevideo. Twitter: @EGudynas
Fuente: http://www.alainet.org/es/active/70074
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