Demarcación
territorial y mutilación corporal
10 de mayo de 2017
Por Ricardo Orozco (Rebelión)
Pese a sus catastróficas consecuencias, la violencia en el mundo
es un tema que, en los múltiples imaginarios colectivos, suele cobrar
relevancia sólo cuando su ejercicio se lleva a cabo en escalas espaciales y
temporales internacionales, cuando el ejecutor de la misma
ya ha sido interiorizado por la sociedad como un enemigo que se debe eliminar, o
cuando un conjunto amplio de dispositivos mediáticos son dispuestos por los
poderes hegemónicos para deslegitimar reivindicaciones sociales, comenzar con
el proceso de construcción de otredades y afirmar una posición axial que
justifique el avance del proyecto de civilización occidental sobre comunidades
ajenas a su lógica.
Por eso, cuando de
condenar la violencia se trata, los posicionamientos más
recurrentes son aquellos que censuran las guerras declaradas por gobiernos
tiránicos, totalitarios —más nunca las emprendidas por las
autodenominadas democracias liberales—; aquellos que exigen la erradicación de
todo cuanto atenta contra la propia identidad: un grupo aceptado como terrorista,
un gobierno populista latinoamericano, o una dictadura musulmana en Oriente Medio;
o aquellos que, por completo sumergidos en la interminable tautología del
dogmatismo lingüístico, condenan al exterminio a cada comunidad que parezca
arcaica, renuente a afirmar las bondades civilizatorias ofrecidas por los
valores y principios occidentales.
La cuestión es, no
obstante, que detrás de esos macro-eventos de violencia se desenvuelve una
serie más profunda y abarcadora de hechos que reflejan la decadencia
estructural de Occidente: la continuación de una lógica
civilizatoria que, en el momento mismo de colonizar a los no-modernos, a los
no-democráticos, a los no-civilizados con el pretexto de introducirlos en el
curso del tiempo presente, de extraerlos de su arcaísmo bárbaro y
ajustarlos a las formas cortesanas del progreso, esa misma lógica reifica su
embrutecimiento, su naturaleza incivilizada.
Se desarrolla, en este sentido, una dinámica de sistemática
destrucción de aquellas comunidades que, habiendo sobrevivido a quinientos años
de colonización, aún se presentan frente al colonizador como
esa amenaza de retorno al salvajismo, como esa posibilidad que
agrede al civilizado y al moderno por el simple hecho de haber demostrado que
otro tipo de sociedad es posible. Pero más aún, se desdobla una
cadena infinita de sucesos que ante el descuartizamiento del indio, se celebra
el avance del respeto por los derechos humanos; que ante su despojo
territorial, se festeja la acumulación del stock productivo del Estado; que
ante la represión militar, se elogia el ejercicio efectivo del Estado de Derecho.
La violencia del mundo
perturba a la sociedad con sus grandes acontecimientos: condena la tiranía musulmana legitimando la intervención
estadounidense en Egipto, Libia, Túnez, Yemen y Siria; sataniza al populismo
latinoamericano afirmando la necesidad de gobernarlos por medio del puño de
hierro de sus dictaduras cívico-militares; y consiente la
destrucción de sociedades enteras exigiendo la muerte de cada individuo que
parezca terrorista.
Pero al perturbarse con ese despliegue, esa misma sociedad,
no obstante, omite que ya fue cómplice de esos sucesos mucho antes de que estos
ocurriesen. En efecto, fue cómplice desde el momento
en que absolvió cada una de las guerras presentes y futuras cuando, desde el
pasado, cerró los ojos ante la cristian ización
del indígena, cuando se volvió sorda ante los lamentos que
causaban los suplicios a los que comunidades enteras fueron sometidas por no
ser conocedoras de las formas civilizadas de convivencia; cuando enmudeció en
el momento en que se requería que su propia voz se asumiera como la principal
crítica a las consecuencias de su avance indetenible.
De aquí que sea imprescindible mirar de frente al más reciente recordatorio que la comunidad Gamela ,
en el Estado brasileño de Maranhão, con su sangre y su dolor, le ofrece a
América y al mundo para no olvidar eso que sólo en Sierra
Leona, durante algún tiempo, fue motivo de primeras planas periodísticas y
excelsos análisis antropológicos —pero nunca motivo de un cambio de modelo
civilizacional—: las más desgarradoras maneras de mutilar y marcar al cuerpo
humano no son producto de una suerte de reminiscencia precolombina, sino el
vivo reflejo de cómo la humanidad establece los límites entre su humanidad y
la animalidad de los condenados de la tierra.
En efecto, el hecho
pasó inadvertido, como ocurre, por regla general, con las cuestiones indígenas:
producto del despojo sistemático de tierras que los pueblos indígenas sufren
desde su colonización, la
comunidad Gamela fue atacada el pasado domingo 30 de Abril
por hacendados cuando aquellos intentaron recuperar las tierras que por derecho
les corresponden. Así, esa pequeña comunidad —que los parlamentarios brasileños
considera pseudoindigena— le recuerda al continente que no sólo en el África negra se
mutilan los cuerpos de quienes reivindican su derecho, como comunidad
perteneciente a un territorio ancestral, a preservar sus formas políticas y
productivo/consuntivas, sino que ésta es una práctica vigente en cada latitud
en la cual se despliega el colonialismo.
El caso Gamela, por
supuesto, no es excepcional dentro de la regularidad de eventos que azotan a
las comunidades indígenas del continente. Por lo contrario, es, más bien, una
continuidad de algo que desde hace mucho estos pueblos intentan hacer visible
ante los ojos de quienes sólo los observan como el turista observa a quienes
sólo le son útiles en tanto producen bellas y exuberantes artesanías
con pretensiones de arte. La cuestión de fondo acá
—además de la evidente condena de la violencia con la que la comunidad Gamela
es sistemáticamente fragmentada—, es la manera en la que sus integrantes fueron
despojados de su identidad por parte de la sociedad brasileña.
Y es que si bien las
formas de realizar esta desposesión identitaria son tan variadas como
comunidades indígenas existen en el mundo, no por ello se debe abstraer lo
específico de cada caso. Así pues, lo primero que debe llamar la atención sobre
esta situación es que desde la aprobación de la constitución brasileña, en la
década de los ochenta del siglo XX, las comunidades indígenas
fueron inscritas dentro de un régimen de autoidentificación no muy popular
dentro del conjunto de países americanos de mayoría mestiza. Los
pueblos indígenas en Brasil, pues, fueron dotados de la capacidad de ser
identificados por la
estructura Estatal como tales no por la continuidad lineal
que estos acumularan al habitar un territorio, sino por el uso específico que
estos cuerpos sociales dieran a aquel.
En este sentido,
contrario a la tendencia indigenista que marca que un pueblo indígena es tal
siempre y cuando continúen habitando sus tierras ancestrales —con lo cual, por
regla se refiere a una inamovilidad de la comunidad desde el periodo
colombino—, en Brasil se abrió la posibilidad de que el
rasgo identitario, con respecto al territorio, se estableciera no por una línea
unidireccional del tiempo habitado, sino por el uso específico que dichas
comunidades otorgan al entorno. Por supuesto la garantía constitucional
de que esto se llevase a la práctica quedó en la letra, pues de un aproximado
de mil ciento y trece territorios indígenas sólo el 58% (654) se encuentran en
espera de la aprobación de su condición por parte del Estado brasileño, y de
éstos, 53% aún no son, siquiera, considerados para comenzar el proceso
correspondiente.
Un segundo punto de
preocupación es que las poblaciones aledañas y las propias autoridades
gubernamentales despojaron a los Gamela de su identidad recurriendo al
encadenamiento de estereotipos que, por irónico que parezca, los identificaban
como cualquier otro ciudadano brasileño, producto de las urbes del país. Lo
interesante, aquí, es que las poblaciones aledañas
son mayoritariamente de una estructura corporal similar a la de los Gamela, lo
que da cuenta, de nuevo, que los procesos de racialización siguen priorizando
los rasgos fenotípicos de los individuos para realizar su segregación,
por un lado; y por el otro, que a pesar de esa marcada tendencia a identificar
el cuerpo con la raza, el colonialismo interno se sigue reproduciendo en
niveles cada vez mayores, al punto de que el propio indígena renuncie a su
identidad como tal con base en su apariencia física.
Por lo anterior, el
asunto no es menor, y menos aún si se es consciente de que las formas más
atroces de totalitarismo, las formas de violencia más avasallantes y
destructoras que la humanidad ha conocido, como bien lo señaló Aimé
Césaire en su Discurso sobre el Colonialismo, comienzan por la experiencia de
los pueblos colonizados, pese a que su condena social sólo se dé
cuando esa misma violencia colonial se aplica por el civilizado blanco sobre
otros civilizados blancos.
https://columnamx.blogspot.com.es/2017/05/demarcacion-territorial-y-mutilacion.html
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226424
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226424
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