Terrorismo… o de cómo nos agarran de tontos
30 de septiembre de 2016
Por Marcelo Colussi (Rebelión)
I
Desde hace ya unas décadas, hacia fines del siglo XX, fue
estableciéndose como una táctica militar un tipo amplio y difuso de acciones al
que se le ha dado el impreciso nombre de “terrorismo”. Quienes otorgan ese
nombre (instituciones oficialmente constituidas) tienen una idea determinada de
lo que entienden por él; pero quienes lo reciben, en realidad jamás se
autodefinen como “terroristas”. Además, si bien puede haber grandes diferencias
entre los que así son designados (partidos políticos de izquierda, movimientos
sociales, grupos de acción armada, etc.), ninguno de ellos se reconoce como
“señor del terror” sino, en todo caso, luchador social. Con lo que vemos que es
muy difuso el término, equívoco, hasta incluso: engañoso. En verdad ¿quién es
“terrorista”? ¿Qué significa con precisión ser un “terrorista”?
Siendo estrictos, no hay una definición unívoca del término. En
todo caso, puede advertirse desde el inicio que su nombre mismo ya presenta una
carga negativa: evoca el terror. Pero eso, lo sabemos, es excesivamente amplio:
puede entrar allí desde una amenaza de bomba hasta un desequilibrado mental que
asesina en serie, una broma de mal gusto o una muchedumbre enardecida que se
permite linchar a alguien. Un acto terrorista, por tanto, más que significado
político -según la lógica con que usualmente se usa en Occidente- es sinónimo
de salvajismo. Carga que no tiene, por ejemplo, la llamada guerra convencional.
Quien mata en guerra es un héroe. Más aún: se le premia, es un héroe de la patria,
se le puede llegar a inmortalizar. Ninguna bomba inteligente de alta tecnología
es asesina, es terrorista, pero sí lo son, por ejemplo, quienes resisten a la
ocupación estadounidense en Irak, o quienes bloquean una carretera pidiendo
alguna reivindicación.
¿Tiene sentido eso, o se trata sólo de un discurso de dominación,
un ejercicio de poder? En un Manual de Entrenamiento Militar de la Escuela de
las Américas de Estados Unidos puede leerse como una sana recomendación para
sus alumnos, por ejemplo, “aplicar torturas, chantaje, extorsión y pago de
recompensa por enemigos muertos”. ¿Eso es guerra limpia o terrorismo? Y más
aún: ¿es posible que haya guerra limpia?
Entonces, en definitiva: ¿qué es el terrorismo? ¿Hay alguna
definición seria al respecto? Desde ya vemos la dificultad intrínseca. De
hecho, se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre sus
propiedades no terminan de encontrar una versión convincente. El Departamento
de Estado de los Estados Unidos de América en uno de sus Informes anuales sobre
“Tendencias del Terrorismo Mundial”, antes de definirlo siquiera comienza
diciendo que “la maldad del terrorismo siguió azotando al mundo este año,
desde Bali hasta Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente
la guerra mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con
resultados alentadores”, con lo que, ante todo, se parte de una valoración:
el terrorismo es intrínsecamente malo. Acto seguido lo caracteriza diciendo que
“se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía
abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin
reserva o preocupación moral alguna”. Preguntamos: ¿las invasiones entran
allí? ¿Y las peleas de box? ¿Son actos violentos y degradantes también las
corridas de toro? ¿Y las riñas de gallo o de perro? ¿Cuándo algo empieza a ser
"terrorista"?
El entonces presidente de Estados Unidos, George Bush hijo,
declaró en alguna ocasión que “no se cansará, no titubeará y no fracasará en
la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del
terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les
llevaremos la justicia a ellos”. Claro que esa justicia puede ser la
invasión militar, obviamente, pasando por sobre el derecho internacional y las
resoluciones de la ONU. En
nombre de la lucha contra él, está visto que puede hacerse cualquier cosa. ¿Tan
malo es el “terrorismo” que da lugar a todo tipo de intervención, incluidas
guerras preventivas -hasta con armamento nuclear, como pretende hoy la Casa Blanca en más de
alguna de sus hipótesis de conflicto- o hay ahí “gato encerrado”?
II
De acuerdo a datos suministrados por el mismo gobierno federal de
Washington, el terrorismo ha matado en el mundo, entre en los primeros cinco
años de este siglo, a 24.429 personas (la misma cantidad que contrae el VIH en
8 días); es decir: un promedio de 13 personas diarias (contra 1.000 personas
diarias que mueren de diarrea por falta de agua potable, o más de 2.000 por día
que fallecen por hambre). Lo curioso es que, para combatir este flagelo del
VIH-SIDA en el ámbito de la salud, la Casa Blanca utiliza 100 veces menos presupuesto
que lo que emplea para su guerra preventiva contra el “terrorismo”. O hay un
error en los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas
estadounidenses se equivoca, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de
la especie humana en el siempre mal definido e impreciso “terrorismo” que en la
pandemia de VIH-SIDA. O, mucho más crudamente: son unos descarados delincuentes
que trabajan para un proyecto donde lo único que cuenta son los intereses de
las grandes corporaciones de su complejo militar-industrial y petrolero,
asegurando así sus privilegios de clase.
El tema es complejo, y estamos dominados más que nada por un
cargado discurso ideológico que la manipulación mediática de estos últimos años
nos legó: algunos soldados (en general blancos, rubios, amantes de la libertad
y la democracia -y la Coca-Cola-) suelen ser los “buenos”, y los “terroristas”
-que curiosamente no son blancos…ni toman Coca-Cola- suelen ser los “malos”.
Problemático, ¿verdad?
¿Son prácticas “terroristas” las guerras de guerrillas, las
guerras de liberación nacional, las luchas anticolonialistas? ¿Cuándo empiezan
a ser “terroristas” las acciones militares? Por cierto que el campo conceptual
es amplio, difuso, cargado ideológicamente. Si lo que busca el “terrorismo” es
crear conmoción y pavor -según una sesgada visión-, eso fue lo que logró, por
ejemplo, la invasión angloestadounidense en Irak, a punto que así se designó
oficialmente la operación: “Conmoción y pavor”; y no se la llamó “invasión
terrorista”. ¿Quiénes son más “terroristas”: las guerrillas antiimperialistas
latinoamericanas o los grupos musulmanes anti-sionistas?, ¿el ejército israelí
o la ETA vasca?, ¿las tropas rusas en Chechenia o los comandos chechenios en
Rusia?, ¿las bombas nucleares que podrían lanzar Estados Unidos o Israel sobre
Irán o los zapatistas de Chiapas?
Una de las bases militares más grandes de Estados Unidos se
encuentra en la
llamada Triple Frontera, entre Brasil, Argentina y Paraguay
donde, casualmente, se encuentra el Acuífero Guaraní, la segunda reserva de
agua dulce subterránea más grande del planeta, y donde -también casual y
curiosamente- los servicios de inteligencia de Washington han detectado
escuelas coránicas para formación de “terroristas”. ¿Lo podremos creer?
Como vemos, las posibilidades que pueden caer bajo el arco de
“terrorismo” son por demás de amplias: una bomba en un restaurante, una emboscada
a una unidad de un ejército regular, un ataque aéreo de un país contra otro,
son todas acciones igualmente violentas (al igual que las corridas de toro, o
las peleas de gallo), con resultados similares: muerte, destrucción, terror en
los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es más “terrorista”? Y por otro lado -quizá
esto es lo esencial-: ¿quién las define como “buena” o “mala”? ¿Por qué después
de los ataques “terroristas” en Francia se dijo que “Todos éramos Charlie”,
y no se dice que “Todos somos palestinos” después de un bombardeo
israelí sobre este pueblo, o “Todos somos afganos, o iraquíes, o egipcios, o
sirios”, después de cada bombardeo de las fuerzas de “la libertad y la
democracia” capitaneadas por el Pentágono sobre alguno de estos países donde,
“casualmente”, hay petróleo o gas en su subsuelo?
Es obvio que el término no es nada inocente; su utilización
arrastra una tácita condena: habría una violencia legítima -la que puede
ejercer un Estado contra otro, o la que ejerce contra insurrectos que se alzan
contra el orden constituido-, y una violencia no legítima a la que le cabe el
mote -profundamente despectivo- de “terrorismo”. La diferencia estriba no
precisamente en una consideración ética (la violencia es siempre violencia, y
ninguna es más “buena” que otra: también es condenable la del boxeo o la de la
corrida de toros) sino en un ordenamiento jurídico que se desprende, en
definitiva, de relaciones de poder. ¿Qué fundamento ético o jurídico habría
para decir que la tauromaquia no es terrorismo entonces? ¿Porque se trata de
animales? La evocación de la tristeza por los franceses masacrados o la
indiferencia por olvidados musulmanes de cualquiera de los países invadidos
arriba mencionados nos remite a la cuestión de quién manda en el mundo, y de por
qué pensamos lo que pensamos: el Esclavo piensa con la cabeza del Amo.
III
El atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio de
New York en 2001 es un acto terrorista, pero no lo es -al menos así lo presenta
la prensa oficial que moldea la opinión pública mundial- un manual militar como
el que citábamos más arriba. ¿Cuál de las dos lógicas en juego es más
“terrorista”? Y si fuera cierto que la destrucción de esos edificios fue un
acto auto-provocado por el gobierno federal de Washington para justificar su
proyecto de guerras preventivas, ¿eso es terrorismo o no? Es terrorismo de
Estado, pero la prensa oficial no habla de eso. Pinochet, en su lucha contra
los “terroristas subversivos”, ¿no era él un terrorista por los métodos
empleados? ¿No fueran las peores expresiones de terrorismo de Estado las
guerras sucias que ensangrentaron los países latinoamericanos las décadas
pasadas? Pero oficialmente esas fueron guerras “contrainsurgentes” y no
“terroristas”. ¿Quién lo dice?
Si lo distintivo de un acto “terrorista” es la búsqueda de
población civil no combatiente como objetivo, el 80 % de los muertos en las
guerras habidas desde el final de la Segunda Guerra Mundial
en 1945 a
la fecha se encuadra en este concepto; actos, sin duda, por los que ningún militar
ni político ha sido juzgado en calidad de “terrorista”. Haber lanzado armamento
nuclear sobre población civil no combatiente en Hiroshima y Nagasaki podría
considerarse actos terroristas, pero como la historia la escriben los que
ganan, se pueden hacer pasar casi como “actos humanitarios” que, supuestamente,
impidieron más muertes.
Hoy por hoy, en un mundo absolutamente dominado por los montajes
mediáticos, en forma insistente se ha ido metiendo la idea del “terrorismo”
como uno de los peores flagelos de la humanidad. De manera casi refleja suele
asociárselo con maldad, crueldad, barbarie; y por cierto, en esa visión parcial
e interesada, esas prácticas nos alejan de la civilización supuestamente
democrática, presunto punto de llegada de la evolución cultural (léase:
economías de mercado con parlamentos formales). Dentro de esa lógica hemos
terminado por no poder distanciarnos de la falacia -llevada a grados patéticos
por la insistencia de la prensa- de “terrorismo = malo, estamos contra él o
somos un terrorista más”.
Merced al impresionante juego manipulatorio de los medios masivos de comunicación suele ligárselo a
cualquier forma de protesta, en general conectada con los países más pobres y
postergados. Todo ello, según la concepción que se fue generando, es
intrínsecamente perverso, traicionero, sádico, propio de fanáticos
fundamentalistas. Un “terrorista” -según ese orden discursivo- es un
delincuente subversivo, un apátrida; en definitiva: un monstruo inhumano. Por
supuesto que los autores del manual de la Escuela de las Américas, aunque
inciten a la tortura y a la corrupción, no son “malos”, porque lo hacen en
nombre de la guerra contra el terrorismo, para defender el “modo de vida
occidental y cristiano”.
¿Quién en su sano juicio podría alegrarse y festejar por la muerte
violenta de unos niños, de una señora que estaba haciendo sus compras en el
mercado, de un ocasional transeúnte alcanzado por una explosión? Pero ahí está
la falacia, lo perverso del mensaje sesgado con que el poder se defiende: se
presenta la parte por el todo, mostrando sólo un aspecto -con ribetes
sentimentales- de un conjunto mucho más complejo. ¿Alguna vez los medios muestran las escenas dantescas que
sobrevienen a los bombardeos “legales” de una potencia militar? ¿Alguna vez se
habla de las monstruosidades propiciadas por la pedagogía del terror de un
manual como el de la Escuela de las Américas? ¿Sufre más una víctima que la
otra? ¿Es más “buena” y “respetable” una violencia que otra? ¿Qué dirán los
toros sacrificados en la arena de una plaza? ¿Y los torturados, masacrados,
violados y silenciados en nombre de la libertad y la democracia? ¿Vale más un
francés muerto por una bomba que un ciudadano sirio?
Está claro que la dimensión del fenómeno es infinitamente más
compleja que la malintencionada simplificación con que se nos presenta el
problema. El maniqueísmo, en definitiva, ahoga las posibilidades de soluciones
reales. Son tan víctimas los civiles que mueren en un atentado dinamitero hecho
por un grupo irregular como los que caen bajo el fuego de un ejército regular.
¿Por qué los regulares serían menos asesinos que los irregulares?
El mundo sigue siendo injusto, terriblemente
injusto; la distribución de la riqueza que el sistema capitalista crea es de
una inequidad espantosa. El hambre sigue siendo la principal causa de muerte de
la población mundial, hambre evitable, hambre que debería desaparecer si se
repartiera algo más equitativamente el producto social que creamos los humanos.
Esa injusticia estructural en las relaciones interhumanas es el principal
exterminio que enfrentamos a diario; pero eso no es la gran noticia, de eso no
se habla mucho. Hoy el “terrorismo internacional” se presenta como el peor de
los apocalipsis concebibles, mientras que del hambre no se habla, o se lo hace
desde una óptica de caridad. Pero no podemos olvidar que por hambre mueren casi
100 veces más personas diarias que por “actos terroristas”. ¿O habrá que
considerar el hambre como terrorismo?
Es por eso que sigue teniendo vigencia lo que
35 años atrás, en 1981, firmaban numerosos Premios Nobel como “Manifiesto
contra el Hambre”, y que debemos seguir levantando como principal estandarte
por un mundo mejor: “Cientos de millones de personas agonizan a causa del
hambre y del subdesarrollo, víctimas del desorden político y económico
internacional que reina en la actualidad. Está teniendo lugar un holocausto sin
precedentes, cuyo horror abarca en un sólo año el espanto de las masacres que
nuestras generaciones conocieron en la primera mitad de este siglo y que
desborda por momentos el perímetro de la barbarie y de la muerte, no solamente
en el mundo, sino también en nuestras conciencias.[…] El motivo principal de esta
tragedia es de carácter político.”
Por tanto, el enemigo y principal amenaza para
la humanidad no es el impreciso y siempre mal definido “terrorismo”; sigue
siendo la injusticia, aunque nos hayan querido hacer creer estos años que
estaba un tanto pasado de moda hablar de ella. Y como dijo el jesuita Xabier
Gorostiaga: “Quienes seguimos teniendo esperanza no somos tontos”,
aunque quieran hacernos parar por tales con los espejitos de colores que nos
distraen
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217382