Los costes verdaderos
(y falsos)
de la desigualdad
31 de octubre de 2017
Por Kate Pickett y Richard Wilkinso
(CTXT)
La calidad de las relaciones sociales
esenciales para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad empeora en
aquellos países en los que las diferencias de ingresos entre ricos y pobres son
más acusadas
En la década de los setenta se publicaron los
primeros trabajos de investigación que mostraban que los indicadores de salud
eran peores y la violencia más común en las sociedades con grandes diferencias
de ingresos. Desde entonces se han reunido numerosas pruebas que demuestran los
efectos nocivos de la desigualdad.
Los países en los que las diferencias de
ingresos entre ricos y pobres son más acusadas tienden a padecer en mayor
medida una gran variedad de problemas sociales y sanitarios. La salud física y
mental empeora, la esperanza de vida disminuye, la tasa de homicidios aumenta,
las calificaciones de los niños en matemáticas y lectoescritura tienden a ser
más bajas, la drogadicción es más común y hay un mayor número de
encarcelamientos. Todos estos elementos guardan una estrecha relación con los
niveles de desigualdad, tanto en el plano internacional como entre los 50
estados que conforman EEUU.
A menudo causa sorpresa la larga lista de
problemas que se agravan en los países con mayor desigualdad. La clave para
entender estos datos es que en ellos hay gradientes sociales que los hacen más
comunes a medida que bajamos peldaños en la escala social. Esto permite
entender fácilmente el patrón básico: los problemas que sabemos ligados al estatus
social dentro de las sociedades empeoran cuando aumentan las diferencias de
estatus. El aumento de las diferencias materiales conlleva que la distancia
social entre nosotros sea mayor. La dimensión vertical de la sociedad –la
pirámide de clase y las diferencias de estatus social-- cobra mayor
importancia. Las diferencias materiales proporcionan el marco o andamiaje al
que se adscriben todos los indicadores culturales de estatus y clase –desde
donde vivimos hasta el gusto estético y la educación infantil–.
Una desigualdad generalizada
La escala de la desigualdad de ingresos no
debería considerarse un nuevo factor determinante de problemas sociales y de
salud; más bien, nos proporciona información adicional acerca del consabido
gradiente de clase en los resultados que siempre hemos reconocido. Poca gente
ignora que las zonas más pobres de nuestras sociedades tienden a experimentar
la peor salud, así como el rendimiento académico más bajo de los niños en edad
escolar, y generalmente los índices más elevados de violencia. La información
adicional es, sencillamente, que todos estos problemas se agravan cuando
aumenta la diferencia de ingresos. Sin embargo, estos problemas no se agravan
levemente. En los análisis que llevamos a cabo en países desarrollados ricos, hallamos
que la enfermedad mental y la mortalidad infantil eran al menos dos veces más
frecuentes en países más desiguales, y en algunos análisis, la tasa de
homicidios, los encarcelamientos y la tasa de natalidad en adolescentes
resultaron ser diez veces más frecuentes en sociedades más desiguales –por
ejemplo en EE.UU., Reino Unido y Portugal- comparadas con sociedades más
igualitarias como los países escandinavos o Japón.
La explicación a estas importantes diferencias
es que la desigualdad no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son
peores entre la vasta mayoría de la población. Aunque
los pobres padecen los peores efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir
en una sociedad más igualitaria revierte incluso en los muy acomodados. No
disponemos de datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las
desventajas de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las
sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de violencia,
drogadicción o alcoholismo.
Ricos pero desiguales
Que las consecuencias de la desigualdad
alcanzan la cima de la escala de ingresos encaja con el concepto de gradientes
sociales. Los problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen
únicamente a los pobres. Al igual que las consecuencias de la desigualdad,
afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las personas que están
situadas justo debajo de los más ricos es un poco peor que la de los que son
más acomodados que ellos. En efecto, si se suprime lo que aporta la pobreza a
la mala salud, en general, el patrón de las desigualdades en materia de salud
permanecería.
Los políticos, incluso algunos conservadores,
han declarado sus deseo de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de
diferentes tipos demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir
las diferencias de ingresos y riqueza que nos divide. Numerosos indicios
señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura social: la
movilidad social es más lenta en sociedades más desiguales; hay menos
matrimonios entre diferentes clases sociales; la segregación residencial entre
ricos y pobres aumenta; y la cohesión social disminuye. Un aumento de las
diferencias materiales logra que la dimensión vertical de la sociedad se
convierta en un separador social cada vez más efectivo.
El miedo al otro
El peaje que se cobra la desigualdad en la
inmensa mayoría de la sociedad es una de las limitaciones más importantes en la
calidad de vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad
de las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad. Numerosos
estudios han demostrado que la vida comunitaria es más sólida en sociedades más
igualitarias; es más probable que la gente se involucre en grupos locales y
organizaciones de voluntarios; es más probable que aumente su confianza en los
demás; y un estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a
ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados. Sin embargo, a
medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la reciprocidad y la
implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su lugar –como lo han
demostrado numerosos estudios– llega un incremento de violencia, que
normalmente se mide por la tasa de homicidios. En resumen, la desigualdad hace
a las sociedades menos cohesionadas y más antisociales.
Si observamos a algunas de las sociedades más
desiguales como Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que
las casas están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y
jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo. Esto lo confirma
con contundencia un indicador distinto de exactamente el mismo proceso:
diferentes estudios han demostrado que en las sociedades más desiguales, la
proporción de mano de obra empleada en lo que se clasifican como “trabajos de
vigilancia” –es decir, personal de seguridad, policía, funcionarios de
prisiones, etc.– es mayor. En definitiva, ocupaciones que las personas utilizan
para protegerse unas de las otras.
El yo y los otros
A medida que la dimensión vertical de la
sociedad adquiere mayor relieve, parece que nos juzguemos más en función del
estatus, el dinero y la posición social. La tendencia a juzgar la valía
interior de una persona a partir de su riqueza exterior se hace más acusada y,
con ella, aumenta nuestra preocupación por cómo nos ven y nos juzgan los demás.
Una serie de estudios psicológicos muestran que somos particularmente sensibles
a las preocupaciones de este tipo. Un análisis de los resultados de más de 200
estudios muestra que entre los factores estresantes que aumentan más los
niveles de hormonas del estrés –como el cortisol– se encuentran las “amenazas a
la autoestima o al estatus social por el que los demás pueden juzgarte
negativamente”. Este tipo de estresantes son esenciales para determinar los
mecanismos causales que empeoran los resultados en las sociedades más
desiguales. Por ejemplo, los actos violentos muy a menudo están provocados por
la pérdida de prestigio, gente que se siente poco respetada y menospreciada. De
forma similar, el estrés prolongado pone en peligro muchos sistemas
fisiológicos y sus efectos en la salud se han ligado a un envejecimiento más
rápido.
Para comprender las consecuencias de la
desigualdad es importante incidir en el modo en que afecta a la salud mental.
Un estudio internacional ha demostrado que en las sociedades más desiguales,
los niveles de ansiedad a causa del estatus son más altos –no solo entre los
pobres, sino en todas las clases económicas, incluido el decil más rico. Vivir
en sociedades en las que hay personas que parecen muy importantes y otras que
son consideradas casi despreciables hace que aumente nuestra preocupación por
cómo nos ven y nos juzgan los demás. Las personas hacen frente a estas
preocupaciones de dos modos muy distintos. Pueden sentirse abrumadas a causa de
la falta de seguridad, la desconfianza y la baja autoestima, de modo que las
reuniones sociales resultan demasiado estresantes y se convierten un suplicio
que hay que evitar, y se retraen hasta caer en la depresión. Otra
posibilidad, que sigue siendo una respuesta frecuente a las mismas
inseguridades, es que inicien un proceso de mejora personal y autobombo al
tratar de autoensalzarse a los ojos de los demás. En lugar de ser modestas
respecto a sus logros y habilidades, estas personas alardean de ellas mismas, y
encuentran el modo de traer a colación en las conversaciones cualquier asunto
que les ayude a presentarse como personas competentes y de éxito.
Puesto que el consumismo en parte trata de la
apariencia y la competitividad por alcanzar cierto estatus, también se agudiza
con la
desigualdad. Ciertos estudios muestran que si se vive en una
zona con mayor desigualdad, es más probable que gastes dinero en productos que
den estatus y en un coche llamativo.
Sin embargo, la verdadera tragedia no se
reduce a los costes que suponen tantas medidas de seguridad adicionales o a los
costes humanos en relación con el aumento de la violencia. La
verdadera tragedia es, tal y como ponen de relieve las investigaciones, que el
compromiso social y la calidad de las relaciones sociales, las amistades y la
implicación en la vida comunitaria son poderosos factores determinantes tanto
de la salud como de la
felicidad. La desigualdad socava los cimientos que sustentan
la calidad de vida. La inseguridad y competitividad por alcanzar cierto estatus
hacen que la vida social sea más estresante: nos preocupamos cada vez más por
la apariencia y el modo en que nos juzgan. En lugar de fomentar las relaciones
de amistad y reciprocidad que aportan tanto a la salud y a la felicidad, la
desigualdad implica que nos apoyemos en adquisiciones narcisistas o bien que
nos retiremos de la vida social. Aunque le convenga a los negocios y ventas, no
es una base adecuada para aprender a vivir dentro de los límites del planeta.
Traduccción de Paloma Farré.
Kate Pickett es profesora de
Epidemiología en la Universidad de York. Richard Wilkinson es investigador
especializado en el análisis de los determinantes sociales de la salud. Es profesor
visitante honorario en la Universidad de York. Picket y Wilkinson son autores
del ensayo The Spirit Level: Why
More Equal Societies Almost Always Do Better.
Este artículo se publicó en Social Europe.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233463
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