Descubriendo la raíz
racista de Nuestra América
10 de octubre de 2017
Por Alberto Acosta (Rebelión)
Este texto constituye el prólogo del libro Indios, negros y otros indeseables.
Capitalismo, racismo y exclusión en América latina y el Caribe, de Paco Gómez Nadal (De la serie
el Debate Constituyente disponible en ABYA-YALA http://abyayala.org/Abyayala2016/producto/indios-negros-y-otros-indeseables/)
“Usted primero tiene que sentir de su hermano, ver cómo vive el otro. Oler lo que huele en el mundo. Escuchar a los que sufren en el mundo y pensar. Usted no puede hacer sólo desde usted mismo, usted debe escuchar a todos, ver a todos, saber lo que pasa en el mundo…" (Víctor Martínez, cacique de las riberas del río Igara-Paraná)
“Usted primero tiene que sentir de su hermano, ver cómo vive el otro. Oler lo que huele en el mundo. Escuchar a los que sufren en el mundo y pensar. Usted no puede hacer sólo desde usted mismo, usted debe escuchar a todos, ver a todos, saber lo que pasa en el mundo…" (Víctor Martínez, cacique de las riberas del río Igara-Paraná)
Sin duda tenemos un libro incómodo entre manos. No se escuda
detrás de imposibles objetividades. Va directo al grano. Aborda cuestiones
cruciales: la “cuestión indígena” y la “cuestión negra”; siempre vistas como
“cuestiones”, como problemas en nuestra historia republicana. Según Paco Gómez
Nadal, tales “cuestiones” son “un molesto grano en las nalgas de la
construcción de las nuevas naciones independientes”. Naciones nuevas pero
siempre de espíritu viejo pues su independencia está atrabancada al no superar
los racismos y las exclusiones estructurales que cimientan sus actuales
sociedades. Sus estados, herederos de todas las colonialidades,
institucionalizaron la expropiación
y destrucción de las naciones y pueblos indígenas y de las poblaciones afro. Y
hoy esa herencia se mantiene con la ampliación colonizadora de todas las formas
de extractivismos. Este libro, esclarecedor y polémico, nos sacude la memoria.
Nos invita a cuestionar implacablemente nuestro mundo supuestamente moderno. Y es, a la vez, una posible guía para repensar nuestras vidas y nuestras instituciones desde las demandas de los pueblos y naciones ancestrales -desterrados en su propia tierra- así como desde las visiones de muchos otros grupos indeseables e incómodos para la modernidad blanqueada –como los negros y los amarillos o asiáticos. Es urgente reescribir la historia y los relatos republicanos cargados de heroísmos fatuos e inexistentes nacionalismos, más aún si queremos construir repúblicas de seres humanos realmente libres. Hay que recuperar las historias de los invisibilizados y anónimos, como los pueblos y nacionalidades indígenas o los afrodescendientes. Estos grupos, a contracorriente de visiones eurocéntricas y racistas, han sido actores importantes, e incluso han representado fuerzas contestatarías al colonialismo, a los gobiernos autoritarios y al propio poder, en tanto han ido asumiendo el papel de sujetos de su propia historia. Similar reflexión es válida para las mujeres; definitivamente urge escribir la historia de la dominación patriarcal, especialmente enfocada a la sobreexplotación y la precarización de la fuerza de trabajo femenina, la feminización de la pobreza, la desigualdad salarial sobre la mujer, etcétera. Por cierto, habría que escribirla rescatando las luchas de resistencia y construcción de las mujeres particularmente indígenas y afros que, en muchas ocasiones, son las personas más explotadas en nuestras tierras y, aun así, han sostenido el enfrentamiento en contra de la explotación y de los gobiernos autoritarios. Recordemos que el capitalismo, heredero de muchas formas de dominación, configura un sistema donde el capital subordina a la naturaleza y a la humanidad.
Nos invita a cuestionar implacablemente nuestro mundo supuestamente moderno. Y es, a la vez, una posible guía para repensar nuestras vidas y nuestras instituciones desde las demandas de los pueblos y naciones ancestrales -desterrados en su propia tierra- así como desde las visiones de muchos otros grupos indeseables e incómodos para la modernidad blanqueada –como los negros y los amarillos o asiáticos. Es urgente reescribir la historia y los relatos republicanos cargados de heroísmos fatuos e inexistentes nacionalismos, más aún si queremos construir repúblicas de seres humanos realmente libres. Hay que recuperar las historias de los invisibilizados y anónimos, como los pueblos y nacionalidades indígenas o los afrodescendientes. Estos grupos, a contracorriente de visiones eurocéntricas y racistas, han sido actores importantes, e incluso han representado fuerzas contestatarías al colonialismo, a los gobiernos autoritarios y al propio poder, en tanto han ido asumiendo el papel de sujetos de su propia historia. Similar reflexión es válida para las mujeres; definitivamente urge escribir la historia de la dominación patriarcal, especialmente enfocada a la sobreexplotación y la precarización de la fuerza de trabajo femenina, la feminización de la pobreza, la desigualdad salarial sobre la mujer, etcétera. Por cierto, habría que escribirla rescatando las luchas de resistencia y construcción de las mujeres particularmente indígenas y afros que, en muchas ocasiones, son las personas más explotadas en nuestras tierras y, aun así, han sostenido el enfrentamiento en contra de la explotación y de los gobiernos autoritarios. Recordemos que el capitalismo, heredero de muchas formas de dominación, configura un sistema donde el capital subordina a la naturaleza y a la humanidad.
Los múltiples procesos imperiales plasmaron en la práctica el cumplimiento de ese mandato de dominación del capital. Cristóbal Colón (1451-1506), en su histórico viaje en 1492, buscaba recursos naturales, especialmente especerías, sedas, piedras preciosas y sobre todo oro. Al viaje de Colón siguieron la conquista y
Bien anota Paco Gómez Nadal con un estilo directo y diáfano: “Los oprimidos suelen copiar el discurso del opresor y piden lo que este les indica que es lo adecuado para ellos. Todavía hoy, la única propuesta ‘bondadosa’ que se hace a la mayoría de pueblos indígenas tiene que ver con infraestructuras, aunque para nada con el derecho de autodeterminación, con el potencial creador que da
El aspecto cultural (étnico-racial) de este complejo y
largo período de continuada conquista y colonización, que se proyecta en
Nuestra América aún a inicios del tercer milenio, es básico para entender
el desarraigo de sus elites en toda la vida republicana. No olvidemos
que el origen familiar y étnico determinaba -y determina aún- la vida de las
personas, tal como lo anota Gómez Nadal: “Sólo
hay que caminar América Latina y El Caribe para constatar que las y los obreros
más empobrecidos, las y los campesinos más marginalizados, las y los
trabajadores informales más excluidos o las personas desempleadas sin futuro
suelen ser, en su mayoría, de ascendencia indígena o afrodescendiente”. Así las cosas, el racismo, una las
mayores lacras de la colonialidad, es “la
más profunda y perdurable expresión de la dominación colonial, impuesta sobre
la población del planeta en el curso de la expansión del colonialismo europeo”, retomando nuevamente
las profundas conclusiones de Aníbal Quijano. Desde entonces, ha sido una de las más
arraigadas y eficaces formas de dominación social, material, psicológica y, por
cierto, política. Al racismo habría que añadir el patriarcalismo de raigambre
colonial.
Y de esto justamente trata este estupendo libro de Gómez Nadal. Todo esto produjo
un desencuentro entre la originalidad y la especificidad de la experiencia
histórica del mundo de “los indeseables” (pero indispensables) y la configuración
eurocentrista de la perspectiva dominante. Aún a inicios del siglo
XXI, se sigue “leyendo” las realidades de nuestros países como-si-fueran-Europa
o como-si-fueran-Estados Unidos: la realidad modernizada de los sectores
dominantes. Por otro lado, en la misma complejidad, hasta ahora se
mantiene la “insanable lacra
de la percepción eurocentrista del dominante sobre el dominado,
que bloquea la admisión de tal dominado como otro sujeto”: Aníbal
Quijano.
Así, por décadas se mantuvo inalterada la
negación colonial de la calidad de sujetos a los indígenas -y a las
personas esclavizadas negras-, particularmente en su representación en tanto
comunidades con identidades y visiones propias. Por tanto, ni siquiera se gestó
un verdadero Estado-nación por la propia exclusión de las masas y la ausencia
de una historia común entre grupos indígenas, afrodescendientes e
inclusive mestizos con las nuevas elites ligadas al mecanismo de acumulación
colonial.
Tales “indeseables”, para pertenecer al nuevo organismo social, debían
integrarse en el mundo hispanizado, identificarse con él, arrodillarse
ante él y demostrarle su funcionalidad. Caso contrario, no sóo que no podían
ni debían ser asimilados, tenían que ser extinguidos, nos recuerda Juan
Maiguashca. Una percepción que, de diversas formas, se proyectó a lo largo
de la historia republicana. Para muestra un exabrupto. El coronel Ricardo
Wrigth, partidario del primer presidente ecuatoriano Juan José Flores, se lamentaba
de la suerte del país por carecer de “una
población industriosa (...) compuesta de indios no consumidores, cuyo principal
alimento se reduce a maíz pelado, y su vestido de una frazada tosca”. Wrigth, investido de todos los
poderes, llegó a proponer, luego de algunas conversaciones con los acreedores
de la deuda externa, un arreglo que establecía el pago de una tasa de interés
del uno por ciento sobre la deuda activa a partir de julio de 1847 y la entrega
de tierras baldías para cubrir los intereses capitalizados. Además, para
superar la escasa colonización europea, en su acuerdo, Wright vinculaba las
tasas de interés con el número de colonos que se enviaran al Ecuador por parte
de una compañía de colonización de los tenedores de bonos. Por cada 5 mil colonos
europeos se reconocía 1 por ciento de interés anual adicional sobre la deuda
activa hasta llegar al 6 por ciento, estableciéndose un premio adicional de 1/2
por ciento si se lograba una dotación de 25 mil colonos, que se incrementaría
en 1/2 por ciento anual hasta llegar al 3 por ciento. Crecía el servicio de la
deuda en función del aporte europeo para “blanquear” la sociedad. Esta
visión que tenían las clases dominantes del Ecuador aparece una y otra vez en
la historia de esta república. Ya en el siglo XX, al terminar la década de los
treinta, el ex-dictador Federo Páez expresó su opinión sobre el tema. Según él: “El Ecuador necesita más que ningún
otro país de América, la inmigración de capital extranjero, y de hombres de
raza blanca. (...) Mientras gentes torpes o de mala fe que no quieran dejar de
ser caciques de pueblo combatan al blanco y al capital extranjero, el Ecuador
seguirá yaciendo en la miseria y el oscurantismo. Sólo la inmigración europea
en gran escala, puede engrandecernos. La Independencia fue un bien en muchos
conceptos; pero nos hizo el daño de cortar la corriente inmigratoria que de
España, aun cuando en pequeña escala, venía al Ecuador. La Independencia, la
República, todo se debe a los blancos y descendientes de blancos. Los indios no
son sino una rémora a todo progreso; y lo propio son quienes aun cuando
racialmente blancos, tienen mentalidades de indios”.
A mediados de los años ochenta, en el siglo XX, el entonces ya
expresidente de la República, Carlos Julio Arosemena, propiciaba la llegada de
grupos de sijs con el fin de que transmitan sus
conocimientos de agricultura a los campesinos e indígenas ecuatorianos. En el
caso de los afros esclavizados cabe recordar que en Ecuador no se les liberó
directamente. Se les manumitió. Es decir se procedió a su liberación a cambio
de indemnizar a los dueños de los esclavos recién en 1851, durante el
gobierno del general José María Urbina. Tampoco hubo indemnización
alguna para ellos y ellas. Una realidad lacerante si se toma en cuenta que,
como anota Gómez Nadal, “La
esclavitud, que aisló a cada individuo y lo dejó huérfano de comunidad y vida,
incluía un modelo de servidumbre brutal, difícil de superar. De hecho, antes
que fuerza de trabajo, los africanos fueron ‘cosificados’, convertidos en
mercancía objeto de trueque, despojados incluso de su condición de clase
trabajadora para ser un ‘bien mueble’”. La lista de este tipo de situaciones
es enorme, muchas incluso reseñadas en este libro. Quién puede negar que esa
marca racista no sigue presente hasta nuestros días. No ha habido procesos
históricos que se propongan resarcir en parte tantas injusticias, tantos
atropellos, tantas brutalidades. Por el contrario, como sucede en el gobierno
de la “revolución ciudadana”, la megaminería se impone, literalmente, a sangre
y fuego. Basta ver los detalles de lo que ocurre con las poblaciones indígenas
en Tundayme, provincia de Zamora-Chinchipe, o bien en Nankints, provincia de
Morona-Santiago. Así, una vez más, varias regiones del Ecuador aparecen como
tierra de conquista y colonización, en un esfuerzo miserablemente justificado
bajo una ilusión desarrollista. Con eso se aplasta al subordinado,
especialmente al mundo indígena, para tratar de alcanzar los delirios
desarrollistas (por cierto, hasta “blanqueados”) de las clases dominantes
modernas. Inclusive los importantes avances constitucionales y jurídicos de los
últimos tiempos son insuficientes. Basta con reconocer que en las
constituciones de Ecuador y Bolivia se establece que estos países construirán
Estados plurinacionales. También en dichas constituciones se incorporaron las
ideas del sumak kawsay o suma
qamaña, que no contienen los
elementos engañosos del desarrollo convencional y que provienen del vocabulario
de pueblos otrora totalmente marginados, excluidos de la respetabilidad y cuyas
lenguas eran consideradas inferiores, por ser vistas como incultas y
primitivas, incapaces del pensamiento abstracto, como recuerda José María
Tortosa.
Sin negar lo que estos avances y otros tantos logros representan, cabe tener presente que en la práctica es casi nada lo que se ha evolucionado. Como anécdota se podría mencionar la negativa de la mayoría en
“El castellano y el kichwa, como primeras lenguas de relación intercultural, son idiomas oficiales del país. Son de uso oficial los demás idiomas en las zonas donde habitan los otros pueblos y nacionalidades. Todas las lenguas del país son patrimonio cultural y como tales el Estado las respetará, conservará y estimulará”. Se negó mi propuesta. El presidente Rafael Correo se opuso y afirmó que “no se podía obligar a un niño que no es del mundo quechua a aprender castellano y quechua, en lugar de castellano e inglés”. Su poderoso asesor jurídico apuntaló la visión presidencial, considerando –en mensajes internos- mi intento de reconsideración, como “otra ingenuidad”. A la postre, se impuso la visión “blanqueadora”.
En la Constitución de Montecristi (2008) quedó el castellano como idioma oficial, asumiendo al castellano, al kichwa y al shuar como idiomas oficiales de relación intercultural. Y las otras lenguas indígenas, de uso oficial para los pueblos indígenas en las zonas donde habitan y en los territorios que fija la ley (artículo 2). Así, en todo este largo período republicano, estos pueblos “sombra”, indispensables constructores de estos países a través de múltiples formas, casi siempre en condiciones de sobreexplotación, son incómodos para el relato oficial del progreso y el desarrollo. No se los ha incorporado como iguales y menos aún se ha intentado repensar estos países desde estas otras visiones culturales. ¿Será acaso que la mera imagen de estos pueblos le recuerda a la modernidad capitalista su condición explotadora, de modo que no puede ni mencionarlos en sus relatos históricos si quiere mantener su “blanqueada” imagen? Recuérdese que estos diversos ejes de “la cuestión étnica” explican todavía en gran medida el actual orden social fragmentado y polarizado, carente de una verdadera identidad nacional. Tal cuestión, en conjunto con otras cuestiones como el género o incluso las propias cuestiones de clase, pueden explicar la ausencia de un Estado democrático y de un proyecto que rescate y sume constructivamente todas las diferencias regionales mencionadas, que, en suma, potencie a los países de Nuestra América desde su diversidad. Por eso en Nuestra América, como anota Quijano: “seguimos siendo lo que no somos”. Y por la propia construcción hegemónica de ideales “blanqueados”, podríamos agregar que “somos lo que no queremos ser”.
Cerremos estas breves líneas, con las que se invita a leer este magnífico texto y golpear a nuestra enorme carga de perjuicios, con la frase del uruguayo Raúl Zibechi, citado por Paco Gómez Nadal: “La única salida para que los colonizados no repitan, una y otra vez, la terrible historia que los coloca en el lugar del colono, es la creación de algo nuevo, del nuevo mundo. Es el camino en el que los dominados pueden dejar de referenciarse en el dominante, desear su riqueza y su poder, perseguir su lugar en el mundo. En ese camino pueden superar la inferiorización en la que los instaló el colonialismo. No podrán superar ese lugar peleando por repartirse lo que existe, que es el lugar del dominador, sino creando algo nuevo: clínicas, escuelas, caracoles, músicas y danzas; hacer ese mundo otro con sus propias manos, poniendo en juego su imaginación y sus sueños; con modos diferentes de hacer, que no son calco y copia de la sociedad dominante, sino creaciones auténticas adecuadas al nosotros en movimiento”.
El autor es economista ecuatoriano y
expresidente de la
Asamblea Constituyente.
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