Las elecciones ¡no
son la revolución!
¿Por qué la derecha
triunfa en las elecciones?
25 de octubre de 2017
Por Marcelo Colussi (Rebelión)
En Argentina, en las recientes elecciones parlamentarias, la
derecha gana dando una paliza. La opción electoral por posiciones de derecha se
sucede por doquier: en Estados Unidos la población vota por el representante
más troglodita, en Europa avanzan las propuestas con sabor xenofóbico y
conservador, en general se ve que los electorados optan por partidos que no son
de izquierda precisamente. ¿Por qué la derecha triunfa en las elecciones? Así
formulada, la pregunta daría a entender una honda preocupación, pues supone que
eso es algo así como un error inesperado, una aberración. ¡La derecha no
debería ganar!
Ahora bien: si se profundiza un poco, allí
puede encontrarse, más que nada: ingenuidad. ¿Quién dijo que los votantes irían
a votar por la izquierda? ¿Acaso la izquierda tenía garantizado el triunfo en
algún lugar?
Todo eso lleva a pensar en lo que ha venido
sucediendo en estas tres o cuatro últimas décadas en todo el mundo a nivel
político-ideológico. El avance de distintos movimientos populares contestatarios
para los años 60 y 70 del pasado siglo (guerrillas de izquierda, avance
sindical, movimientos campesinos, procesos de liberación nacional, Teología de
la Liberación, movimientos antiguerra y anticonsumismo, poderosos movimientos
estudiantiles inconformes, revolución sexual, reivindicaciones de las mujeres,
etc.) trajeron como respuesta del sistema un golpe tremendo. En Latinoamérica,
las montañas de cadáveres y los ríos de sangre -enmarcados en la Doctrina de
Seguridad Nacional y combate al comunismo internacional- signaron la época. El miedo y el
silencio se adueñaron de las sociedades. Protestar (por cualquier tema, no
importa) pasó a ser mala palabra, peligroso, algo a desechar. De esa forma pudo
declararse con ampulosidad que “la historia había terminado”, lo que
marcaba el “fin de las ideologías”.
Habría que aclarar, rápidamente: de la
ideología de izquierda (al menos esa era la pretensión del sistema, obviamente
de derecha). Lo que se acalló -sangrientamente- fue cualquier intento de
modificación, de protesta con sabor a cambio. Las sociedades, y no solo las
latinoamericanas, sino que el fenómeno es mundial- entraron en un letargo:
levantar la voz salió de la
agenda. Mucho más aún, ciertos términos como socialismo,
lucha de clases, revolución, explotación. “No meterse en nada y cuidar el
sacrosanto puesto de trabajo” se impuso como la consigna básica, a seguirse con
respeto (y temor) reverencial.
En ese marco, acallándose las luchas, con el
agravante de la caída de las primeras experiencias socialistas (Unión
Soviética, China), el campo popular en su conjunto sufrió un severo retroceso.
¿Quién trabaja hoy solo 8 horas diarias? ¿Cuánta gente trabaja con todas las
prestaciones laborales de antaño? ¿Qué trabajador está sindicalizado? ¿A quién
defiende hoy un sindicato? Los avances conquistados históricamente en años de
lucha se fueron perdiendo. Así las cosas, lo que para décadas atrás en las
izquierdas era visto como algo despreciable, las elecciones burguesas pasaron a
ser un nuevo campo de acción política. Las izquierdas (golpeadas, diezmadas,
casi en shock), pasaron a
la arena de la hasta entonces desprestigiada política parlamentaria.
Esto lleva a preguntarnos si efectivamente ese
marco de ejercicio político -siempre en el ámbito del capitalismo, incluso más
feroz que antaño, con las nuevas estrategias neoliberales, planes de ajuste
estructural y precarización constante de las condiciones de vida de las grandes
mayorías- puede permitir efectivamente una transformación real para esas
mayorías populares. ¿Son las elecciones un campo de cambio profundo?
La experiencia demuestra fehacientemente que
no. El camino de la democracia (burguesa) al socialismo (el caso de Chile con
Salvador Allende es el más emblemático) muestra los límites. Los cambios
revolucionarios no van de la mano de las elecciones llamadas democráticas. El
poder (la clase dominante) se resiste a cambiar pacíficamente. Nunca en la
historia, nunca jamás, un cambio económico-político-social efectivo pudo
hacerse sin violencia. “La violencia es la partera de la historia”,
enseñaba Marx con un hálito hegeliano, y sin duda no se equivocaba. La actual
clase dirigente, los capitalistas, se hacen del poder cortándole
sangrientamente la cabeza a los reyes. La democracia que se desprende de ese
hecho inaugural del mundo moderno no es más que “una ficción estadística”,
como dijera Jorge Luis Borges. Sigue mandando el poder económico, sostenido
(sangrientamente cuando es necesario) en las bayonetas.
¿Por qué reivindicar hoy ese tipo de
elecciones desde la izquierda? Porque el campo de acción se ha reducido tanto
que es lo poco en lo que se puede mover. O, al menos, golpeada y restringida
como ha estado estos años, es el único espacio que le ha ido quedando dentro de
los límites que le impone el sistema. Y ante tanta desesperanza, el hecho de
llegar a la casa de gobierno se puede sentir ya como un triunfo (aclarando
rápida y enfáticamente que la silla presidencial es apenas un pequeño, muy
pequeño eslabón en la real cadena de mando del sistema).
Pero ¡cuidado! ¡¡Las elecciones están muy
lejos de ser una revolución!!
Si podemos contentarnos con el triunfo en las
urnas de una propuesta progresista (lo que ha estado sucediendo estos últimos
años en Latinoamérica, propuesta que sin dudas debemos apoyar con toda la
fuerza, porque al menos son una espina para el sistema -Chávez en Venezuela,
Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Bachelet en Chile, los Kirchner en
Argentina, el Partido de los Trabajadores en Brasil, Mujica en Uruguay, Ortega
en Nicaragua) eso muestra, ante todo, la debacle real de una propuesta de
cambio radical. “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de
abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las
clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una
nueva”, afirmaba con la mayor energía Marx en su programa político.
Reformar el capitalismo, darle un rostro humano, redistribuir un poco más
equitativamente la riqueza sin tocar los resortes de fondo, todo eso es lo que
ha venido pasando con proyectos políticos populares en estos años. Es
“políticamente correcto” apoyarlos; es una obligación ética auparlos para
quienes siguen pensando en otro mundo más justo, más equitativo. Pero no hay
que olvidar que no son proyectos que cuestionen al sistema capitalista en su
raíz: “capitalismo serio”, por ejemplo, dijo la ex presidenta argentina.
Economía mixta, capitalismo nacional… En otros términos: una izquierda
“domesticada”, acorde a los tiempos que corren, con saco y corbata (versión
masculina) o tacones y bien maquillada (versión femenina). ¿El poder popular es
ir a elecciones? ¿Así se puede construye un auténtico cambio revolucionario?
Sin ningún lugar a dudas, son proyectos
importantes, avances en relación a las peores y más antipopulares recetas
neoliberales que se impusieron años atrás. Por eso las poblaciones las eligen
en elecciones libres cuando se va a procesos electorales. Pero procesos que
tienen las patas cortas, que no transforman nada sustancialmente. Y por eso
mismo, proyectos que pueden sucumbir.
Los proyectos de capitalismo nacional y
antiimperialista con talante popular que marcaron varias experiencias
latinoamericanas en el siglo XX (el peronismo en Argentina, Vargas en Brasil,
Torrijos en Panamá, Velazco Alvarado en Perú, la Primavera Democrática
en Guatemala) dejaron algunas marcas y buenos recuerdos, pero no lograron
transformar nada de raíz en sus sociedades.
La población vota siguiendo cada vez más las
técnicas de mercadeo que les imponen los partidos políticos (siempre de
derecha). Esos partidos son los gestores del sistema, sus buenos
administradores bien presentados, y nada más, ¡absolutamente nada más! Con
buenas campañas de marketing imponen candidatos, más como actores
de película que como estadistas. La izquierda, con propuestas que no pueden
rebasar los límites del sistema capitalista (véase el caso de la guerrilla
salvadoreña convertida en partido político formal, o lo que le espera a las
fuerzas guerrilleras en Colombia, o lo que le sucede hoy al Frente Sandinista
en Nicaragua, o la misma Revolución Bolivariana , más allá de las
pasiones que pueda despertar como fuente de esperanza -con un camino al
socialismo que nunca se termina de recorrer realmente-) poco o nada puede hacer
en esta competencia con la
derecha. Aunque gane las elecciones (porque, repitámoslo: la
revolución es más que ocupar la casa de gobierno. ¡La revolución es genuino
poder popular, democracia de base!)
Las poblaciones están monumentalmente
manipuladas para desinteresarse de lo político. “La democracia es un sistema
donde se le hace creer a la gente que decide algo en los asuntos de su
incumbencia sin que, en realidad, decida nada”, dijo Paul Valéry. La
democracia formal y su parafernalia electoral no pasa de ser un espectáculo mediático
cada vez mejor montado, pero no más que eso. De ahí al auténtico poder popular,
dista bastante. Las elecciones no tienen nada que ver con la transformación
real de una sociedad, aunque hoy día la prédica del sistema nos haya casi
obligado a “disciplinarnos” y entrar en ese juego de los tacones y el
maquillaje o el saco y la corbata.
Ahora bien: el triunfo de una propuesta
claramente de derecha, neoliberal a ultranza como la reciente de Mauricio Macri
puede hacer pensar que el electorado involuciona. Pero, ¿acaso se puede esperar
algo realmente distinto de este sistema electoral? ¿Puede haber cambios
profundos y sostenibles verídicos en el medio de este marco “democrático”? ¿O
habrá que pensar en democracias directas, de base, populares, sin representantes
bien vestidos y con guardaespaldas?
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233242
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