La independencia de
Andalucía
como acto revolucionario
31 de octubre de 2017
Por Iñaki Gil de San Vicente (Rebelión)
(...)
2. Lenin nos ayuda un poco
«España» como aceite ideológico que lubrica el
proceso de acumulación, la han ido formando desde arriba, verticalmente y de
manera desigual pero combinada a medio plazo las clases dominantes de pueblos y
naciones de la península con guerras, pactos y acuerdos entre ellas. Estas
violencias, frecuentemente atroces, y negociaciones más o menos claudicantes o
ventajosas según los casos, eran la base para cooptar y atraer, o marginar e
incluso aplastar a las fracciones débiles o resistentes de las clases
propietarias en esos pueblos que por las razones que fueren se resistían a ser
absorbidas por las fuerzas centrípetas del Estado dominante cada vez más
centralizado y más fuerte.
No hace falta decir que la primeras y últimas
víctimas, las victimas permanentes y más golpeadas fueron y son las mujeres
trabajadoras, las clases explotadas, los pueblos ya oprimidos para entonces o
que sufrieron y sufren enormes tajos en sus libertades nacionales hasta
perderlas incluso.
Desde finales del siglo XV la centralización
estatal que empezaría a llamarse España en los textos oficiales de la burocracia
del Estado en menos de un siglo, se sustentaba material, cultural e
ideológicamente en dos grandes soportes caracterizados por su esencia violenta
física y moral, como eran la Iglesia y la Inquisición, y el Ejército. Ambos
aparatos de fuerza producían una ideología nacionalista funcional a la
centralización del Estado.
La educación católica y la represión cultural
y científica de la Inquisición sirvieron mientras las fuerzas productivas no
necesitaban muchos conocimientos tecnocientíficos cada día más sofisticados y
complejos. La educación moderna y laica, el librepensamiento crítico, fue
reprimida durante siglos, manteniéndose el dogmatismo cerril y autoritario
bastantes decenios después de haberse acabado legalmente con la ignominia de la
esclavitud entre las décadas de 1870 y 1890. Recordemos la dura historia de la Institución Libre
de Enseñanza creada en 1876.
España es un ente que tiende a empequeñecer
con el tiempo una vez que el bloque de clases dominante en el marco estatal de
acumulación no supo ni quiso dirigir la transición al capitalismo desde las
ruinas de un imperio saqueador y genocida, putrefacto en sus contradicciones
internas, y superado definitivamente por las burguesías en ascenso. La fracción
más poderosa del bloque de clases dominante, apoyada por otros grandes sectores
de este bloque en el poder, anteponía primero sus propios intereses y luego los
del conjunto de ese bloque de poder, sacrificando todo desarrollo progresista y
masacrando preventivamente incluso cualquier germen revolucionario. Una y otra
vez eran liquidados o desactivados los intentos modernizadores y reformistas
que surgían de vez en cuando, antes de que pudieran arraigar entre los pueblos
y transformarse, tal vez, en fuerzas revolucionarias, como veremos en el resumen
de la historia de Andalucía entre comienzos del siglo XIX y 1883, año de la
Constitución de Antequera.
La historia del pueblo andaluz está surcada
además de por una decisiva presencia subterránea o pública de estallidos de
heroica resistencia a las explotaciones múltiples, también y en el interior de
esta admirable constancia de una tendencia a la radicalización de la conciencia
y cultura popular básicas hacia una conciencia y cultura nacional en proceso de
plasmación política, es decir, que tiene como objetivo la conquista de la
independencia estatal.
El nacionalismo español es muy consciente de
esta tendencia de fondo, de esta latencia innegable que resurge cuando
confluyen determinadas crisis parciales en una gran crisis del sistema
explotador. Y siempre la ha perseguido a muerte desde el momento, más o menos
corto, en el que el nacionalismo español entendía que esa reivindicación había
superados los muy estrechos límites de la tolerancia de Madrid.
La intelectualidad progresista española intuía
borrosamente algunos de los cuatro bloques de quiebras que venimos analizando,
como se vio en el fugaz esfuerzo regeneracionista provocado por las derrotas de
1898, e intentaba buscar soluciones desde su ideología nacionalista. No es este
el lugar para extendernos en la historia terrible de cómo la casta intelectual
democraticista y progresista española ha combatido los derechos de las naciones
oprimidas por su Estado, y en concreto los de Andalucía. Pero el problema es
más grave y sus raíces son más profundas que las del simple nacionalismo
«progresista» español.
Llegados a este punto tenemos que buscar
referentes históricos similares en aquella época a la situación de Andalucía y
del Estado español. Tienen que ser referentes aprendidos de grandes imperios en
descomposición por los impactos asestados por el capitalismo mundial contra
ellos, por ejemplo el imperio zarista, el chino, el austro-húngaro, el turco…
Por proximidad, los más aleccionadores son el austro-húngaro y el zarista. Las
propuestas del austro-marxismo en lo referente a la autonomía nacional-cultural
y al papel de la intelectualidad sobre todo, en estas cuestiones desbordan el
límite de esta ponencia y además carecen de la radicalidad
político-cognoscitiva de las tesis de Lenin en la misma época, por lo que
recurrimos a este revolucionario:
En diciembre de 1913 Lenin estudió la
complejidad de las corrientes intelectuales del nacionalismo gran-ruso, zarista
aún en esos momentos, y llegó a la conclusión totalmente válida para el
nacionalismo imperialista español incluso en la actualidad, de la existencia
de, al menos, tres grandes corrientes político-ideológicas dentro del
nacionalismo opresor: una era el de los nacional-reaccionarios, conocidos de
sobra por los muchos decenios de sus barbaridades; otro era el de los
nacional-liberales, conocidos más recientemente y denunciados por las fuerzas
revolucionarias, y el más moderno hasta entonces, el que estaba apareciendo en
aquellos momentos de crisis: lo que Lenin define como nacionaldemocracia
(Lenin, Los demócratas
constitucionalistas y el “derecho de los pueblos a la autodeterminación”, Obras completas, Progreso, Moscú
1984, tomo 24, pp. 222-224).
Como en otros muchos problemas, Lenin supo captar mejor que nadie
las contradicciones en su estado vivo: la lucha de las clases y de los pueblos
en el imperio zarista había creado una intelectualidad revolucionaria que para
mediados del siglo XIX defendía con vigor los derechos de las y los oprimidos.
Herzen, Ogarev, Bakunin, Belinsky, Chernychevski y otros explicaban que los
pueblos no rusos, las y los campesinos, etc., tenían derechos que chocaban con
la dictadura zarista. Las leyes de liberalización de la servidumbre en 1861 y
el potente desarrollo socioeconómico desde 1880 fortalecieron estas demandas.
La revolución de 1905 demostró que, en su raíz, eran incompatibles con el
zarismo.
Para detener la creciente legitimidad de la
rebelión, la casta intelectual imperial tuvo que afilar y mejorar los brutos
argumentos del nacionalismo gran-ruso reaccionario, dando paso al nacionalismo
gran-ruso liberal que también quedó desbordado con el tiempo. Para 1913 el
nacionalismo gran-ruso democraticista, o «nacionaldemocracia» era ya criticado
por la izquierda como la versión más reciente del nacionalismo imperialista del
zarismo. La guerra de 1914 tensionó todas las contradicciones de la opresión
nacional, que llegaron al nivel de lo insoportable a partir de verano 1916,
estallando entre otoño e invierno de 1917.
Lenin seguía atentamente el rugir del volcán advirtiendo tan temprano
como 1913 que ni la democracia constitucionalista ni la versión
nacionaldemocrática del nacionalismo imperialista gran-ruso podían resolver la
opresión nacional. Sólo la revolución podría hacerlo. Su agudeza y su exquisito
método dialéctico, enriquecido en aquellos años por la rigurosa relectura de
Hegel, por los estudios sistemáticos del imperialismo y del Estado, le
permitieron identificar las tres fundamentales versiones intelectuales del
nacionalismo imperialista gran-ruso, que a su vez eran parte de la misma
evolución ideológica del nacionalismo reaccionario de otras burguesías, por
ejemplo de la española como veremos en el quinto capítulo.
Ahora mismo, en 2017, no sólo los Països
Catalans, Euskal Herria y Galiza somos objeto de las presiones represivas del
nacionalismo más reaccionario español, del nacionalismo liberal y de su versión
nacionaldemocrática, sino también lo están siendo ya otros pueblos que el
andaluz que se enfrenta a la pugna entre su corriente independentista y las
promesas de la versión nacionaldemocrática del nacionalismo español, que
analizaremos en el capítulo quinto. Esta tercera corriente del mismo
nacionalismo español se presenta como la única que puede garantizar por su
«alma izquierdista» la definitiva «transformación democrática» del Estado
español para resolver la «crisis del régimen del 78» mediante el logro, por
fin, de la «nación de naciones» que debe ser España.
De esta forma se escamotea el debate decisivo sobre la viabilidad
histórica de España como marco de acumulación de capital, con todos los
horizontes teóricos y políticos que cierra y que abre, para disolver la
realidad objetiva –las fuerzas represivas en Catalunya, las bases yanquis en
Andalucía, la OTAN en Euskal Herria, la escuadra española en Galiza, por ejemplo–
en divagaciones abstrusas sobre el «patriotismo constitucional», la
«multi-identidad» dentro de la «ciudadanía democrática», sobre la
«multi-culturalidad» en un «gobernanza» que ha superado las «identidades
pre-políticas», etcétera.
3. El contexto de Antequera
Antes de exponer los logros fundamentales de
la Constitución de Antequera, debemos resumir rápidamente sus raíces sociales
porque no surgió de la nada, sino que fue el resultado cualitativo de una
intensa acumulación cuantitativa de duras experiencias de masas, de derrotas y
masacres desatadas por las fuerzas represivas. Estas luchas respondían a los
cambios socioeconómicos de fondo que Andalucía estaba sufriendo como efecto de
los cambios de los flujos económicos tras la independencia de Nuestra América
dentro a su vez de la industrialización europea, a lo que hay que unir los
efectos de la opresión nacional impuesta por el Estado español que,
obligatoriamente, le condenaba a ser zona periférica del centralismo.
Incluso en el inicio de este proceso
uniformador, que se mostraba por ejemplo en las nuevas leyes de 1833 y 1835 que
controlaban aún más a la Diputaciones en detrimento de los pueblos y en
beneficio del Estado central, ya resurgió la vieja tradición juntera andaluza.
Fue la profunda crisis de sucesión de ese 1835 entre isabelinos y carlistas la
que sirvió de chispa para que se creara la Junta Suprema de
Andújar en ese año en defensa de Isabel II pero desde un federalismo andaluz
muy arraigado.
La Junta Suprema de Andalucía en
Andújar demostró gran capacidad de autoorganización en forma de Estado de facto, que no de iure, ya que movilizó con
sus propios recursos un importante ejército que se resistió a disolverse cuando
se lo ordenó el gobierno español. Ante la negativa de la Junta a desarmarse,
España, que veía con inquietud el progresismo de Andújar, envió un ejército
para destruirla pero el ejército se amotinó y no invadió Andalucía. El gobierno
español cambió entonces de táctica: consiguió romper la unidad andaluza
atrayendo a sus proyectos estatalistas a Córdoba, Sevilla y Cádiz, lo que
originó una pequeña guerra civil entre andaluces.
El paso de Málaga a las posiciones españolas
supuso la muerte de la Junta, cuyo mayor logro fue demostrar que se podía
actuar como un Estado de facto con un proyecto progresista burgués
para la época si se mantenía la unidad andaluza. Pero el bloque de clases dominante
formado por la gran burguesía terrateniente optó por España a costa de
empobrecer y explotar su país. De entre las varias razones que le impulsaban a
vender su nación al ocupante destacan tres: el temor al progresismo del sector burgués
que impulsaba a la Junta
Suprema, el temor a los destrozos que en sus propiedades
causaría una definitiva invasión española, y sobre todo, el miedo a la revolución
popular que latía en el interior de Andalucía.
Los tres grandes miedos y otros temores de
clase no eran infundados porque el pueblo trabajador andaluz malvivía en
condiciones insufribles. Como sucede siempre en la lucha de clases, cuando el
pueblo y los sectores progresistas son derrotados, la gran burguesía procede a
vengarse. En Andalucía el bloque de clases dominante, la alta burguesía y los
grandes terratenientes más la Iglesia en cuanto poder socioeconómico, se
vengaron nada más hundirse la
Junta Suprema de Andújar: recordemos que el inhumano «decreto
de señorío» de 1837 permitía a los terratenientes apropiarse de las tierras
comunales presentando como «prueba» unos papales fácilmente falsificables. La
creación de la Guardia
Civil en 1844, si bien responde a una decisión tomada para
reprimir el malestar social en todo el Estado, también tenía mucho que ver con
la especial intensidad de las formas de resistencia del campesinado andaluz.
Destruida así toda posibilidad de autogobierno, se aceleró la periferización
impuesta por Madrid y agudizada desde 1845, asfixiando el incipiente desarrollo
capitalista endógeno de Andalucía. Tenemos el ejemplo del primer y fallido
despegue industrial de Málaga que no resistió mucho por varias razones que nos
remiten a la estrategia del Estado español con respecto a su «mercado
nacional»: no mejorar las comunicaciones con Málaga y Andalucía, no potenciar
otras industrias cercanas ni la cualificación de la fuerza de trabajo del país,
mantener los altos costos del carbón asturiano por la dependencia española
hacia Gran Bretaña, etcétera. Sin embargo, el potencial productivo andaluz era
tan grande que en otros lugares empezaron despegues similares sobre todo en
agricultura que hicieron de Andalucía una economía importante pero dependiente
de España.
Las contradicciones entre el bloque
progresista, con componentes revolucionarios, y el conservador y reaccionario
se agudizaron al extremo debido a las profundas quiebras del desarrollo
andaluz: fue surgiendo una burguesía federalista que desbordaba los estrechos
límites del Estado, lo que propició que su natural sentimiento cantonalista
empezara a concretarse en un embrionario sentimiento nacional que se enfrentaba
a la monarquía borbónica como expresión del centralismo español.
Pero en el subsuelo crecía el malestar popular
por las duras condiciones de malvivencia: la segunda desamortización, la de
1855, fue otro tremendo golpe contra el campesinado que veía cómo «el amo» era
cada vez más rico y poderoso mientras las y los campesinos cada vez más pobres
y aplastados; de rebote también era golpeado el artesanado, las y los
trabajadores urbanos y la vieja pequeña burguesía, porque todos estos sectores,
franjas y fracciones de clases sufrían los efectos de la centralización y concentración
de tierras y de capitales en la muy reducida clase dominante, bendecida por la
Iglesia y protegida por el ejército español y sus grupos armados privados.
Sin embargo y debido a la propia lógica
contradictoria del capitalismo, en medio de la miseria y de la sobreexplotación
surgían los grandes negocios de la burguesía andaluza: en 1846 se creó el Banco
de San Fernando en Cádiz y en 1856 el Banco de Málaga. Las desigualdades eran
tan terribles que era comprensible y lógico, por tanto, que estallase la
insurrección popular de 1857 y que prendiera en amplias zonas de la provincia
de Sevilla fue una respuesta a la imparable marginación y explotación: el
pueblo quemó el cuartel de la
Guardia Civil en Utrera, recuperó fincas, destruyó archivos y
registros de propiedad.
La represión salvaje: más de un centenar de
asesinados y trescientos prisioneros. La masacre no aplastó la confluencia
entre un sector burgués y pequeño burgués progresista y amplias franjas
populares, jornaleros, artesanos… En junio de 1861 seis mil campesinos armados
ocupan durante una semana el pueblo de Loja. En Iznajar los alzados ocuparon el
cuartel de la Guardia
Civil.
La represión sostenida logró mantener mal que bien el orden de la
explotación durante unos pocos años, hasta que a finales de 1868 y tras la
demostrada incapacidad de la burguesía reformista de llevar adelante la su
rebelión de septiembre en Cádiz, se reinició una oleada de revueltas populares
que se sostiene durante 1869 en las que se va percibiendo la formación de una identidad
popular andaluza que surgirá a los pocos años en amplio movimiento federalista
y cantonalista. Surgió el denigrado «bandolerismo social» que liberó pueblos,
administró justicia popular, recuperó bienes y fue exterminado con cerca de
tres mil muertos y miles de represaliados.
Sin embargo, la proclamación de la I República en febrero
de 1873 azuzó de nuevo la eterna reivindicación del pueblo andaluz de una
radical reforma agraria y la devolución de los comunales privatizados en
beneficio de los terratenientes. La negativa de la República a avanzar en estas
y otras medidas imprescindibles defraudó a las fuerzas progresistas. En justa
respuestas, las diversas intensidades y matices de los sentimientos de
identidad cantonal, regional-fuerte y hasta nacional, sin mayores precisiones
ahora, volvieron a mostrar su fuerza entre verano de 1873 y comienzos de 1874,
sobre todo en Cartagena y en Andalucía.
Todas y todos conocemos las represiones
posteriores y el golpe de Estado del general Pavía en enero de ese 1874, un
militar que había ahogado en sangre la revolución cantonal andaluza, que
prepararía con sus armas las condiciones para la reinstauración de la monarquía
en 1876, cerrando toda expectativa de progreso democrático dentro del sistema
estatal.
Entre 1881 y 1882 una sequía arrasadora ahogó
en hambre al campesinado andaluz lo que propició nuevas luchas y acciones
clandestinas de recuperación de alimentos y otros bienes vitales en tiendas y
almacenes de la clase dominante: la justicia popular practicaba el derecho a
vivir recuperando lo que le había quitado la clase dominante. Si el hambre
azotaba al campesinado también se debilitaba la economía del artesanado y de
las y los trabajadores urbanos, de los pequeños tenderos e incluso de la vieja
pequeña burguesía. La autoorganización campesina llegó a pensar en hacer una
huelga general a finales de 1882 antes de la temporada de lluvias que se
preveían para invierno de 1882-1883.
Fue en este contexto extremo cuando fuerzas
federalistas, democráticas y progresistas decidieron convocar un debate
nacional para elaborar una Constitución que sirviera no solo como revulsivo,
como acicate de la conciencia nacional del pueblo andaluz, sino a la vez como
guía presente y como objetivo irrenunciable que había que conquistar lo antes
posible. Entre 1882 y 1883 en las juntas y asambleas federales fue llenándose
de contenido una ansia creciente entre el pueblo de Andalucía: luego ese
contenido recogido de entre el pueblo adquirió en octubre de 1883 la forma de
Constitución de Antequera, muy progresista para su época, como vamos a ver.
Pero el potencial de futuro de la Constitución de Antequera
dependía en buena medida de la dialéctica entre la fuerza popular y la decisión
de la burguesía progresista, que era muy débil cuantitativamente. Además, el
desarrollo industrial fue apagándose desde ese final del siglo XIX: la
burguesía andaluza en sí era reducida en comparación a la todavía potente clase
latifundista estrechamente unida a la Iglesia y su poder estremecedor.
Esta burguesía débil no pudo crear un
capitalismo autocentrado en Andalucía, endógeno al menos en los aspectos
centrales, como hemos visto en el caso malagueño. Por el contrario, muchos
capitales autóctonos abandonaban Andalucía para establecerse en mercados
extranjeros fueran del Estado español o de otros lugares europeos. Por si fuera
poco y debido a las leyes españolas que cedían amplios derechos al capital
foráneo, Andalucía era drenada en sus recursos mineros, agrarios, industriales,
etc., por las firmas exteriores que no invertían prácticamente nada en el país
saqueado, empobreciéndolo aún más. Y para rematar el hundimiento, como
Andalucía no modernizaba su tecnología, no invertía en capital constante, iba
rezagándose cada vez más de modo que cuando bajaron los precios de las
mercancías simples en el mercado internacional, la economía del país se
desplomó.
Una de las excusas que ponía el bloque de
clases dominante andaluz era que la economía no se recuperaba porque las
continuas resistencias multifacéticas del pueblo, incluidos los estallidos
sociales, etc., asustaban a los inversores, ahuyentaban a los capitales
foráneos, reducían los beneficios, obligaban a mayores gastos en vigilancia y
control para mantener el orden y la productividad…
Por estas circunstancias, la Constitución de
Antequera fue vista desde el principio como un peligro porque podía dotar de un
objetivo preciso y una estrategia adecuada al malestar social innegable. La
desaparición del imperio en 1898, los intentos regeneracionistas, las
exigencias de algunos capitalistas para que el Estado iniciara por fin un
proteccionismo arancelario, económico e inversor, estas y otras presiones que
facilitaron un ligero repunte industrial en el norte del Estado, no ayudaron a
Andalucía. La política de Cánovas y de Maura, con su «revolución desde arriba»,
buscaban aplastar toda resistencia obrera y popular, reforzar el nacionalismo
español y su centralidad estatal, y modernizar en lo posible la economía.
El desesperado subimperialismo que pretendía
recuperar el Estado español desde 1902-1904 rememorando los delirios imperiales
del siglo XVI contra el norte de África, para compensar derrota de 1898, exigía
una mayor supeditación de Andalucía como base militar de operaciones
subimperialistas, proyecto que a su vez exigía la llamada «paz social» en la
retaguardia, el apoyo absoluto de la burguesía andaluza al subimperialismo
español, y la supeditación estratégica y estructural de Andalucía a los
proyectos de Madrid. En este contexto era obvio que la Constitución de Antequera
era un peligro para el intento de crear la muy centralizada y subimperialista
nación burguesa española, intento fallido como se aprecia.
4. La constitución de Antequera
Aquí vamos a hacer un rápido comentario de los
artículos de la Constitución de Antequera que nos parecen más actuales desde la
perspectiva de la crisis del marco estatal de acumulación y de la emancipación
de los pueblos explotados.
El artículo 1 del Título Primero sobre
«Condiciones y objetivos de la Federación» dice que son las autonomías
cantonales las bases del poder andaluz que se establece como Federación
andaluza según el artículo 4. Este modelo chocaba frontalmente con el
ultracentralismo estatal que Madrid estaba imponiendo a la fuerza, provocando
fuertes conflictos y tensiones por ejemplo en la parte de Euskal Herria que
acababa de ocupar el ejército español con el apoyo de la burguesía autóctona
con la guerra entre 1873 y 1876, llamada «carlista». El modelo cantonal de
Antequera tenía además sorprendentes similitudes con la experiencia
autoorganizativa de la Comuna de París de 1871, que sirvió como base definitiva
para que Marx y Engels asentaran lo esencial de la teoría del Estado, o mejor
decir de la Comuna, según rectificó autocríticamente Engels en 1875.
En todo el Título Primero no se cita el derecho burgués de
propiedad, lo que es decisivo. Esta ausencia podría ser interpretada en el
sentido de que los redactores entendían como obvio este derecho que por su
arraigo social no necesitaba ser defendido en la Constitución. Se
pude aducir también que la actual Constitución española espera hasta el
artículo 33 para establecer el derecho de propiedad privada y de herencia, y
que en el articulado precedente se defienden los derechos individuales y
colectivos, lo que podría sugerir que tendrían un rango superior al derecho
burgués de propiedad.
Sin embargo, el derecho a la propiedad
burguesa está presente desde el principio mismo de la actual Constitución
monárquica española sin esperar al artículo 33, precisamente en su forma
sibilina de imponer por la fuerza la «propiedad nacional española» sobre las
naciones oprimidas, que quedan subsumidas, o mejor decir, desintegradas en la
«nación española». Es decir, a diferencia de la Constitución de Antequera,
republicana, federalista, cantonalista y andaluza, la actual monárquica,
centralista y española impone la propiedad privada burguesa en el pilar del
marco estatal de acumulación del capital: la explotación de las naciones
oprimidas que son españolizadas a la fuerza.
En la letra d) del artículo 4 se dice: «Estudiar en principio la
igualdad social y preparar su advenimiento definitivo, consistente en la
independencia económica de todos». En el léxico del republicanismo federal y
democrático de la época el principio de «igualdad social» era muy parecido al
del reformismo prohudoniano y socialista utópico que se centraba en la igualdad
formal en el área de la circulación sin atacar la desigualdad real en la esfera
de la producción de plusvalor. Aun así, teniendo en cuenta el contexto
sociopolítico del ideario federalista andaluz, es muy importante esta directa
referencia a la «igualdad social» en un Título Primero que no recoge nada sobre
el derecho burgués de propiedad.
En el Título Segundo «De los habitantes de
Andalucía», se especifican qué requisitos deben cumplir las personas para ser
ciudadanas de Andalucía y por tanto para ser beneficiadas por una Constitución
tan progresista como la
de Antequera: el artículo 5 se establece que solo hacen falta
dos años de residencia en Andalucía para adquirir la ciudadanía andaluza. En la
letra c) del artículo 6 se dice que se perderá la ciudadanía «por embriaguez
habitual». En la letra d) del artículo 6 se dice que se perderá la ciudadanía
«por recibir sueldo de Gobierno extranjero», y en la letra e) del artículo 6 se
dice que se perderá la ciudadanía «por asistencia habitual de la Beneficencia
pública».
Tiempo mínimo en España para recibir la ciudadanía. Puede
creerse que atenta contra la libertad individual y que es autoritarismo exigir
buena conducta social en lo relacionado con el alcohol y la vagancia para ser
ciudadano.
Sin embargo, visto desde la perspectiva
socialista histórica hay que saber que en el socialismo utópico se valoraba
mucho el buen comportamiento social y ético como un valor emancipador en una
sociedad podrida por todos los vicios burgueses. Recuérdense las muy actuales
críticas del joven Engels de 1845 al papel del alcohol como arma contra la
clase trabajadora, y en las muy coherentes críticas de la izquierda del momento
contra los destructores efectos de los «vicios burgueses» sobre la conciencia y
forma de vida de las clases trabajadoras.
Estos criterios son coherentes con la máxima
del socialismo «de cada cual según capacidad, a cada cual según su trabajo», o
«quien no trabaja no come», etc., que siguen siendo válidas en el presente:
debe prohibirse enriquecerse explotando el trabajo del pueblo u holgazanear a
su costa; también debe prohibiré ser un agente a sueldo de potencias
extranjeras. La Constitución de Antequera conecta así como principios
elementales del socialismo.
Profundizando un poco más en la decisiva
cuestión del derecho de propiedad, el Titulo Tercero sobre «Derechos y
garantía: deberes», sería totalmente rechazado hoy en día por el neoliberalismo
rampante. Hay tres artículos que precisan las limitaciones del derecho burgués
de propiedad que sí es nombrado muy brevemente: artículo 9, letra q): «El
derecho de propiedad limitado por los derechos sociales sin vinculación ni
amortización perpetua»; artículo 21: «Nadie será privado del goce de sus
bienes, haberes y derechos, a no ser por sentencia judicial; tampoco se
encarcelará por deudas de carácter civil»; y artículo 22: «Toda expropiación
por causa de utilidad, irá precedida de la correspondiente indemnización».
O sea, los derechos sociales –antesala del
derecho socialista– limitan el derecho de propiedad. En contra del
individualismo burgués y en especial en su forma maltusiana y neoliberal, que
anteponen el derecho individual al derecho, el derecho burgués en contra del derecho
social, colectivo. La Constitución de Antequera bordea el derecho socialista al
anteponer la igualdad y el derecho social al derecho burgués. Desde esta
posición se comprende fácilmente el contenido de los artículos 21 y 22 arriba
citados: en las condiciones andaluzas era vital garantizar esos derechos dada
la gran impunidad de la gran burguesía bancaria, industrial y latifundista para
golpear los derechos y las muy reducidas propiedades de los sectores
resistentes, y para apropiarse de los comunales.
Otros artículos del Título Tercero estipulan
por ejemplo: «El derecho a la asistencia pública para los inútiles para el
trabajo que carezcan de medios»,
derecho que hoy se está liquidando sin escrúpulos. También se prohíben por
ejemplo: «Dedicar fondos directa o indirectamente al sostenimiento de los
ministros o del culto de cualquiera religión»; «Abandonar la instrucción
pública, dejando de sostener escuelas los Municipios, institutos los Cantones,
establecimientos de enseñanza superior la Región»; «Descuidar la salubridad
pública, dejando de costear el personal facultativo necesario»; «Permitir que
la beneficencia la enseñanza, los cementerios o cualquier otro servicio público
quede en poder de una clase, por lo que se secularizan»; «Mantener género alguno
de relaciones entre la Iglesia y el Estado»; o se obliga a «Se establece la
instrucción gratuita y obligatoria hasta los doce años para ambos sexos».
Según el artículo 14: «Se reconoce la
independencia civil y social de la mujer. Toda subordinación que para ella
establezcan las leyes queda derogada desde la mayoría de edad». Según el
artículo 15: «Todo ciudadano andaluz, es elector. También lo serán las mujeres
que, poseyendo las condiciones de ciudadanía, cursen o hayan cursado en
establecimientos de enseñanza secundaria o profesional, nacionales o
extranjeros». Como vemos, las trabas legales que se ponen en el artículo 15 a las mujeres sin enseñanza
secundaria o profesional refleja todavía la fuerza de la opresión patriarcal
pero también la fuerza en ascenso de las reivindicaciones feministas.
El artículo 33 es de un valor incuestionable
sobre todo ahora que la burguesía presiona para restringir lo más posible o en
su totalidad derechos elementales conquistados por la clase obrera y el pueblo
gracias a enormes y heroicas luchas: «Se reconoce a los obreros, el derecho de
huelga pacífica y la práctica de la resistencia solidaria». ¿Cuándo y por qué
una huelga pacífica se transforma en resistencia solidaria? ¿Qué es la
resistencia solidaria? La praxis obrera responde estas y otras dudas con sus
hechos, y frente a esta prueba histórica del algodón no sirven de nada las
letanías y salmodias del reformismo pacifista. Tampoco puede ocultarse la
lógica que conecta el artículo 33 de la Constitución de Antequera de 1883 con
el reconocimiento del derecho a la rebelión que se hace en el Preámbulo de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948.
El Título Cuarto «Del Poder federal y sus
facultades» vuelve a tensar las relaciones con los derechos burgueses llegando
a la incompatibilidad en algunos de ellos, como en la letra r) del artículo 37:
«Legislar respecto a los puntos siguientes: 1º Horas de trabajo. 2º Institución
de Jurados mixtos de obreros y capitalistas. 3º Garantías para la vida, higiene
y seguridad de los obreros. 4º Organización y existencia de los Gremios
profesionales destinados a garantir los intereses colectivos de los operarios
en sus relaciones con el capital, pero sin intervención en los asuntos
interiores de dichos gremios». En el punto 6 de la letra r) del artículo 37 se
establece el «Crédito en favor de las sociedades obreras, ya agrícolas, ya
industriales». Y en el punto 9: «Sostenimiento de los ancianos, huérfanos,
viudas e inutilizados del trabajo, y creación de Cajas de asistencia».
Para esas fechas del siglo XIX sectores de la
burguesía europea debatían mucho sobre la necesidad de establecer desde el
Estado formas de ayuda social que paliasen las duras condiciones de vida y
trabajo de las clases explotadas. No lo hacían por humanismo altruista,
desinteresado, sino porque la experiencia empezaba a enseñarles que, a la
larga, era más rentable compaginar la zanahoria con el palo que emplear
solamente la fuerza y el miedo, el palo. Bismarck sabía mucho de eso, pero no
era el único. Ahora bien, la Constitución de Antequera no plantea nada parecido
a una especie de «proto Estado del bienestar», sino que proyecta un modelo de
Estado democrático popular cercano al concepto de Comuna de Engels y Marx de
1875.
En efecto, en el Titulo Quinto «Del poder
legislativo» hay tres artículos que merecen ser reseñados por su contenido de
democracia radical: artículo 48: «Las sesiones deben ser públicas, así como las
de las secciones y comisiones, salvo cuando los intereses del País exijan otra
cosa, pero jamás podrá votarse leyes ni discutirse los presupuestos y las
cuentas en sesión secreta.». Secretismo y burocracia son el cemento del Estado opresor,
según el joven Marx. Desde esta visión radicalmente democrática y horizontal,
comuna, soviet, consejo, asamblea, junta, cantón… son formas diferentes de
denominar a la autoorganización del pueblo en sus propias bases de producción y
reproducción.
Según el artículo 49: «Cada semana habrá
señalado un día en el cual existirá la barra. Todo ciudadano andaluz, toda sociedad o
corporación laica, podrá presentar y defender cuantas mociones o proyectos
estimen de interés general, siempre que no vengan a modificar la Constitución y
estén autorizados por cincuenta firmas auténticas de ciudadanos andaluces. Los
proyectos serán presentados en la Secretaría del Congreso, que los hará
publicar en el Diario de Sesiones, señalando con ocho días de antelación aquel
en que debe comenzarse a discutirse. La Secretaría podrá, de acuerdo con la
Presidencia, negar la discusión al proyecto. Todo proyecto no tomado en
consideración y que altere el texto constitucional, será necesariamente
discutido, si lo piden diez mil ciudadanos o tres diputados».
Variando en intensidad democrática y en las formas organizativas,
lo expuesto en artículo 49 tiene alguna relación con las experiencias
democráticas horizontales y directas de la Comuna de París y de otras muchas
experiencias autoorganizativas de las clases y de los pueblos explotados. En el
artículo 51 se asume con un lenguaje propio una exigencia lógica desde la
democracia socialista, como es la destitución de las personas elegidas a
cualquier cargo: «Los diputados son inviolables en sus votos y opiniones, pero
sus electores podrán imponerles el mandato imperativo y retirarles sus poderes
para los efectos del sufragio permanente».
Los Títulos Sexto y Séptimo sobre el poder
ejecutivo y el judicial respectivamente, muestran la decisión de las fuerzas
democrático-burguesas y populares de avanzar hacia unos poderes que emanen del
«pueblo» y no de los privilegios seculares de los terratenientes, de la
Iglesia, de las fuerzas monárquicas y de sus ejércitos.
En el decisivo Título Octavo «De La Hacienda Regional»
se lee en el artículo 78: «La contribución es sobre el capital fijo, nunca
sobre el circulante, ni sobre la renta; será única y se aplicará a los
capitales superiores a cincuenta pesetas». En el artículo 79: «La contribución
crece progresivamente con el capital. La ley determinará la razón progresiva de
este crecimiento y la que corresponde a los incrementos sucesivos del capital
imponible, los tipos mínimos y máximo de dicha razón y la índole y naturaleza
de los valores que se estimarán como capital fijo». En el artículo 81: «Nunca
podrán establecerse contribuciones indirectas y menos crearlas sobre los
servicios públicos».
El reformismo blando, el que lloriquea
infantilmente por todo pero se arrodilla cuando recibe la orden del Estado, ve
este articulado de la Constitución de Antequera como peligrosamente demagógico
y populista porque puede excitar las ilusiones imposibles de la «gente», de los
de «abajo». El reformismo duro, el que pretende avanzar hasta el borde, hasta
el límite de la tolerancia del capital, deteniéndose ahí solo cuando constata
que el Estado ya no va a permitir más reivindicaciones por justas que sean,
retrocediendo de inmediato cuando siente en peligro su apacible comodidad
parlamentaria, tiene estos artículos como el sueño utópico que nunca intentará
alcanzar ni menos aún superar.
Para la izquierda revolucionaria, la conquista
de este articulado es un necesario e importante avance táctico que multiplica
las fuerzas conscientes de la clase trabajadora para acelerar el tránsito al
comunismo. Hablamos de la siempre debatida dialéctica entre reforma y/o
revolución, entre el papel de la reforma como impulsora de fuerzas sociales
dentro de la estrategia revolucionaria.
En el también fundamental Título Noveno «Del
ejército regional» el artículo 85 dice: «La designación de los jefes, oficiales
y clases corresponde a los subordinados respectivos, tanto para el ejército
permanente como para la
reserva. Así, los individuos eligen a los cabos y sargentos,
éstos a los oficiales hasta el grado de capitán inclusivo, y los oficiales a
los jefes».
En su origen, las tribus nómadas y algunos
ejércitos precapitalistas elegían democráticamente a sus dirigentes; otro tanto
hacían algunos ejércitos campesinos y de las comunas revolucionarias burguesas
en el medievo. Los ejércitos absolutistas tenían mandos de la alta nobleza y
una disciplina brutal. Los «ejércitos nacionales» de la burguesía tenían y
tienen mandos profesionales, pero los ejércitos revolucionarios campesinos,
artesanos y trabajadores desde el siglo XVII hasta ahora han simultaneado la
elección directa de los mandos bajo con la selección de los mejores mandos
altos. La Constitución de Antequera retoma parte de estas eficaces costumbres.
Los Títulos Décimo, Undécimo y Duodécimo sobre
el llamamiento al pueblo, variaciones constitucionales y ampliación federativa,
respectivamente, también reflejan las dinámicas de fondo vistas en los Títulos
precedentes y en toda la Constitución de Antequera.
5. Los
nacionaldemócratas
Llegados a este punto es necesario volver a la
ayuda que nos proporciona Lenin cuando, en diciembre de 1913, hablaba de las
tres versiones del nacionalismo gran-ruso: los nacional-reaccionarios que en el
Estado español actual son los nacionalistas más derechistas y descaradamente
imperialistas, desde el PP hasta Ciudadanos; los nacional-liberales, entre los
que sin mayores problemas incluimos al PSOE y a un buen rebaño de tertulianos e
intelectuales pesebreros, así como otros grupos; y los nacionaldemócratas, cuyo
almirante es Podemos y los grumetes el sector de IU y otras «izquierdas» que le
obedecen, pero hay que hacer la honrosa salvedad de que en su interior
sobrevive una pequeña corriente que defiende el socialismo y el derecho de
autodeterminación.
Exceptuando Finlandia y algunos pocos pueblos
más, las luchas nacionales no tuvieron tanta fuerza en la revolución rusa de
1905 y sus coletazos de 1906 como la lucha de clases en su acepción normal. La
represión y las tenues reformas de Stolipin lograron cierta «normalización
social», pero en 1911 se reinició la lucha de clases y la lucha nacional
interna al imperio zarista y fuera de él se agudizó desde 1912. La
intelectualidad rusa estaba unida en la defensa de la unidad del imperio
zarista, aunque variando en sus soluciones reaccionarias, liberales o
democráticas. Por esto Lenin habla de los demócratas constitucionalistas, es
decir, que supeditan su fervor democrático a la limitada constitución burguesa
de entonces.
Sin entrar aquí en la evolución del
pensamiento de Lenin sobre la opresión nacional, sí es cierto que desde el
periodo de 1911-1914 Lenin y algunos bolcheviques comprendieron la importancia
clave de estudiar el pasado de las luchas nacionales, sus contradicciones
clasistas, los programas y los objetivos por los que luchaban.
La izquierda española no hizo nada de eso
descontando excepciones muy honorables de muy contadas personas como José Díaz
en un tiempo muy limitado. Los marxistas de las naciones oprimidas por el
Estado español sí prestaron mucha más atención a las lecciones de la historia
por razones estratégicas obvias, aunque siempre dentro del encuadre teórico
establecido en la época. Un ejemplo
inquietante por sus efectos amnésicos en las generaciones posteriores lo
tenemos en la casi nula atención prestada a la Constitución de Antequera y a su
potencial de futuro.
Ciento treinta y cuatro años después de su
redacción, la Constitución de Antequera nos recuerda que en determinadas
condiciones los pueblos oprimidos pueden mantener una línea roja interna a su
historia que les conecta entre ellos, en especial cuando las crisis parciales
confluyen en una crisis estructural que les golpea a todos ellos de manera
desigual pero combinadamente.
Ahora padecemos una crisis de esas, de las que afectan a los
pilares del marco estatal de acumulación que no únicamente a la superestructura
política de dominación impuesta en la mitad de los años 70 con la excusa de
que, al fin, se había conseguido cuadrar el círculo de la irracionalidad:
fusionar monarquía y democracia. La Constitución monárquica de 1978 expresa esa
gran mentira de un imposible metafísico que oculta a los ojos de las clases
explotadas y pueblos oprimidos el enmarañamiento de profundas dinámicas de
violencia e injusticia que se empezaron a entretejer desde finales del siglo
XV, y que en lo que concierne a parte de las raíces populares de la actual Andalucía,
desde comienzos del siglo XIII, como mínimo.
La Constitución de Antequera es
cualitativamente superior en su contenido democrático y en su potencial
emancipador, a los ordenamientos jurídicos de las dos Repúblicas españolas y de
la Constitución monárquica vigente. Esta es la razón por la que sobre ella cae
un plomizo silencio que impide que sea conocida y debatida para ver cómo puede
iluminar no solo a la nación trabajadora andaluza sino también a cualquier
reflexión sobre la lógica de las contradicciones que hierven en el interior de
la realidad, en esos espacios salvajes de la sobreexplotación cotidiana en
donde se produce el valor, se reproduce la fuerza de trabajo explotable y se
asegura lo decisivo de la acumulación ampliada de capital, es decir, esos
espacios en los que se sustenta el marco estatal capitalista llamado «España»
por el nacionalismo del bloque de clases dominante en ese trozo de la
península.
Los nacionaldemócratas y el sector progre del
nacional-liberalismo español sostienen que debería iniciarse la «segunda
transición» aprendiendo de los errores de la «primera» que ha fracasado creando
la «crisis del régimen del 78». Muchos hablan de reformar en profundidad la
Constitución monárquica de ese año, otros de democratizarla en cuestiones como
es el llamado «ordenamiento territorial» –(¿x?)–, pero muy pocos plantean en la
práctica diaria la necesidad perentoria de avanzar a la III República y de
reconocer el derecho de autodeterminación. Peor aún, fuera del independentismo
andaluz y de la izquierda internacionalista aquí representada, nadie cita a
Constitución de Antequera fundamentalmente por ignorancia.
No caigamos en el ilusionismo idealista: los
nacionaldemócratas huirían espantados si estudiasen sin las gafas de plomo de
su ideología nacionalista lo aprobado en Antequera en 1883 porque contradice en
todo su ideal de España a pesar de las lógicas limitaciones sociales que tiene
el documento por el contexto que hemos analizado anteriormente. Del mismo modo que Marx
y Engels aprendieron de Irlanda, Polonia, Argelia, China, India…; del mismo
modo que Lenin aprendió de China, Finlandia, Irlanda, del imperialismo,
etcétera…; de la misma forma en que Trotsky, Mao, Fidel, Ho, etcétera
aprendieron del antiimperialismo de los pueblos, extrayendo por destilación teórica
sus lecciones positivas, ahora la izquierda nacionalista española y los
nacionaldemócratas deben estudiar autocríticamente las experiencias de las
naciones que su Estado oprime, empezando por la Constitución de Antequera.
Cuando lo haga, perdón, si lo hiciera con
rigor y método descubriría con pesadumbre que ha estado perdiendo el tiempo…
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233477