La crueldad profunda
de la injusticia
20 de marzo de 2018
Por
Jesús González Pazos (Rebelión)
Defender a quien defiende es una redundancia a la que hoy nos
obliga el sistema. Y además, éste nos empuja a proclamar esa urgencia con claridad
meridiana ya que los ataques contra quienes hoy defienden los derechos humanos
se están convirtiendo en los últimos tiempos en una de las señas de identidad
más vergonzosas del sistema mismo.
Defender a quienes defienden el derecho al
libre tránsito de las personas para poder construirse un futuro de vida digna
cuando ésta se les niega en sus lugares de origen a causa de guerras, miserias,
hambre o explotación; defender a quienes defienden el derecho a cuidar,
respetar y guardar sus territorios ante la voracidad extrema de mineras,
forestales, hidroeléctricas o agroindustriales que solo buscan aumentar sus
cuentas de beneficios mediante la esquilmación de la naturaleza. Defender
a quienes defienden el derecho indiscutible de las mujeres a una vida sin violencias
ni acosos y plena de derechos en
equidad, traducido todo ello en la obligación de acabar con una sociedad
machista y heteropatriarcal. Defender a quienes defienden hoy el derecho de los
pueblos a definir su presente y su futuro en simple igualdad con otros pueblos;
defender a quienes defienden el derecho a la libertad de expresión ya sea en el
arte, la literatura o la
música. Sin duda, como decía una vieja canción, malos tiempos
para la lírica cuando hoy llegamos al nivel de tener que proclamar la defensa
no sólo de los derechos humanos, sino también de quienes defienden su
cumplimiento y ejercicio.
Hablamos de personas que mueren cruzando el
Mediterráneo, de mujeres asesinadas por la violencia machista, de líderes y
lideresas criminalizadas por defender la vida y sus territorios, o de los
horrores de la guerra en demasiados lugares del planeta, sin olvidar lo barata
que hoy se vende la democracia y derechos como la libertad de expresión en
nuestros lares. Pero lo hacemos, en muchas ocasiones, desde la cierta frialdad.
Posiblemente porque las crónicas y noticias así nos lo transmiten y hemos
aprendido a consumir esas situaciones sin que nos afecten demasiado. Las
razones para esta actitud varían desde la indiferencia más absoluta por lo que
al otro pueda ocurrirle, resultado de la sociedad individualista en que nos
movemos, hasta la necesidad humana de establecer ciertas barreras para evitar
la angustia permanente ante la injusticia diaria. Así, incluso cuando pensamos
o leemos sobre los grandes problemas, los más humanos, los más etéreos o los
más terrenales, los análisis mantienen esa cierta línea de frialdad, propia de
la reflexión que toma demasiada distancia del sujeto u objeto pensado.
Encontramos de esta forma demasiados análisis
sobre la coyuntura política, múltiples informes o artículos sobre la
geopolítica mundial, cientos de discursos sobre las vicisitudes de los mercados
o de las grandes decisiones económicas que rigen nuestras vidas. Todos ellos,
indiscutiblemente, necesarios para saber en qué mundo nos movemos, ya hablemos
desde el nivel más local o desde el más global. Porque hoy aceptamos que todo
nos influye, desde las relaciones sociales que establecemos en nuestro círculo
más cercano, hasta lo que se discute y decide en los consejos de administración
del poder corporativo, el de las empresas transnacionales, el verdadero poder
hoy en el mundo. Pero, insistimos en que hay un cierto dominio excesivo de la
frialdad del análisis, y pese a reconocer que esto puede ser necesario,
corremos el riesgo de que ese frío nos inunde la vida. Y nos arrastre a la
indiferencia del consumo desenfrenado sin preguntarnos, por ejemplo, cuánta
explotación infantil y sobre las mujeres hay en Asia detrás de la ropa de
grandes marcas que compramos, o cuántos muertos en África para extraer el
coltán que necesitan nuestro teléfonos móviles. A qué precio humano nos llega
desde las selvas amazónicas u africanas la madera barata de nuestros muebles
del salón o, qué poco vale la vida de poblaciones campesinas o indígenas
expulsadas de sus territorios para extender los monocultivos de soja o caña de
azúcar que luego consumimos.
Usamos en demasiadas ocasiones solo el frío
dato. Así denunciaremos decenas de nuevas muertes en las aguas del
mediterráneo, tantos tuiteros encarcelados por ejercer la libertad de
expresión, varios líderes y lideresas sociales asesinados en Colombia o
Guatemala, equis mujeres asesinadas en nuestras ciudades. Por supuesto, todo
ello necesario para abrir las conciencias. Pero quizás tenemos que intentar ir
más allá, a la parte más humana de esos datos. Explicar en nuestras sociedades
la desazón o la incertidumbre en la vida cotidiana de las personas más
directamente afectadas por estas situaciones. Hacer que nos demos cuenta de lo
que puede suponer la muerte sin nombre, la cárcel injusta o el sentirse
permanentemente en la diana de una pistola sicaria que cobrará 20 míseros
dólares por aumentar la lista negra de personas eliminadas simplemente porque
molestan al poder por demandar justicia, trabajo o el derecho a una vida mejor.
No sabemos nombres, no conocemos la vida que llevaban en sus pueblos las miles
de personas que tratan de llegar a Europa, qué y quiénes les empujaron a tomar
una decisión tan dura como atravesar el desierto más grande del planeta y luego
el mar maldito que se ha convertido en la fosa común más grande del mundo.
Tampoco sabemos lo que supone la criminalización injusta en una persona que la
obliga a refugiarse temporal o permanentemente en otro país con la angustia de
no saber si regresará, cuándo y en qué condiciones; sin saber si seguirá en la
diana del estado que defiende los intereses de forestales, mineras o
hidroeléctricas en contra del bienestar y justicia social para esos pueblos que
siempre vivieron, jugaron, rieron y murieron en esos territorios; sin conocer
lo que ocurre en sus comunidades o en la familia que tienen quizás desperdigada
por su país para protegerse.
Por todo ello, a la necesidad del dato frío,
pero que nos permite el análisis, hay que sumar también la empatía para que las
personas de las estadísticas no sean sólo una cifra que nos ayude a mantener la
distancia y sentirnos a salvo. Entender la situación y sentimientos del otro o
la otra, comprender la cruel profundidad de la injusticia que sufren, nos vacuna
contra el racismo, la xenofobia, el machismo o la explotación del ser humano. Y
desde ese momento seremos activos en la política, en la sociedad o en la
economía para verdaderamente construir un mundo más justo para las grandes
mayorías. Por eso, cerramos este texto con un llamado a la repolitización de
nuestras sociedades. Nos empujan a estar despolitizados y casi nos convencen de
que es lo que queremos, cansados de la miseria de la politiquería. Pero
hay que recordar que “apolíticos” nos quiere el sistema para poder mantenerse
como dominante pues de esta forma nos insensibiliza contra sus propias
injusticias mediante la
indiferencia. En este sentido, es necesario recordar que
despolitizar no es la pérdida de interés por la política de una sociedad sino
el interés del sistema pues así consigue no una sociedad menos política, sino
políticamente más conservadora.
Jesus González Pazos, Miembro de Mugarik Gabe.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=239238
No hay comentarios:
Publicar un comentario