El país en subasta
20 de enero de 2016
Por Arturo D. Villanueva
Imaña
(Rebelión)
En pasados días, luego de casi una década de
gobierno transcurrida, y como queriendo exorcizarse de sus propios demonios en
un acto que deriva y delega a la justicia ordinaria (cuando muy bien pudo ser
encarada por si misma); el oficialismo decidió aprobar un juicio de responsabilidades
largamente esperado. Se trata del juicio contra autoridades de gobierno que
dieron curso y aprobaron aquel eufemismo denominado “capitalización”, siendo
que en verdad no era otra cosa que la privatización y despojo (preferentemente
en manos de intereses extranjeros y transnacionales), de nuestras empresas y
recursos.
Dicha decisión que pudo haber constituido un paso en la
recuperación de la dignidad nacional y la reparación de un acto doloso, está
signado por la doble paradoja de un discurso que pretende adueñarse de
históricas demandas y tareas populares, siendo que en la práctica encara,
representa y se encuentra sometido a los intereses que afirma repudiar y
rechaza.
Y es que no puede haber nada más extraño y paradójico (pero
sumamente útil para engañar, confundir y capitalizar réditos en la opinión
pública), que al mismo tiempo de aprobar iniciativas (generalmente de alto
impacto mediático y simbólico, pero de poca o relativa efectividad concreta en
los asuntos estratégicos), efectúe acciones y adopte políticas que no solo van
en contra del discurso (incongruencia entre discurso y práctica), sino que
perfeccionen y profundicen precisamente sus factores más aberrantes, o los
males y daños que rechazan.
Se trata de lo que podría denominarse como la
reincidencia fáctica, que al mismo tiempo de señalar lo que se debe esperar a
futuro por una medida adoptada (el juicio de responsabilidades), paralelamente
la repite y reproduce en sus factores más graves (la privatización).
Ahora la palabra mágica no es privatización,
sino inversión, pero tiene el mismo propósito, la enajenación. Se ha
mutado el concepto, pero se mantienen las viejas prácticas y fines. Para dar
facilidades, todas las garantías y cumplir la exigencia de seguridad a la
inversión extranjera, se ha hecho hasta lo impensable en un régimen neoliberal
que se supone encaraba lo más perverso de la privatización.
A ese efecto de subasta nacional, se han
suspendido las nacionalizaciones y la recuperación de nuestros recursos
naturales. Junto con la aprobación de una nueva ley minera, más ultraliberal
que el antiguo código gonista, se ha permitido que la minería quede en manos de
grandes empresas transnacionales y cooperativistas, que al margen de provocar
enormes daños socioambientales en todo el país, tributan y dejan miserables
recursos por el saqueo salvaje al que someten los recursos mineros, mientras se
llevan y acumulan grandes riquezas con la protección del gobierno, que penaliza
y criminaliza la protesta social. Como si ello no fuese suficiente, se han
abierto, ampliado y expandido las áreas tradicionales de explotación, llegando
inclusive a disponer las áreas protegidas para la angurria extractivista, cuyos
territorios en los que se encuentran diversos pueblos indígenas, ahora mismo son
reclamados por las corporaciones internacionales para iniciar tareas de
exploración y explotación hidrocarburífera. Para su sed de saqueo y afanes de
sometimiento, es como si no fuese suficiente tener a disposición lo que ya fue
entregado.
Por otra parte, a título de ampliar la frontera agrícola, también
se ha decidido perder y quemar (con el enorme costo ambiental y climático que
ello supone), cientos de miles de hectáreas de bosques y biodiversidad, para
entregarla a la explotación extensiva de monocultivos de exportación efectuada
por grandes empresas agroindustriales, que además exigen el cultivo de
transgénicos y el envenenamiento de la tierra y la producción, con el uso de
agrotóxicos. Se han facilitado tanto las condiciones para atraer “inversión extranjera”,
que no se ha dudado (muy a pesar de la drástica baja de los precios
internacionales de las materias primas), en ofrecer “incentivos” que no solo
suponen pagar precios muy por encima de los actualmente existentes en el
mercado internacional (50 dólares cuando están por debajo de los 30), sino
deshacerse y entregarles parte de los propios ingresos nacionales percibidos a
través del IDH (lo que supone quitarse el pan de la boca), para entregárselos a
las corporaciones y empresas transnacionales.
Como colofón de este afán de subasta y una vez adquiridos enormes
titulares en varios medios
influyentes de comunicación internacional, queda en la retina nacional esa
visita realizada a Nueva York por el propio Presidente Evo Morales, donde puso
en oferta y ofreció todas las garantías imaginables para que los intereses
transnacionales se fijen en Bolivia.
En fin, la lista podría alargarse mucho más,
porque sólo se ha hecho referencia a lo que se denomina como recursos
estratégicos, siendo que, como veremos, ha alcanzado otros, hasta los más
insospechados en otras épocas, incluida la neoliberal.
Veamos. Si bien en una época de bonanza y
precios altos podría justificarse para aprovechar de vender y obtener recursos
extraordinarios que permitan abordar otras tareas estratégicas para el proceso
de cambio y transformación (que no se los ha encarado); ello no parece en
absoluto razonable, cuando los precios internacionales bajan drásticamente y
las ventas apenas si alcanzan para cubrir costos de producción (si es que no
hay que subvencionarlos). Y en el caso de nuestro país, ha sucedido exactamente
lo segundo.
La lógica ha sido la siguiente. Para
mantener el nivel de gasto público y el despilfarro en la realización y
emprendimiento de megaobras, elefanteásicas, de dudoso servicio y utilidad
(llamado inversión); pero sobre todo para garantizar y mejorar el nivel de
ganancias y acumulación exigidos por las empresas y corporaciones
transnacionales, se decide exacerbar el saqueo y agudizar el extractivismo
salvaje de nuestros recursos naturales. Es decir, insensiblemente, se produce
otra mutación conceptual de lo que se entiende por nacionalización, y lo que
estaba destinado a constituirse en el modo para recuperar nuestros recursos
naturales, pero sobre todo la dignidad, la libertad y soberanía nacionales, se
convierte en un método para obtener mayores recursos económicos, cueste lo que
cueste. Por eso se entiende que el proceso de cambio y transformación se haya
reducido a crecer y progresar insaciablemente, como objetivo único y final de
la nacionalización, pero a costa de enajenar nuestros recursos.
Asumida esta nueva lógica, el extractivismo,
el saqueo y principalmente la subasta del país, se convierten en el asunto
principal para el gobierno y el oficialismo. Se piensa que esa es la única vía
para mantener el ritmo de crecimiento (de la economía, el PIB y el enorme gasto
por supuesto), para garantizar la estabilidad (ese tan efímero y codiciado
estado de gracia que es envidia en otros países, incluidos limítrofes). El
justificativo para esta mutación es el desarrollismo a ultranza, para
convertirnos en una potencia dicen, pero basado en el extractivismo salvaje y
la enajenación de nuestros recursos.
Tal es el fenómeno de autoconvencimiento y entrega a esta perversa
idea de conseguir cueste lo que cueste recursos de inversión y subastar el
país, que no se tiene reparo de ofrecer y vender hasta su imagen, para la
realización del Dakar. Es decir, se pone en juego hasta el carácter simbólico y
representativo del país. Muy en contrario de los principios, valores y
objetivos nacionales de la descolonización, el vivir bien, la relación
armoniosa con la naturaleza, los derechos de la Pachamama, etc., se prefiere
abanderar antivalores totalmente opuestos, de modo que Bolivia se convierta en
otro commoditie de transacción comercial y financiera
del mercado internacional. Otro souvenir mercantil que para verse en la
vidriera internacional, no solo debe pagar a los patrocinadores, sino después
limpiar, arreglar y recoger la basura y los desastres provocados, para
prepararse a la próxima avalancha.
Sin embargo, los ejemplos no se limitan al
ámbito nacional. Con el argumento de agilizar, desburocratizar y facilitar las
grandes inversiones y la discrecionalidad en las contrataciones (pero a costa
de anular la transparencia, los controles sociales y administrativos y
favorecer la corrupción); se ha establecido y generalizado la contratación
directa, llave en mano, que permite la realización de diverso tipo de mega
obras. Por eso aparecen nuevos aviones para la flota de la empresa BOA , sin que
nadie sepa si hubieron ofertas más favorables, cuánto costó su adquisición y
cuáles son las condiciones de la compra realizada. Total, la algarabía y la
ilusión son más atronadores.
Sucede también que en las ciudades principales
el tráfico y la circulación se han convertido en un caos y que la ciudadanía
demanda desesperadamente el establecimiento de un servicio de transporte
verdaderamente público, para evitar el abuso, la arbitrariedad, el mal servicio
y la elevación descontrolada de pasajes a los que está sometida cotidianamente.
Como respuesta, el gobierno decide contratar directamente la construcción llave
en mano de empresas internacionales para la instalación de trenes urbanos. No
existen estudios, tampoco un diseño final, ni siquiera se saben las rutas
concretas y mucho menos si será parte de un plan para encarar y resolver la
problemática del transporte que agobia al pueblo; pero lo importante es que se
trata de grandes inversiones que permitirán la llegada de empresas
internacionales que se harán cargo de su funcionamiento, hasta que cobren los
costos de su construcción, resarzan la deuda contraída por el gobierno y,
principalmente, obtengan las enormes ganancias esperadas por semejante “contribución”.
Es más, persuadidos como están de que un supuesto “éxito económico” se basa en
la inversión y el gasto, no dudan en empeñar la fe del Estado, nos endeudan y
contratan grandes créditos. Es el caso, por ejemplo, de la contratación del
crédito chino por más de 7.500 millones de dólares. Para el efecto, no resulta
el más mínimo impedimento saber que el propio gobierno ha decidido romper
contratos ya establecidos con empresas chinas, porque su desempeño ha provocado
graves conflictos sociales por vulneración de derechos laborales, seguridad,
incumplimiento de contrato y realización de pésimas obras. A despecho de ello,
el gigantesco endeudamiento contraído con China viene casado a la obligación de
contratar empresas chinas para que realicen las obras. Es decir, no solo hay
que pagar la deuda y las condiciones impuestas, sino que no son recursos de
libre disponibilidad, para que los bolivianos decidamos cuáles son nuestras
prioridades.
Como buscando remachar esta lógica y frente a la crisis económica
internacional originada en la abismal caída de los precios internacionales, el
Presidente ha anunciado que pedirá ayuda a la entidades internacionales, para
que contribuyan en la búsqueda de respuestas y alternativas a esa dramática
situación. Más allá de expresar la ausencia de ideas propias y un franco
sometimiento a intereses internacionales que se decía combatir a nombre de la
descolonización, el antiimperialismo y la recuperación de la soberanía
nacional; resulta cuando menos irónico que pida ayuda a entidades que viven de
prestar y endeudar a los países (y por esa vía crear mecanismos de dependencia
y sometimiento). Acaso no resulta obvio esperar que su respuesta sea el
ofrecimiento (desinteresado dirán) de más créditos para endeudar al país (¿).
Acaso el gobierno no es capaz de entender que el país ya ha experimentado una y
otra vez, hasta la saciedad, aquella dolorosa situación de descubrirse
despojados (hasta de su dignidad) por haber permitido el saqueo a nombre del
desarrollo, la estabilidad y el progreso inalcanzados?
Arturo D. Villanueva
Imaña. Sociólogo (Cochabamba)
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