La milicia y la
naturalización social
de la violencia en México
Por Ricardo Orozco (Rebelión)
El pasado dieciocho de enero, en un evento que
recordó de manera directa a lo que en sociedades como la estadounidense parece
ser parte de su cotidianidad, los mexicanos presenciaron las imágenes de un
estudiante de dieciséis años despojando de su vida e hiriendo a los compañeros
con los que día a día compartía las aulas de su colegio. El evento, por sí
mismo, no entraña un contenido de violencia —o de crueldad, si se quiere— que
el que es posible advertir en matanzas como las de San Fernando y Villas de
Salvárcar, con Felipe Caderón, que las de Tlatlaya y Ayotzinapa, con Enrique
Peña Nieto, o que cualquiera perpetrada en el seno de los pueblos indígenas del
país —asediados por una guerra genocida permanente.
De hecho, la conmoción que las imágenes
causaron en el imaginario colectivo nacional no responde al contenido violento
de los actos, sino a la afinidad ética que socialmente construye y (re)produce
la inocencia, la bondad y la ternura sobre y entorno a la persona del menor de
edad. Ello, por supuesto, no implica que el tiroteo perpetrado en el Colegio
Americano del Noreste sea aceptable, o menos reprobable que el resto de
asesinatos que durante décadas han plagado los espacios públicos con cadáveres,
restos corporales mutilados y fosas comunes. Sin embargo, sí hace visibles
algunos aspectos que permiten explicar por qué la violencia en el país ha
alcanzado los niveles y las escalas en las que actualmente se desenvuelve y,
sobre todo, los mecanismos que favorecen su (re)productibilidad, asimilación y
metabolismo social.
En primera instancia,
es claro de que el repudio colectivo de los sucesos se encuentra en el hecho de
que tanto quien despojó a sus compañeros de su vida como quienes fueron
despojados de ésta son menores de edad, de extracción social acomodada y que
compartían un espacio-tiempo común delimitado por una institución escolar. Y es
que, por evidentes que son estos detalles, su nula trascendencia en los
análisis que ya saturan el debate público es indicativa de la manera en que el
cuerpo social, en su conjunto, recibe y se posiciona frente a cualquier hecho
violento.
El substrato de clase,
el lugar en el que sucedieron los hechos y los individuos involucrados en los
mismos no son menores. En realidad, son, en todo sentido, los factores que
definen por completo la proximidad ética y la reacción con la que responde la
sociedad al acto. Así pues, no deja de ser fundamental reconocer que si bien
los homicidios del Colegio Americano del Noreste son trágicos, éstos son
tendencia cotidiana en otras regiones de la geografía nacional; en donde menores
de edad de escasos recursos y con precarios niveles de escolaridad lo mismo
recurren permanentemente a la violencia para permanecer con vidaque son objeto
de secuestros, homicidios, torturas y trata.
Por ello, la posición ética que desbordó la
discusión apelando a la no viralización del video en el que quedaron
registradas las muertes, lejos de plantear un claro posicionamiento de
responsabilidad social o de protección del tejido moral que da cohesión a los
vínculos sociales de los individuos de la comunidad, se presenta como el velo
por medio del cual se legitiman las agresiones —y, en este caso en particular,
la eliminación física de la existencia del Otro— en contra de todos aquellos
individuos que no comparten una determina esencia bondadosa, un ciertohalo de
virtud existencial, una identidad racial o una pertenencia de clase comunes.
Y es que más allá de
si las imágenes debieron o no publicarse, lo que aquí se encuentra en juego, de
fondo, es la capacidad de la sociedad para trasladar su sentir en torno a la
victimas del Colegio a esos otros ámbitos en los que la violencia es igual de
atroz, pero que por su escasa o nula visibilidad, o por la distancia
existencial que media entre los sujetos de la violencia y el observador,
continúan convalidándose.
Una segunda
observación tiene que ver con la manera específica en que el discurso público
invisibiliza el papel determinante que la colectividad ejerce sobre los canales
de (re)producción social de la violencia; individualizando causas y
consecuencias en explicaciones que pretenden explicarlo todo a través del
examen de la psique del individuo. Para observarlo, basta con mirar la manera
en que el discurso público —potencializado por unos medios
de comunicación que hacen uso indiscriminado de adjetivaciones, conceptos y
relaciones causales destinados a cimbrar los sentimientos de la audiencia—,
vuelca toda su potencia sobre el menor de edad que activo el arma de fuego para
explicar que fue su soledad, su depresión, suinadaptación social, su ira
reprimida y su falta de empatía lo que desencadenó su deseo de matar.
Así, lo que se pone en
perspectiva es que el individuo, con toda su anormalidad y con toda su
incapacidad de adoptar y respetar los cánones de convivencia civilizados, es el
único responsable de lo ocurrido. Y la cuestión es que al abordar en este
sentido el problema se llega, en últimas instancias, a concluir que es la suma
de estos inadaptados sociales (estos lobos solitarios) lo que propicia la
descomposición del tejido social; toda vez que son sus acciones —y sólo sus
acciones— las que rompen con el contrato social de convivencia fundado por el
Estado-Nación moderno.
Apelar a la inmadurez
psicológica, a la personalidad poco estructurada, a los profundos
desequilibrios emocionales o nociones similares —que se suponen son
constitutivos de lamentalidad criminal y de la naturaleza maligna del sujeto
social— conduce a legitimar prácticas sociales de exclusión, pero sobre todo, a
validar y (re)producir mecanismos de sujeción del individuo que conducen a su
descomposición subjetiva. Es decir, afirma la necesidad de gobernar la
personalidad de las personas a partir del despliegue de instituciones,
legislaciones y programas políticos consagrados a fabricar seres
unidimensionales; cuya existencia se reduce a consentir la estructura social
vigente, a permanecer indiferentes ante las contradicciones del capitalismo y a
autoafirmar el telos de su existencia mediante el consumo insaciable de un
cúmulo de mercancías.
La sociedad, por
consecuencia, se exculpa de toda responsabilidad, y de inmediato anula su
propia experiencia de cuatro décadas de convivencia con los cárteles armados
del narcotráfico. Y no sólo ello, se niega a si misma el desdoblamiento de su
historia inscrito en prácticas sistemáticas, físicas y simbólicas de violencia
naturalizada por su cotidianidad. Sorprende, por ello, que en una sociedad
profundamente marcada por la indiferencia ante el exterminio cultural de sus
pueblos originarios, ante la práctica feminicida generalizada, ante la
utilización del suplicio, del castigo corporal como método de corrección
conductual en el seno familiar; ante el discurso de odio que lo mismo apela al
fundamentalismo religioso (cristian o,
judío, católico o musulmán) que al nacionalismo más laico o, ante una década de
ejecuciones sumarias, desmembramientos y otras vejaciones cometidas en el marco
de la guerra en contra del narcotráfico; vocifere, ahora, que la verdadera
víctima de los desequilibrios emocionales de un psicópata con fácil acceso a un
arma es la colectividad misma, y no el individuo que se desarrolla y se
autosubjetiva a partir de las condiciones que propicia el cuerpo social.
No son sólo los
videojuegos, las series televisivas, los filmes o las letras misóginas y
misántropas que saturan el consumo colectivo los causantes de sucesos como los
de Nuevo León, sino la totalidad de una industria mediática que premia la
(re)producción de prácticas sociales violentas como signo de superioridad
social, el avasallamiento de una ideología que fuerza la individuación, la
competencia y la eliminación del Otro como fórmula de superación personal —en
detrimento de prácticas comunitarias en las que el sujeto se sabe parte de una
totalidad mayor, con la cual metaboliza su existir—, y una dimensión cultural
condescendiente con la agresión física, simbólica y ontológica entre sus
miembros lo que concede potencia a la (re)producción social de la violencia.
Y es que si algo
mostraron los niveles de violencia a los que se llegó en el sexenio deFelipe
Calderón es que no se alcanza ese tipo de descomposición social sólo por la
suma de los actos de unos cientos o miles de inadaptados sociales. Por lo
contrario, se asiste a esas escalas sólo en la medida en que la totalidad de
los miembros de la comunidad adoptan como estrategia de supervivencia personal
la naturalización de esa misma violencia. De ahí que la pretensión de la
comentocracia de anular el efecto que una década de guerra en contra del
narcotráfico (en la
cual Nuevo León fue particularmente atroz) tiene, aún hoy, en
la determinación del comportamiento de los individuos y de la sociedad no sea
más que una estrategia simplista, cortoplacista e inmediatista de procesos que
son mucho más complejos, profundos y duraderos.
En una tercera
instancia se encuentra las respuestas con las que la autoridad pública
respondió a los sucesos. Las más ingenua de las reacciones fue optar por
operativos de revisión de mochilas (que de antemano queda claro que son
paliativos de corta duración), dando por sentado que es el acceso a un arma lo
que detona la
violencia. Aquí , la ingenuidad radica en no comprender que si
bien acceder a un arma sí facilita la comisión de algún acto, restringirlas no
implica que la violencia no se desarrolle por otros canales o medios . En un segundo instante se optó por fortalecer
procesos penales que sean más rigurosos con la comisión de un delito, privan do, por sobre todas las cosas, el recurso
carcelario como método de castigo. La cuestión con esta propuesta es que,
nuevamente, se recurre a una institución cuyo carácter es ser centro de
exacerbación de la violencia y de la conducta criminal, por lo que intentar
adaptar socialmente a un individuo con una maquinaria que nació para la
contención y fabricación de inadaptados sociales raya en el absurdo.
Finalmente, y ésta es
la respuesta que más preocupación y repudio debería causar en la sociedad, la
autoridad local optó por implementar centros escolares especializados en la
impartición de doctrina militar, o lo que es lo mismo, por la militarización
directa de los menores de edad. El principio es muy sencillo: si lo que causa
que un alumno mate a sus compañeros en un centro escolar es la falta de
adaptación a las normas de conducta de su sociedad, la respuesta es adoctrinar
y disciplinar a ese individuo con el más riguroso mecanismo de disciplinamiento
con el que cuentan las sociedades modernas, el ejército.
¿Cuál es el problema
con ello? Que si la instrucción que se impartirá en esos colegios será
mínimamente parecida a la que se otorga en los colegios del ejército, la marina
y la fuerza aérea mexicanos, lo que se estará propiciando es la (re)producción
de un comportamiento caracterizado por pensar la realidad en términos de
eliminación física de los elementos(personas) incompatibles, riesgosos o
problemáticos para el orden de cosas establecido.
De nueva cuenta, el
sexenio de Felipe Calderón lo mostró en sus expresiones más prístinas: cuando
se trata de hacer convivir a la doctrina militar con su contraparte civil lo
que se favorece ya no es, ni siquiera, la normalización de la conducta, sino la
eliminación del sujeto. En este sentido, es imperativo que la sociedad
comprenda que la militarización de la vida en comunidad no transita únicamente
por el emplazamiento de efectivos militares en el espacio público, por la
actuación de normas jurídicas extraídas de la normatividad castrense o por la
dirección de las instituciones civiles por militares.
La militarización de
la vida en sociedad responde a una lógica muy particular de lidiar con la cotidianidad. Y en
esa manera de vivir el día a día, tanto el disciplinamiento del espacio como la
profusión de amenazas a la moral castrense se exasperan. Pero no porque sea la
sociedad la que profundice su descomposición, sino porque es el actuar de la
milicia la que fuerza a ese cuerpo social en el que actúa a desempeñar sus
labores de acuerdo a su propia lógica. Militarizar a los chicos problemáticos
de la comunidad, como el gobernador de Nuevo León pretende, lejos de solucionar
el problema permitirá expandir a un número mayor de habitantes ese carácter
intransigente que en el ejército permite a sus elementos observar en cualquier
persona un objetivo susceptible de ser asesinado —sin importar cuan
nacionalistas se consideren. ¿O acaso la experiencia de la guerra sucia —ahora
denominada guerra contra el narcotráfico— es banal?
Publicado
originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222321l-guarani-el-pueblo-que-muere-sin-sus-tierras/
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