Cómo utilizar una
misma vara, desde la izquierda, para pensar la situación venezolana y brasileña
Brasil-Venezuela: ¿y
ahora qué hacemos?
26 de mayo de 2016
Por Pablo Stefanoni (Nueva Sociedad)
Brasil y Venezuela presentan no pocos problemas para las
izquierdas y las fuerzas populares latinoamericanas. La coincidencia temporal
de ambos sucesos obliga a buscar una vara común para evaluarlos, a riesgo de
mostrar serias inconsistencias argumentativas –lo que, hay que decirlo, no
desanima a algunos opinadores de las izquierdas «antiimperialistas»
continentales–.
En el primer caso, asistimos, dicho en
el portugués inventado de los hispanohablantes, al grotesco «mais grande do
mundo», en el que una banda de congresistas corruptos, reaccionarios y
oportunistas escenificaron un impeachment aprovechando la mayoría opositora en
las Cámaras y el masivo rechazo contra la corrupción.
Se trató de una conspiración política de grandes dimensiones,
montada por funcionarios como Eduardo Cunha –presidente del Congreso y apartado
apenas de votó el juicio político impulsado por él–, acusados de numerosos
actos de corrupción y diversos delitos. Paradójicamente, no suspendieron a
Rousseff por corrupción sino en virtud de la acusación de maquillaje del
déficit. «impeachment sem crime e golpe», denunció sin éxito el PT. Y el
ya renunciado ministro Romero Jucá admite en una conversación filtrada
que la suspensión de Dilma buscaba frenar las investigaciones judiciales que involucraban
a parte de la elite parlamentaria.
Pero esta conspiración fue posible sólo en virtud de un sistema
político (proporcional de lista abierta) que destruye la incidencia de los
partidos y fragmenta
de tal forma el sistema parlamentario que impide la constitución de voluntades
colectivas transformadoras. Así, Dilma, que fue elegida con el 42% cuenta sólo
con un 15% de los diputados (que en su enorme mayoría son hombres y blancos).
Por su parte, la denominada «Bancada da bala» (ex policías y militares)
junto a ruralistas y evangélicos conforman una derecha sobrerrepresentada
gracias al sistema electoral. Como ha señalado el politólogo Germán Lodola, no se
puede entender la política brasileña desde los modelos imperantes en otros
países de la región: en Brasil, «los presidentes son siempre minoritarios y lo
que hay que mantener es un gobierno de coalición». En ese contexto, grupos de
poder como los ruralistas, mediante su bancada y su control de la Comisión de
Agricultura, son capaces de frenar cualquier atisbo de reforma agraria, en
tanto que los evangélicos constituyen un grupo transversal a los partidos.
Para explicar la caída de Dilma es mejor
alejarse de los memes que muestran la foto de una Dilma
guerrillera como blanco del «golpe»: el gobierno de Dilma no solo nombró a la agrosojera Kátia Abreu
a la cabeza del ministerio de Agricultura o al neoliberal Joaquim Levy en
Finanzas, sino que ya desde la
era Lula el PT se volvió una fuerza crecientemente
desmovilizada. Pero, a su turno, tampoco parecen suficientes los análisis
politológicos más asépticos. Es cierto, como ya se señaló, que el problema
central de Dilma es que se destruyó su coalición de gobierno con el Partido del
Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una fuerza básicamente oportunista de
la que proviene el vicepresidente Michel Temer, ahora a cargo del Ejecutivo. El
nuevo gobierno, con aristas claramente conservadoras, ha construido su propia
base de apoyo repartiendo ministerios entre todos los partidos opositores de
centroderecha y derecha. Ahora bien, eso ocurre con el trasfondo de una masiva
movilización de las fuerzas «anti-PT», que incluyen rechazos clasistas y
antiplebeyos a los avances sociales –materiales y simbólicos– de la década
larga de gobierno de centroizquierda. El PT no sólo perdió en la arena
institucional sino, de manera más preocupante, en la calle. Y todo ello
ocurrió en el marco de una especie de Mani Pulitea la brasileña, que repitió problemas de la experiencia
italiana y agregó aristas
vernáculas tropicales. Hoy varios poderosos empresarios están tras las rejas,
pero en el plano político quien pagó el costo más alto por el Lava Jato
(megacorrupción en Petrobras) fue sin duda el PT.
En paralelo a esta crisis, asistimos al agravamiento de la
situación en Venezuela. Allí, la oposición logró por primera vez, el 6 de
diciembre pasado, derrotar al (pos)chavismo en las urnas y lo hizo con
contundencia. El choque de poderes estaba cantado. Mientras el oficialismo
controla el Poder Ejecutivo, la Mesa de la Unidad Democrática
(MUD) tiene mayoría calificada en la Asamblea Nacional
y, desde ese espacio institucional legítimo, busca la forma de destituir a
Maduro en medio de una crisis con
dimensiones de derrumbe societal posbélico. Durante la era Chávez , se había
instalado una barrera entre la mayoría popular chavista y la oposición que
hacía que no operara el tradicional voto castigo (cuando las cosas van mal se
vota por la oposición realmente existente) ya que para esas mayorías, los
opositores eran «contrarrevolucionarios» y sus líderes solo «niños ricos» con
caras bonitas.
Pero la crisis volteó esas murallas y el voto
contra el exchofer de Metrobús y heredero de Chávez empoderó a una oposición
que combina rostros nuevos (como el del encarcelado Leopoldo López) con figuras
de la vieja política como el nuevo presidente de la Asamblea Nacional Henry
Ramos Allup, de la tradicional Acción Democrática (AD).
Sintomáticamente, tanto López como Ramos Allup se definen como
«socialdemócratas» y el segundo funge de vicepresidente de la Internacional Socialista
(un organismo hoy atravesado por diversos cuestionamientos internos y pérdida
de peso en el ámbito global). En un escenario de unidad formal y fuertes
tensiones en su interior, Henrique Capriles trata de instalar su estrategia de
apuesta principal a las urnas, con la certeza de que la polarización en las
calles beneficiará a la postre a Maduro, aunque sin descuidar la presión
callejera. Recientemente, Capriles declaró que se opone al impeachment a Dilma y que tanto en Brasil como
en Venezuela, la salida a la crisis debe pasar por las elecciones (de hecho,
eso es lo que propone el PT en una versión siglo XXI de las «Diretas já»
de las postrimerías de la dictadura).
En este marco, la apuesta de la oposición venezolana es conseguir
llegar a un revocatorio antes del 10 de enero de 2017: la ley señala que si
Maduro es revocado antes de esa fecha se debe convocar a nuevas elecciones.
Pero si se pasa el plazo de cuatro años del actual mandato (que se cuenta desde
que Chávez asumió su último mandato, continuado por Maduro tras vencer por
escaso margen en 2013), asumiría el vicepresidente Aristóbulo Istúriz. Por eso,
la MUD presiona para que el órgano electoral verifique con rapidez las firmas
que juntó para cumplir con el primer paso rumbo a la consulta. Y por eso
también, el gobierno muestra muy poco apuro para llevar adelante esa tarea.
La vocación democrática de la oposición
venezolana es discutible y allí está el frustrado golpe de 2002. Pero al mismo
tiempo, el referéndum revocatorio es una figura constitucional –y no de la
Constitución «moribunda» sobre la que juró Chávez a comienzos de 1999 sino de la Carta Magna
bolivariana que «refundó» a Venezuela–. Para el chavismo, es problemático: si
el referéndum se hiciera en 2016, sus bases deberían salir a hacer campaña por
el presidente, en un contexto de decepción política que invade a las fuerzas
bolivarianas y de la existencia de un «chavismo no madurista»; si ocurriera
después podría servir para tratar de reorientar el proceso con Istúriz a la
cabeza… ¿pero hay aún margen para ello? Muchas veces pareció que el chavismo
estaba terminado, pero esa sobrevida continúa.
Con todo, los niveles de crisis (económica, de seguridad, de
desorganización estatal, de corrupción) parecen llevar al país a un punto de no
retorno, con riesgos de violencia política potenciados por la cantidad de armas
que circulan por el país. Y en este escenario, la mera denuncia de elementos
desestabilizadores con apoyo externo no puede explicar el estado de las cosas.
Básicamente porque en gran parte de los actos especulativos (contrabando de
gasolina a Colombia o enriquecimiento gracias a los tipos de cambio) son
realizados por sectores del propio oficialismo, civiles y militares. Y los
saqueos, la crisis eléctrica que casi paraliza al estado, la inseguridad
galopante hacen que «socialismo» (en verdad una forma de neorrentismo
socialista) vuelva a rimar no solo con colas y desabastecimiento, sino con una
crisis sistémica de los cimientos del régimen bolivariano. Como lo señaló el
exministro de Industrias Básicas y Minería de Chávez, Víctor Álvarez: «En el año 2010 el presidente Chávez celebró la contracción de 5,8
% del PBI como «el velorio del capitalismo». En respuesta
a quienes consideraron aquella caída como el «fracaso del gobierno», Chávez
respondió afirmando que «la economía que está cayendo en Venezuela es la
economía capitalista». Pero destruir la economía capitalista sin construir
simultáneamente una eficiente economía socialista terminó siendo el atajo
perfecto para hundir al país en este círculo vicioso de escasez, acaparamiento,
especulación e inflación que atormenta a toda la población. Una Revolución
verdadera es un proceso de destrucción creativa: destruye lo viejo e inferior y
lo suplanta por lo nuevo y superior. Pero la gente que hoy sufre los estragos
de la escasez, especulación e inflación ha llegado a la conclusión de que «si
esta calamidad es el socialismo, mejor me quedo con el capitalismo». Pasará
mucho tiempo para que la gente sencilla del pueblo vuelva a creer en el
socialismo como vía para lograr una sociedad libre de desempleo, pobreza y
exclusión social. Esto ya pasó en los países del llamado socialismo del siglo
XX, pero la vanguardia chavista no aprendió esa lección.»
Asimismo, la tendencia de Maduro a gobernar
mediante instrumentos de excepción (y discursos donde señala que «la Asamblea Nacional
de Venezuela perdió vigencia política. Es cuestión de tiempo para que desaparezca»),
plantea un escenario autogolpista. Estas derivas, sumadas a expresiones
propiamente gangsteriles en el interior del propio régimen,
ponen en riesgo a toda la izquierda continental. Un golpe como el que significó
la derrota sandinista en 1990 (movimiento atravesado por una fuerte decadencia
moral pero que efectivamente sí enfrentó una brutal agresión imperial) es hoy
perfectamente posible y no se lo enfrentará con éxito con cierres de filas
discursivos o épicas sobreactuadas.
Al final de cuentas, las perspectivas de
radicalización de la democracia promueven eso (su radicalización), no la
transformación de los procesos de cambio en formas de régimen que ahogan el
debate interno, alinean militarmente a los militantes, premian más las
lealtades oportunistas que la eficiencia y la honestidad intelectual en un
simulacro «leninista» que no sólo podría no ser deseable sino que básicamente
no es eficaz frente a las «nuevas derechas» que se expanden en la región. Después , sólo
podremos contentarnos con la consoladora «épica de la derrota».
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=212682
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