Argentina, Chaco: Crónica del desastre
18 de mayo de 2016
En su última edición, la revista Mu , editada por
la cooperativa La
Vaca , publica una nota del periodista Darío Aranda titulada
"Crónica del desastre" que da cuenta de las graves consecuencias en
la salud por la aplicación de agroquímicos en la zona rural de Avia Terai y
Napenay.
Por Darío Aranda
Alejandro tiene 7 años y está sentado en un
changuito para bebés que le queda chico. Acceder a una silla de ruedas es uno
de los tantos derechos incumplidos.
Alejandro sufre parálisis cerebral y su familia
y médicos también lo vinculan a la pobreza y a otras injusticias: vive a
diez metros de un campo de soja, que fue rociado con agrotóxicos desde su
gestación. Bajo un árbol, a pasos del cultivo transgénico, Carmen Almeida, su
mamá, intenta hacerle upa. Le cuesta, pero lo logra. Habla casi con susurros.
Pide, como una súplica, tres cosas: una silla de ruedas, atención médica y que
su hijo pueda ir la
escuela. Mientras habla, mira al horizonte, donde solo se ve
soja.
Así es el corazón transgénico de Chaco.
Salud
Alejandra Gómez vive en Resistencia, capital chaqueña. Estudió
abogacía “ya de grande” (treinta y pocos) para acompañar en la carrera a una
amiga que padecía cáncer. Ya participaba de la Red de Salud Popular Ramón
Carrillo y, casi de casualidad, en 2008 fueron convocadas por los vecinos de
las localidades La
Leonesa-Las Palmas : arroceras arrojaban agroquímicos sobre
los barrios.
Lograron fallos inéditos: se prohibieron las fumigaciones
terrestres a menos de 1000
metros de las casas (2000 si eran aéreas). La sentencia
protegió a las escuelas rurales, ríos y lagunas y fue confirmada por el
Superior Tribunal de Justicia.
Gómez es didáctica: hay una ley (“de Biocidas”, número 7032, que
restringe las fumigaciones a 500
metros de las viviendas) que no se cumple. Los
productores hacen caso omiso y los funcionarios de todos los signos políticos
miran para otro lado. “Para los poderosos pareciera que primero están los negocios
y después la salud.
Nosotros pensamos lo contrario”, afirma.
Acompaña el viaje hasta uno de los epicentros transgénicos de
Chaco. Ruta 16, 170
kilómetros hasta Roque Sáenz Peña, segunda ciudad
provincial, conocida como “capital nacional del algodón”. Ya casi no existe
algodón, que además es también transgénico con uso masivo de agroquímicos.
Desde la ruta se ve soja, maíz, girasol y más soja.
Primera parada, casa de la doctora María del
Carmen Seveso. Médica, treinta años de trayectoria, testigo privilegiada de los
cambios productivos. “¿Cómo te puedo explicar?...”.
Hace una pausa mientras carga el termo: “Es un desastre desde todo
punto de vista. Echaron a la gente del campo, la dejaron sin trabajo y encima
enfermaron a la
población. Y nadie se hace cargo”, denuncia.
Napenay
Sobre la misma ruta 16, veinte kilómetros hasta Napenay. Al
costado de la ruta, repleto de carteles del agronegocio: Vicentín, Bunge, Dow,
Basf, Rizobacter, John Deere. Es una localidad de 5000 habitantes, de matriz
agropecuaria. Catalina Cendra, 40 años, recibe en el patio de su casa materna,
en la zona urbana. Sillas de plástico, mesa con galletitas y mate recién
preparado.
Vive a 25
kilómetros , tierra adentro, Lote 15, Paraje Pampa La
Desatinada. “Me dicen Cati”, se presenta con besos en ambas mejillas. Cuatro
generaciones campesinas. Animales, quinta, frutales, batatas, zapallo, mandioca
y todo lo necesario para comer sin depender del mercado o la carnicería. Pero
hace diez años todo comenzó a cambiar.
“Fueron los cordobeses”, precisa. Y explica que son empresarios de
esa provincia que llegaron hasta Chaco, compraron (o alquilaron) a familias
ancestrales del lugar y comenzaron a rodear a campesinos que no querían irse,
ni alquilar ni vender.
Y se iniciaron los desmontes y luego las fumigaciones
indiscriminadas. Los frutales se “quemaron”, los frutos se cayeron y las
plantas se fueron secando. Intentaron dialogar con los nuevos vecinos, pero no
tuvieron respuesta. O sí tuvieron: los volvieron a rociar con agroquímicos. “Ya
nos fumigaban por demás”. Su esposo no quería confrontar, pero ella salió a la calle. Junto a la
Unpeproch (Unión de Pequeños Productores del Chaco), denunció lo que pasaba,
incluido el éxodo rural. Como un orquestado plan de vaciar el campo, nunca hubo
obras para que cuenten con electricidad, y cerraron muchas escuelas rurales.
En el Paraje La Desatinada esa fue la (mala) suerte de la Escuela
289. Consecuencia: los chicos en edad escolar tuvieron que ir al pueblo (en
muchos casos con las madres) para terminar la primaria.
“Nos vaciaron el campo. Acá y en todo el país. Quieren que
desaparezcamos, que sea todo un campo de empresarios”, define Catalina con
precisión que no se escucha en autoridades del INTA ni del Ministerio de
Agroindustria.
El Foro por la Tierra del Chaco denunció en 2008, en base a censos
oficiales, que a mediados de siglo pasado la población rural provincial
representaba el 70 por ciento. En 1991 había descendido al 28,5 por ciento. En
2001, sólo el 17 por ciento de la población permanecía en el campo. En 2010
descendió a 12 por ciento. El éxodo tuvo un solo destino: los márgenes de las
ciudades.
Una mañana de febrero comenzaron a fumigar a las 6. Catalina se
sintió mal. Recogió agua de un tanque que estaba tapado y se duchó. Fue peor.
Comenzó con dolor la cabeza, mareos y picazón en todo el cuerpo, como si fueran
avispas. Consiguió que la lleven hasta el puebo, a 25 kilómetros . A las
12 estuvo en la posta sanitaria. La médica recién apareció a las 18. “Me trató
mal. Dijo que no tenía nada, y me dio Paracetamol”, relata. Se enoja al
recordar. Le avisó a la doctora que iba a denunciar al fumigador y a ella por
no atenderla. “Ahí se amansó. Me comenzó a hablar bien. Me revisó mejor, pero
igual negó que fueran los químicos”.
Otras trece familias de Napenay están en situación similar a la de Catalina Cendra.
Asediadas por el modelo de agronegocios. Como en Tres Isletas, Colonias Unidas,
Quitilipi, Machagay, Castelli. Pero muchos no quieren denunciar “para no tener
problemas”, tienen miedo.
En 1996 había en Chaco 123.000 hectáreas
son soja. En 2010 fue el pico: 700.000. El maíz transgénico pasó de 95 hectáreas en 2002, a 400.000 en 2010.
El Lote 15 son 231 hectáreas rodeadas de transgénicos.
Catalina aclara que ellos cuidan el monte, saben que es su futuro y el pulmón
que resiste. “Ofrecieron comprarlo, pero no, es nuestro derecho vivir en el
campo, de nuestro trabajo. No vamos a dejar de luchar”, avisa.
Alejandro
De vuelta a la ruta 16. Cinco minutos de andar y un camino ancho
de tierra que se abre. Cuatro kilómetros, alambrado, árboles añejos y la
Escuela 256, pintada de blanco y celeste. Enfrente, un campo de algodón
transgénico. Alejandra Gómez dice que la Red de Salud Popular denunció que
fumigaban, estando los niños en clase. Consecuencias: intoxicaciones, vómitos,
mareos, problemas respiratorios, sarpullidos.
Lapsus de unos segundos y una pregunta retórica: ¿Y si fumigaran
escuelas de Palermo o Recoleta en Buenos Aires o en cualquier otro lugar
acomodado del país?
Fin del lapsus. Gómez señala que lograron que las fumigaciones
sean entre las 6 y las 8 de la mañana, antes de clase. Sabe que es poco pero
están solos: políticos, jueces, policías, medios
de comunicación son, por acción u omisión, cómplices.
Ya es el mediodía. Cinco minutos de andar. Una casa humilde, de
material, dos habitaciones, techo de chapa, árboles a los costados y perros
alertas. Sale Carmen Almeida, 27 años, delgada, madre de tres niños. Vuelve a
la casa y busca a Alejandro, 7 años, en un cochecito para bebés que sus papás
compraron con sacrificio, en doce cuotas. Sufre parálisis cerebral, con severa
dificultad motriz. No camina, no se sienta solo, ni maneja su cuerpo. No puede
sostener su cabecita erguida. Intenta hablar, pero se expresa mediante gritos o
llanto.
El carrito es pequeño para el cuerpo de Alejandro. Da impotencia la situación. Y aún más
el lugar: el patio es al mismo tiempo el campo que tuvo soja hasta hace días. Y
donde volverán a arrojar todo el cóctel químico.
El campo, de 25
hectáreas , es del suegro de Carmen. Lo alquila a
productores de la zona.
Hace más de diez años que ella vive ahí. Y siempre fue
testigo involuntaria de las fumigaciones, incluso embarazada. Les suelen avisar
que van a echar “remedios ”
(agroquímicos) y ellos se encierran en la casa. “Los médicos dicen que no fue
por eso lo de Alejandro, o que no se sabe la causa. Dicen que
puede ser que al nacer le apretaron sin querer la cabecita y eso provocó la
parálisis”, explica la mamá.
Nadie de los presentes se anima a contraponer hipótesis o
argumentos.
Hace meses que tramita una silla de ruedas, pero siempre falta
algún papel o trámite burocrático. Recorrió hospitales, municipios y despachos
provinciales.
También tuvo problemas en la escuela especial Crecer con todos, de
Sáenz Peña. No le daban la vacante porque le faltaba el certificado de
discapacidad. No hacía falta ser Nobel para ver la situación. “Llevábamos a
Alejandro, los doctores lo revisaban, pero decían que faltaban estudios. Y no
nos daban el certificado de discapacidad”.
Perdió meses de clases, hasta que lo aceptaron con una limitación:
concurre sólo dos días, un total de cuatro horas por semana. Debiera ir veinte
horas, pero hay muchos chicos con discapacidad y solo dos escuelas. Carmen
celebra que ha habido mejoras. Que mastica al comer (antes sólo tragaba) y que
intenta comunicarse más.
Lamenta que no pueda estar más en la escuela, con una
rehabilitación intensiva.
Alejandro grita desde el changuito. Llama la atención de su mamá.
Carmen se despide como pidiendo disculpas, agradece la visita y, con
dificultad, alza a upa a su hijo.
Cuando ya estamos en la ruta, suena el teléfono de Alejandra
Gómez. Un mensaje de texto de Carmen: “Que el periodista ponga que si tengo que
esperar de los políticos que me consigan una silla para mi hijo me voy a
jubilar porque no me dan pelota. Se enojaron esa vez que le llegaron ustedes (a
reclamar). Por eso los políticos no me quieren ayudar”.
Gómez lo lee en voz alta. Unos instantes y llega otro mensaje de
la mamá de Alejandro: “Hoy estuve tímida porque me quieren sacar de esta casa.
Y perdón que estuve tímida pero me pongo triste cuando hablo de mi nene”.
La impotencia se hace nudo en la garganta. Todo se
hace silencio.
Sin entrevista
Avia Terai significa “monte grande” en idioma originario. Es una
localidad de cinco mil habitantes en el centro geográfico de Chaco, vecina de
Napenay. En el ingreso al pueblo hay una semillera transgénica (Mandiyú) y una
agroquímica (Ciagro), con campos experimentales. También sobresale una pista de
aviones fumigadores. Y está presente la multinacional cerealera Bunge, con carga-descarga
de camiones. El casco urbano está, literalmente, rodeado de cultivos de soja y
girasol que son fumigados entre diez y doce veces al año.
Casas bajas, pocas calles de asfalto. La siesta se respeta. Hay
muchas nubes y hacen más tolerable el
sol chaqueño. El auto toma una calle de tierra que se aleja
del centro, campo de un lado, viviendas humildes del otro. Unas quince cuadras,
dobla a la derecha y se interna en una huella. hasta una fábrica de ladrillos
artesanal, familiar, precaria. Allí está Aixa Ponce Cano, de 7 años, junto a
sus padres y hermanos. Aixa tiene una extraña enfermedad: toda la piel cubierta
de lunares, pequeñas manchas, verrugas y vello. En 2012 la agencia
internacional de fotografía Getty recorrió la zona y retrató a Aixa. Confirmó
el dicho: “Una imagen vale más que mil palabras”. La foto se viralizó en medios del exterior (y algunos de Argentina).
En los años siguientes, una decena de fotógrafos y documentalistas
fueron en busca de Aixa y su padecer. Menos visibles a las lentes, Aixa también
padecía unos extraños tumores (de hasta un kilo de peso) que crecían en su
espalda y le impedían correr, caminar erguida y sólo podía dormir boca abajo,
con dolor. Lo peor, esos tumores crecían. El sistema de salud de Chaco le
respondió con una interminable burocracia que nunca daba soluciones
(finalmente, la unión del fotógrafo italiano Marco Vernaschi y un grupo musical
logró un tratamiento pago y operación en Buenos Aires).
Silvia Ponce, la mamá de Aixa, habla mientras trabaja al aire libre,
en la fábrica de ladrillos con su esposo. No tienen muchos deseos de más
prensa. Pregunta dónde están las cámaras de fotos. Se le explica que no habrá
imágenes, sólo grabador, cuaderno y lapicera. Baja la guardia, pero se excusa,
deben terminar una tanda de ladrillos y no puede hablar. Aixa y cuatro de sus
hermanitos se acercan, quieren jugar, piden el cuaderno y lapiceras.
No habrá fotos. Y tampoco entrevista. Pero tiene premio: Aixa y
sus hermanos se quedan con las hojas, dibujan, sonríen.
Semanas después, Alejandra Gómez explicará lo sucedido: la familia Ponce sufría
ataques difamatorios de vecinos y productores. La acusaban de exponer a su hija
y también “desprestigiar” al pueblo.
Premonitorio
Catherina Pardo fue una pionera en alertar sobre los efectos de
los agroquímicos en Avia Terai. Tenía 14 años en 2005, cuando comenzó a
preguntarse por “el avioncito” que sobrevolaba la escuela cuando ella estaba en
clase. Junto a dos compañeros y una docente, se embarcó a investigar sobre el
hangar vecino al colegio, el modelo agropecuario y las denuncias de
enfermedades del Barrio Quebracho (a un kilómetro del hangar y rodeado de
soja).
Escucharon a los afectados, confirmaron problemas respiratorios y
vincularon avión, agroquímicos, agronegocios y enfermos. Y precisaron el
incumplimiento de la Ley de Biocidas (que fija límites de entre 500 y 1500 metros para las
fumigaciones). Su trabajo escolar obtuvo el primer premio en la Feria de
Ciencias de la provincia.
Hubo debates en el pueblo y llegaron funcionarios del gobierno
provincial. Se reunieron con fumigadores, productores, docentes y directivos,
pero no dejaron participar a los estudiantes. Los invitaron a una charla
abierta, pero les pidieron que no hablasen. “Sentíamos impotencia”, recuerda
Catherina Pardo, diez años después, sentada en el living de su casa.
Pardo estudia psicología social. Sigue denunciando los efectos del
modelo agropecuario, consciente de que vive en un pueblo donde el agro es
poderoso.
Pasó una década: “Lo que alertamos en el colegio se cumplió. Hay
cada vez más cáncer, más enfermos respiratorios, abortos espontáneos, chicos
con malformaciones o discapacidad”.
Al Barrio Quebracho se sumó el barrio Padre Mugica, construido por
la Fundación Madres
de Plaza de Mayo. Como un destino maldito, el nuevo barrio está lindero a
campos de soja y a cien metros del hangar donde despegan los aviones
fumigadores. Como plan estatal de vivienda, tuvieron prioridad (para acceder a
la casa propia) las familias con algún integrante con discapacidad.
“Son cien casas. ¿Sabés en cuántas hay personas con
discapacidad?”, pregunta Gómez. Silencio. “En todas las familias hay una
persona con alguna discapacidad. Si eso no es una prueba de lo que vivimos...”.
Catherina Pardo recuerda que los vecinos del Barrio Quebracho daban
testimonio de los árboles quemados, las huertas arruinadas por los químicos y,
claro, los enfermos más diversos.
En 2005 había solo un avión fumigador. Ahora son tres. El dueño de
los aviones de la fumigadora Aeroaplicaciones del Norte, Patricio
Teverosky, los acusó públicamente de provocar miedo en la población. Dijo
que sus hijos lo acompañan en el hangar, que lo utiliza casi como casa de
campo, con asados familiares. Argumentó que nunca pondría en riesgo a sus seres
queridos ni a la población.
Cinco años después Teverosky, de 40 años, estaba en silla de
ruedas, con cáncer. Tanto Catherina Pardo como María del Carmen Seveso lo
conocen. Lamentan lo sucedido. Y les cuesta entender que aún siga negando el
efecto de los químicos.
Al momento de escribir esta nota, Alejandra Gómez envió un
comunicado de la
Federación Argentina de Cámaras Agroaéreas (de aplicación de
agroquímicos): “Falleció el señor Patricio Teverosky, piloto aeroaplicador,
oriundo de la localidad de Roque Sáenz Peña, Chaco. Expresamos nuestras
humildes condolencias a la familia, colegas y amigos”.
Fuente: http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Argentina_Chaco_Cronica_del_desastre
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