Redes sociales,
opinión pública,
verdad y democracia
2 de enero de 2018
Por Andrés Huergo Porta (Rebelión)
Debe lucharse con todo
el razonamiento contra quien,
suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el
intelecto,
pretende afirmar algo, sea como fuere.
Platón, Sofista (249c)
La posverdad: ¿un viejo nuevo concepto?
Se dice últimamente -cada vez más- que vivimos
en los tiempos de la “posverdad”. El Diccionario Oxford designó la palabra
“posverdad” como la palabra del año 2016. Dicho término denota “circunstancias
en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión
pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. En 2004,
el sociólogo Ralph Keyes usó el neologismo para titular su libro Post Truth y, más tarde, Eric Alterman y David
Roberts lo aplicaron en un sentido político, para referirse a la utilización de
la falsedad y la manipulación como estrategias discursivas con el claro
objetivo de alcanzar el poder político a través de la persuasión de las masas.
La noción de “posverdad” va ligada a la de
“hechos alternativos”, que se contrapone a la de “hechos objetivos”. Nada tiene
de extraño que en nuestra época los hechos objetivos hayan llegado a ser menos
importantes que las creencias o las emociones dado el desprestigio generalizado
que sufre la razón, sitiada desde tantos lugares por parte del discurso post
moderno. Resulta evidente que quien cuestiona los hechos objetivos utiliza un
recurso tramposo para blindarse contra la refutación porque no tiene interés
alguno en apoyar sus posiciones en argumentos, sino en causar en el
interlocutor un determinado impacto a través del adecuado manejo de sus más
recónditos resortes sentimentales. Esta es hoy una estrategia habitual y
plenamente consolidada en el mundo de la política, como bien saben todos los
demagogos y lobos disfrazados con piel de cordero que, con su animada
palabrería, sus estudiados gestos y su maquinaria propagandística, pretenden
embelesar a las audiencias.
No está claro que eso que hoy se llama
posverdad sea algo muy distinto de un eufemismo para referirse a lo que siempre
ha sido la mentira disfrazada de verdad. El asunto, en efecto, es muy viejo,
tan viejo, acaso, como la propia historia de nuestra civilización occidental,
si nos remontamos hasta los tiempos en que la democracia comenzó a dar sus
primeros pasos, y junto con ella, el logos que permitió abrir en el mundo una
brecha de sentido y significado.
En ese universo griego en el que la filosofía
emergió por primera vez como un saber sistemático, Sócrates y los sofistas
mantenían concepciones muy diferentes acerca de lo que eran el ser, la verdad o
la justicia.
Los sofistas se dedicaban profesionalmente a
la instrucción de jóvenes a cambio de unos honorarios; jóvenes, por lo general,
de buena familia, que querían entrar en la política. No
pretendían enseñar la verdad -pues no creían en ella- sino el arte de la
persuasión, el arte de la apariencia que confería autoridad y resultaba útil
para acceder al poder en una sociedad democrática como la ateniense del siglo V
a. C. donde importaba más convencer que decir la verdad. Se
vanagloriaban de ser capaces de hacer “fuerte el argumento más débil”, de ser
lo suficientemente hábiles retóricamente como para hacer aparecer cualquier
mentira como verdad. Protágoras afirmaba: “No hay saber, sino un opinar”.
Igualmente representativa del pensamiento sofista es la frase de Gorgias: “No
hay ser; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría
ser comunicado por medio del lenguaje.”
Su relativismo y escepticismo les abocaba a
afirmar que lo que llamamos “virtud” no existe realmente, sino que es una
ficción, es decir, el deseo de figurar como virtuosos a ojos de los demás, y
ello exclusivamente por el reconocimiento social que ese hecho trae consigo. En
realidad, lo que llamamos “virtud” y “bondad” serían cosas antinaturales,
producto de la convención (nomos), ya que la auténtica virtud (physis) sería lo
que conviene al más fuerte o poderoso. Como dice Protágoras: “La virtud es
la destreza del fuerte”.
Contrariamente a los discursos ampulosos de
los sofistas, Sócrates iba por la ciudad y preguntaba a alguien qué era la
virtud, por ejemplo. El dialogante respondía, pongamos por caso, que no cabe
hablar de la virtud sino de diferentes tipos de virtud. Sócrates replicaba que
esos diferentes tipos han de tener algo en común, siendo eso precisamente lo
que llamamos “virtud”. El interlocutor, viéndose obligado a admitir esto, se
enfrentaría de nuevo a la pregunta de qué es la virtud. Y así, a través
de continuas preguntas y respuestas, Sócrates llevaría a su interlocutor a que
se contradijese y abandonase su convicción primera acerca de la virtud; y
finalmente, a que se diese cuenta de su propia ignorancia.
Sócrates llamó a este tipo de diálogo
“mayéutica”, palabra griega que significa “arte de parir”; en este contexto se
sobrentiende que lo que se pare son ideas. La mayéutica consiste en una
búsqueda conjunta de la verdad, en conformidad con la famosa frase de Sócrates:
“Sólo sé que no sé nada”. Con la mayéutica, Sócrates también pretendía
rebatir la filosofía de los sofistas, pues solía poner en boca de sus
interlocutores las teorías de estos filósofos.
En el año 399 a .C., unos ciudadanos
acusaron a Sócrates de corromper a la juventud y de impiedad. El juicio se
celebró y Sócrates fue condenado a muerte. Un discípulo suyo sobornó a un
carcelero para conseguir que dejase escapar al filósofo, pero Sócrates se negó
a huir de la cárcel y bebió la cicuta, acatando así la condena que le había
impuesto la ciudad.
Platón relató estos últimos momentos de su maestro en la Apología de Sócrates. Para Platón, el hecho de
que el hombre más sabio y virtuoso de todos fuera condenado a muerte era la
prueba manifiesta de la perversidad de la democracia.
Recordando estas cosas hoy, 2.500 años
después, sentimos que nos resultan sorprendentemente familiares. Podría decirse
que entre aquel mundo clásico y el nuestro, no ha habido apenas grandes
mutaciones.
La novedad: el papel de Internet y las redes
sociales
Sin embargo, toda época histórica es siempre
repetición en algún aspecto y al mismo tiempo novedad en otros. La diferencia
más decisiva entre la Antigüedad clásica griega y el momento presente es la
cantidad de medios tecnológicos que
tenemos actualmente a nuestro alcance. En particular, las llamadas “redes
sociales” han permitido expandir prácticamente hasta el infinito la
potencialidad de la mentira como catalizadora social y configuradora de la
opinión pública.
Los datos hablan acerca de la abrumadora
presencia de las redes sociales en nuestras vidas. El 56,5% de los internautas
españoles utiliza las redes para informarse, según el informe “Navegantes en la
red” presentado en marzo de este año por la Asociación para la Investigación de
Medios de Comunicación (AIMC). Ese mismo estudio señala que el 67,9% de los
internautas considera a Internet su fuente fundamental de información. Además,
el 62,8% de los encuestados indica que sigue a medios
de comunicación en las redes. [1]
Las nuevas tecnologías de la información
digital e interactiva han cambiado en los tiempos actuales las condiciones en
que la opinión pública es generada y transmitida, y en algunos aspectos, por
supuesto, el cambio ha sido positivo respecto al modelo que representaban
anteriormente los medios de
comunicación tradicionales. Estos medios
ya no resultan fiables para un gran número de personas. Sabemos que los
periódicos y emisoras de radio y televisión convencionales están en su mayoría
en manos de enormes grupos de poder que controlan la información, ocultan
aquello que no les interesa, manipulan, mienten y difaman de forma sistemática
con objeto de crear visiones de la realidad distorsionadas y favorables a los
intereses de aquellos sectores políticos y económicos para los que trabajan.
Estos medios se limitan a emitir mensajes
que los ciudadanos únicamente “reciben” y procesan sin posibilidad de
respuesta. Se trata de un proceso donde no se produce una verdadera
comunicación, pues para que ésta tenga lugar ha de haber una interacción entre
las partes y un equitativo reparto del poder entre las mismas.
Cierto es que Internet y las redes sociales
han venido, por fortuna, a inaugurar un nuevo espacio para la información y la
comunicación, haciendo posible que cualquier persona que disponga de un
dispositivo digital, pueda difundir una determinada información sin tener que
pedir permiso para ello a ninguna autoridad política ni a ningún grupo de poder
mediático. Esta posibilidad ha facilitado que aquellos sectores de la población
que no se venían identificando con la visión o la ideología sostenida por los
grandes grupos de poder -y cuya voz, hasta entonces, no tenía apenas cabida en
el espacio de los grandes medios de
comunicación-, puedan disputar legítimamente con éstos el espacio de
configuración de la opinión pública, dando lugar a interpretaciones
alternativas sobre los hechos sociales, políticos, económicos, etc. que acaecen
y contribuyendo de esa forma a abrir el espectro de opciones de pensamiento y a
minar el “discurso único” establecido unilateralmente desde las instancias
oficiales del sistema.
También las nuevas tecnologías de la
información han permitido que muchas personas puedan denunciar situaciones de
injusticia, violencia, represión, etc., y visibilizar acontecimientos que de
otro modo nunca habrían sido noticia en lugares donde apenas existen otras
opciones para la libre expresión del pensamiento. Gracias a Internet y las
redes sociales, las voces de estas personas pueden ser escuchadas y,
dependiendo de la magnitud de los hechos, en ocasiones, se “viralizan”
rápidamente.
No obstante, las redes sociales no han podido
sustraerse a la influencia que todavía siguen ejerciendo sobre ellas los medios de comunicación tradicionales, hoy volcados
en transmitir sus mensajes y difundir sus discursos sesgados también -y muy
principalmente- en el espacio que ofrecen páginas como facebook o twitter.
El nacimiento del periodismo digital, que
desde hace años ha venido consolidándose como un referente para muchas
personas, si bien ha servido para facilitar la creación de espacios
alternativos de difusión de información (como, en España, El diario, Infolibre,
Publico, La marea, Diagonal, etc.) también ha venido a proporcionar una nueva
cobertura al poder de los grandes grupos empresariales de la información -que
en sus versiones digitales prolongan su hegemonía- y ha permitido que prolifere
la contaminación ideológica gracias a páginas web como Ok Diario o Libertad
Digital, que representan la cara más siniestra de este nuevo tipo de
periodismo.
Algunos afirman que el problema de la
información que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas
veces, dicha información no ha pasado por “un filtro profesional”. Se supone
que la información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor
objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste,
precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de
ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día
la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la
precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de
creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las
direcciones de los medios , los
cuales determinan lo que debe ser publicado y cómo debe ser publicado, sin que
el periodista tenga apenas control alguno sobre el resultado final. Por esta
razón, ni siquiera el llamado “filtro periodístico” acredita en la actualidad
que la información que llega hasta nuestras manos tenga forzosamente una
calidad superior a aquella otra información que no pasa por dicho filtro.
La sucesión de noticias falsas ha llegado a
sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un
auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del
beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los
tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a
escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la
opinión pública a su favor.
Las víctimas personales de las difamaciones y
de las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener
que salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas
noticias cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha
sobre cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda
pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien
que quiera obtener un rédito.
Bueno sería que hubiera un adecuado cribado
desde los medios de comunicación
porque éstos supieran acometer la tarea de entregar a la ciudadanía unos
contenidos informativos verdaderos, objetivos, contrastados y de interés
general. Pero ése no está siendo el caso. El periodismo ha llegado a alcanzar
un nivel asombroso de depravación e irresponsabilidad. Los medios de comunicación están interesados en producir
plebe y no en formar ciudadanía. De modo que, hoy más que nunca, debemos
preocuparnos de ser nosotros mismos quienes sepamos filtrar con nuestros
propios recursos la información que recibimos. Pero, ¿estamos haciéndolo bien?
No parece que así sea. Constantemente se
comprueba lo sumamente manipulable que es, en general, la masa humana. En la
“diafonia ton doxon” del espacio cibernético que conforman las llamadas redes
sociales, parece que todo vale. A menudo resulta descorazonador comprobar cuál
es el nivel de análisis y de capacidad argumentativa de muchas de las personas
que “opinan” a través de sus muy variados perfiles públicos, en los que a
menudo exhiben su estulticia sin asomo de rubor alguno.
En facebook, en twitter, en instagram, etc. se
ha instalado el reino de la “opinología”. El tiempo actual que nos toca vivir
es un tiempo en el que los acontecimientos “noticiables” se suceden a una
velocidad vertiginosa y en el que todo individuo se siente legitimado para
sentar cátedra sobre cualquier cosa, aunque no tenga el más mínimo conocimiento
sobre el particular. El narcisismo de la opinión se impone como un fenómeno
incontestable: toda opinión es sagrada (“igualmente respetable”, se dice),
aunque esa opinión carezca por completo de justificación. No es que la opinión
sea tomada como un instrumento de aproximación a la comprensión de la realidad
-por tanto, algo discutible- sino que es vista sin más como un atributo
inherente de la
personalidad. Se trata de la opinión como carta de
presentación del individuo en el mercado de la “comunicación virtual”.
En otras ocasiones, la impunidad con la que
las opiniones son emitidas (utilizando el insulto de forma profusa y, en
ocasiones, haciendo discursos del odio) viene amparada por el anonimato, que
permite a los sujetos que las profieren no asumir en absoluto ninguna
responsabilidad personal sobre las consecuencias de las mismas.
La falta de contacto físico real entre los
interlocutores implica la ausencia de percepción sobre las respuestas no
verbales de los otros ni sobre los estímulos que éstos potencialmente podrían
enviar en un proceso de interacción constante, lo cual dificulta en buena
medida que la comunicación pueda tener lugar de forma fluida, sin
malinterpretaciones y sin desajustes.
Las interacciones en las redes sociales están
mediatizadas por la importancia de acumular “me gusta” o de ser “retwitteado”.
Esta búsqueda de la notoriedad presiona para que las personas se pronuncien en
un sentido u otro u omitan hacerlo, por miedo al aislamiento o a la crítica,
dando al traste de esa manera con lo que pudiera ser una opinión pública real
formada sobre la base de un diálogo racional celebrado en condiciones de
simetría.
En el mundo de las redes sociales las
anécdotas se convierten en noticias de primer orden; las informaciones son
sacadas de contexto; se difunden mentiras masivamente; los datos no son contrastados.
Las gentes se movilizan en cuestión de minutos
u horas para organizar “campañas” de apoyo o derribo según sus filias o sus
fobias. Miles de personas acaban cayendo en la trampa de esta nueva “tiranía
del emotivismo gregario”, basada en el impacto emocional causado por las frases
cortas y los “trending topic”. La inmediatez y la simplicidad de los mensajes
que se transmiten contribuye a la construcción de un “efecto rebaño” en la
formación de las opiniones.
Es patente la falta de rigor y la ligereza con
que las personas se posicionan sobre algunos asuntos sin apenas poseer
información objetiva y verificada, solamente tomando como guía la corriente de
opinión mayoritaria que establece lo que es verdad y lo que no. Esta carencia
de sentido crítico provoca que los bulos en las redes sociales se expandan como
la peste. Las
famosas “cadenas de mensajes” que de cuando en cuando denuncian sucesos
supuestamente ocurridos o que critican algunas medidas políticas, las más de
las veces contienen informaciones inciertas o están basadas en datos erróneos.
Este fenómeno de masiva infiltración y
difusión de mentiras en las redes sociales tiene el efecto perverso de minar la
confianza de la gente, por un lado, y dificultar la identificación de lo que es
verídico, por otro. La ceremonia de la confusión en que se ha convertido el
mundo de Internet y las redes sociales, ha ocasionado que ya sea prácticamente
indistinguible lo verdadero de lo falso, o más bien, que los criterios para
distinguir ambas cosas sean extremadamente complicados de aplicar, dada la
sofisticación de las técnicas de manipulación (por ejemplo, los montajes
fotográficos), la dispersión de la información y la rapidez con que la gente
replica cualquier noticia sin comprobar antes su veracidad.
Opinión pública, verdad y democracia
Conviene dejar sentado que no hay una mejor
democracia porque la gente opine más, sino, en todo caso, porque la gente opine
mejor. No es peligroso para ninguna democracia que la gente participe -todo lo
contrario: es un requisito imprescindible para su funcionamiento- pero sí lo es
que el nivel medio de la conciencia ciudadana sea tan bajo que de lugar más
bien a una masa amorfa de gente adocenada, en lugar de estimular la formación
de una ciudadanía cultivada, informada y crítica.
En realidad, no creo que hoy estemos peor
informados o más manipulados que hace, por ejemplo, treinta años, cuando ni
siquiera existía Internet. Lo que sucede, más bien, es que el incesante flujo
de mensajes que circulan por la Red de un lado a otro todos los días, y el
acceso cada vez mayor de una gran parte de la población a las posibilidades que
las tecnologías informáticas ofrecen, provocan que la capacidad de propagación
de la falsedad y el desconocimiento sea mucho mayor y, sobre todo, mucho más
visible.
Los problemas se dejan pensar si nos tomamos
el tiempo debido para darles vueltas y abordarlos. La reflexión seria y
sistemática es enemiga de las prisas. Exige contemplar todas las aristas de las
cosas, lo cual requiere la virtud de la paciencia. La
perentoriedad con que las redes sociales demandan “respuestas” y “reacciones”
impide el trabajo cauteloso del pensamiento. En ellas se vive a golpe de
impacto mediático. Y eso no es compatible con la reflexión serena ni con el
conocimiento exhaustivo.
Según Habermas, la opinión pública, formada en
un proceso racional de consenso al interior de la sociedad civil, otorga
legitimidad al régimen democrático. Dicho en otras palabras, la opinión pública
se erige como garante de la democracia: “los discursos no gobiernan; generan un
poder comunicativo, que no puede tomar el lugar de la administración pero puede
influir en ella. Esta influencia se limita a dar o quitar legitimidad”. [2]
Ahora bien, la opinión pública puede jugar un
papel muy diferente en una democracia según como ésta sea concebida. El
sociólogo francés Pierre Bourdieu criticó en una célebre conferencia en enero
de 1973 los presupuestos y los efectos de los sondeos y encuestas como motor de
lo que se considera la “opinión pública”. A juicio de Bourdieu, entre las
funciones de las encuestas, la más importante “consiste, quizá, en imponer la
ilusión de que existe una opinión pública como sumatoria puramente aditiva de
opiniones individuales [...] un simple y puro artefacto” . [3]
Haciéndonos eco de las críticas de Bourdieu,
podemos distinguir dos tipos de opinión pública: la opinión pública agregada y la opinión
pública discursiva. La primera hace referencia al tipo impugnado por
Bourdieu, que consiste en el resultado de una mera suma de opiniones
individuales generadas separadamente. La segunda, más que un resultado, sería
el proceso por el cual las opiniones individuales se van formando en constante
interacción mutua a través de procedimientos comunicativos de deliberación
conjunta.
Ambos tipos de opinión pública se pueden poner
en correspondencia, en realidad, con dos modelos básicos de democracia: el
liberal y el republicano. El modelo liberal es representativo, negociador y agregativo.
Esto es, este modelo se caracteriza porque en él: 1) quienes toman las
decisiones públicas son representantes elegidos por los ciudadanos y no los
propios ciudadanos sobre los que recaen las consecuencias de dichas decisiones;
2) las propuestas se sopesan según el poder que las respalda; 3) lo justo es el
resultado de una suma de preferencias individuales.
Para la democracia de tipo liberal, la opinión
pública tiene simplemente un valor instrumental: no es otra cosa que el
conjunto de las preferencias individuales que se forman privadamente y se expresan posteriormente a través de diversos canales (formales
o informales). Los partidos políticos, auténticos protagonistas de la escena
política, compiten en el mercado de las elecciones periódicas por la captación
del apoyo de la mayor parte posible de la opinión pública. Como dicha opinión
pública, en sí misma, no es más que una mera suma de votos, y los votantes se
comportan como meros consumidores que compran un producto de entre la panoplia
de ofertas que los partidos políticos les presentan, importa sobremanera atraer
su atención a través de las más variadas técnicas de marketing y propaganda con
el fin de transformar las preferencias, no en el sentido de orientarlas hacia
lo que es más justo, sino manipulándolas para que se avengan a lo que los
dirigentes de los partidos políticos consideran más deseable, aunque esto no
sea, ni mucho menos, lo mejor para todos los ciudadanos.
El modelo republicano, por su parte, puede ser representativo o participativo,
pero en todo caso es deliberativo y está basado en la preocupación por la virtud cívica.
Según este modelo, la entraña misma de una democracia se sitúa en la
posibilidad de transformar las preferencias por medio del ejercicio del
diálogo. Si ha de ser el demos,
el pueblo, quien gobierne, ha de ser a través del intercambio de razones, no a
través de la mera agregación de intereses y menos todavía a través de la
imposición de la fuerza. En
una democracia el poder político debe ser, más que el poder del hombre sobre el
hombre (de unos hombres sobre otros), la formación de una voluntad común -al
menos en torno a algunos asuntos importantes-, lo cual solamente es posible a
través de la práctica social de la argumentación.
La democracia no es, como quieren quienes la
reducen a un método para la toma de decisiones, la simple agregación de
preferencias individuales expresada a través de la “regla de mayorías”. La
democracia es una determinada cultura moral que tiene por finalidad la
protección de la dignidad y la vida de todos los ciudadanos por igual,
por lo que es imposible desligarla del concepto de bien común.
La cultura moral, en la que se instala la
civilización, exige que las personas se distancien tentativamente respecto a
sus propios intereses a fin de pasarlos por el tamiz de la crítica racional. Lo
justo no es sin más “lo que la mayoría quiere” (la mayoría puede querer cosas
espeluznantes), sino aquello que entre todos, participando y deliberando con
arreglo a principios de autonomía, respeto, reciprocidad, imparcialidad y
simetría, razonablemente consideramos que contribuye a realizar los derechos y
los deberes de todos. Para decidir lo que es justo se precisa, por tanto,
deliberar y argumentar, no sólo sumar votos (que es una parte mínima de la
expresión democrática). Con el diálogo se traducen los intereses privados en
colectivos y se niega el monopolio de juzgar, obligando al reconocimiento de
los otros. La deliberación es tan importante o más que el propio acto de votar,
aun cuando no sea necesariamente una garantía de que el resultado del
procedimiento vaya a ser el mejor de los posibles. Quienes valoran la
deliberación, valoran sobre todo el momento de las propuestas, las
argumentaciones y las justificaciones, y no tanto el de los resultados. En
definitiva, “reivindicar la democracia deliberativa implica reclamar para el
ciudadano la posibilidad (nunca imperativa) de ir más allá del rol de votante,
espectador y encuestado”. [4]
Una democracia de calidad requiere, por tanto,
una opinión pública capaz de gestionar de forma responsable la información
sobre los hechos que acontecen, argumentar sus convicciones, sopesar los pros y
los contras a propósito de cada asunto, escuchar y considerar atentamente los
argumentos de las posiciones contrarias, no prejuzgar ni descalificar de
antemano a quienes piensan de forma diferente, tomarse el tiempo necesario para
dejar que las ideas toquen suelo. Pero, ¿estamos en condiciones de afirmar que
el volumen de opiniones generadas a través de las redes sociales (twitter y
facebook, fundamentalmente) adopta en general esta serie de características? Es
evidente que no.
Ni los medios
de comunicación están contribuyendo a ello, ni el sistema educativo formal está
cumpliendo su cometido principal de ser decisivo en la forja de un espíritu
crítico de ciudadanía a la altura de lo que una democracia madura exige.
¿Qué efectos tiene esta situación, desde un
punto de vista normativo, sobre la esfera pública? ¿La supuesta democratización
de las opiniones ha eliminado el filtro para poder discernir entre aquellas que
pueden tener relevancia en términos de razonabilidad? ¿Nos encaminamos hacia un
escenario en el que las opiniones simplemente entran en competición entre sí y
se imponen aquellas más emocionales o aquellas cuya formulación estratégica
resulta más persuasiva? ¿Qué papel juega en todo este proceso el diálogo
racional y la búsqueda de la verdad? ¿O es que la verdad directamente ya ha
dejado de importar, tal como preconizan los valedores de la posverdad?
Reflexión final
Volvamos de nuevo a la Grecia del siglo V a.
C. Sócrates frente a los sofistas. La búsqueda de la verdad frente a la
desvalorización de la misma.
Los sofistas hicieron hincapié en la
importancia de la retórica y el manejo de los afectos en la configuración de la
opinión pública. La retórica es necesaria para enseñar a la gente el arte de
argumentar, que en una sociedad democrática es una habilidad indispensable,
pues es el instrumento principal por el cual se otorga legitimidad al poder.
Sin embargo, el peligro que entraña la retórica es que, si es mal empleada,
puede servir, no para convencer al pueblo de lo que es bueno para todos, sino
más bien al contrario, para que algunos individuos no especialmente virtuosos
convenzan a los demás ciudadanos para hacerse con el poder y aprovecharlo
exclusivamente en pos de sus propios intereses. De ahí que sea tan importante
educar también a la ciudadanía en los entresijos de la participación política,
y no sólo a quienes desean dedicarse profesionalmente a la actividad política,
pues un pueblo sin formación política adecuada no puede ejercer correctamente
las funciones que le son propias, es decir, la participación activa en la
definición común de lo que es socialmente justo.
Por otra parte, no es posible ni deseable
entronizar la retórica al precio de desterrar a la verdad del discurso público,
pues al hacer tal cosa se pone en riesgo, no sólo a la racionalidad científica,
sino a la justicia y a la democracia misma. En efecto, si decaen tanto el
control objetivo como la crítica intersubjetiva, las propuestas que a partir de
ese momento aspiren a convertirse en hegemónicas en el foro de las opiniones,
sólo podrán obtener su validez del prestigio o carisma de quien las defiende, y
no de su contenido. Si lo que importa no es lo que se dice, sino quien lo dice,
abrimos la veda para que el espacio público se convierta en rehén de todo tipo
de maestros del embuste especializados en pastorear rebaños de ciudadanos:
periodistas falsarios, políticos cínicos, empresarios sin escrúpulos... Y en
tal caso se puede certificar sin lugar a dudas la muerte de la democracia. O lo que
es lo mismo: su degeneración en demagogia, según la describió Aristóteles.
La verdad necesita de la pasión, ha de ser
transformada ella misma en afecto para generar convicción y surtir efecto sobre
nosotros. Pero, sea como sea, las emociones nunca podrán sustituir a las
razones, pues solamente a través de las razones podemos alcanzar conocimientos
ciertos que nos permitan entender adecuadamente la realidad y comunicarnos con
nuestros semejantes. Sin la apelación a estándares universales de racionalidad,
el demos queda a merced de
la pura arbitrariedad y sometido a fuerzas irracionales que pueden desembocar
en cualquier forma de tiranía.
¿Seremos capaces de salvar la razón? ¿O
seremos cómplices de nuevo de la muerte de Sócrates?
Está por ver qué nos depara este tiempo de
desconcierto que nos ha tocado vivir.
Notas
[2] J.
Habermas, Teoría de la acción
comunicativa, vol. 1, Madrid, Taurus, 1992.
[3] Conferencia
impartida en Noroit (Arras) en enero de 1972 y publicada en Les temps modernes,
no. 318, enero de 1973, pp. 1292-1309. Ver también: P. Bourdieu, Questions de
sociologie, París, Minuit, 1984, pp. 222-250. Hay versión en castellano de
Enrique Martín Criado en: Cuestiones de Sociología, Istmo, España, 2000, pp.
220-232, Col. Fundamentos, no. 166.
[4] Víctor
Sampedro (ed.), Medios y
elecciones 2004. La campaña electoral y “las otras campañas”, Madrid, Ramón
Areces, 2008, p. 28.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=236091
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