La calle plebeya
Fuente: EL COHETE A LA
LUNA
Diego
Sztulwark
El
protagonismo popular limita el triunfalismo de las elites
Diciembre de
2001 inauguraba las paritarias callejeras para esa porción creciente de los
trabajadores que crean valor sin estar encuadrados en convenios colectivos. No
fue espontaneísmo sino sedimentación de una nueva estrategia, un tipo de
cuestionamiento social con eje en los espacios públicos, como lo fueron por
entonces el piquete y la asamblea o el escrache, y un modo de unir la
reivindicación de aquellos bienes materiales que aseguran la existencia con una
dinámica destituyente de la legitimidad de las instituciones neoliberales. 2001
fue la ocupación del espacio público en medio de la crisis para crear
democracia desde abajo, más allá del Estado.
Diciembre de
2017 es otra cosa, es más la fisura que el corte. Menos el estallido y más la
decisión de incidencia de la calle.
Se trata de
una calle plebeya que aun cuando no es capaz de desestabilizar los tiempos de
la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión
que amenaza limitar el triunfalismo de las elites, cada vez que lo plebeyo
lleva consigo la vocación revocatoria de toda autoridad fundada en títulos de
propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque sólo fuera por esto, el
movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social; hace
fracasar la reducción de la vida política a los tres poderes del Estado e
introduce una variable que no ha dejado de insistir a lo largo de nuestra
historia moderna: el protagonismo popular.
La reacción
inmediata del gobierno y del sistema de medios
que regulan la llamada opinión pública consistió en agitar el miedo a la
violencia, a inverosímiles grupos terroristas y a golpes de Estado. Las elites
en el poder carecen de otro lenguaje capaz de expresar su temor a la calle. La calle plebeya tiene su propia teoría política, diferente de
las retóricas del contrato social y de los dispositivos de control urbano. La
irrupción de la calle dinamiza el paisaje social y desdibuja la cartografía
congelada (macrismo contra kirchnerismo) de la que el gobierno pretende extraer
legitimidad para cualquier cosa.
¿Maquiavelo
contra Hobbes? En cierto modo sí: mientras la calle plebeya ejerce una potencia
cognitiva, redescubriendo en las multitudes una premisa diferente y más
adecuada para la profundización de la democracia, el Estado
funda sus razones en el principio de la propiedad privada concentrada y en la
creación de una atmósfera ficticia de terror que legitima el uso creciente de
la violencia represiva aplicada a la protesta social. Más allá de
las variantes del dispositivo represivo, lo que inquieta al gobierno no es la
existencia de grupos que tiran piedras en las marchas sino el sentimiento de
desobediencia de quienes van a las marchas y no se dispersan frente a la acción
policial, como así también de los caceroleros que ocupan avenidas y plazas de
barrios en los que las urnas habían favorecido al gobierno con amplitud en
tiempo electorales.
Este
incipiente despertar de la calle es quizás, y en perspectiva, el principal dato
de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto
contra el desmoronamiento intelectual y anímico. Con otras palabras, habilita
el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Fue así
cuando se intentó aplicar el 2 x 1 para dar impunidad a represores del
terrorismo de Estado y en las masivas manifestaciones reclamando la aparición
con vida de Santiago Maldonado, muerte que el gobierno pretende hacer pasar
—increíblemente— como un accidente y que encuentra explicación en los disparos
por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago
Mascardi. La reacción de la conducción política de las fuerzas de seguridad y
del aparato de comunicación que las acompaña justificó el asesinato, haciendo
referencia a un enfrentamiento imposible de probar que constituyó un antecedente
directo sobre el modo de responder a la calle: se trata de codificar toda lucha
popular —en este caso la de jóvenes que apoyan el reclamo de las tierras y de
la autonomía mapuche— como delito mayor contra la propiedad en la que se
fundamenta la legitimidad del Estado de derecho.
Además de
señalar el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho
de facto del Estado a matar a quien lo desobedece), la invocación que se hace
de la calle como violencia plantea otro problema: el del uso masivo de discursos
substraídos a todo criterio de rigurosidad y corroboración. La llamada
“posverdad”, régimen comunicacional en el que cada quien consume la realidad
que le conviene según sus convicciones, es una práctica de despotenciación
política puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de
gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de
vida). La irrupción de la calle plebeya —tal vez sea efímera, ya veremos— actúa
también en este nivel de reivindicación de la política, al menos en potencia.
Lo hace, sobre todo, disputando al Estado su capacidad de nominar la realidad: violencia es
matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde
siempre en la Argentina.
Fuente: http://lobosuelto.com/?p=18478
y:V
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