Argentina: “El agronegocio no contempla ningún derecho social ni
bienestar ambiental y aun así es una actividad lícita”
20 de febrero de 2018
Así lo manifestó Damián Marino, investigador
del Conicet y la UNLP y uno de los autores del estudio que reveló que Urdinarrain
es la localidad con mayor concentración de glifosato en el mundo.
En cada inicio de
clases, mientras enseña las materias Química Ambiental e Introducción a las
Ciencias Ambientales en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Damián
Marino suele hacerles la misma pregunta a sus alumnos: “¿Qué es calidad de vida
para ustedes?”
Nos han impuesto que
un determinado auto, casa, televisor es lo que determina una buena la calidad
de vida. Por eso en este mundo todo es ya, todo es ahora, todo es rápido.
“Ese es el tema. Desde
hace mucho tiempo nos han impuesto a la fuerza que un determinado auto, casa,
televisor o demás cuestiones materiales es lo que determina una buena la
calidad de vida. Por eso en este mundo todo es ya, todo es ahora, todo es
rápido”, responde desde una de las oficinas del Centro de Investigaciones del
Medio Ambiente (CIMA), espacio al que representan en la universidad platense.
A Damián, que lleva más de 10 años realizando
y exponiendo estudios sobre los males del glifosato y los transgénicos, no le
gusta la palabra “progreso” cuando significa el ascenso de las personas a costa
de la salud y la
naturaleza. Es en esa lógica donde cree que se sostiene el
llamado agronegocio, al que define como “una estructura comercial que no
contempla ningún derecho social ni bienestar del medio ambiente y aún así es
una actividad lícita”.
“Se trata de un negocio de la más baja calaña
que sólo prepondera avaricia y brutalidad e incluye a las más grandes compañías
internacionales, las cuales recaudan millones y millones de dólares y son
capaces de presionar al gobierno de cualquier país, de poner y sacar
funcionarios”, remarca. “Es la puerta de entrada, y una vez que la abriste
luego es muy difícil cerrarla”, advierte.
Además de la docencia, Damián también trabaja
en el CONICET y es referente del Espacio Multidisciplinario de Interacción
Socioambiental (EMISA). Es por este motivo que en su agenda cuenta con viajes a
distintas ciudades y pueblos del interior, donde impulsa estudios ambientales y
da conferencias comprometidas y esclarecedoras en las que el tema, podría ser
siempre el mismo; “abrir los ojos”.
Producto de una de
esas “excursiones”, junto a su equipo recientemente logró poner en evidencia el
monstruoso impacto que el negocio agrícola dominante tiene en el país. A través
de un monitoreo llevado a cabo en Entre Ríos, en agosto pasado revelaron que
Urdinarrain era la localidad del mundo con mayor acumulación de glifosato,
herbicida que en 2015 fue declarado “cancerígeno” por la Organización Mundial
de la Salud (OMS).
“Sabiendo que era un
punto estratégico del modelo agricultor, comparamos los resultados de las
muestras y, luego de compararlas con informes internacionales, detectamos que
los niveles de herbicida de Urdinarrain eran los más altos de todos”, cuenta el
químico- biólogo, que supo compartir investigaciones con Andrés Carrasco
(1946-2014), el célebre médico argentino que desafió a la comunidad científica
y al establishment político-empresarial al denunciar los efectos nocivos del
uso de glifosato en cultivos transgénicos cuando nadie lo hacía.
Aun así, insiste con que la
gravedad del hallazgo incluso es mucho más compleja de lo que parece. “Lo que
ocurre con Urdinarrain es que no se trata de un caso aislado, sino un ejemplo
de lo que pasa en muchas partes del país. Si el trabajo se hacía en cualquier
otro pueblo fumigado, el resultado hubiera sido muy parecido, porque no se
trata del lugar sino del modelo de producción”, explica.
En total, se constató
el estado de quince campos de la localidad para evaluar el nivel de impacto de
las fumigaciones. Fue así que, ni bien los resultados indicaron que había
restos químicos de hacía por lo menos seis años atrás, comprobaron lo que
sospechaban: las moléculas del herbicida no eran biodegradables como juraban
desde la industria química, sino pseudo-persistentes.
“Esto quiere decir que
las concentraciones en los suelos no son recientes sino históricas. No
provienen del último mes sino de los últimos años”, detalla, y añade: “Cada
cinco veces que pasa la máquina fumigadora, se acumula en ese suelo un
miligramo por kilo de glifosato, un porcentaje tan alto que es capaz de degradar
por completo a los microorganismos naturales que se encargan de limpiar los
suelos”.
En la actualidad, ocho de cada diez verduras y
frutas tienen agrotóxicos. Así lo afirmó una investigación realizada por la Universidad Nacional
de La Plata que también Marino encabezó. Se analizaron verduras de hoja verde,
cítricos y hortalizas. El 76,6 por ciento tenía al menos un químico y el 27,7
por ciento de las muestras tenía entre tres y cinco agroquímicos. “La variedad
de plaguicidas es muy grande. Y el cóctel de químicos es muy fuerte”.
Comprobado: las
moléculas del herbicida no eran biodegradables como juraban desde la industria
química, sino pseudo-persistentes
Retrospectiva personal
Oriundo de San
Nicolás, Damián Marino creció en una casa donde la política se respiraba de
manera intensa. Su padre era un referente gremial muy importante de la ciudad.
“Yo de chico jugaba en
la CGT, y acompañaba a mi papá a realizar pintadas por la calle. Él tuvo que
dejar el sindicalismo luego de que amenazaran de muerte a la familia”, recuerda
y valora: “Eso no era luchar contra los plaguicidas, pero me enseñó a vivir en
un contexto de lucha permanente”.
A nivel nacional la primera causa de muerte son los problemas
cardiovasculares. En los pueblos rurales en cambio, un tercio de las muertes
llega por alguna forma de cáncer, lo que representa un 50% más que en el resto
del país.
Esa crianza fue la
semilla, el primer paso que lo acercó a lo que hoy es y representa. El segundo,
y más trascendental, se produjo hace una década atrás en su querida Universidad
de la Plata, cuando una mujer de un barrio periférico de la ciudad le pidió que
la ayudara porque el terreno donde sus hijos jugaban al fútbol, de la noche a
la mañana, había sido fumigado para sembrar soja.
“En ese momento
–recuerda– mi respuesta fue la más estúpida. Es decir, la ortodoxa. Como la
mujer tenía una botella de agua con la que había logrado tomar una muestra de
la sustancia de la fumigación, le dije que necesitaba mandar un correo al
laboratorio y que de ahí le iban a dar un presupuesto para hacer los análisis”.
Entonces, mientras la
señora, que cargaba un bebé en sus manos, lo escuchaba perdida ante los pasos
burocráticos, llegó el clic en Damián: “Me dije internamente ‘soy un estúpido’.
Ahí fue que le pedí la botella e hice el análisis en el laboratorio. A los 10
minutos volví y le conté que era una mezcla de glifosato y clorimuron. Me lo voy
acordar por el resto de mi vida. Ahí entendí la importancia de la voluntad, la
decisión y el rol que uno tiene que cumplir en el marco de una universidad
pública”. Tiempo después, ese caso sería tomado para la conformación de una
ordenanza sobre la regulación de las fumigaciones en las afueras de La Plata.
Salir del pozo
“Vos hoy tenés tres grandes negocios
internacionales: agricultura, minería y farmacéuticas. Eso domina el mundo y
son las bases de los grandes volúmenes comerciales. Mantienen un discurso en el
que se venden como mejora necesaria para la calidad de vida de la población,
pero en realidad es para sostener guerras, economías subdesarrolladas y
mercados cautivos”, manifiesta Marino.
La fumigación de los pueblos agrícolas es una
modalidad que se fue insertando a gran escala en Argentina hace ya más de dos
décadas. Precisamente en 1996, año en el que Felipe Solá, como secretario de
Agricultura de Menem y Cavallo, firmó la autorización de la soja transgénica
resistente al glifosato, impulsada por la multinacional norteamericana
Monsanto, con la idea de “revolucionar el campo”. A partir de ese discurso,
comenta Marino, y de las promesas de mejorar las economías regionales fue que
los grandes terratenientes y las multinacionales encabezaron el salvajismo
ambiental que hoy vemos en todas las regiones rurales como Urdinarrain.
Mientras que a nivel
nacional la primera causa de muerte son los problemas cardiovasculares, en los
pueblos rurales un tercio de las muertes llega por alguna forma de cáncer, lo
que representa un 50% más que en el resto del país. Urdinarrain no es la excepción. De hecho,
a principios de año se constataron la presencia de unos 200 casos de tumores
diagnosticados. Sin embargo, ahora sus habitantes ya no parecen dispuestos a
callar.
De todas formas, ante
la gravedad del escenario, Damián no es pesimista. Afirma que, a diferencia de
los de su generación, los de hoy representan un motor más fuerte de cambios
sociales y tienen una libertad de expresión que antes no se contemplaba.
“Estamos un contexto
en donde la democracia es una firme realidad, y no algo por lo que hay que
pelear para tener como en el pasado. Donde las universidades ya no se ven como
solo como un lugar para ‘convertirte en alguien’, sino que son un espacio de
transformación. Y en donde hay causas muy presentes como la de los derechos
humanos o la feminista”, explica el biólogo.
En ese sentido, es por
donde la lucha por el medio ambiente también puede florecer y destaca el caso
de Urdinarrain, donde el estudio de glifosato logró que esta localidad
entrerriana ubicada entre los distritos San Antonio y Pehuajó Norte, rompa con
sus propias cadenas y despierte un mayor nivel de concientización ambiental en
una parte importante de sus 12 mil habitantes.
“Aunque enfrente hay todo un negocio fenomenal
que recaudan millones y millones de dólares por año, que es capaz de presionar
a cualquier gobierno y que acude al marketing para maquillar las salvajadas que
comete, en Urdinarrain hubo un antes y un después porque se destapó una olla a
presión. Se produjo un revuelo social altísimo que llevó a la gente a
organizarse y capacitarse, realizar charlas y exigirle mejoras al Municipio”.
Hoy, cada vez son más
las personas que por ejemplo, se interesan en la agroecología “una práctica
sustentable que genera ganancias respetando los ciclos de los bienes naturales,
asegura rotaciones de cultivos, sin usar plaguicidas y preservando la
competencia de los organismos vivos que intervienen en los ecosistemas”, afirma
Damián y concluye: “El cambio debe producirse de abajo hacia arriba. Caso
contrario, todo seguirá igual o peor”.
Foro Revista Nº 35
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