Devastaciones y cortos circuitos
20 de febrero de 2018
"Hoy es posible entender el panorama de
cómo opera el capitalismo, y cómo la gente abre muchos ámbitos donde se junta
(a todos los niveles), y comienza a hacer conciencia de la longevidad de la
memoria, que nos dice que los pueblos con sus modos y sus saberes han estado
ahí viendo pasar sistema tras sistema. Y siendo hoy más clara que nunca esa
conciencia, se siente muy fuerte la fractura entre los pueblos con sus
comunidades, y los sistemas que insisten en imponerse. Hace rato que los
pueblos saben que tienen la razón, sean pueblos rurales o pueblos urbanos,
porque son los mismos, en diferente momento y condición. Van entendiendo cómo
seguir levantando su visión en medio de los escombros de la modernidad."
Por Ramón Vera Herrera*
Qué momento: la amenaza de una crisis
climática que puede estallar en cataclismos de inundación, sequías, tormentas,
desaparición de poblaciones, desata en los poderosos la mezquindad de negociar
lo mínimo posible (que nada nos haga perder el equilibrio, parecen decir) y la
ambición de sacarle jugosas ganancias a la especulación financiera con el
volumen de aire que alguien dice cuidar en algún lado. Desata el empeño de
promover y subsidiar chifladuras seudocientíficas, meros remiendos de un
sistema tecnológico-industrial-económico que insiste en que su idea del
progreso funciona —cuando ya todos sabemos que el ángel del progreso va de
espaldas al futuro y barre y destroza toda la sabiduría del pasado como si no
tuviera ninguna importancia. Desata también la voracidad de subsumir el
complejo proceso de producción agrícola a unas cuantas manipulaciones de
laboratorio para producir con biología sintética lo que es labor milenaria de
los pueblos.
Las catástrofes naturales (terremotos,
huracanes, tsunamis, sequías, incendios) son magnificadas por la negligencia de
los gobiernos (tras de la cual se esconde un desprecio criminal) hacia la gente
común. Puro afán de hacer negocios.
Son tantos los desastres provocados por
mineras, petróleo, deforestación, monocultivo, basura, urbanización salvaje,
más la privatización, confinamiento o contaminación del agua, que la gente se
moviliza en todo el mundo por justicia social y justicia ambiental.
Los ejércitos salen y se mantienen en las calles,
asumen funciones policiacas, la vida cotidiana se va ahogando con más y más
controles sobre más ámbitos que antes eran libres, comunes y abiertos. La
paradoja es que los sistemas políticos e incluso los jurídicos se tornan más
delincuenciales mientras más leyes frenan las posibilidades de defensa de la
gente.
La devastación acumulada es hoy vertiginosa.
El proceso de destrucción, permanente. El modo industrial del capitalismo
altera con violencia los ritmos y escalas de los procesos de la vida. Ese modo
industrial de aventurar soluciones, una especie de monopolio del entendimiento,
impide que la gente imagine y entienda otras soluciones alternas, profundas,
vastas, viables y más afines a la creatividad social.
Capital y poder encarnan el mismo fenómeno: la
acumulación de procesos, conocimientos, know-how, dinero, relaciones, en provecho propio
y a costa de todos los demás, sin consideraciones y sin asumir
responsabilidades. Uno de sus controles inmediatos es la privatización ilimitada:
todo lo que antes era un bien o un ámbito común —de la tierra, el agua, el
bosque o las semillas a los servicios, la educación, la investigación
científica, los grandes conglomerados de producción alguna vez estatales, la
ayuda al desarrollo, los medios de
comunicación mundiales, los circuitos de informática que mueven dichas
comunicaciones. También se privatizan más y más funciones gubernamentales: sus
gestiones, su planeación, por no decir su evaluación, e incluso la policía, el
ejército, las cárceles. La vorágine de concentración es tan extrema que hoy son
un puñado las compañías (y sus cárteles delincuenciales) que lo controlan todo.
Eso es un decir: quieren controlarlo todo, pero como el control total es un
imposible, en realidad el control asume la forma de un caos inentendible y una
zozobra inaguantable.
Hay una nueva invasión de los territorios donde
desde tiempos inmemoriales se asientan los pueblos originarios y campesinos. Se
preda todos los recursos naturales y cultivados posibles; se barre con los
modos de vida que cuestionen, resistan y defiendan el mundo de la voracidad de
las empresas. La deshabilitación deja a la gente en calidad de ajena de sí
misma y su historia. Se expulsa a muchos millones de familias que terminan
viviendo en los cinturones de miseria de las ciudades para servir de mano de
obra frágil, desprotegida. Al arrancar a los humanos de los territorios con los
que se cuidaban mutuamente, se deshilan tejidos complejos de relaciones vivas y
se borran los saberes que los hacen posibles.
El crecimiento urbano y la fragmentación de
los espacios sociales que conlleva tal migración son un efecto concreto de la
devastación del campo, y la urbanización desmedida que le sigue está creando
problemas de sustentabilidad irremontables para la ciudad y por ende, de nuevo,
para el medio rural.
El espacio rural y urbano parece estar
fragmentado, que nada conecta, que nada fluye y todo es obstrucción, en un
mundo tan interconectado donde nada escapa de los controles de las
omnipresentes redes sociales y medios
electrónicos.
Se va imponiendo una imaginación consumista y
un pensamiento cosificado sin entendimiento pleno de los flujos, tejidos,
relaciones, procesos.
Todo se homogeniza, se estandariza, se
certifica, se sanciona.
Las decisiones las toman otros, en otro tiempo,
en otros espacios. Su impertinencia se impone por la fuerza y se criminaliza
que alguien la cuestione o la
resista. La gente queda fuera de las decisiones, o fuera de
los cuerpos sociales que las podrían hacer posibles y fructíferas. Entonces lo
sancionado, aunque sea inútil, se vuelve norma y se acumula como proceso
inútil, también impuesto.
Las empresas-gobierno-cárteles vaciaron el
lenguaje. Lo que dicen no corresponde para nada con lo que ocurre. Los términos
ya no son confiables. Proliferan los mecanismos complejos de coptación,
corrupción, y violencia de baja y gran intensidad. Los operadores de gobierno
en ese nivel local, que trabajan en favor de las empresas, se despliegan en el
abajo, en lo más cotidiano de las localidades, en un proceso de contrainsurgencia
que ejerce sobornos, condicionamientos, desinformación, divisionismo y
facilidades a los megaproyectos. Hay además una represión cotidiana que
asesina, desaparece, encarcela, margina, señala, excluye. La zozobra cotidiana
es la medicina más letal para jóvenes y diferentes. El ensañamiento contra las
mujeres es cada día más envilecido, brutal y descarado, como si hubiera el
propósito de provocar reacciones para después pretextar más agresiones.
Tanto desorden y tantos intereses expresan una
espesura legal muy compleja. Además de las crisis financiera, alimentaria,
energética y ambiental, sufrimos una crisis de la legalidad, de los
instrumentos para aligerar la convivencia. Es una crisis de lo que conocemos
como pacto social, de lo jurídico, de eso que se invoca como derecho. A nivel
mundial, nacional, local.
Para muchas personas la ley no tiene
credibilidad. Porque se viola a diario —y hay quien resiente la enorme
impunidad de actos directos odiosos (el inmenso daño, el despojo, la
devastación, la destrucción total, el envilecimiento y el asesinato) o de
irresponsabilidades y omisiones criminales. Otros muchos sienten que sus
exigencias y aspiraciones no son reconocidas como derecho o que la ley es
sesgada e insuficiente.
Los Estados desvían el poder que les confirió
su mandato de obedecer a la población y se encaminan a aprobar y a poner en
efecto leyes francamente nocivas, atentando contra muchas de las más vitales
estrategias de la
humanidad. Los tejidos legales urdidos se hacen más enredados
y se apalancan unos en otros, configurando un gran nudo legal que no deja
resquicios para que la gente se pueda defender, por los cauces institucionales,
de las disposiciones expresas de las Constituciones nacionales y de infinidad
de leyes, normas, regulaciones, reglamentos, registros, certificados,
“principios”, que le abren espacio a las corporaciones y a su concepción
industrial para seguir haciendo negocios de la manera y en la extensión que más
les convengan, sin que haya ninguna consecuencia que se contraponga a sus
intereses.
En todo el mundo, junto con las corporaciones,
los aparatos financieros y los organismos internacionales, los mismos Estados,
trabajan por desfondar sus aparatos jurídicos y sustituirlos por marcos que
invocan por encima o por los huecos de las institucionalidades propias de cada
nación.
El comercio, la cooperación técnica, la
comunicación, la educación, la salud e infinidad de aspectos de la vida se
llenan de tratados y acuerdos internacionales bilaterales o multilaterales que
están reinventando el universo de las normas y las tornan más al modo de los
negociadores y sus clientes y menos al modo de la población que busca
reconocerse en su marco legal. Tales acuerdos “comerciales” y de “cooperación”
van sustituyendo las normatividades nacionales y la legislación internacional,
y privilegian equis cláusulas comerciales por encima de la ética y el derecho.
La delincuencia organizada está imponiendo en
muchos países condiciones y disposiciones a su voluntad y arbitrio y comienza a
ser un sistema al que ya no puede llamársele paralelo.
Vuelve a ser visible el tráfico y el uso vil y
descarnado de seres humanos como esclavos. Proliferan campos de labor y
maquilas en condiciones aterradoras y cárceles privadas donde a los internos
(cuyo único delito fue migrar para poder trabajar en condiciones mejores que en
su país), se les somete a una esclavitud sin precedentes.
Se criminaliza también que pueblos y comunidades
exijan sus derechos, defiendan sus territorios y su vida íntegra, que protesten
contra despojos, devastaciones y daños en cualquier nivel, competencia o
asunto.
Un caso particularmente grave de leyes nocivas
son las leyes de semillas. Aunque parece extraído de una ciencia-ficción más
atroz que el mundo descrito en Farenheit
454 (donde se prohibían los
libros y la lectura) hay el intento de erradicar las semillas (y su cuerpo de
saberes agrícolas) que durante 10 mil años nos han dado de comer. Es un ataque
directo, total, por erradicar estos saberes, privatizarlos, y por sustituirlos
con pura agroindustria. Desde por lo menos los años cincuenta, también se busca
diluir el potencial de tales semillas (con híbridos y transgénicos) por haberle
permitido a los sembradores seguir libres.
Las grandes compañías en consorcio con
ciencia, finanzas, comercio, organismos reguladores internacionales y
legisladores pretenden ilegalizar la práctica milenaria de guardar e
intercambiar libremente las semillas de las comunidades, nativas, libres,
comunes, de confianza, que son la más antigua tradición humana viva —y la
esperanza más concreta de un posible futuro— y pretenden imponer semillas
homogéneas, certificadas, con diseño de laboratorio, pero sobre todo con
patente de propiedad intelectual. Las semillas ancestrales son ya calificadas
de “piratas”.
No obstante, millones de colectivos cifran su
vida en sembrar, limpiar, cultivar, cosechar y recoger los ejemplares más
especiales para guardarlos y cambiarlos con los parientes, los vecinos, los
amigos, la comunidad y otras comunidades.
Con su cuidado y selección continua a lo largo
de milenios, han logrado mantener una vida plena casi fuera del ramplón sistema
que se apodera del mundo, en los márgenes de los aparatos de control de
Estados, empresas y gobiernos. Todavía más de mil 800 millones de campesinos
producen su propia comida, alimentan al mundo y no dependen sino
tangencialmente del mercado. Eso les permite mantener una vida más o menos
autogobernada y cuidar de modo integral los territorios que habitan: el bosque,
los páramos, la lluvia, los manantiales, los ríos, las plantas, los animales,
seres y presencias, nuestros muertos.
Dejar fuera del mercado alimentario a todos
estos campesinos es un lujo. Incluirlos a fuerza reforzará el control
empresarial —de la producción al comercio minorista de los alimentos. No habrá
rienda suelta a sus ganancias sin prohibición tajante a todos esos campesinos y
comunidades insumisas que desde su vida de siembra entienden el mundo de otro
modo y saben que el capitalismo ambiciona sus territorios, sus recursos, sus saberes
ancestrales y su mano de obra precarizada en las ciudades. Dice Camila
Montecinos: “si la agricultura campesina fuera ineficaz, o marginal, no habría
tanto empeño en erradicarla”.
Qué condiciones imperan en el mundo para que
un puñado de corporaciones, gobiernos y cárteles, juntos, se hayan apoderado de
todo el sistema alimentario mundial; del agua, del petróleo, de la tierra, del
dinero, de la infraestructura material y técnica del planeta, de los acervos de
información, de los aparatos represivos para ejercer la violencia, y sin
embargo en su avidez de ganancia atropellen más y más ámbitos comunes, más
espacios de humanidad, y la más vasta riqueza del mundo que es la diversidad de
la vida y la visión de los pueblos. Cómo pueden fluir las comunidades y los
individuos con aspiraciones de justicia en esa espesura legal que les niega
existencia, importancia, incumbencia y posibilidad de recurrir a la legalidad
para hacerse escuchar.
Cortocircuitos
Por fortuna, hoy es posible entender el
panorama de cómo opera el capitalismo, y cómo la gente abre muchos ámbitos
donde se junta (a todos los niveles), y comienza a hacer conciencia de la
longevidad de la memoria, que nos dice que los pueblos con sus modos y sus
saberes han estado ahí viendo pasar sistema tras sistema. Y siendo hoy más
clara que nunca esa conciencia, se siente muy fuerte la fractura entre los
pueblos con sus comunidades, y los sistemas que insisten en imponerse.
Hace rato que los pueblos saben que tienen la
razón, sean pueblos rurales o pueblos urbanos, porque son los mismos, en
diferente momento y condición. Van entendiendo cómo seguir levantando su visión
en medio de los escombros de la modernidad.
Crece entonces una nueva conciencia: la visión
campesina, muchas veces indígena, que ejercen esos pueblos, está vigente. Y
pone en evidencia las contradicciones del impositivo sistema
corporativo-industrial-financiero y su impertinencia, es decir, su escasa
eficacia y su tremenda injusticia.
En las comunidades, en los pueblos, la gente
va entendiendo que sus principios sencillos de convivencia (tan menospreciados
por muchas personas en las grandes ciudades) siguen siendo vastos, pertinentes,
valiosos. Que no es una idealización su apuesta por valorar la socialidad con
otros, por devolverle valor a la palabra y a las acciones propias, por tender
un puente entre palabras, acciones y consecuencias en un pacto social cultivado
en común. Pese a la violencia y los desencuentros que pueda haber, esta apuesta
por la palabra volverá vez tras vez a darle peso a una sabiduría de antes,
actualizándola para entender y tomar en cuenta los horizontes del presente,
siempre que tenga el latido de la justicia en el corazón y la cabeza.
Cuanto más adquieren conciencia los pueblos de
ese horizonte completo, de la negación de derechos, de la nocividad de muchas
normas y de la impunidad que nulifica la posible acción de leyes potencialmente
buenas, los pueblos y comunidades levantan sus herramientas y su equipaje para
emprender su propio camino con una paradoja en la mano: saben que están solos
ante la ley, pero saben que están juntos, en la justicia, con muchos otros en
las mismas condiciones.
Puntualmente en América Latina crece la
resistencia, sobre todo indígena y campesina. Desde la milpa se ve el mundo
entero. Se recupera la visión de lo integral, de que todo está relacionado, de
que todas las historias y luchas están relacionadas. De que en la historia y
los saberes propios hay lecciones, propuestas, visiones que no pueden perderse,
y que hay que impulsar. Eso implica una nueva lectura, autogestionaria, de los
espacios y territorios propios y una reconstrucción de los tramados de
relaciones que hicieron posible que sobrevivieran como espacios activos, vivos,
sanos, durante milenios.
Hay la fuerza de reivindicar las asambleas,
los espacios de reflexión, deliberación y decisión colectiva, “el espacio
educativo más importante en la comunidad”, dirán desde tantos pueblos
indígenas. Hay la certeza de retejer lo social “cortocircuitando” las
mediaciones, brincándolas, para crear intercambios parejos, revivir o emprender
un control territorial (regional) sin el cual ninguna de las estrategias de
sobrevivencia funcionaría plenamente.
La agricultura campesina no es un mito ni una
joya exquisita de la antropología, sino urgente propuesta para enfriar la
tierra y producir los alimentos propios, algo que siempre traerá libertad.
A partir de producir y cultivar los propios
alimentos la gente no tiene que pedirle permiso a nadie para ser —es el breve
espacio desde donde podemos defender un proyecto de vida que no responda a
quienes nos sojuzgan sino a nuestra propia mirada y juicio. Es difícil tal vez
en muchas regiones que esto ocurra por la devastación descrita, pero el empeño
crece y la gente encontrará soluciones para que en el campo o en la ciudad se
asuma que la vida de los cultivadores es, pese a la violencia y el abandono,
una vida de dignidad y de cariño por el mundo y puede ser también una vida de
justicia plena para todos.
La principal enseñanza que nos lanzan al
rostro los campesinos indígenas con la delicadeza y la fuerza de la que son
capaces, es que convivir con respeto mutuo es posible, que la vida y la cultura
se refuerzan mutuamente, que la soberanía alimentaria, el autogobierno, la
convivialidad, la autogestión, son herramientas indispensables para inaugurar
un futuro viable ahora mismo, siempre que la justicia y el cuidado sean el
modo. Son tan impecables estos argumentos de pueblos y comunidades, (y de los
barrios urbanos herederos de sus tradiciones), que deberían bastar para decidir
el futuro de la
humanidad. Son argumentos que nos cuestionan desde las
acciones, los cuidados, las labores, los respetos, la atención a varios ciclos
y sutilezas, y por sí solos podrían bastar para hacernos entender hacia dónde
ir, digamos que con su ejemplo.
Mientras no reivindiquemos la urgencia del
presente en que vivimos, mientras no busquemos que las relaciones, aquí y
ahora, sean nuestra primordial enseñanza, mientras no busquemos en nuestra
propia condición los conocimientos y saberes que nos sirvan para ser libres, no
vamos a lograr nada. Hay que buscar modos nuevos de crear situaciones donde
todos aprendamos. Con talleres de intercambio de experiencias la gente se
empapa de los problemas y forma grupos de estudio y trabajo, combinando saberes
antiguos con tecnologías que partan de la idea de reconectarnos con la gente,
de devolvernos al cuerpo social donde actuamos y pensamos juntos.
Cualquier construcción conjunta de saber,
consciente, es un acto de resistencia. Trabajar en proyectos comunitarios
compartidos, insistir en los espacios de reflexión conjunta, recuperar la
historia, hacer diagnósticos y reforzar la creatividad social, todo eso junto
impulsa justamente modos de aprender pertinentes que no son la domesticación
que la escuela occidental impone.
Tendríamos que resaltar las relaciones que privan en nuestro propio territorio, en el espacio en
que nos movemos y actuamos. Ahora. No podemos esperar un momento futuro que no
podemos precisar. Debemos ejercer esas condiciones actuales, haciendo eco de
las historias individuales y colectivas de ese territorio. Debemos rearmar un
rompecabezas del que cada una de nuestras historias es parte. Reflexionando en
común, ponemos en común dichas historias, comenzamos a explicarnos lo que
ocurre en nuestro territorio-región y, eventualmente, las podemos cruzar con
las de otras regiones para acceder a un rompecabezas global.
Alguien definió la autogestión como un proceso
en donde un grupo de personas emprenden algo juntos y lo hacen, contradiciendo
los criterios exteriores que pretenden normarlo a la distancia. Es decir,
en vez de un esfuerzo centralizador, la autogestión es un intento por
relocalizar los esfuerzos, las decisiones, definiendo los fines entre todos los
afectados, y respetando los tiempos y situaciones de cada proceso. La
autogestión es creatividad social, es devolverle escala humana a la toma de
decisiones. No se trata de sumarle fuerza a un partido, secta o movimiento,
para que éste nos haga trascender, sino de impulsar respetuosamente la
creatividad social, en todos los ámbitos en que nos movemos.
La autonomía en los hechos, reivindicar
autogobierno o autogestión integral en cualquier espacio (entendido como un
tramado de encuentros y relaciones) es un proyecto viable que puede hacernos
pensar soluciones diferentes, respetuosas, justas y eficaces, para tejer un
futuro diferente.
* Editor,
investigador independiente y acompañante de comunidades para la defensa de sus
territorios, su soberanía alimentaria y autonomía. Forma parte de equipo
Ojarasca y Grain
19 de febrero, 2018
Fuente: http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Devastaciones_y_cortos_circuitos
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