Consulta popular
El fin de una
hegemonía
7 de febrero de 2018
Por Decio Machado
Brecha
Desde que asumió su nuevo presidente, Ecuador se ha convertido
en el campo de una batalla política e ideológica que supera sus fronteras. En
América Latina, y hasta en Europa, ha surgido un debate sobre la orientación
política y las intenciones del sucesor de Rafael Correa, Lenín Moreno. Para el
ex mandatario, su otrora correligionario no es otra cosa que un “traidor”, y la
consulta popular del próximo domingo, convocada por Moreno para que los
ecuatorianos decidan si aprueban o no la reelección presidencial indefinida
–con la que Correa
espera volver a la presidencia en 2021–, nada menos que un golpe de Estado. El
referéndum del 4 de febrero marcará el fin de un ciclo político en Ecuador.
(Desde Quito) - El correísmo fue la expresión política de la
transformación emprendida por el capitalismo ecuatoriano tras la crisis
financiera que vivió el país en los años 1999 y 2000. Tras el drama ocasionado
por el colapso bancario y el posterior “salvataje bancario” a costa de la
sociedad ecuatoriana, el modelo económico nacional ha ido pasando por un
momento de modernización que tuvo su cúspide con la llegada de Rafael Correa al
palacio presidencial de Carondelet. Así, un sector del capital nacional
–transversalizado por los capitales regionales– pasó a entender que sus
posibilidades de negocio serían propiciadas por un mayor nivel de consumo
interno a través de la incorporación de sectores populares al mercado mediante
procesos de endeudamiento familiar e integración al circuito financiero.
De este modo se produjo un nuevo modelo de
capital financiero, que integró entre sus clientes objetivos y potenciales a
los sectores populares, lo cual, sumado al efecto de las remesas y al excedente
petrolero, transformó las redes de comercialización de productos importados,
con el fin de atender la emergente demanda de estos sectores.
Superar la inestabilidad política que había caracterizado hasta
entonces la historia del país significó repartir más –mediante subsidios y
cierto incremento de la capacidad adquisitiva de los trabajadores– en momentos
de bonanza económica, buscando con ello garantizar las condiciones de
acumulación a largo plazo para los sectores del capital emergente. Sin embargo, lo anterior
no conllevó la más mínima transformación de carácter estructural, respetándose
el modelo de acumulación heredado del neoliberalismo, lo que permitió que los
grupos que históricamente siempre habían ganado nunca estuvieran mejor, pese a
determinadas mejoras coyunturales para los sectores olvidados (incremento del bono
a la pobreza para los más humildes, afiliación a la seguridad social para las
trabajadoras domésticas, políticas de incentivos para la incorporación de
sectores discapacitados al mercado laboral, o la eliminación de la
tercerización en determinados sectores laborales, entre otras). A esto el aparato de
propaganda estatal creado por el correísmo –desorbitante para el tamaño real
del país y reforzado por la incautación de algunos canales de televisión que
funcionaron estratégicamente alineados a la Secretaría de Comunicación de la
Presidencia de la República– llamó en el ámbito de lo económico “el milagro
ecuatoriano”, y en el plano de lo político “la revolución ciudadana”.
Tensar la cuerda
Pero mientras los sectores empresariales y el
sistema financiero privado ecuatoriano se vieron fuertemente beneficiados por
el nuevo dinamismo inyectado a la economía nacional mediante la acción del
Estado, el estilo de mando correísta generó altos niveles de confrontación con
todos aquellos que no estuvieran políticamente alineados. Tanto con los
sectores políticos más ideológicamente reaccionarios como con los movimientos
sociales y organizaciones populares no clientelares, el correísmo tensó los
niveles de conflicto hasta extremos de persecución política, procediendo a
criminalizar la protesta social y enjuiciar a múltiples líderes indígenas y
populares por sabotaje y terrorismo.
El dominio del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social
–conocido como el quinto poder establecido en la Constitución de 2008– que el
oficialismo consiguió mediante la mayoría absoluta que mantuvo por largo tiempo
en el Legislativo, le permitió al régimen ocupar con figuras afines los cargos
vinculados a la Defensoría del Pueblo, la Defensoría Pública ,
la Contraloría
General del Estado, la Fiscalía General
del Estado, el Consejo Nacional Electoral, el Tribunal Contencioso Electoral o
el Consejo de la Judicatura, entre otros órganos que teóricamente deberían
haber gozado de autonomía con respecto al Poder Ejecutivo.
El modelo político y económico funcionó y hasta
gozó de apoyo popular mientras duró la era de precios altos del petróleo en los
mercados globales, que permitieron generar notables excedentes provenientes de
la exportación del crudo nacional. En pocas palabras, la sociedad ecuatoriana
fue permisiva con el abuso de poder mientras la situación económica permitió el
acceso de los sectores históricamente marginados al sistema de consumo.
Punto de inflexión
Las elecciones seccionales de 2014, que
tuvieron lugar un año después de que Rafael Correa barriese a sus rivales en
las presidenciales, marcaron el comienzo del deterioro correísta. Aunque su
partido, Alianza Pais, se mantuvo como primera fuerza política nacional, fue
notoria la derrota correísta ante partidos de oposición en las alcaldías de las
principales ciudades del país.
Esta realidad se explicaba en parte por el
impacto que comenzó a sentirse en la economía nacional tras la caída de los
precios del crudo, y por la incapacidad del gobierno nacional para plantear
salidas soberanas a la cada vez mayor dependencia de los mercados de commodities
(materias primas). Al respecto, basta considerar que en 2006 las exportaciones
de bienes procesados no petroleros eran escasamente el 4,9 por ciento del Pbi
nacional, mientras que en 2014 –tras ocho años de gestión correísta– dicho
indicador había descendido al 3,9 por ciento. Es decir, el país se había
reprimarizado (el sector de productos primarios recuperó importancia) y los
intentos por cambiar la matriz productiva y diversificar las exportaciones
habían fracasado. A partir de entonces el régimen dejó de generar avances en
indicadores sociales que antes sí había logrado mejorar, tales como la
disminución de la pobreza o la generación de empleo digno (trabajadores que al
menos ganan el salario básico y/o disfrutan de una jornada laboral de ocho
horas).
El reflujo económico y el fin de la “economía
fácil” llevaron al incremento de movilizaciones populares cuestionadoras del
régimen. Su clímax fue el paro o movilización protagonizada principalmente por
el movimiento indígena en agosto de 2015. La respuesta gubernamental no pudo
ser más desafortunada; la represión alcanzó entonces su mayor nivel de toda la
década de mandato de Rafael Correa. Sin embargo, no amilanó la movilización. El
gobierno perdía legitimidad mientras aparecían conflictos y demandas por doquier.
El régimen midió muy mal la coyuntura
política, procediendo con una ofensiva política que implicó que la bancada
oficialista –entonces aún compacta y que como todo el resto del aparato del
Estado respondía sin chistar al presidente de la República– aprobara de forma
claramente inconstitucional una enmienda que permitía la reelección indefinida
del presidente a partir de 2021.
El objetivo era claro, con una economía ya
semiestancada en 2015 (con un crecimiento de apenas 0,3 por ciento del Pbi) y
un país en recesión en 2016 (con una contracción del Pbi de 1,5 por ciento), el
correísmo buscaba que la salida de la crisis o las medidas de ajuste necesarias
fueran protagonizadas por un sucesor, permitiendo así que Rafael Correa
volviese en 2021 ya con una imagen renovada y sin el coste político que
conllevan los recortes económicos.
Asegurar aquella transición pasaba por
posicionar a un hombre de absoluta confianza en el puente de mando de una nao
que parecía ir a la
deriva. Ese era Jorge Glas, el último vicepresidente del
régimen correísta y zar de los megaproyectos de infraestructura, pero carente
del más mínimo carisma como para ganar elección presidencial alguna. Fue así
como se conformó el binomio presidencial para 2017, mientras el gobierno se
veía obligado a entrar en una agresiva etapa de endeudamiento público que le
permitiera mantener las políticas de subsidio a la población más vulnerable,
dejándole al siguiente gobierno la patata caliente de tener que afrontar un
volumen de deuda porcentualmente muy superior al heredado por el gobierno
correísta del pasado neoliberal, un déficit fiscal insostenible y un volumen de
aparato del Estado inviable para la nueva situación económica del país.
Ocho meses de Moreno
Las elecciones presidenciales de 2017 mostraron
el nivel de agotamiento del que fuera el partido hegemónico durante la última
década.
Alianza País necesitó dos vueltas para ganar
las elecciones –algo que sólo había sucedido en las primeras presidenciales
disputadas por Rafael Correa, en 2006–, y perdió más de 1,2 millones de votos
respecto de los resultados obtenidos en 2013. La segunda vuelta, fruto de una
alianza entre los sectores conservadores y gran parte de una izquierda
opositora desubicada políticamente, daría una diferencia de tan sólo 228.629
votos a favor del candidato oficialista.
Que la victoria oficialista fuera calificada
como fraudulenta, basándose en una estrategia diseñada por asesores de campaña
del candidato conservador Guillermo Lasso vinculados al venezolano Leopoldo
López, implicó que Lenín Moreno arrancara su mandato sumamente debilitado.
Estas acusaciones nunca fueron demostradas documentalmente, y gran parte del
trabajo sucio le correspondió a algunos líderes y aparatos que dicen responder
a posiciones de izquierda.
En estas condiciones, y con la figura de
Rafael Correa cada vez más desgastada, la nueva administración procedió a
marcar diferencias en dos sentidos: rompió con las lógicas de polarización y
conflicto que estratégicamente había aplicado el correísmo contra sus opositores
políticos –algo con lo que la sociedad ecuatoriana se mostraba mayoritariamente
crítica– y cuestionó el estado en que el mandatario anterior había dejado las
finanzas públicas. Con el primer cambio el gobierno de Moreno buscaba articular
un nuevo discurso de reconciliación nacional que superara la campaña de
intoxicación vinculada al fraude electoral, mientras que la nueva orientación
en materia de política económica era fruto de la necesidad de afrontar cambios
drásticos en un modelo de gestión que había elevado el nivel de endeudamiento
real muy por encima del 40 por ciento del Pbi (tope máximo definido por la
Constitución de Ecuador), lo que llevó a recurrir a argucias contables para
maquillar el monto de la deuda.
En paralelo, y como consecuencia del cúmulo de
denuncias de corrupción que de forma cotidiana aparecían y siguen apareciendo
en los medios de comunicación
nacionales, el gobierno optó por permitir la actuación independiente de la
justicia ecuatoriana en ese ámbito. Esto significó un cambio radical respecto
de la situación vivida durante la era correísta, cuando el Poder Judicial
respondía directamente al secretario jurídico de la Presidencia y los
organismos de control estaban bajo el control de cuadros del partido de
gobierno, imposibilitando acciones fiscalizadoras sobre las actuaciones
gubernamentales. El nuevo funcionamiento independiente de la administración de
justicia implicó que en pocos meses el hombre duro de Rafael Correa en el
gobierno morenista, Jorge Glas, terminara con sus huesos en la Cárcel número 4
de Quito (véase “Corrupción por las nubes”, Brecha, 5-I-18) por su
participación en la rama ecuatoriana de la trama de corrupción continental que
involucra a la constructora brasileña Odebrecht. Glas fue destituido de sus
funciones como vicepresidente de la República, sin embargo no es el único
investigado: hay varios altos funcionarios vinculados al gobierno anterior que
hoy gozan de boleta de captura mientras se mantienen fugados.
La situación anterior conllevó una ruptura
interna en Alianza Pais. Rafael Correa, quien había dicho públicamente que
pasaría los próximos años residiendo en Bruselas, se vio obligado –ante el cada
vez mayor cerco político y jurídico– a volver a Ecuador para liderar la nueva
oposición al gobierno de Lenín Moreno, lo cual determinó la desafiliación de
sus seguidores de Alianza Pais, partido que Correa fundó en 2006 y que 11 años
después mayoritariamente dejó de responder a los intereses del ex mandatario.
Futura inestabilidad
El próximo domingo la sociedad ecuatoriana
determinará qué sucederá en el futuro con el liderazgo político de Rafael
Correa. Tres de un total de siete preguntas de una consulta popular afectarán
directamente al ex mandatario y su entorno. La pregunta 1 plantea suprimir
derechos políticos a culpables de corrupción, y afectaría a un cada vez mayor
número de altos funcionarios que formaron parte del núcleo de poder del antiguo
régimen; la pregunta 2 propone dejar sin efecto la enmienda que permite la
reelección indefinida, y podría dejar al ex mandatario sin posibilidades de
volver a postularse a unas presidenciales; y la pregunta 3 plantea elegir
nuevos miembros del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social,
evaluando a los jerarcas de las instituciones de control elegidos por este
organismo y destituyéndolos llegado el caso, lo cual llevaría al
desmantelamiento del aparato correísta aún existente en el Estado.
Más allá del resultado de esta consulta, es
evidente que asistimos al final de un ciclo político en la historia de Ecuador.
Rafael Correa está obligado a conformar una nueva organización política que
tendrá que afrontar los complejos trámites impuestos durante su administración
para obtener legalización jurídica y poder presentarse a futuros procesos
electorales. Pero además, en caso de ganar el Sí en la pregunta 2, es muy
posible que el ex mandatario quede inhabilitado para volver a candidatearse
como presidente de la República.
Sin embargo, también para el actual gobierno
nacional –que goza en estos momentos de una situación idílica respecto de sus
relaciones con el resto de la oposición política y los medios
de comunicación privados– cambiará la situación política. Las medidas de
subsidios y políticas de gasto fiscal articuladas durante la época de bonanza
económica dejaron de servirles a los sectores vinculados a las estructuras
históricas de poder en Ecuador, motivo por el cual se anuncian para los
próximos meses una serie de medidas de presión política sobre el gobierno de
Moreno, al que consideran débil, buscando imponer una nueva agenda política y
económica más conservadora.
Ecuador entrará a partir del próximo domingo en una nueva etapa en
que la inestabilidad política irá in crescendo. El año 2018 será difícil para
Lenín Moreno, quien, con un partido mermado por la salida de los correístas,
deberá demostrar hasta dónde es capaz de aguantar la presión política y
mediática que desde los sectores conservadores se articulará en su contra. Las
elecciones seccionales de febrero de 2019, cuando se elegirán prefectos y alcaldías,
será la vara para medir políticamente lo que sucederá en el transcurso del
presente año.
Por último, tanto los movimientos sociales como las organizaciones
populares –hoy sin voz ni protagonismo alguno en la política nacional– tienen
como reto rearticularse para defender las conquistas sociales logradas durante
los últimos años, las cuales están en peligro ante nuevas reformas
flexibilizadoras en el ámbito de la contratación laboral, nuevos tratados de
libre comercio que tendrán fuerte impacto en el área rural, y el desarrollo de
políticas económicas encaminadas a beneficiar al agronegocio y al sector
financiero privado.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=237581
No hay comentarios:
Publicar un comentario