Antropoceno,
capitaloceno, faloceno y más
2 de febrero de 2018
Por Alberto Acosta (Rebelión)
Sin duda el ser humano asoma como una plaga
que destruye el planeta. Más allá de las lecturas interesadas -e inverosímiles-
de negacionistas como el presidente norteamericano Donald Trump , la evidencia
es múltiple. Un ejemplo es la situación cada vez más compleja de la agricultura. Tan
es así que, comentando el inicio de una de las mayores ferias de alimentos,
agricultura y horticultura a nivel mundial: la “Semana Verde ”
(“Grüne Woche”) en Berlín, Markus Balser, en el Süddeutsche Zeitung –el diario
de mayor circulación en idioma alemán- del viernes 19 de enero, afirmó
categóricamente que “la agricultura no tiene más que ver con la tierra, pero sí
más con la economía”. Gran ejemplo de esta constatación es la producción
alimenticia, inspirada cada vez más en reflexiones económicas indiferentes a
las necesidades de subsistencia humana; casos puntuales son los biocombustibles
para los automóviles o la especulación con los alimentos en los llamados
mercados de futuro.
Esta realidad ha llevado a afirmar que vivimos
una nueva era, bautizada en 2002 como “antropoceno” por el Premio Nobel de
Química de 1995: Paul Crutzen. Esta afirmación, que sirve para describir un
cambio en la época geológica -donde los seres humanos empezamos a marcar
profundamente la historia de la Tierra superando la era del “oloceno”-, no
permite, sin embargo, llegar a conclusiones adecuadas de cómo enfrentar los
graves problemas que experimentamos y los que en forma cada vez más compleja se
nos vienen. El “antropoceno” deja flotando en el aire la idea de que todos los
seres humanos hemos provocado por igual las presentes tensiones y afectaciones
socio-ecológicas.
Para enfrentar los problemas que asfixian al
planeta, cabe conocer y cuestionar la complejidad del mundo en que vivimos,
particularmente la economía que lo sustenta. Una economía dispendiosa que
demanda ingentes recursos naturales, provocando graves desequilibrios
ecológicos y sociales. Una economía que gira cada vez más aceleradamente
alrededor de la incesante búsqueda de ganancias, alentada por el consumismo y
el productivismo. Una economía atrapada entre el fetichismo tecnocientífico y
la mercantilización veloz de todas las dimensiones de la vida, sea en el ámbito
humano o no humano. Una economía estructuralmente inequitativa en términos de
distribución de la riqueza [2] , del poder e incluso de los impactos
provocados por los desequilibrios ambientales (ocasionados también por la
imparable aceleración de dichas actividades económicas).
Los datos son contundentes. La revista
catalana Ecología Política número 53 nos brinda una síntesis:
- En 2015, la mitad de las emisiones totales
de CO2 fueron responsabilidad de un 10% de la población mundial; mientras que
la mitad de sus miembros apenas responde por un 10% de la contaminación. Las
emisiones del 1% más rico superan 175 veces a las del 10% más pobre.
- Los agentes más contaminantes son las
empresas petroleras y cementeras. Y la entidad que más petróleo quema es el
Departamento de Defensa de los EEUU; el consumo per cápita del personal militar
de dicho país fue en 2011 un 35% superior al promedio de un ciudadano
norteamericano (por cierto, propietario de la mayor huella ecológica en el
mundo).
El sistema económico de mercado -dominante en
Oriente y Occidente- alienta a todos a perseguir el crecimiento a corto plazo,
sin comprender las consecuencias a largo plazo de semejante locura colectiva.
Calificar esta época de “antropoceno” es, en
consecuencia, una verdad muy incompleta pues oculta el nombre de la raíz de
esta situación: el capitalismo, la civilización de la desigualdad, que se nutre
de sofocar la vida. Más
que “antropoceno”, vivimos en el “capitaloceno”, una civilización que debe
derrocarse para que el cambio climático -y demás desórdenes naturales- no
extingan a la
humanidad. Tal transformación exige cuestionar a fondo las
promocionadas alternativas tecno-científicas y mercantiles, que no solucionan
nada; un ejemplo es la “economía verde”, que mercantiliza inmisericordemente a
la Naturaleza, incluyendo al mismo clima o a los genes humanos, como lo analiza
Kathrin Hatmann con contundencia en su nuevo libro: “La mentira verde:
salvación del mundo como modelo de negocio rentable” (Die grüne Lüge:
Weltrettung als profitables Geschäftsmodell).
Pero las potentes críticas al “capitaloceno”
deben ampliarse, profundizarse y enriquecerse. Aquí compete pensar, por
ejemplo, en visiones ecofeministas como las que plantea el grupo venezolano
“La Danta LasCanta”, quienes visibilizan que “la dominación de la Naturaleza
y la dominación de las mujeres son dos caras de una misma moneda”, propia
de la civilización patriarcal-capitalista. Es decir propia del “faloceno”, como
lo califica este grupo de activistas.
Otro fundamento del “capitaloceno” es el
racismo , una de las mayores lacras de la colonialidad vigente hasta la
actualidad: “la más profunda y
perdurable expresión de la dominación colonial, impuesta sobre la población del
planeta en el curso de la expansión del colonialismo europeo”, como explica
el gran pensador peruano Aníbal Quijano.
Podríamos entonces también hablar del “racismoceno”, que
junto al “faloceno”, cimentan las bases del capitalismo: una civilización
antropocéntrica que se superará con una gran transformación social o de lo
contrario esta civilización terminará sumiendo a la humanidad en la barbarie.-
[1] Economista
ecuatoriano. Expresidente de la Asamblea
Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República
del Ecuador.
[2] El
reciente informe de OXFAM confirma la tendencia: en el año 2017, el 1% más rico
de la población mundial (33 millones de personas) acumuló el 82% del incremento
de la riqueza global. El 50% de la población mundial: 3.600 millones de personas,
los pobres, no recibieron nada de este aumento.
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