Las democracias
también
mueren democráticamente
29 de octubre de 2018
Por Boaventura de Sousa
Santos
Nos acostumbramos a pensar que los regímenes
políticos se dividen en dos grandes tipos: democracia y dictadura. Tras la
caída del Muro de Berlín en 1989, la democracia (liberal) pasó a ser casi
consensualmente considerada como el único régimen político legítimo. A pesar de
la diversidad interna de cada una, son dos tipos antagónicos, no pueden
coexistir en la misma sociedad y la opción por una u otra envuelve siempre
lucha política que implica la ruptura con la legalidad existente.
A lo largo del siglo pasado se fue consolidando la idea de que las
democracias sólo colapsaban por vía de la interrupción brusca y casi siempre
violenta de la legalidad constitucional, a través de golpes de Estado dirigidos
por militares o civiles con el objetivo de imponer la dictadura. Esta
narrativa era –en gran medida– verdadera. No lo es más. Siguen siendo posibles
rupturas violentas y golpes de Estado, pero es cada vez más evidente que los
peligros que la democracia corre hoy son otros y provienen, paradójicamente,
del normal funcionamiento de las instituciones democráticas.
Las fuerzas políticas antidemocráticas se van
infiltrando dentro del régimen democrático, lo van capturando, le van haciendo
perder su carácter de manera más o menos disfrazada y gradual dentro de la
legalidad y sin alteraciones constitucionales, hasta que en cierto momento el
régimen político vigente, sin haber dejado de ser formalmente una democracia,
surge como totalmente vaciado de contenido democrático, tanto en lo referido
a la vida de las personas como de las organizaciones políticas. Unas y otras
pasan a comportarse como si vivieran en dictadura.
Menciono a continuación los cuatro
principales componentes de este proceso.
La elección de
autócratas
De los EUA a Filipinas, de Turquía a Rusia, de
Hungría a Polonia, vienen siendo elegidos democráticamente políticos
autoritarios que, aunque sean producto del establisment político y económico,
se presentan como antisistema y antipolítica, insultan a los adversarios que
consideran corruptos y ven como enemigos a eliminar, rechazan las reglas de
juego democrático, hacen llamamientos intimidatorios a la resolución de los
problemas sociales por vía de la violencia, muestran desprecio por la libertad
de prensa, y se proponen revocar las leyes que garantizan los derechos sociales
de los trabajadores y las poblaciones discriminadas por vía etno-racial,
sexual, o religiosa. En suma, se presentan a la elecciones con una ideología
antidemocrática, y aún así consiguen obtener la mayoría de los votos. Políticos
autocráticos siempre existieron. Lo nuevo es la frecuencia con que están
llegando al poder.
El virus plutócrata
El modo en que el dinero ha venido a
desvirtuar los procesos electorales y las deliberaciones democráticas es
alarmante, al punto en que debe cuestionarse si, en muchas situaciones, las
elecciones son libres y limpias y si los decisores políticos son movidos por
convicciones o por el dinero que reciben. La democracia liberal se asienta en la idea
de que los ciudadanos tienen condiciones de acceder a una opinión pública
informada y, en base a ella, elegir libremente los gobernantes y evaluar su
desempeño. Para que eso sea mínimamente posible, es necesario que el mercado de
las ideas políticas (o sea de los valores que no tienen precio, porque son
convicciones) esté totalmente separado del mercado de los bienes económicos (o
sea, de los valores que tienen precio y por eso mismo se compran y venden).
En tiempos recientes estos dos mercados se
han venido fundiendo bajo protección del mercado económico hasta tal punto que
hoy, en política, todo se compra y todo se vende. La corrupción se hizo endémica. La
financiación de las campañas electorales de partidos o de candidatos, los
grupos de presión (o lobbies) ligados a parlamentos y gobiernos, tienen hoy en
muchos países un poder decisivo en la vida política. En 2010, la Corte Suprema de los
Estados Unidos, en el caso Citizens
United vs Federal Election Commission, infringió un golpe fatal a la
democracia norteamericana al permitir la financiación irrestricta y privada de
las elecciones y decisiones políticas, por parte de grandes empresas y
millonarios. Se desarrolló así el llamado “Dark Money”, que no otra cosa
que la corrupción legalizada. Es ese mismo “dark money” lo que explica
en Brasil una composición del Congreso dominada por las bancadas de la bala, la
bíblia y el buey, una caricatura cruel de la sociedad brasilera.
Las fake
news y los algoritmos
Internet y las redes sociales que Internet
hizo posible, fueron vistas durante algún tiempo como facilitadoras de una
expansión sin precedentes de la participación ciudadana en la democracia. Hoy , a
la luz de lo que pasa en los Estados Unidos y en Brasil, podemos decir que, de
no ser reguladas, serán las sepultureras de la democracia. Me
refiero en especial a dos instrumentos. Las noticias falsas siempre existieron
en sociedades atravesadas por fuertes fragmentaciones, sobre todo en períodos
de rivalidad política. Hoy, sin embargo, es alarmante su potencial destructivo
a través de la desinformación y la mentira que difunden. Esto es especialmente
grave en países como la India y Brasil en que las redes sociales, sobre todo
Whatsapp (el contenido menos controlable por ser encriptado), son ampliamente
usadas al punto de ser la mayor –o hasta la única–, fuente de información de
los ciudadanos (en Brasil, 120 millones usan Whatsapp). Grupos de investigación
brasileros denunciaron en el New York Times (17 de Octubre) que de las 50
imágenes más divulgadas (virales) de los 347 grupos públicos del Whatsapp de
apoyo a Bolsonaro, sólo 4 eran verdaderas. Una de ellas era una foto de Dilma
Rousseff –candidata al Senado– con Fidel Castro en la Revolución Cubana. Se
trataba, de hecho, de un montaje realizado a partir del registro de John Duprey
para el periódico NY Daily News en 1959. Ese año Dilma Rousseff era una niña de
11 años. Apoyado por grandes empresas internacionales y por servicios de
contrainteligencia militar nacionales y extranjeros, la campaña de Bolsonaro
constituye un monstruoso montaje de mentiras al que difícilmente sobrevivirá la
democracia brasilera.
Ese efecto destructivo es potenciado por otro instrumento: el
algoritmo. Este término de origen árabe designa el cálculo matemático que
permite definir prioridades y tomar decisiones rápidas, a partir de grandes
series de datos (big data) y de variables, con vista a ciertos
resultados (el éxito en una empresa o en una elección). A pesar de su
apariencia neutra y objetiva, el algoritmo contiene opiniones subjetivas (¿Qué
es tener éxito? ¿Cómo se define el mejor candidato?) que permanecen ocultas en
los cálculos. Cuando las empresas son intimadas a revelar los criterios, se
defienden con el secreto empresarial.
En el campo político, el
algoritmo permite retroalimentar y ampliar la divulgación de un tema que está
en alta en las redes y que, por eso mismo, el algoritmo considera relevante por
ser popular. Sucede que lo que está en alta puede ser producto de una
gigantesca manipulación informativa llevada a cabo por redes de robots y de
perfiles automatizados, que difunden a millones de personas noticias falsas y
comentarios a favor o contra un candidato, haciendo el tema artificialmente
popular y así ganar aún más notoriedad por vía del algoritmo.
Éste no tiene condiciones para distinguir lo verdadero de lo falso
y el efecto es tanto más destructivo cuando más vulnerable sea la población a
la mentira.
Fue así que en 17 países se manipularon
recientemente las preferencias electorales, entre ellos los Estados Unidos (a
favor de Trump) y ahora el Brasil (a favor de Bolsonaro) en una proporción que
puede ser fatal para la democracia. ¿Sobrevivirá la opinión pública a este
tóxico informativo? ¿Tendrá la información verdadera alguna oportunidad de
resistir a esa avalancha de falsedades?
He defendido que en situaciones de inundación,
lo que hace más falta es el agua potable. Con una preocupación paralela acerca
de la extensión de la manipulación informática de nuestras opiniones, gustos y
decisiones, la científica en computación Cathy O’Neil caracteriza los big data y los algoritmos como armas de destrucción
matemática (Weapons of Math Destruction, 2016).
La captura de las instituciones
El impacto de las prácticas autoritarias y
anti democráticas en las instituciones, se da paulatinamente. Presidentes y
parlamentos electos por los nuevos tipos de fraude (fraude 2.0) a los que acabo
de aludir, tienen el camino abierto para instrumentalizar las instituciones
democráticas, y pueden hacerlo supuestamente dentro de la legalidad, por más
evidentes que sean los atropellos e interpretaciones torcidas de la ley o la Constitución. En
tiempos recientes, Brasil se convirtió en un laboratorio inmenso de
manipulación autoritaria de la legalidad. Fue esta operación lo que hizo posible
la llegada al segundo turno del neo-fascista Bolsonaro y su eventual elección.
Tal como ha sucedido en otros países, la
primera institución a ser capturada es el sistema judicial. Por dos razones:
por ser la institución con poder político más distante de la política electoral
y por ser constitucionalmente el órgano soberano concebido como “árbitro
neutro”. En
otra ocasión analizaré este proceso de captura. ¿Que será la democracia
brasilera si esta captura se concreta, seguida de otras que ella hará posible?
¿Será todavía una democracia?
Boaventura de Sousa Santos, sociólogo, diretor
del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra.
Traducción de Pressenza
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=248364
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