Las palabras de la insurrección
8 de septiembre de 2018
Por Higinio Polo (Rebelión)
Una
exposición presentada en el MNAC barcelonés aborda las insurrecciones, los levantamientos.
Organizada por el Jeu de Paume en París, donde tuvo gran
repercusión (y antes de llegar, a lo largo de 2017, a Montreal, Ciudad de
México, Sao Paulo y Buenos Aires), fue diseñada por Georges Didi-Huberman como
comisario, aunque su título original Soulèvements (Alzamientos) se ha sustituido en
Barcelona por Insurrecciones,
debido a la perversión con que el golpe de Estado fascista de 1936 en España se
apoderó para siempre de la palabra “alzamiento”. La muestra cuenta con casi
trescientas obras de más de cien artistas, aunque los contenidos y las piezas
expuestas se adaptan a cada ciudad. Así, en Barcelona, aparecen imágenes
relacionadas con la huelga general de 1909 (llamada “semana trágica” en el
lenguaje conservador), con la guerra civil, la resistencia antifascista, con
referencias a Puig Antich y a las protestas callejeras de los últimos años de
la dictadura franquista.
Didi-Huberman
parte de una reflexión sobre la forma en que los artistas han abordado la
revuelta, y se interroga acerca de qué es lo que nos subleva, utilizando para
ello señales e imágenes que le permiten realizar un viaje indagatorio dividido
en cinco secciones: Elementos,
Gestos, Palabras, Conflictos y Deseos. Es una tentativa que no persigue
mostrar el valor histórico y la dignidad de la resistencia ante el poder, sino,
simplemente, enseñar la forma en que el arte ha recogido esas revueltas,
documentar cómo los artistas y fotógrafos han capturado la insurrección y la
protesta en los dos últimos siglos. Es una aproximación estética (y política:
no podía ser de otra forma), pero que huye del examen ético y de la tutela
militante, aunque recoge los sentimientos y emociones colectivas que articulan
las fuerzas que nos llevan a los seres humanos a la insurrección. Para
ese itinerario, Didi-Huberman toma los grabados de Goya y llega hasta
documentos y fotografías de nuestros días.
Insurrecciones,
revueltas, insumisión, revoluciones: ese es el lenguaje de los rebeldes, que,
en los siglos de apogeo del poder capitalista, codifican la acción y las
palabras de hombres y mujeres socialistas, comunistas, anarquistas que sueñan
con un mundo que termine con la codicia de déspotas, de negreros, esclavistas,
mercaderes y explotadores del trabajo ajeno. Gestos y palabras que acompañan,
que salen de las cunetas de la historia, de los rincones oscuros de la soledad
para la composición de un cuerpo social que protesta, inmerso en el conflicto,
en la lucha de clases, porque la revuelta surge de una voz, un pensamiento, y
cifra una emoción, libera el peso muerto de la historia, recopila esfuerzos y
derrotas para seguir avanzando: nada más emocionante que ver el esfuerzo
titánico de los seres humanos, a veces en condiciones terribles, para
conquistar la libertad, para imponer la justicia, entregando muchas veces la
propia vida, como hicieron los miembros de la resistencia contra el nazismo,
como los comunistas chinos o vietnamitas, como los militantes clandestinos bajo
Franco, Mussolini, Suharto, Pinochet, Videla, y muchos otros dictadores. Nada
más estremecedor que ver la determinación de tantos hombres y mujeres para
resistir, ante la tortura o las mazmorras, ante los pelotones de fusilamiento,
ante las horcas o los ganchos de carnicero donde colgaban a los comunistas los
esbirros de la Guardia de
Hierro fascista en la Rumania
del siniestro Antonescu.
La revuelta
surge, estalla, pero también se prepara. Siempre hay que estar organizando la rebelión. En 1868,
Louis Auguste Blanqui publica Instrucciones
para coger las armas. No es entonces un joven airado: tenía ya sesenta y
tres años, y sabía que su panfleto era un instrumento más en la guerra al
capital. Blanqui no tenía el rigor analítico de Marx para examinar el
capitalismo, pero conocía perfectamente la importancia de las huelgas y
movilizaciones obreras para acabar con el capitalismo, al tiempo que defendía
la acción armada y la toma del poder por los trabajadores. En ese folleto no
deja nada al azar, detalla incluso las calles parisinas donde deben levantarse
las barricadas, y da instrucciones para su construcción, facilita orientaciones
para los grupos de acción, imparte normas para los pelotones, para la defensa
de los parapetos callejeros, para la vigilancia de las alcantarillas, y
especifica la forma de actuar ante los incendios de los edificios que pueden
quemar las tropas de la represión para acabar con la revuelta (“Les troupes
ne joueraient pas longtemps ce jeu-là. On ne fera pas de Paris une seconde
Saragosse”). Blanqui (por quien Marx se mostró muy interesado, aunque era
consciente de la debilidad de los planteamientos del provenzal) fue un hombre
honesto, un revolucionario que pasó la mitad de su vida en la cárcel (¡llegó a
organizar un atentado contra Thiers!), un dirigente que trabajó durante toda su
vida para la insurrección, el levantamiento, la revuelta. La historia
traza a veces inquietantes simetrías: Blanqui, como Enrico Berlinguer muchos
años después, murió tras sufrir un derrame cerebral mientras hablaba de la
revolución en un mitin. Lasinstrucciones de Blanqui son la misma apelación del
poema de Erich Weinert al que puso música Hanns Eisler en 1929, cuando el
fascismo ya asomaba y se oían los preparativos de cañones contra la Unión Soviética:
“Ronda por el mundo un murmullo, ¿no lo escuchan, trabajadores? […] Obreros,
campesinos, tomen las armas!”
“¿Qué es un
hombre sublevado? Un hombre que dice no.” Las palabras de Albert Camus pueden
aplicarse a todas las revoluciones fracasadas y triunfantes, a todos los
esfuerzos para quebrar el silencio: a los bolcheviques de 1917, a los comunistas
chinos de la Larga Marcha,
a los barbudos de Sierra Maestra, a los guerrilleros de Indochina, a los
partisanos de los Balcanes, a los combatientes africanos contra el apartheid, a los anarquistas de
las barricadas obreras, a Buenaventura Durruti en el frente de Madrid y a
Francisco Ascaso en las Drassanesbarcelonesas;
a Ernst Thälmann mirando a los esbirros de las SS que iban a fusilarlo ante el
crematorio de Buchenwald ; a los prisioneros de los campos de exterminio nazis
ante las alambradas electrificadas y ante los hornos crematorios, que eran
capaces de resistir incluso en el infierno, en Dachau o en Mauthausen, en
Treblinka o en Auschwitz.
La revuelta, la rebelión. A veces
aplastan a un pueblo para muchas décadas: es el destino japonés tras el diluvio
apocalíptico de la
Segunda Guerra Mundial. Esas palabras también pueden
destinarse a las revoluciones derrotadas, porque, a veces, sucumben, y llega el
tiempo de la revancha, como en la URSS, como en Polonia, en Alemania o en
Bulgaria. Entonces, la bandera roja de los pobres se sumerge en los tiempos del
abatimiento, de la derrota, de la resignación, e incluso muchos adoptan el
lenguaje del vencedor: ahí está el reciente homenaje de los trabajadores al
fundador de Zara, Amancio Ortega; o el aplaudido discurso de que los jóvenes no
quieren ataduras en empresas sino “trabajar en proyectos interesantes”,
anulando así los derechos laborales y la relativa seguridad conseguida durante
más de un siglo por el movimiento obrero. Ahí está la aparición del miedo ante
otros más pobres, la vergüenza de la xenofobia, el crecimiento del lúgubre y
mezquino nacionalismo, el menosprecio a los trabajadores. En ese mundo de
mentiras, el empresario explotador conquista la categoría de emprendedor que
“crea riqueza”, mientras los trabajadores viven gracias a que esos patrones les
dan trabajo. Es la hipocresía del lenguaje de los defensores de una sociedad
mercantil, donde todo se compra y se vende, incluso el cuerpo, las vísceras y la dignidad. Así,
aparecen las “putas feministas”, convirtiendo el centenario combate progresista
contra la prostitución en el discurso contrario: los clientes de prostíbulos ya
no son los miserables cómplices de una lacra social, sino generosos clientes;
Camilo José Cela ya no es un censor franquista y un repugnante asiduo de
burdel, sino, casi, un defensor del feminismo, porque, en ese discurso
falsario, la prostitución ha pasado a ser un trabajo más, apelando incluso a la
“libertad” para prostituirse. Incluso se ha llegado a la defensa de los
“vientres de alquiler”, también llamada “gestación subrogada” (porque
denominarlos “embarazos de pago” resulta demasiado grosero), que convierten a
las mujeres pobres en incubadoras de niños para quien pueda comprarlos, en
gestantes humanas para burgueses con recursos. El delirio llega a la existencia
de “proxenetas feministas”, en una vergonzosa mercantilización del cuerpo de
las mujeres que incluso ha llevado a que los más atrevidos defensores de esa
venta del ser humano defiendan la prostitución infantil como una fuente de
ingresos para países pobres. Por supuesto, en ese disparatado trayecto de
adopción de la ideología del mercader y del cuartel, las convicciones
históricas de la izquierda, el combate de anarquistas, socialistas y
comunistas, queda relegado a la categoría de cachivache inútil, de referencias
muertas, de vestigios obsoletos del pasado, y sus ideas a tópicos puritanos, a
patrimonio de un racimo de caducos militantes, como las páginas de Simone de
Beauvoir, como si las imágenes de René Vautier denunciando el colonialismo, o
las palabras de Howard Zinn hubieran dejado de tener sentido.
El gesto de
la revuelta convive con la sabiduría impostada de la resignación, que llega por
todos los canales, por todas las pantallas. La adopción de la ideología y del
lenguaje del capital conduce a la negación de la lucha de clases, a la
destrucción del imaginario del movimiento obrero, a la colaboración
inconsciente en el desprestigio de los sindicatos, al descrédito del
trabajador, del habitante de suburbio, al cáncer invisible que denigra a los
habitantes de barrios obreros y los presenta como lerdos y maleducados
pobladores de polígonos industriales: lleva a configurar un mundo donde quienes
hacen posible la vida social, quienes levantan cada día los países, quienes
trabajan en fábricas y oficios industriales, en las duras ocupaciones de
servicios, desde la hostelería hasta la limpieza o el telemarketing, en el cuidado de
ancianos o en las panaderías, y tantas otras, son menospreciados, postergados,
ridiculizados por esa pericia televisiva que envenena la dignidad y la alegría
de la vida.
La memoria
visual de los seres humanos contemporáneos está llena de basura, de escombros,
de bazofia publicitaria, aunque entre esos detritus se encuentran imágenes que
nos levantan de la mediocridad, de la abulia, de la resignación. En
nuestros días, incluso cruzar fronteras se ha convertido en un signo de
rebelión, aunque se haga con el gesto desesperado de quienes huyen de las
guerras impuestas por el imperialismo en Oriente Medio. Esos refugiados nos
recuerdan el abatimiento de los republicanos españoles en los campos de
concentración franceses, en Saint-Cyprien y Argelès -sur-Mer , pero también la determinación de las
nuevas Elisabeth Eidenbenz . Porque la memoria de la rebelión está llena
también de gestos dignos que nos exponen ante nuestra propia responsabilidad:
la mirada de los refugiados que escapan del horror nos interroga, el gesto de
los trabajadores de Dacca, manifestándose en recuerdo de sus compañeros,
levantando sus ojos horrorizados por la muerte de mil doscientos obreros que
trabajaban en talleres infernales del Rana Plaza, un edificio que se hundió,
nos devuelve a la radical injusticia del mundo.
Tract
clandestin , de 1942, del Réseau
Buckmaster, es una hoja-mariposa, una octavilla clandestina que se doblaba y
que fue distribuida por la resistencia (la red
Buckmaster, por el nombre del coronel Maurice Buckmaster) durante la
ocupación alemana en Francia: muestra cuatro cerdos, con una inscripción en el
centro, junto a unas líneas de puntos, que llama al espectador a buscar el
quinto puerco: cuando se doblan de forma adecuada, revelan el gorrino: Hitler.
Era un arma de resistencia, como l os puños de los republicanos españoles en
las playas desoladas del sur de Francia en 1939, que nos remiten a los gestos
proletarios del Chicago de los mártires anarquistas, a los campesinos del Novecento de Bertolucci, a los braceros de
Miguel Hernández, a los espartaquistas ametrallados del Berlín de 1919, a la fotografía de
Korda del Che Guevara, a las imágenes de Tina Modotti, y a los carteles chinos
de la revolución, a la Libertad de Delacroix conduciendo al pueblo entre las
barricadas de París de 1830,
a la Pasionaria temblando para detener al fascismo en el
digno Madrid del no pasarán.
Esas multitudes levantando el puño, son acompañadas a veces por dadaístas,
suprematistas, constructivistas, situacionistas, surrealistas, poetas y
escritores, científicos y cineastas que ilustran el gesto de la rebelión, para
mostrarnos las formas que adopta la cólera, el silencio paciente, la inquietud
por la justicia, la revolución. Losclandestinos de Manu Chao, los dibujos de Ramon
Martí Alsina, o la foto del pie sobre la svástica de Pere Català Pic, de 1936; los
dibujos de Courbet o de Daumier (El motín, con el obrero que levanta el
puño) son la mirada y el gesto de los hijos humildes de la tierra, el corazón
turbulento de quienes no se resignan, la mano que aparta las tinieblas de la explotación. Ahí
está la voz de Federica Montseny enfatizando la revuelta, dirigiendo la palabra
a los obreros barceloneses que trabajaban en las fábricas colectivizadas; y la
pasión de Dolores Ibárruri acompañando al grito de la libertad en los días del
asedio de Madrid, y el miliciano de Arturo Ballester Marco, titulado 19 julio 1936, hecho en esos
días de la rebelión fascista; y el gesto de Aleksandra Kollontái recordando la
imprescindible aportación de las mujeres en la revolución bolchevique, en todas
las rebeliones; y el ademán de Rosa Parks levantándose con entereza para poner
sus manos negras sobre el mapa de la dignidad humana, y el empeño de Clara
Zetkin o de Rosa Luxemburg; y el largo aliento de los pobres que identifica
Tatlin cuando levanta la
III Internacional, y el mono fabril de Ródchenko, y los
carteles de Klucis: todos hacen referencia a los “sin nombre” que definió
Walter Benjamin.
Había que
“ordenar las revueltas, los actos desesperados, los intentos ahogados en
sangre”, como quería Frantz Fanon en Los
condenados de la
tierra. Si Israel busca la expulsión de los palestinos, o bien
encerrarlos en ghettoseternos
donde la segregación no se discuta, algo parecido pretende el capitalismo de la tríada USA-Unión
Europea-Japón: si la expulsión no es posible, la periferia
del mundo debe entregar sus riquezas, como en Oriente Medio, y ser condenada a ghettos donde sus habitantes trabajen por unas
monedas: países y continentes, Bangla Desh y la India, Camboya y América
Latina, África e Indonesia. Por eso, los obreros pacientes, los revolucionarios
incansables, los reos que sostienen la estirpe de la rebelión, escriben
volantes, estampan octavillas, ruedan pequeñas películas y videos, gritan las
consignas de la revolución, mientras los burgueses cuelgan ornamentos en sus
paredes impolutas y mantienen las pistolas de la represión. De manera
que los insumisos quieren derribar los muros de las cárceles, las mazmorras del
pensamiento cautivo, las rejas del miedo, para que surja el hombre rebelde de
Camus, la mujer que corre de la Comuna de los federados al sóviet de
Petrogrado, que va de los días de Lumumba a los años de lucha contra la
segregación racial, que acompaña a Ángela Davis y a Fidel Castro en Sierra
Maestra, a Pasionaria y a Berta Cáceres. Ordenar la revuelta nos lleva a la
resistencia de las mujeres en Palestina, a las madres de la plaza de Mayo
luchando contra el silencio con un pañuelo, con un gesto, invitando a refutar la
mentira, a impugnar el poder.
¿Qué nos
empuja a la rebelión? La conciencia de la injusticia, la desventura de la
explotación, la cólera del esclavo, la humillación de Prometeo encadenado.
Frente a esa muerte lenta de la opresión, siempre estalla el motín y la
revuelta, la protesta, la sublevación, la insubordinación ante un poder
miserable, y los rebeldes pintan las paredes de las ciudades porque el mensaje
se estampa como un grito. Todos los derechos se han conseguido derramando
sangre. Sade, que escribió su propio Elogio
de la insurrección, apuntó: “la ley sólo existe para los pobres”. El
filósofo sabía que los ricos pueden comprar todos los tribunales del mundo.
Bajo el capitalismo, la huelga y la barricada, que representan las imágenes del
caos para el burgués, son la palabra codificada de la libertad, aunque muchas
batallas acaben con las lágrimas de la derrota. Nos lo enseñan los dos daguerrotipos de
Thibault, un fotógrafo aficionado del que apenas conocemos que vivía en el
barrio parisino de Popincourt: el primero, La
Barricade de la rue
Saint-Maur-Popincourt avant l’attaque par les troupes du
général Lamoricière, le dimanche 25 juin 1848 .
El segundo, cuando ya han pasado las tropas, nos recuerda, aunque no los
veamos, a los miles de muertos en las calles de París.
Hannah Arendt
creía en 1969 que, en América y en otros continentes, “la desobediencia a la
ley” se había convertido en un fenómeno de masas, aunque era consciente de que
esa situación no estallaba en una revolución. Casi siempre es así, a la espera
del fogonazo luminoso de otra revolución triunfante que haga avanzar el derecho
y la dignidad de la gente común. En estos largos años, la derrota y el
retroceso tras la desaparición de la URSS parecen llevarnos de nuevo a los
tiempos sombríos que observaba Bertolt Brecht: “Es cierto que aún me gano la
vida/pero, creedme, es pura casualidad”. Esa angustia que expresa la Montserrat
gritando, de Juli González, en 1940; o sus esculturas de dos manos levantadas, de 1942; que
muestra Eisenstein con sus marineros del acorazado Potemkin comiendo carne
podrida, que denuncia el temor y la inteligencia de Pasolini, analizando el
monstruo del capitalismo que muta y se transforma, ese anhelo de Paul Éluard en
sus versos: “nací para conocerte/para cantarte/Libertad”, conviven también con
nosotros. La estremecedora imagen de El
obrero en huelga asesinado, del fotógrafo mexicano Álvarez Bravo, que
trabajó con Eisenstein y fue amigo de Tina Modotti, tomada en 1934, nos muestra
el cadáver del trabajador tendido en el suelo, con el reguero de sangre que se
escapa de su cabeza, es semejante a las víctimas que caen bajo las balas de la
represión ahora mismo. Grosz, que revelaba el hedor de la decadente burguesía,
habla el mismo lenguaje que la Intifada palestina cuando lucha por su tierra.
En Víctor Jara y en la
Banda Bassotti, en Los Chikos del Maíz y en Silvio Rodríguez,
resuenan las voces de las fundiciones, de los lavaderos de Bombay, de las
plantaciones brasileñas. Esta es, tal vez, una época sin ilusiones, como escribió
Walter Benjamin de la suya, en 1933. Mientras arrebatan derechos a las nuevas
generaciones, es inevitable que muchos corran tras espejismos, pero el mensaje
de las mariposas de los partisanos franceses, en aquel volante de Mayenne que
enseñaba cuatro cerdos, el anuncio de la resistencia, no ha caducado. El Estado
siempre califica a las revueltas como violencia, como en las justificadas
ocupaciones de fábricas, pero no duda nunca en utilizarla.
El poder
establece los límites, detalla las palabras que podemos pronunciar, pero no
puede saber cuándo va a estallar la revuelta, cuándo la paciente reconstrucción
de la razón socialista va a inaugurar otra revolución en ese largo camino hacia
la dignidad. Si
la policía o el ejército se detienen ante la multitud que protesta, la revuelta
triunfa, como en Petrogrado en marzo de 1917, cuando las mujeres salieron a las
calles, inaugurando un tiempo nuevo, como con Robespierre, cuando la revolución
francesa introduce un nuevo calendario, porque la existencia cobra otro
significado.
Las
barricadas cierran las calles, pero abren los caminos. Justo en el centenario
de la revolución bolchevique, el viejo mundo que se ahoga en el miedo y el
hedor de la explotación, parece resistir, pero va a sucumbir ante las nuevas
rebeliones. Marx nos ofrecía materiales para la reflexión y la revuelta, y, en
su estela, pronunciando los términos de la revolución, ¿cómo no sentir en las
gargantas obreras que cantan Der
heimliche Aufmarsch , la marcha
secreta de Hanns Eisler, el
persistente, digno y tenaz esfuerzo de las catacumbas de la historia por
conseguir la libertad? ¿Cómo no temblar ante esas voces del Alentejo que
acompañan a Zeca Afonso en Grândola, Vila Morena ? ¿Cómo no vibrar ante el susurro
de la Varsoviana que, de pronto, se convierte en un
clamor de trabajadores?, ¿cómo no emocionarse ante el canto de la Internacional en las manifestaciones obreras en la
gigantesca huelga general de la India en 2016? A veces, una canción, un gesto,
una mirada, una marcha, inicia las palabras de la insurrección, de la
revolución, y la humanidad nace de nuevo.
Der heimliche Aufmarsch: https://www.youtube.com/watch?v=8S0I0J_fXLo
No hay comentarios:
Publicar un comentario