Historia criminal de
la Gendarmería
1 de noviembre de 2017
Las masacres de indígenas por orden de los
ingenios del norte argentino y la participación activa en el plan sistemático
del Terrorismo de Estado muestran que el accionar de la Gendarmería en la
represión de los mapuches que culminó con la desaparición y muerte de Santiago
Maldonado no es una excepción sino una línea de conducta.
Por Socompa.
En la década de los
’60, quizás hasta principios de los ’70, miles de adolescentes – y no tanto –
esperaban todas las semanas la llegada a los kioscos de la revista D ’Artagnan, que
junto con El Tony y Fantasía constituían el trípode que sostenía el éxito de
ventas de Editorial Columba, por entonces líder indiscutible del mundo de las
historietas en la
Argentina. En las páginas de D’Artagnan, entre personajes
mucho más famosos como Nippur de Lagash y Gilgamesh el inmortal o el agente de
inteligencia Dennis Martin, se colaba un gendarme recio llamado Hilario
Corvalán, creado por Sergio Almendro y dibujado, entre otros, por Néstor
Olivera y Horacio Altuna.
Corvalán – igual que
su antecesor, también en D’Artagnan, el Sargento Morales, vaya apellido – era
de los buenos: tenía una conciencia moral impecable, respetaba la ley, obedecía
las órdenes siempre correctas y mesuradas de sus superiores, perseguía a
ladrones y contrabandistas, y nunca, pero nunca, cometía una injusticia contra
un indio. No debe extrañar: el gendarme bueno Corvalán era por entonces una
pieza más de una batería de penetración cultural que incluía historietas
protagonizadas por buenos policías, buenos soldados y buenos marinos a través
de los cuales se buscaba instalar –y sostener – en la sociedad argentina una
imagen impoluta de las fuerzas armadas y de seguridad. Porque la bondad y la
corrección de estos personajes no era una excepción sino que se mostraba como
el reflejo del espíritu de las fuerzas que integraban.
En todo caso, el
espíritu de cuerpo que se dibujaba en Hilario Corvalán estuvo ausente el 1° de
agosto pasado cuando fuerzas de Gendarmería entraron de manera violenta e
ilegal en la Pu Lof
de Cushamen para escarmentar a la comunidad mapuche y, en medio de una
represión brutal, desaparecer a Santiago Maldonado. Tampoco se hizo presente
los días que siguieron, cuando la Gendarmería, el gobierno nacional que la
comanda y los medios hegemónicos
montaron una batería de acciones de distracción, encubrimiento y
criminalización de las víctimas para ocultar su responsabilidad en una
desaparición forzada que, ahora se sabe, terminó en una muerte cuyas
circunstancias y causas todavía deben investigarse a fondo en medio de una
maraña de versiones falsas.
Si algo tienen en
común la ficción encarnada en el gendarme Hilario Corvalán de la historieta y
la actuación de la
Gendarmería Nacional en los hechos de Cushamen –pero también
a lo largo de toda la existencia de la fuerza – es la vocación de encubrimiento
del accionar criminal que atraviesa toda su historia.
Centinelas de (los
dueños de) la Patria
“Debemos recordarlos como lo que fueron:
centinelas de la Patria que eligieron servir al país por vocación”, dijo en
diciembre de 2015 la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, en la ceremonia
de despedida de los 43 gendarmes muertos en un accidente vial cuando se
dirigían a la provincia de Jujuy para colaborar en la represión de la Túpac Amaru como parte
del plan del gobierno provincial de Gerardo Morales para desmantelar la
organización social encabezada por Milagro Sala.
La funcionaria reflotó
así la imagen pública que el gobierno del conservador de Jaime Gerardo Roberto
Marcelino María Ortiz buscó imprimirle cuando la creó, por Ley 12.367, en julio
de 1938, durante la “década infame”. Centinelas de la Patria, guardianes de las
fronteras, detrás de esas funciones manifiestas la Gendarmería no demoró en
desnudar otro rostro, el de fuerza represiva del Estado al servicio de los
grandes intereses económicos privados.
Esa misión ya venía
impresa en su nombre, tomado de la Gendarmería Volante ,
un cuerpo mercenario privado creado por La Forestal, con el apoyo del gobierno
santafesino de Enrique Mosca (futuro número dos de la fórmula de la Unión Democrática
que enfrentó a Juan Domingo Perón en los comicios de 1946), luego de la gran
huelga de los trabajadores de esa empresa en 1919. Conformada con los mismos
criterios de reclutamiento que la Legión Extranjera francesa, la Gendarmería Volante
fue utilizada sistemáticamente para reprimir a los obreros organizados hasta el
cierre de la empresa de capitales británicos, en 1923.
Quince años más tarde,
la Gendarmería estatal nacerá con esa historia cargada en sus genes.
La masacre de Rincón
Bomba
En junio de 2005, el abogado
Julio García, representante de la Federación Pilagá , interpuso una denuncia contra
el Estado nacional por “crímenes de lesa humanidad” en el Juzgado Federal N°1
de Formosa. Fue la primera vez que la inmensa mayoría de los argentinos escuchó
hablar de “La masacre de Rincón Bomba” o “La masacre de La Bomba”, cometida por
fuerzas de Gendarmería Nacional en octubre de 1947, en la zona formoseña de Las
Lomitas, contra integrantes de los pueblos originarios pilagá que se habían
concentrado allí cuando venían corridos desde Salta luego de trabajar en el
Ingenio San Martín del Tabacal, propiedad de Robustiano Patrón Costas, sin que
se les pagaran los salarios prometidos.
.
Unos meses antes de la
matanza, alrededor de siete mil hombres, mujeres y niños de esa etnia habían
llegado caminando desde Las Lomitas hasta Tartagal, en Salta, con la promesa de
trabajo en la zafra. Las
condiciones que ofrecía el ingenio eran paupérrimas, pero el hambre pesaba más.
Un artículo publicado en 1946 por el diario El Laborista describe la situación
sin eufemismos: “Los toma a trabajar en su ingenio y les paga lo que quiere. Si
encuentran que las condiciones del ingenio son demasiado duras se escapan antes
de cumplir con su contrato, la policía particular de Patrón Costas los persigue
como si fueran caza mayor y los balea y mata si es necesario”, relataba.
Terminada la zafra,
les negaron los salarios y, ante las amenazas de la policía privada de Patrón
Costas, emprendieron nuevamente a pie el largo viaje de regreso a Las Lomitas,
en cuyo transcurso decenas murieron víctimas del hambre y las enfermedades.
“Volvieron a pie hasta Las Lomitas porque carecían de medios
para hacerlo por ferrocarril”, cuenta en otro artículo el diario Norte del 13
de mayo de 1947. Se instalaron en La Bomba, un paraje cercano, donde los
pilagás se reunían para escuchar la palabra de un líder evangelista de la
comunidad, Luciano Córdoba, conocido
como Tonkiet.
Pero en Las Lomitas
tampoco había trabajo y el hambre los seguía matando. Ante la gravedad de la situación,
las autoridades provinciales se comunicaron con el presidente Juan Domingo
Perón, quien ordenó, como parte de una ayuda mayor, el envío de tres vagones
con alimentos, ropas y medicinas. La carga llegó a la ciudad de Formosa y
permaneció en la estación, a la intemperie, diez días aproximadamente. Cuando
llegó a Las Lomitas había un solo vagón lleno y dos semivacíos, con los
alimentos en mal estado. De todos modos fueron distribuidos entre los miles de
indígenas que los reclamaban. “Qué tanto se preocupa si al final son indios”,
le contestó el delegado de la Dirección Nacional del Aborigen, Miguel Ortiz, al
jefe del Escuadrón de Gendarmería, comandante mayor Teófilo Ramón Cruz, cuando
éste le pidió explicaciones sobre el mal estado de los alimentos. El remedio
fue peor que la enfermedad: se produjo una intoxicación masiva que causó
decenas de nuevas muertes.
Mientras tanto,
comenzaron a circular rumores de un ataque indígena contra Las Lomitas para
conseguir alimentos y Gendarmería formó un “cordón de seguridad” alrededor del
campamento pilagá, con nidos de ametralladoras, carabinas y fusiles. Nadie
podía traspasarlo, de modo que los indígenas quedaron encerrados en lo que en
la práctica era un campo de concentración. El 10 de octubre, el cacique pilagá
Paulo Navarro, conocido como Pablito u Oñedié, pidió una entrevista con el jefe
de los gendarmes para buscar una solución.
Los gendarmes
contestaron con balas y en minutos causaron más de trescientos muertos entre
los indígenas atrapados sin salida. La masacre continuó durante toda la noche:
“Pensando que al llegar la noche atacarían avanzando sobre Las Lomitas,
efectuamos tiros al aire desde todos lados para dispersarlos. El tableteo de la
ametralladora, en la oscuridad, debemos recordarlo, impresiona bastante. Muchos
huyeron escondiéndose en el monte, al que obviamente conocían palmo a palmo”,
se justificaría después el comandante mayor Cruz.
Los asesinatos se
prolongaron durante diez días, a medida que iban acorralando a los indígenas
que habían podido escapar en dirección a Pozo del Tigre y Campo del Cielo, dos
localidades cercanas. Patrullas de gendarmes, apoyadas por un avión,
localizaron y mataron a otras doscientas personas, cuyos cadáveres iban
quemando porque “no había tiempo para enterrarlos”.
La demanda contra el
Estado en 2005 calcula que en Rincón Bomba y sus alrededores fueron asesinados
más de mil indígenas y que otros doscientos desaparecieron. El gobierno jamás
investigó los hechos y no hubo sanciones de ningún tipo para los gendarmes asesinos.
Al contrario, no pocos de ellos fueron ascendidos por su participación en la
masacre.
Ledesma a la caza de
los nivaĉle
Una serie de
entrevistas a ancianos nivaĉle realizadas entre 2014 y 2016 por los
investigadores Gustavo Núñez,
Marcelo Mendieta y Pablo Chianetta, permitió también reconstruir, setenta años
más tarde, otras masacres cometidas por la Gendarmería Nacional
contra trabajadores indígenas de otros dos ingenios del norte argentino,
Ledesma y Esperanza. Los entrevistados refirieron también que, a continuación
de cada masacre, sufrieron ataques de la Gendarmería en sus propias aldeas, lo
que los obligó a cruzar el Río Pilcomayo y refugiarse en Paraguay.
Las causas y las
consecuencias se repiten: “Muchos nivaĉle fueron engañados por el Ingenio
Ledesma, y muchos murieron ahí y también en el Ingenio La Esperanza. Muchos
trabajan los nueve meses, pero no cobraban, no les pagaron. Le daban por ahí
pantalón, camisa, o un poco de tela, y nada más. Los blancos decían: ‘no hay
que pagarles’. Había sido idea de los blancos que a esta gente no le vamos a
pagar porque allá vamos a matar a todos”, relató uno de los entrevistados, Ts’ivan ti (Eduardo Ponce Duarte).
Los testigos de los
hechos ya están muertos, pero sus historias fueron transmitidas oralmente de
generación en generación, como parte del acervo identitario de sus comunidades.
Sus testimonios fueron recopilados en el trabajo ¡Están! El Pueblo Nivaĉle en
Formosa, de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo, que
fue presentado en julio pasado en el Congreso Nacional.
A los efectos de esta
breve historia criminal de la Gendarmería Nacional se recuperará aquí uno de
esos testimonios, referido a la segunda de una serie de masacres relacionadas
con el Ingenio Ledesma, hoy propiedad de la familia Blaquier.
“Esta historia es muy
mala que me contó mi papá. La segunda matanza de nivaĉle fue en Fortín Chávez.
Esta matanza ya se sabía en el Ingenio Ledesma. Los gendarmes hablaron con los
jefes del ingenio y les dijeron que les querían matar a los indios. El jefe de
obra les dijo que no todavía, que les dejen terminar el trabajo y después ellos
les largan, y ahí sabrán qué hacer ustedes. Trabajaron muchos meses, nueve
meses, un año, y el jefe de la obra les decía a los nivaĉle que compren armas.
Vat’ôsĵat compró una escopeta”, relató Môshee (Esteban Madrid Cano), que en el
momento de la entrevista tenía 74 años.
“Siempre volvían en distintos grupos, de
veinte, de quince. Así llegaron a ese fortín y les dijeron que descansen, que
les iban a dar de comer, parecido a la otra matanza. A algunos les gustó la
idea y a otros no les gustó y decían no hay que aceptar. Así que algunos
quedaron y otros no. Los gendarmes les dijeron: pueden descansar acá, vamos a
carnear una vaca para que coman asado y puedan cocinar, y eso le puso bien
arisco a la gente, así contó mi padre. Él estaba en ese grupo, decía que ellos
se separaron sino los gendarmes iban a matar a todos. Mi papá cuenta que el
papá de una señora, que se llama Marta, desarmó su arma y puso en una maleta
chica, y se fue con la gente que no quiso quedar. Cuando iban a mil metros, más
o menos, ya se escucharon los tiros. Griterío dice que había, y ahí algunos en
ese momento se escaparon. La matanza anterior fue en El Quemado, y ésta en
Fortín Chávez, en el año ’40 más o menos. Los nivaĉle que iban solos se
escaparon, y a los otros que quedaron, como era campo, los mataron”, continuó.
“Vat’ôsĵat, que
desarmó su escopeta, fue herido, y ahí se dio cuenta que también tenía escopeta
y armó su escopeta. Mató dos gendarmes y corrió para escapar – siguió relatando
-. Le seguían. Él encontró un pozo y se escondió en un chañaral tipo isla. Ahí
se metió. Llegaron los gendarmes y vieron que entró ahí, y cuando fueron a ver
él les tiró. Ellos también tiraron pero no le veían a él. Después vino el jefe
de los gendarmes y él le tiró y le mató, y ahí vinieron los gendarmes y alzaron
a su jefe y se fueron, y después de eso pudo salir para este lado y venir. Los
gendarmes los perseguían con perros, con caballos, y algunos iban a pie. Esta
historia no es buena”.
El Estado tampoco
investigó jamás ninguna de estas masacres, que recién más de medio siglo
después comienzan a salir a la luz pública.
Una historia repetida
La participación de la Gendarmería Nacional
en el plan sistemático de desaparición de personas implementado por el Estado
Terrorista durante la última dictadura cívico-militar exigiría un artículo
aparte. Los juicios por delitos de lesa humanidad han demostrado sin lugar a
dudas la activa participación de la fuerza en la represión ilegal y probaron la
presencia de muchos de sus integrantes en los grupos de tareas y los centros
clandestinos de detención.
En pleno siglo XXI,
cuando la Argentina lleva más de tres décadas viviendo en una institucionalidad
republicana que no desconoce los altibajos en la calidad de vida democrática,
la participación de la Gendarmería en la represión de los reclamos de las
comunidades indígenas retorna, a la manera de los síntomas freudianos, dando
cuenta de su verdadera estofa.
Las acciones
represivas brutales de los últimos tiempos contra las comunidades mapuches, con
su momento (hasta ahora) más trágico en la irrupción en la Pu Lof de Cushamen que
culminó con la desaparición y la muerte de Santiago Maldonado, muestran una vez
más cuál ha sido una de sus funciones básicas a lo largo de toda su historia:
la de una fuerza de seguridad del Estado instrumentada al servicio del poder
económico.
Ayer fueron los
Arrieta-Blaquier de Ingenio Ledesma y los Patrón Costas del Ingenio San Martín
del Tabacal; hoy se llaman Luciano
Benetton y Joe Lewis. Los nombres cambian, pero la historia es la misma.
Mientras tanto, el
gobierno nacional y los medios de
comunicación hegemónicos quieren contarles a los argentinos una nueva versión
de la historieta de Hilario Corvalán, el gendarme bueno, centinela de la
Patria.
Pero la verdad no se
puede encubrir con una historieta. La historia es muy distinta.
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