El capital y los dineros
públicos
Debatir la corrupción en
serio
18 de noviembre de 2017
Por Ezequiel Adamovsky (Revista
Anfibia)
La corrupción es uno de los modos en los que el capital violenta
la democracia; aleja del bien común las decisiones de nuestros representantes
para que prevalezca el interés privado. Centrar la cuestión en los déficits
morales de los políticos impide ver los impulsos sistémicos que alimentan la corrupción. Ezequiel
Adamovsky pone el foco en el financiamiento de los partidos y
los vínculos entre empresarios y Estado. Los riesgos de la moralización de la
política y de la percepción de los conflictos como una lucha entre la virtud y
el vicio.
Como sociedad, tenemos una extraña relación con la corrupción. Si un
extranjero revisara las portadas de los diarios de los últimos diez años se
llevaría dos impresiones: que en la Argentina hay mucha corrupción y que las
personas de este país vivimos por ello en un estado de permanente indignación.
El lugar que ocupó el tema durante las últimas campañas electorales lo
convencería de que al menos una buena parte de nosotros y nosotras tiene firmes
valores morales. Todo lo contrario a lo que sucede con nuestros gobernantes. Si
focalizara en los últimos dos años, las espectaculares detenciones de José
López, Julio De Vido y Amado Boudou seguramente lo llevarían a pensar que,
finalmente, estamos logrando moralizar a nuestra clase política como nunca
antes. Si además el observador se pusiese a estudiar algo de historia, el logro
se le aparecería como algo titánico. Porque la corrupción forma parte del
paisaje argentino desde hace más de un siglo. Conocería así la escandalosa
venalidad del decenio 1880-1890, las descripciones de Roberto Arlt sobre la ubicuidad de la coima en tiempos de Yrigoyen,
el fabuloso negociado de la carne que denunció Lisandro de la Torre en los años
treinta y tantos otros episodios. También notaría el salto cualitativo que dio
la corrupción en tiempos de Menem y también se enteraría de la “Banelco ” de De la Rúa. Cargando con
esa historia, el presente se le aparecería como algo sencillamente milagroso.
El “Mani pulite” argentino.
Corrupción desde abajo y dobles varas
En verdad, nuestra relación con la corrupción
no admite deslindes tan optimistas. Las encuestas indican que la ciudadanía
argentina está lejos de ser moralmente impoluta. En una reciente, un 34% respondió que cierto
grado de corrupción le parecía aceptable. Un 40% dijo que no se tomaría la
molestia de radicar una denuncia si eso le insumiese un día de trámites. Pero
eso no es todo: entre quienes habían tenido que lidiar con un control policial,
trámite estatal o requerimiento judicial en el último año, un alto porcentaje
reconoció haber ofrecido coimas. Agréguese a esto lo extendido de la evasión
impositiva en todos los niveles, desde el pequeño comerciante hasta el gran
empresario. En fin, pareciera que quedarse con dineros públicos o sobornar
funcionarios no es algo que nos desvele tanto como podría pensarse a partir de
las indignaciones de tiempos electorales.
Nuestra percepción de la corrupción tiene manifestaciones
extrañas. Tendemos a depositar la culpa exclusivamente en los políticos. Pero
además, sucede que no todos los políticos merecen nuestras iras en la misma
medida. No caben dudas de que la corrupción fue muy alta en tiempos del
kirchnerismo. Es absolutamente legítima la preocupación social que motivó y la
demanda de que la impunidad no volviera a reinar.
Pero al mismo tiempo, no deja de notarse que
la crítica se detiene ante las evidencias de la corrupción en filas macristas.
A los casos ya conocidos –cloacas de Morón, tráfico de autopartes, megacanje, Swiss Leaks, obras públicas para el amigo Caputo y
el primo Calcaterra, Panamá Papers, Bahamas Papers, entre otros– se agregaron en
el último año el escándalo del Correo y los sobreseimientos express de Gabriela Michetti y Gustavo Arribas (el de Fernando Niembro era tan
inconsistente que acaba de ser revocado). Un festival de licitaciones viene quedando en manos de Caputo,
quien aumentó su rentabilidad de manera fabulosa (aparentemente consigue que
las hagan a medida). Nada de esto logró que la corrupción PRO
llegara al debate público. La causa Panamá Papers , de complejísima tramitación
por lo intrincado e internacional de su trama, fue cerrada en tiempo récord con
escasa repercusión. En los medios ,
tanto como en el campo intelectual, continúa la doble vara y ese
“republicanismo intermitente” que se activa según a quien convenga criticar.
Elisa Carrió, la supuesta defensora de la
moralidad, encarna esta duplicidad de manera muy clara. Puso igual empeño en
denunciar a Macri como corrupto cuando estaba en otro espacio político como el
que pone ahora en olvidar las palabras que supo dedicarle. De la base votante
del macrismo puede decirse algo similar: desespera por la corrupción si es de
kirchneristas, pero no tiene empacho en votar candidatos PRO tanto o más
cuestionados. En las últimas elecciones en Vicente López, por caso, éstos
obtuvieron 60% de los votos, a pesar de que el intendente Jorge Macri venía de
ser embargado por lavado de dinero por la jueza Sandra Arroyo
Salgado (de quien nadie podría sospechar simpatías K).
El agente invisible
En las alarmas por la corrupción, además, muy rara vez se
visibiliza a su principal agente. El político que recibe coimas es el foco de
las iras públicas (y con razón). Pero del empresario que las ofrece casi nunca
sabemos siquiera el nombre. Nunca van presos. Esto se evidenció como nunca en
el caso Odebrecht: parte de las coimas fueron pagadas por la familia Macri y sin embargo el debate público apunta
exclusivamente a los funcionarios K que las recibieron. Elisa Carrió llevó esta
ceguera a niveles hilarantes en uno de sus tuits, a propósito del desafuero de
De Vido, en el que pidió que se hiciese una diferencia entre los empresarios
que hicieron negocios con él para enriquecerse y los que fueron “obligados” a
pagar sobornos y por ello corresponde considerar víctimas. Claro, la
preocupación apuntaba a las evidencias de que, en la lista de coimeras, hay
empresas cercanas al actual gobierno.
Un hecho reciente sirve para ver lo limitado
de este enfoque. El año pasado se aprobó un blanqueo que resultó enorme. La
inmunidad que se ofreció esta vez a los empresarios superó toda marca previa.
Se les permitió conservar cualquier activo en el exterior sin dar explicaciones
sobre su origen. Se les garantizó además el secreto total, al punto de que la
ley incluye castigos para cualquiera que revele información. Tras un duro
debate, el gobierno y sus aliados sostuvieron a rajatabla el derecho de sus
familiares cercanos a acogerse (ampliado luego por decreto presidencial).
Horacio Verbitsky reveló que varias figuras muy cercanas
al actual presidente blanquearon sumas millonarias. Su hermano Gianfranco
blanqueó 35,5 millones de dólares (una suma muchísimo mayor a la que declara
poseer Mauricio Macri). Nicolás Caputo, principal beneficiario de la obra
pública, blanqueó 26,5 millones. Un primo de Marcos Peña 6,2 millones. Marcelo
Mindlin, vinculado al actual presidente, quien compró
la principal empresa constructora de la familia Macri
(supuestamente transferida poco antes por Mauricio a su primo Calcaterra, a
quien algunos consideran su testaferro), blanqueó 44 millones de
dólares. La suma coincide con la que supuestamente habría pagado para quedarse
con la empresa de los Macri.
Ante tamaña revelación en el Poder Judicial se inició una causa para castigar a los responsables de la
filtración y el gobierno desplazó a un funcionario de la AFIP. Es decir: como
sociedad decimos condenar la corrupción, pero damos inmunidades especiales a
los empresarios y perseguimos a los quienes nos ayudan a dar mayor
transparencia a los posibles delitos. Se diga lo que se diga, en los hechos eso
es lo que hacemos.
La corrupción y la corrosión de la democracia
Diré una obviedad: si hay corrupción es porque
quienes tienen el poder económico no manejan de manera directa la autoridad
política. Un empresario ofrece coimas porque necesita que un político use su
poder para darle algún beneficio: un contrato, una habilitación, una exención
impositiva. La corrupción es esencialmente uno de los modos en los que el
capital violenta la democracia; aleja del bien común las decisiones de nuestros
representantes, para que prevalezca en cambio el interés privado. Suponemos que
con políticos honestos se acaba la corrupción pero es al revés: es improbable
que tengamos honestidad en la política con empresarios merodeando
constantemente alrededor de los representantes.
Cuando los empresarios asumen directamente la conducción del
Estado, la figura de la coima a veces se vuelve simplemente irrelevante. Nadie
necesita coimearse a sí mismo como incentivo para hacer lo que más le conviene.
Vuelvo al ejemplo del blanqueo: los privilegios que obtuvieron los familiares
de los gobernantes (posiblemente obrando como sus testaferros) no partieron de
un delito sino de un acto legal. El Estado puso todo su aparato para que la
letra de la ley coincida con el interés privado. No hubo coima, porque de ambos
lados del mostrador estaba el mismo sujeto. El perjuicio para la sociedad, en
términos económicos, fue casi el mismo que habría habido si, en lugar de
acogerse a una ley, hubiesen pagado una coima para que la AFIP no los
investigara. No lo hicieron, porque pudieron forzar en cambio una norma que de
pronto volvía legal el mismo hecho (la evasión impositiva).
Agréguese al panorama un último elemento. Abrir una cuenta
bancaria offshore secreta es muy sencillo (un periodista hizo la prueba en
2001: le llevó exactamente 20 minutos). Las empresas offshore son
igualmente sencillas de crear, con un agregado: las acciones se emiten “al
portador”, de modo que es técnicamente imposible establecer quiénes son los
dueños. Las sociedades anónimas con frecuencia son entramados de vinculaciones
societarias que, como cajas chinas, conducen a una o varias de estas empresas
“al portador”.
En términos concretos, lo que esto significa es
que no tenemos manera de saber en qué dirección va el dinero. Volviendo al
blanqueo, no podemos saber (y legalmente ya no tenemos el derecho a preguntar)
de dónde vino y de quién es el dinero blanqueado. No hay forma de saber de cuál de los
hermanos Macri es el que hoy declara Gianfranco. Tampoco si el que declara
Mindlin era antes de Mindlin y si una vez blanqueado sigue siéndolo. Los
circuitos del dinero blanco y del negro se tocan. Y si poder económico y poder
político coinciden en las mismas manos, eso quiere decir que la diferencia
entre legalidad e ilegalidad se vuelve irrelevante. Ley, decreto y coima se
vuelven difíciles de distinguir, al menos en lo que significan en términos
sustantivos.
El financiamiento de la política
Pero no siempre el enriquecimiento personal es
lo que está detrás del impulso a apropiarse de dineros públicos. Muchas veces
es más bien la presión para obtener fondos para agrandar las redes de lealtad
política y financiar las costosas campañas electorales. Las finanzas de los
partidos en Argentina son bastante turbias y es un hecho que el Estado ha hecho
poco y nada por hacer valer las leyes que exigen transparencia. Todos los partidos están “flojos de papeles” en este
punto, pero es sintomático que los menos transparentes sean precisamente el PRO e, incluso más, el de Carrió. Ya está
probado que Macri recibió millones en aportes de empresas contratistas del Estado para su última campaña, algo
explícitamente prohibido por la
ley. Otro foco de corrupción que, sin embargo, no parece
haber tenido impacto en la opinión pública.
Centrar la cuestión en los déficits morales de
los políticos impide ver los impulsos sistémicos que alimentan la corrupción. Cada
vez más la política se vuelve un juego que requiere inversiones millonarias. Y allí están los empresarios para ofrecer fondos. Nuestro país
cuenta hasta ahora con una legislación bastante progresiva, por la que el
Estado financia a los partidos y se impide a las empresas hacer donaciones
(algo que está desregulado, por caso, en Estados Unidos). Así y todo, no
alcanza para contrarrestar los impulsos a ampliar la recaudación por los medios que fuere. Lamentablemente, los proyectos de reforma que propone el macrismo apuntan a profundizar el problema,
habilitando a las empresas a “donar” fondos de campaña.
La corrosión de la democracia es un fenómeno
mundial. Estados Unidos es el ejemplo más palmario. Dos prestigiosas
universidades norteamericanas condujeron una extensa investigación que demostró que el sistema político
imperante allí no es hoy una democracia, sino un régimen oligárquico. El
ejercicio que hicieron fue sencillo: analizaron 1779 políticas públicas
implementadas entre 1981 y 2002 y compararon su orientación con lo que en cada
momento prefería la opinión pública por un lado, y los ricos y los grupos de
interés corporativo por el otro. En una abrumadora proporción de los casos, las
decisiones del Estado habían ignorado las preferencias de las mayorías para
favorecer, en cambio, las de los poderosos. O dicho al revés: la población
común tenía una capacidad de incidir sobre las políticas públicas cercana a
cero. Posiblemente en la mayoría de los casos no se privilegió el interés
empresario porque hubiesen mediado coimas, sino sencillamente porque poder
político y económico están imbricados allí como en ningún otro sitio.
Moralismo antipolítico
Aunque las indignaciones públicas y las
profesiones de amor por la República parezcan indicar lo contrario, la
Argentina marcha decididamente en la misma senda. Las dobles varas en la
condena de la corrupción muestran que en verdad nos interesa menos de lo que
declamamos. Mucha gente, con razón, está preocupada por los altos niveles de
venalidad, lo que es legítimo y saludable. Pero para mucha otra, la denuncia de
la corrupción funciona como excusa para otra cosa. Lo que está detrás del
insistente discurso pseudorrepublicano que predomina en la Argentina actual no
es defender lo público sino algo diferente.
Tras el clamor por moralizar la política se
adivina la intención de abolirla. El vocabulario moral que inunda nuestro
espacio público nos invita a percibir los conflictos políticos como si fuesen
una lucha entre la virtud y el vicio, antes que debates y pujas para definir el
mejor modo de conducir la vida social, con diferentes opciones legítimas en
juego. Desde esa mirada la conclusión es clara: para que haya felicidad
colectiva, los viciosos deben desaparecer de la escena. La
embrutecedora narrativa a la que nos ha acostumbrado “la grieta” nos convoca,
además, a considerar que el vicio comienza y termina con la letra K , mientras que la
virtud está en buenas manos, administrada por una sacerdotisa de Cambiemos.
Nuestra dificultad a la hora de visualizar las
relaciones reales que existen entre lo público y lo privado generan efectos
directos sobre el modo en que juzgamos los actos de corrupción. La relación
entre Macri y su amigo Nicolás Caputo es perfectamente comparable a la que
muestra el caso Báez. Sin embargo, éste lleva más de ocho años en las portadas
de los diarios mientras que aquella permanece invisible. La comparación suele
desecharse bajo el argumento de que Caputo “ya era un empresario rico” antes de
que Macri se convirtiese en político, mientras que Báez se enriqueció a través
de sus vinculaciones con el gobierno anterior. En este razonamiento se nota que
lo que molesta no son tanto esos dineros públicos que se pierden y que podrían
haber ido a más escuelas o mejores hospitales, sino el hecho de que la política
intervenga indebidamente, convirtiendo en rico a alguien que no debió serlo.
La misma lógica, pero en sentido inverso, es
la de la increíblemente ingenua predicción de figuras como Marcos Aguinis o Pamela David según la cual Macri “no va a
robar porque ya es rico y no lo necesita”. Nos molesta que la política “eleve”
indebidamente a alguien y adoramos que una persona rica “descienda” para
involucrarse. En ambos casos, la política es el espacio “sucio” que altera un
debido orden, que no es otro que el de las desigualdades propias del plano
privado.
Para discutirlo en serio, va a ser indispensable
que quitemos el tema de la corrupción de las garras de la grieta. Ninguna
mejora es esperable si continuamos negándonos a verla arraigada en nuestros
hábitos cotidianos y ampliamente presente en varias fuerzas políticas, además
del peronismo. Debatir la corrupción de verdad, más allá del pseudorrepublicanismo
interesado, va a requerir que, sin quitar los ojos de los políticos, pongamos
el foco principal en los empresarios y repensemos el financiamiento de los
partidos y su dependencia de los medios
de comunicación. En fin, si queremos proteger nuestras instituciones de la
corrupción, será preciso imaginar reaseguros legales que pongan barreras entre
el poder económico y el poder político. Lamentablemente, nuestro país marcha en
el sentido exactamente opuesto.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=234224
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