Corazón de tinieblas
11 de noviembre de 2017
Por David Torres (Público)
El pasado domingo el Cantabria, un buque español
encuadrado en la Operación
Sofía contra el tráfico de personas en el Mediterráneo,
rescató a 64 supervivientes de una barcaza hundida cerca de la costa de Salerno
y, junto a ellos, los cadáveres de 26 mujeres adolescentes. Todas tenían entre
14 y 18 años de edad y presentaban señales de haber sido violadas y
posteriormente asesinadas. La fiscalía de Salerno ordenó la detención de dos
individuos, el libio Al Mabrouc Wisam Harar y el egipcio Mohamed Ali Al Bouzid,
supuestamente relacionados con el espantoso crimen.
En circunstancias parecidas, la violación y el
asesinato de dos o tres muchachas británicas, italianas o alemanas, cuyos
cadáveres acabaran flotando en alta mar, ocuparía portadas y titulares durante
días, alarmaría a las autoridades responsables, movilizaría legiones de
tertulianos en busca de explicaciones psicológicas y escandalizaría a la
opinión pública europea. Sin embargo, como se trata únicamente de 26
adolescentes nigerianas, la tragedia apenas ha obtenido eco en algunos
periódicos y una mención de pasada en dos telediarios. La nacionalidad, el
color de la piel y, sobre todo, el origen de su peregrinaje contribuyen a
mantener su anonimato. Eran invisibles en vida y también lo son en la muerte.
Más de 150.000 refugiados han logrado llegar
este año a Europa cruzando el Mediterráneo pero no se sabe cuántos miles y
miles habrán dejado la vida en el intento. Como las jóvenes nigerianas violadas
y ahogadas frente a Salerno, ellos tampoco tienen nombre, ni historia, ni
pasado. Al igual que los palestinos en Gaza, los uigures en China o los kurdos
en cualquier parte, los refugiados de Oriente Medio y del África subsahariana
carecen de un relato que sustente su odisea, una narración que resuma sus
penurias, relate sus tormentos y los claven para la siempre en la memoria de la
humanidad. El diario de Ana
Frank cifró el horror del
Holocausto nazi, Dee Frank mostró la cara oculta de la conquista del Oeste en Enterrad mi corazón en Wounded
Knee y Los cuatro
libros de Yan Lianke reveló
una masacre de proporciones dantescas en medio de la China maoísta.
Ni Nigeria ni Libia ni Irak cuentan todavía
con una épica que, más allá de los informes oficiales y las cifras -más allá
incluso de la dramática foto de Alan Kurdi, el niño sirio ahogado en la costa
turca- sirva para aquilatar su historia, para dar voz a los muertos y esperanza
a los vivos. Probablemente, en el remoto caso de que llegue alguna vez, llegará
tarde, demasiado tarde para salvar a esos miles de desgraciados que tiemblan de
miedo en las pateras, a las mujeres que acaban como esclavas sexuales y a los
hombres vendidos al peso en los mercados libios.
Cuando Joseph Conrad, al retorno de su viaje
infernal en el Congo, escribió El
corazón de las tinieblas, apenas logró atisbar sobre el papel más que una
rendija del genocidio que el rey belga Leopoldo estaba cometiendo en el corazón
de África, entre el beneplácito y la indiferencia de las potencias europeas, y
que costaría la vida a millones de indígenas. No obstante, sí alcanzó a
vislumbrar la depravación moral, la falta de compasión, la ceguera ante el
sufrimiento ajeno necesarias para ponerlo en pie. Condensó esa oscuridad
esencial de nuestra especie no ya en un relato sino en un título que es un
resumen de la condición humana: Heart
of Darkness.
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