Ciudadanías mermadas:
mercado laboral y discriminación
10
de junio de 2017
Por Arturo Borra (Rebelión)
Demasiado a menudo los «discursos de la integración» en torno a
inmigrados y refugiados pasan de puntillas por los obstáculos estructurales que
se les plantean en el mercado laboral español a estos colectivos. Aunque existe
una minoría de empresas (especialmente cooperativas y, de forma menos usual,
Pymes) que están desarrollando políticas laborales inclusivas con respecto a
estos grupos, resulta imprescindible identificar problemas persistentes al
momento de lograr este objetivo. Categorías como «integración», «gestión de la
diversidad», «buenas prácticas laborales», entre otras, resultan categorías
problemáticas en tanto no seamos capaces de situarlas en un contexto sistémico
que obstruye de forma sistemática su consecución.
Se trata, pues, de partir del contexto
socioeconómico actual, marcado por regularidades empíricas que de forma tendencial
marginan (cuando no excluyen) a una parte significativa de la población activa
extranjera. A pesar de las declaraciones en sentido contrario, las prácticas
empresariales dominantes ni siquiera contemplan dentro de la «gestión de la
diversidad» la inclusión laboral de estos colectivos, como si lo “diverso” se
restringiera a una cuestión de género o edad y, en el mejor de los casos, a una
cuestión de discapacidad u orientación e identidad sexual. Por el contrario,
cabe constatar que tanto las instituciones públicas como privadas se han
desentendido ante esta otra ciudadanía mermada en derechos.
Si bien algunas de esas regularidades también
afectan a personas trabajadoras autóctonas, hay información suficiente para
saber que ciertas dinámicas discriminatorias afectan con especial intensidad a
los colectivos inmigrados y refugiados. De ahí las siguientes constataciones,
sin pretensiones exhaustivas.
1) Lo primero que hay que señalar es la existencia
continuada de una economía sumergida que, además de los perjuicios económicos
que supone para las arcas públicas, priva a más de 4.000.000 de personas
trabajadoras de buena parte de sus derechos laborales, condenándolas a una
precariedad que, de manera habitual, se transforma en una práctica de
sobreexplotación laboral (o explotación severa). El empleo irregular implica
millones de puestos de trabajo precarizados, de los cuales cientos de miles
(que oscilan entre medio y un millón) están ocupados por personas inmigradas,
no necesariamente en situación irregular, afectadas también por la
«especialización por género» según la cual ciertos trabajos sólo podrían ser
ejercidos por mujeres u hombres de forma excluyente.
Basta pensar solamente en muchas empleadas de
hogar para dimensionar la magnitud de este problema. Según los escasos datos
disponibles, esta es la situación de muchísimas trabajadoras inmigradas: empleo
sumergido a cambio de salarios y condiciones laborales paupérrimas, en jornadas
laborales que superan con creces las 9 horas estipuladas. Es evidente que este
tipo de empleo –que con cierta frecuencia plantea un régimen de
semi-esclavitud- forma parte del funcionamiento económico actual. Además de
ejercer una presión salarial a la baja, impide que muchas personas trabajadoras
extranjeras puedan mantener su situación regular en España y, en general,
acceder a los diferentes servicios públicos en igualdad de condicionesi. Por
si fuera poco, las personas inmigradas y desplazadas que se emplean en la
economía sumergida ni siquiera pueden acceder a una pensión jubilatoria, pensar
en la conciliación laboral o disponer de derechos laborales básicos, como
vacaciones, pagas extra, horas de descanso, etc. Eso hace que este colectivo
esté especialmente desprotegido ante situaciones abusivas. Apenas hace falta
señalar que una situación semejante no favorece la «integración» en lo más
mínimo, máxime cuando el desarrollo de una actividad laboral semejante supone a
menudo conflictos con los trabajadores locales por considerarse “competencia
desleal”. Para mayor escarnio, aquellas trabajadoras que logran acceder a un
contrato de trabajo en el sector, son discriminadas institucionalmente, estando
privadas del derecho a ser beneficiarias de las prestaciones por desempleo.
2) La segunda regularidad está ligada a la
segregación ocupacional que afecta de manera inequívoca a la mayoría de las
personas inmigradas o refugiadas. No es ninguna novedad señalar que
aproximadamente el 80 % de estos colectivos trabaja en sectores de baja
cualificación, con tasas de temporalidad y precariedad comparativamente más
altas que las de la población local: 8 de cada 10 inmigrantes sigue trabajando
en hostelería, industria,
comercio minorista, servicio a personas, agricultura y pesca y construcción.
Confinados en sectores económicos intensivos y con empleo de carácter
estacional, la inestabilidad laboral se transforma en períodos de alternancia
entre empleo y paro dificultando seriamente la consolidación de un proyecto
migratorio satisfactorio. No es azar que la tasa de pobreza también afecte más
a esta categoría de trabajadores. Si hace unas décadas la idea de “trabajador
pobre” parecía un oxímoron, dada esta situación de empleo precario y salarios
bajos, hoy día se conjugan de forma creciente, afectando a uno de cada tres
trabajadores inmigrados, en un proceso social de etnificación de la pobreza que
afecta, según la EAPN, al 63,9 % del total de la población extracomunitaria, a
diferencia de la tasa AROPE
de la población española que es del 25,5 en el mismo añoii. No
hay “integración” sociolaboral satisfactoria si se trata desigualmente a los
otros, si sólo se les reservan puestos laborales considerados indeseables o si
se los emplea como mano de obra barata y precaria, acorde a una visión
puramente instrumentalista de las migraciones. No es superfluo preguntar qué
presencia tienen estos colectivos en nuestros espacios de trabajo (incluyendo
el ámbito educativo) y qué posiciones laborales ocupan. Es fácil advertir que
el lugar que socialmente se les asigna a estos otros es un lugar
tendencialmente subalterno o subordinado, más allá de sus capacidades o
competencias técnicas y sociales. Ante esta desigualdad de trato, es previsible
que las barreras que dividen población local y población inmigrada no cesen de
acentuarse.
3) De forma complementaria a esta segregación,
en el contexto del mercado laboral se produce un fuerte desconocimiento de la
formación y educación de origen (de forma similar a la experiencia laboral de
origen, que tampoco suele reconocerse por falta de acreditación o por no
reconocerse las acreditaciones de los países de origen). Siguiendo a Euroestat,
los niveles educativos y formativos de la población inmigrada, contrariamente a
los prejuicios dominantes, es porcentualmente semejante a la de la población
local. Aunque a menudo suelen plantearse las desigualdades laborales como
diferencias en las cualificaciones profesionales, un análisis comparativo de
cualificación desmonta esta falacia. Si la sobrecualificación profesional en
España es de por sí elevada, el fenómeno de la sobrecualificación se acentúa de
forma notable entre los colectivos inmigrantes. A pesar de ello, a efectos
laborales, una parte significativa de trabajadores inmigrados son considerados
como mano de obra no cualificada, cuando no directamente analfabeta (incluso en
los servicios públicos de empleo, cuando no han logrado homologar o convalidar
sus estudios o acreditar sus competencias). Si bien una parte de la población
inmigrada se embarca en el “laberinto burocrático” que suponen los procesos de
homologación o convalidación de títulos (dados los tiempos prolongados para
gestionarlos, las tasas que implican y las dificultades operativas que
suponen), es previsible que una amplia mayoría de inmigrados sin estudios
superiores desista de convalidar sus estudios en España, entre otras
cuestiones, por no poder reunir toda la documentación requerida, incluyendo
traducciones juradas, programas de estudios con especificación de horas,
contenidos desarrollados en cada materia y promedio de estudios, todos
debidamente apostillados por organismos internacionales. La consecuencia más
manifiesta es que una parte muy significativa de la población o bien termina
re-cualificándose en el país de destino según sus previsiones de inserción (sin
garantías de éxito) o bien terminan accediendo a puestos de baja cualificación,
reforzando la segregación ocupacional.
4) De forma complementaria a este
confinamiento, la «tasa de desempleo» de inmigrantes supera en más del 7 % la
tasa de paro de trabajadores nacionales, situándose en el primer trimestre de
2017 en el 25,46%, a diferencia de la tasa de paro de nacionales que es de
17,85%iii. A
pesar de que la tasa de actividad en estos colectivos es porcentualmente mayor
al de la población local, el desempleo se ensaña especialmente con estos
grupos. Cabe preguntarse si, además de cuestiones idiomáticas, de convalidación
de títulos o de acreditación profesional, no hay aquí un claro factor
discriminatorio que opera bajo la forma de una desigualdad manifiesta en el
acceso y permanencia en el mercado laboral. Hay indicios suficientes para
responder afirmativamente: ¿por qué hay más parados extranjeros que nacionales
si los niveles formativos son similares, aunque no siempre estén acreditados de
forma oficial? ¿Se sigue considerando que los trabajadores nacionales deben
tener preferencia en el acceso al empleo, contrariamente a la presunta igualdad
de oportunidades? Y, finalmente, ¿qué políticas de empleo específicas se están
desarrollando para corregir esta situación desigual?
5) De forma similar a lo que ocurre con otros
grupos, el análisis sistemático y comparativo de las condiciones laborales de
los inmigrantes extracomunitarios que logran acceder a un empleo arroja
resultados de mínima preocupantes: tanto en términos salariales como en acceso
a puestos jerárquicos dentro de empresas y otras organizaciones (incluyendo la
administración pública, ONG y asociaciones), la desigualdad es notoria y
relevante. Si por una parte la calidad desigual de los empleos a los que
acceden respectivamente inmigrantes y locales es clara, por otra se repiten los
fenómenos que ya conocemos con respecto a los colectivos de mujeres: techo de
cristal, brechas salariales, falta de promoción interna o de movilidad
ascendente y serias dificultades para la conciliación (especialmente, en el
caso de mujeres inmigradas monoparentales). En cualquier sentido relevante, la
“integración” supone no sólo la obtención de un empleo, sino garantizar su
calidad y dignidad, en igualdad de condiciones. Basándonos en diferentes
informes de “Inmigración y mercado de trabajo” elaborados por el SEPE, cabe
constatar que las diferencias salariales entre españoles y extranjeros se
mantiene. Ya en el informe de 2011 se señalaba la “discriminación” como uno de
los factores de esta desigualdad. El informe es contundente: “La participación
laboral de los extranjeros nacidos fuera de España sufre de sesgos terciarios y
sesgos femeninos, concentraciones en puestos de trabajo de baja cualificación y
mayor especialización en ramas y categorías laborales concretas”iv.
A estas regularidades socioeconómicas hay que
introducir un elemento heterogéneo pero no menos importante: la permanente producción
de estereotipos y prejuicios en torno a estos colectivos, comenzando por los
discursos dominantes en los medios
masivos de comunicación. Sería un error suponer que esos discursos que
estigmatizan a los otros no incide en la discriminación laboral. Hay que seguir
recordando que la xenofobia y el racismo aparecen como refugio no sólo de
grupos de ultraderecha, sino también de una parte importante de la población,
expuesta a situaciones de exclusión social y a la caída de su calidad de vida.
Ello crea las condiciones ideológicas propicias para que los discursos
xenófobos y racistas tengan mayor calado, incluso dentro del mercado laboral.
No por azar escuchamos de forma frecuente que la inmigración es una “amenaza
laboral”, cuando no una amenaza para la seguridad e incluso para la “identidad
europea”. La extensión del racismo y la xenofobia exige un debate público
pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad
democrática. Nada señala que esta ofensiva discriminatoria (que incluye la
islamofobia, el antisemitismo o el antigitanismo) que recorre Europa vaya a
detenerse en los próximos años, como no sea con un giro no sólo de las
políticas públicas predominantes sino también de los discursos mediáticos
hegemónicos.
La resultante de estas regularidades es una
fuerte segmentación al interior de las poblaciones
inmigradas y refugiadas dentro del mercado laboral. Eso significa que incluso
dentro de estos colectivos se construye una jerarquía entre diferentes
categorías socio-económicas. Por un lado, se favorece la movilidad geográfica
de inmigrantes con tarjeta azul (ejecutivos, universitarios, profesionales con
alta cualificación) y, de manera más reciente, además de los inversores, a un
tipo de inmigrante de una franja de ingresos elevada (como es el caso de los
compradores de viviendas de 500000 € que adquieren permiso de residencia y
trabajo de larga duración o de pensionistas europeos que se instalan en España
como segunda residencia). Por otro lado, se multiplican las dificultades para el
paso a flujos migratorios marcados no sólo por sus carencias económicas sino
también por sufrir un importante rechazo cultural.
En síntesis, el mercado laboral se caracteriza
por una fuerte selectividad de
inmigrantes según su posición socioeconómica (o,
si se prefiere, según su poder adquisitivo) y su identidad cultural, instaurando
un patrón selectivo que plantea una relación de apertura ante elites
profesionales y económicas en simultáneo a la restricción de derechos que
padecen especialmente trabajadores manuales y personas en situación precaria
procedentes del sur.
La discriminación laboral por razones de
origen o etnia, en definitiva, se hace manifiesta de diversas formas: bajo la
forma de una mayor precariedad y pobreza, segregación ocupacional y especialización
por género, desigualdad salarial y contractual, tasa de paro más elevada, mayor
temporalidad de los contratos, falta de promoción interna y asimetría en las
oportunidades laborales, entre otras cuestiones. Es evidente que semejante
trato desfavorable hacia los inmigrantes extracomunitarios obstruye seriamente
cualquier «integración» que se diferencie realmente de la mera asimilación.
Volviendo al Informe antes citado se señala: “Apenas existen estudios que hayan
determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros
en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación
existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial
en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple
legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir
la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar,
cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación
requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo,
asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con
las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas.
La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil,
y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos
específicos establecidos a tal efecto”v.
Cito este informe de 2011 porque lamentablemente esta advertencia fundamental
no ha sido retomada en los informes sucesivos y, lo que es peor, ni siquiera ha
dado lugar a decisiones que corrijan estas graves falencias no sólo económicas
sino también sociales. Varios años después, todavía estamos esperando que deje
de aplazarse este “asunto inaplazable” en el que se juega la vida de millones
de personas.
En cualquier caso, sigue siendo pertinente
preguntar qué políticas y medidas se están implementando a nivel público para
garantizar la inclusión institucional igualitaria de estos sujetos diversos, en
función de sus perfiles competenciales y no de su procedencia étnica o
cultural. Queda todavía por saber si en la próxima década España afrontará de
forma más efectiva esta auténtica fractura en términos de derechos o si se
limitará a disimularla bajo la alfombra del empleo precario y la marginación
social.
Notas:
i El empleo sumergido,
además de privar del acceso a las prestaciones contributivas, conlleva a menudo
la pérdida de los permisos de trabajo y residencia de miles de personas
inmigradas, que necesitan trabajar al menos 6 meses por año para poder renovar
su documentación según la
actual Ley de Extranjería. La imposibilidad de cumplir con
este requisito supone el tránsito hacia una situación irregular, así como la
exclusión del sistema sanitario gratuito y, con ello, el deterioro de sus
condiciones materiales de vida, la dificultad para asumir sus deudas y la
urgencia de trabajar en
cualquier condición laboral, lo
que significa seguir trabajando en la economía sumergida en condiciones
penosas.
ii Según el informe de la
EAPN, la mayoría de la población inmigrante extracomunitaria en 2015 ya estaba
afectado por al menos uno de los tres factores que integran el AROPE:
desempleo, pobreza y privación material. Semejantes informaciones, en este sentido,
reafirman que la crisis económica no ha afectado de forma similar a los
diferentes colectivos sino que se ha ensañado con la población inmigrada.http://www.eapn.es/estadodepobreza/ARCHIVO/documentos/Informe_AROPE_2016_Resumen_Ejecutivo.pdf
iii Ver “Nota de prensa:
Encuesta de población activa. Primer trimestre de 2017” , en http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0117.pdf,
p.5.
iv Carrasco Concepción y
García Carlos (2011): “Inmigración y mercado de trabajo”, p. 158, versión
electrónica enhttp://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/fichas/archivos/OPI_28_Inmigracion_y_Mercado_de_trabajo-Informe2011.pdf.
v Carrasco Concepción y
García Carlos, op. cit., pág. 160.
Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=227748
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