miércoles, 21 de junio de 2017

Interpretemos "Unidad ciudadana" en base a cómo se concretó la "Revolución ciudadana"

Una “revolución” sin ciudadanía

Por Marco Salamea Córdova
La Constitución de la República del Ecuador, si bien da continuidad a una visión tradicional de la ciudadanía, establece también una nueva visión de esta, la amplía y crea nuevas ciudadanías. Lo que hacemos en el presente trabajo es un análisis de cómo asoma el fenómeno de la ciudadanía en la dinámica de la gestión del gobierno del presidente Rafael Correa, y denotar hasta qué punto se acerca o aleja de esa visión constitucional.

El fortalecimiento de la ciudadanía tradicional
Vale recordar que la visión tradicional o liberal de la ciudadanía se basa, principalmente, en el reconocimiento y garantía de un conjunto de derechos individuales, en la primacía de los derechos individuales políticos y civiles, y en que ese reconocimiento es para todos los individuos por igual (ciudadanía de la igualdad). El hecho mismo de no usar el término revolución “democrática” o “popular” (que no es lo mismo que revolución socialista), sino la expresión revolución “ciudadana” develaría no sólo una simple modificación de términos sino un cambio ideológico, puesto que sobrepondría el discurso liberal sobre el discurso de izquierda. En este sentido, el gobierno de Correa concibe y trata a las personas como ciudadanos y ciudadanas, pero individualmente considerados, y no como pertenecientes a diversos colectivos sociales; o, más vale, los ve como individuos que pertenecen a la gran masa del pueblo. En la manera actual en que el Gobierno se comunica con las masas, éstas son asumidas como ciudadanos, que responden individualmente desde sus necesidades y se relacionan como tales con el gobernante. Es el gobernante quien los oye y articula sus demandas sin mediaciones para conducirlas al Estado, que él mismo representa. (Rojas, 2011: 278) No interesa tanto la identidad social particular del individuo-ciudadano (su diferencia), sino su disgregación (su igualación) en la abstracta identidad general del pueblo.

No es la ciudadanía como comunidad concreta particular (basada en diferencias de clase, étnicas, de género, de edad, entre otras) lo que tiene asidero en el discurso y la práctica política oficial, sino la ciudadanía como abstracta comunidad general, compuesta por individuos o átomos sin identidad social específica. Por esto mismo tampoco interesa la organización social de esos individuos ciudadanos, que podría dar fe de su identidad social particular y diluir su atomización; e, incluso, llevar a su conversión en un actor activo del proceso político, es decir, en sujeto. Con esto la ciudadanía individual garantiza, al mismo tiempo, una ciudadanía pasiva y no activa, que es también el tipo de ciudadanía que el Gobierno quiere desarrollar. La ciudadanía pasiva (millones de pobladores de los barrios pobres, campesinos y pequeña burguesía) que tanto invoca Correa y que aparentemente es la gestora de la revolución, es apenas espectadora… La ciudadanía activa –que verdaderamente tiene la capacidad de decisión– está formada por la tecnoburocracia, los intelectuales desertores de posiciones críticas y de izquierda (hoy empleados del Gobierno), la burocracia meritocrática y la alta oficialidad de las FFAA. (Enríquez, 2011: 113) En este marco, a diferencia de la Constitución que establece que los sujetos de derechos no son sólo los individuos sino también los diversos colectivos sociales (ciudadanía colectiva), para el régimen de Correa son sobre todo los individuos (ciudadanía individual). Por otro lado, en coherencia con el predominio de una visión tradicional de la ciudadanía, el Gobierno ha dado énfasis a los derechos políticos, incluso más que a los civiles, derechos estos que –como expondremos más adelante– se han visto más bien vulnerados. Y dentro de los derechos políticos se ha buscado, sobre todo, poner el acento en los derechos electorales de los individuos-ciudadanos; con lo que la ciudadanía política se ha visto empobrecida, como pasamos precisamente a analizar a continuación.

La restricción de la ciudadanía política
La Constitución de la República comporta una ampliación de la ciudadanía política al establecer nuevos derechos políticos como: participar en los asuntos públicos del Estado, presentar proyectos de iniciativa popular normativa, ser consultados, fiscalizar los actos del poder público, participar en la toma de decisiones y demás; hablándose, también, de democracia directa, democracia comunitaria, autodeterminación, control popular y poder ciudadano, que permiten pensar incluso en la posibilidad de una ciudadanía más allá de lo público-estatal. No obstante, a contracorriente de esta visión democratizadora de la Constitución, la praxis política gubernamental más vale ha ido reduciendo la participación política real de la gente, y reduciendo la ciudadanía política a la participación electoral de las personas. Es este tipo de ciudadanía política, una ciudadanía restringida básicamente a lo electoral, lo que se ha fortalecido en estos años de “revolución ciudadana”. De hecho, como algo sin parangón en la historia política de este país, en poco más de cinco años se ha asistido a nueve procesos electorales; de forma que, si por democracia entenderíamos sólo elecciones, no cabe duda que el Ecuador sería en este momento uno de los países más democráticos del mundo. Sin embargo, en un régimen verdaderamente democrático, no en un régimen simplemente electoral, la participación política de las personas, su ciudadanía política plena, tiene que ver con su permanente debate e involucramiento con los temas de la política estatal, con su incidencia real en esta; algo que no se ha dado en el país en estos tiempos de “revolución ciudadana”. No creo por ningún lado que el Estado esté impulsando ningún tipo de ciudadanía política, sino algo distinto…, la ciudadanía política es una práctica, un espacio que se crea cuando se elabora un discurso sobre un problema, un conflicto dentro de las relaciones de fuerza imperantes.

La ciudadanía política es la práctica de plantear un conflicto y argumentarlo, de acciones públicas consecuentes. Si se niega que el conflicto sea parte de la política, queriendo imponer una armonía de tipo eclesiástico pastoral por medio de una adhesión icónica y fetichista a la imagen de un gobernante, se elimina la ciudadanía política y se implanta una ciudadanía policiaca. (Guerrero, 2011: 125) Y es precisamente en la negación del conflicto, en su represión, en lo que más pondría empeño el actual Gobierno ecuatoriano. Es parte de su visión de los temas y problemas a los que debe dar tratamiento en el marco de su gestión, y es a esta visión a la que espera se someta todo el mundo. Incluso cuando se ha recurrido al pueblo para pedir su opinión, a través por ejemplo de las consultas populares, se ha esperado que aquel termine avalando la postura oficial; con lo que la participación electoral del pueblo ha terminado convirtiéndose en un mero instrumento de legitimación de la política gubernamental y no en un real ejercicio de la política por parte de la gente.

Verbigracia, en la última consulta popular realizada el 7 de mayo de 2011, el Gobierno apostó nuevamente al voto clientelar y emocional, antes que a un voto reflexivo y de opinión. Más que llamar a la población a analizar el marco legal que estaba en juego con el contenido de las preguntas (como la Constitución, el Código Orgánico de la Función Judicial y los anexos), el Gobierno priorizó una campaña orientada a lograr adhesiones para el SÍ sobre la base de un discurso y una publicidad que puso acento, sobre todo, en lo que consideraba como sus logros en los diversos ámbitos de la gestión gubernamental. Empero, en contrapartida hay que reconocer, también, que algunos sectores de la oposición llamaron a convertir el voto por el NO en un voto de desaprobación al Gobierno y sus políticas.

A contrapelo de las potencialidades democratizadoras inherentes a la Constitución, y al proyecto originario de la “revolución ciudadana” que planteaba una democracia participativa, la soberanía del pueblo (la soberanía popular) asoma reducida al periódico ritual de la participación electoral; participación luego de la cual el pueblo aparecería expropiado de su soberanía, negado como fuente real del poder político. En los hechos de la vida diaria, los ciudadanos se sientan a mirar en una esquina cómo el poder desfila por las calles para ser aclamado por la excelencia de su representación. No están invitados a participar en la fuente del poder, sino de forma completamente controlada….dada la dominación lo que menos quiere el soberano (la voluntad particular) es recordar que el poder le pertenece al pueblo (voluntad general) y le sigue perteneciendo en todo momento. La forma en que en este momento resuelve este reconocimiento perverso de la voluntad general, se da a través de las encuestas de opinión, un pueblo que solamente es sujeto de encuestas… (Rojas, 2011: 278) Si bien en la perspectiva de hacer efectivos ciertos procesos de participación ciudadana, la Constitución creó el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, así como las comisiones ciudadanas, la silla vacía, entre otras; sin embargo, en la práctica dicha participación no se ha dado o ha sido sometida al control gubernamental. Si de por sí la institucionalización de la participación ciudadana podía tener riesgos para el libre fluir de esta participación, el control real del Consejo de Participación por parte del Ejecutivo, y por esta vía el control de las comisiones ciudadanas de selección, ha llevado a convertir a la participación ciudadana en un recurso retórico del poder gubernamental para legitimar un creciente proceso de concentración del poder público estatal en manos del Ejecutivo. De esta forma, por ejemplo, hoy asistimos al hecho de que las más altas autoridades de los diversos órganos del Estado, y que formalmente provienen de concursos de méritos y oposición llevados adelante por “comisiones ciudadanas”, están ligados o influenciados por el órgano Ejecutivo del poder estatal. En la práctica, entonces, el sujeto del poder constituyente (el pueblo) ha sido sometido por el poder constituido, y más concretamente, por uno de sus órganos: el Ejecutivo; con lo que la condición ciudadana del que se supone debe ser el soberano en democracia, el pueblo, ha devenido simplemente en el ritual a través del cual este, periódicamente y a través de sucesivos procesos electorales, confirma la enajenación de su soberanía a favor del que funge ahora como el único soberano: el Presidente de la República.

Las limitaciones de la ciudadanía civil
Así como amplía la ciudadanía política, la Constitución actual del Ecuador amplía también la ciudadanía civil, pues establece un conjunto de derechos innovadores orientados a proteger la integridad personal, la seguridad y la libertad de las personas. Sin embargo, en la práctica del Gobierno actual no todos estos derechos han sido promovidos y respetados. Así, el derecho a vivir en un ambiente sano puede ponerse en entredicho en aquellas comunidades rurales donde el modelo extractivista, especialmente ligado a la explotación minera a gran escala, es implementado. Un entredicho que, también, se daría con la decisión gubernamental de abandonar la Iniciativa Yasuní y la consiguiente explotación de los recursos petroleros ubicados al interior de este parque nacional, considerado por la Constitución de la República como área protegida e intangible, amén de que se estaría afectando los derechos de la naturaleza consagrados por esta misma Constitución.

La prohibición de la publicidad que induzca a todo tipo de violencia ha quedado minimizada en sus efectos positivos cuando, a través de los medios de comunicación, el Presidente de la República y otros actores políticos realizan constantes alocuciones, cargadas de violencia verbal y simbólica para referirse a sus adversarios políticos. El derecho de todas las personas a una “comunicación libre, intercultural, incluyente y participativa”, orientada a dar un carácter democrático a la comunicación, ha quedado constreñido en su ejercicio cuando desde las esferas del poder político, principalmente del poder gubernamental, lo que se hace constantemente es básicamente propaganda y publicidad sobre las supuestas bondades de su gestión; amén de usar los medios de comunicación públicos como correas de trasmisión de una verdad oficial, la verdad del Gobierno y de los actores políticos ligados a éste, en detrimento de la objetividad y el pluralismo, dos componentes esenciales de una comunicación verdaderamente libre y democrática. Con esto el Gobierno ha perdido la oportunidad de demostrar que se puede hacer una comunicación diferente a la de aquellos grandes medios de comunicación privados, a los que siempre ha criticado precisamente por su falta de objetividad y por estar vinculados a determinados grupos de poder económico. Si bien la Ley de Comunicación, aprobada en junio de 2013, tiene cosas interesantes y positivas, como la democratización de las frecuencias del espectro radioeléctrico, la prohibición de oligopolios en la propiedad de medios de comunicación, el control de contenidos en la programación que inciten al sexismo y la violencia, el apoyo para una mayor difusión de producciones de carácter nacional, entre otras, también existen aspectos que preocupan por sus potenciales efectos negativos para el ejercicio de una comunicación auténticamente democrática y libre. Es el caso, por ejemplo, de la conformación del Consejo de Regulación de la Comunicación.

Un organismo que, por influencia directa o indirecta del Ejecutivo sobre los organismos que conforman este Consejo, terminaría bajo su control, como ya sucede con otros importantes órganos del poder estatal; una situación que podría convertirse en un vehículo para limitar la libre expresión de aquellos medios y personas que no compartan las posturas oficiales o critiquen al Gobierno. Si es pertinente la calificación de la actividad de los medios como servicio pú- blico, justamente por esto hubiese sido mucho más pertinente y democrático el control del Consejo de Regulación por parte de la propia ciudadanía y de sus organizaciones. Por otro lado, la introducción en la Ley de Comunicación de la figura del “linchamiento mediá- tico”, con sanciones incluso penales para los que sean acusados como responsables de este delito, no solo que podría reforzar las limitaciones a la libertad de expresión y la autocensura, sino que le daría complementariamente un carácter represivo a la Ley de Comunicación; amén de que la acusación misma de ese tipo de linchamiento sería bastante subjetiva y discutible. Respecto del derecho a la comunicación, muy ligado a este consta el derecho de las personas a opinar y expresar libremente su pensamiento; un derecho civil clásico que, junto a otros derechos, como el de asociarse, reunirse y manifestarse libremente, ha sufrido limitaciones en su ejercicio por parte del poder político gubernamental actual.

El Presidente de la República reiteradamente ha hecho gala no sólo de irrespeto, sino de franca intolerancia, a las opiniones y asertos que cuestionen o contradigan su visión de los acontecimientos que ocurren en el país. Y en una posición extrema, en varias ocasiones, se ha hecho uso incluso de figuras jurídicas para reprimir, mediante procesos judiciales, a los responsables de esos criterios. Ciertamente que el discurso gubernamental pretendería legitimar dichos procesos a partir de endilgar a esas aseveraciones el calificativo de injurias y/o calumnias. Sin embargo, es sobre todo el derecho civil a organizarse, movilizarse y protestar el que más ha sufrido la restricción por parte del Gobierno y esto ha ocurrido, paradójicamente, en condiciones donde por primera vez en la historia del Ecuador la Constitución Política del Estado prescribe como un derecho ciudadano el “derecho a la resistencia” (artículo 98). Una paradoja de las tantas que subyacen a la dinámica de la llamada “revolución ciudadana”.

Varios actores de protestas sociales, aunque estas protestas hayan asumido formas parecidas a las que tuvieron en gobiernos anteriores, han terminado acusados y enjuiciados por el delito de “sabotaje” y “terrorismo”. En este sentido hemos de recordar, por ejemplo, que en tiempos del Gobierno derechista de León Febres Cordero los indígenas, como forma de protesta, solían poner obstáculos en las vías; pero ni a este Presidente ni a ningún otro, de las últimas décadas, se les ocurrió enjuiciarles con esa figura jurídica. Asimismo, siempre han habido protestas estudiantiles, pero ha ningún Presidente se le ocurrió amenazar a los estudiantes con expulsarles si salen a protestar en las calles. En general toda forma de protesta, si no ha sido reprimida ha sido por lo menos condenada por el Gobierno; con lo que la democracia como forma de régimen político se ha visto menoscabada en uno de sus elementos fundamentales: el ejercicio pleno de un conjunto de derechos y libertades para reunirse, expresarse y manifestarse. Aún más, en el marco de un modelo de gestión política que no solo ha exhibido tendencias represivas y autoritarias, sino también totalitarias, el Gobierno emitió en julio de 2013, mediante un decreto presidencial, un reglamento para controlar la conformación y actividades de las organizaciones sociales y ciudadanas, estableciéndose para este control el Sistema Unificado de Información de las Organizaciones Sociales (SUIOS) y el Registro Único de Organizaciones Sociales (RUOS).

Si lo propio de un régimen democrático auténtico es el control del Estado por parte de la sociedad civil, en el Ecuador actual las cosas parecen funcionar al revés: es el Estado el que pretende controlar a la sociedad civil y, más específicamente, es el Gobierno de turno el que pretende ostentar este control, puesto que en dicho reglamento se establece, por ejemplo, que el Estado a través de la Secretaría Nacional de Gestión Política (un ente del Gobierno) será el encargado de ejercer la rectoría del SUIOS. Aún más, se establece que este organismo controlado por el Gobierno podrá inhabilitar una organización social por “desviarse de los fines y objetivos por los cuales fue constituida, por contravenir reiteradamente las disposiciones de las autoridades y entes de control y regulación, y por dedicarse a actividades políticas partidistas”. También se establece, como causal para disolver una organización, “el atentar contra la seguridad interna y externa del Estado”. ¿Quién establece estas causales para la disolución de una organización?: ese organismo; el cual, además, dictaminará esta disolución de oficio, es decir, sin derecho a la legítima defensa que debería tener una organización. Con esto lo más previsible es que se dará un mayor debilitamiento de la sociedad civil, un debilitamiento enmarcado en el objetivo político de hacer del Ecuador una sociedad de meros habitantes o votantes, y no una sociedad de ciudadanos organizados, con participación política, y con autonomía del Estado y del poder político de turno, es decir, una verdadera sociedad civil. Adicionalmente, dicho reglamento contradice libertades y derechos democráticos y constitucionales, como el derecho a la libre asociación y organización.

Y lo más llamativo es que todo esto se ha dado con la complicidad de funcionarios del Gobierno que hicieron carrera política en el seno, precisamente, de las organizaciones sociales. Por otro lado, si bien la Constitución, dentro del título III referido a las garantías constitucionales, establece un conjunto de garantías jurisdiccionales, la influencia que el Ejecutivo mantiene sobre el Órgano Judicial del Estado ha llevado a que en algunos casos dichas garantías, así como algunos derechos de protección, no sean cumplidos a cabalidad; pues en estos casos las decisiones judiciales, más que apegarse estrictamente a lo jurídico asomarían apegadas a los intereses políticos gubernamentales. El juicio y condena a varios dirigentes sociales opositores, o a medios de comunicación como diario El Universo, constituyen algunos ejemplos de lo afirmado.

La ciudadanía social a medias
A más de ampliar la ciudanía política y civil, la Constitución establece igualmente una ampliación de la ciudadanía social, ya que se fijan nuevos derechos sociales y su mejoramiento. Y es en el ámbito de la ciudadanía social donde, a diferencia de los otros tipos de ciudadanías, se podrían encontrar más logros que limitaciones por parte de la gestión del gobierno de Correa. Verbigracia, el derecho a la educación pública gratuita hasta el tercer nivel ha sido cumplido. Hoy los estudiantes universitarios ya no pagan para ingresar a la universidad pública, aunque, paradójicamente, al no haberse compensado significativamente los recursos que las universidades dejaron de percibir por matrículas, muchos estudiantes quedan al margen de esta educación superior debido a la imposibilidad de las instituciones universitarias de recibir a un mayor número de bachilleres.

En este sentido, si bien la gratuidad de la educación universitaria tendría la intensión de democratizar el acceso a la misma, esta gratuidad, al ir acompañada de mayores limitaciones para el acceso de los bachilleres, no ha posibilitado precisamente dicha democratización. Por otra parte, la supresión del cobro de matrículas en las instituciones de educación fiscal básica y media, la entrega gratuita de útiles a los estudiantes de esas instituciones, el mejoramiento de la infraestructura educativa, la evaluación de los docentes y el mejoramiento de sus sueldos, han sido situaciones que han fortalecido el ejercicio del derecho social a la educación como una responsabilidad ineludible del Estado; sin embargo, todavía falta por caminar para llegar a convertir a la educación en “garantía de la igualdad e inclusión social”, así como para hacer que la educación sea “participativa, intercultural, democrática y diversa”, haciendo que impulse la equidad de género, como un derecho social que debe garantizar el Estado, si bien el Gobierno ha mejorado la infraestructura en los centros estatales de salud, todavía subsiste un sistema de atención que acusa de fallas e ineficiencias, como en varias ocasiones ha sido reconocido y denunciado por el propio Presidente de la República; amén de que el ejercicio pleno del derecho a la salud todavía no es posible por la falta de un cumplimiento total de los otros derechos vinculados, como los derechos al agua, a la alimentación, al trabajo, a la seguridad social, entre otros.

Si en relación al derecho a la alimentación la Constitución establece (artículo 13) que “las personas y colectividades tienen derecho al acceso seguro y permanente a alimentos sanos, suficientes y nutritivos, preferentemente producidos a nivel local y en correspondencia con sus diversas identidades y tradiciones culturales”, este derecho todavía no es cumplido, por lo menos para todas las personas que viven en el Ecuador.

En cuanto al derecho al agua, calificado por la Constitución como un derecho humano “fundamental e irrenunciable”, algunas comunidades rurales han denunciado el peligro de contaminación de las fuentes hídricas que implicaría la explotación minera a gran escala en sus zonas geográficas de residencia; además de que en algunas urbes, como en Guayaquil, el agua es manejada todavía como un negocio por parte de empresas privadas. Sobre el derecho social al trabajo, la Constitución establece en el artículo 33 que “El Estado garantiza a las personas trabajadoras el pleno respeto a su dignidad, una vida decorosa, remuneraciones y retribuciones justas y el desempeño de un trabajo saludable y libremente escogido y aceptado”.

Si bien el Gobierno de Correa ha logrado suprimir ciertas aberraciones y abusos en el ámbito laboral, como la tercerización o la discriminación al trabajo de las empleadas domésticas, aún subsisten niveles salariales injustos que impiden realizar el precepto constitucional de una “vida digna y decorosa”, y esto como corolario de una política salarial que, a pesar de ciertos reajustes periódicos en las remuneraciones, sigue siendo predominantemente restrictiva, pues dichos reajustes usan como parámetro, básicamente, la tasa inflacionaria. El derecho a la seguridad social, aunque concebido constitucionalmente como un “derecho irrenunciable de todas las personas, y será deber y responsabilidad primordial del Estado” (artículo 34), todavía no es plenamente cumplido en el Ecuador. Aún más, si una de las cosas más innovadoras que establece la Constitución, en materia de derechos sociales, es la garantía del Estado para hacer efectivo el derecho a la seguridad social de las personas que realizan trabajo no remunerado en los hogares, de los que realizan actividades de auto sustento en el campo, de los que trabajan de manera autónoma y de quienes se encuentran en situación de desempleo, este derecho asoma todavía incumplido en el marco de la gestión del Gobierno actual.


En cuanto al derecho social y constitucional de las personas (artículo 30) “a un hábitat seguro y saludable, y a una vida adecuada y digna, con independencia de su situación social y económica”, se trata de un derecho cuyo cumplimiento pleno está aún en espera, y esto a pesar de los programas y bonos de vivienda impulsados por el Gobierno. Ahora, es sobre todo en materia de los “derechos de las personas y grupos de atención prioritaria” de los que habla la Constitución (adultos mayores, jóvenes, migrantes, embarazadas, niños y adolescentes, discapacitados, personas privadas de libertad), donde más se ha sentido la preocupación y la acción gubernamental; por lo que en esta materia, también, se ha visto efectivizada aquella visión de la ciudadanía diferenciada que está presente en la Constitución. Particularmente se destaca, dentro de esa acción gubernamental, el programa de atención a las personas con discapacidad liderado por el exvicepresidente de la República Lenin Moreno. Por otro lado, si se considera que una verdadera política social, que promueva también una verdadera ciudadanía social, comporta sobre todo el ejercicio de derechos sociales en el marco de una política estatal redistributiva de la riqueza y de impulso de la independencia productiva de las personas, y no simplemente una política asistencialista, hay que denotar que la gestión social del actual Gobierno no siempre ha estado caracterizada por ser redistributiva y alejada de una connotación predominantemente asistencialista (bonos, subsidios y demás) e, incluso, clientelar. Quizás el caso más emblemático sea el bono que se da a familias que están bajo la línea de extrema pobreza y que eufemísticamente ha sido llamado “bono de desarrollo humano”, un bono creado durante el gobierno de Jamil Mahuad y que ha sido fortalecido con otros programas sociales complementarios durante el gobierno de Correa, lo cual le ha permitido contar con una base política y electoral cautiva a su favor. Bajo el ropaje de la tesis de la ciudadanía lo que se propone es la vieja política clientelar, que sin duda ha dado réditos al Gobierno gracias a una mayoría de políticas sociales, subsidios, construcción de vías, programas de educación y salud. Correa no va a las comunidades y trata individualmente a los individuos-ciudadanos, va y trata con las comunidades, y su popularidad viene de ahí, no de una política ciudadana. (Moreano, 2011: 51)

 Los vericuetos de las nuevas ciudadanías
Si una de las rupturas más importantes que trajo la Constitución actual del Ecuador, con respecto a las cartas constitucionales anteriores, fue la creación de nuevos tipos de ciudadanía, a partir del reconocimiento de nuevos derechos para colectivos sociales específicos y para la naturaleza, durante la gestión del régimen de Correa no se han dado precisamente pasos significativos en dirección a concretar esas nuevas ciudadanías, a saber, la ciudadanía colectiva y la ciudadanía de la naturaleza.
Si bien han habido acciones para promover los derechos de la naturaleza, expresadas por ejemplo en el combate a cierto tipo de minería ilegal y contaminante, y en el impulso del proyecto Yasuní ITT dirigido a dejar bajo tierra los recursos petroleros a cambio de una compensación internacional, el abandono de este proyecto y la apuesta a favor de proyectos mineros a gran escala, paradójicamente, podrían conllevar efectos negativos para la naturaleza y el ambiente. En cuanto a la ciudadanía colectiva promovida por la Constitución a partir del reconocimiento de los derechos colectivos, y que se contrapone a la ciudadanía individual propia de la visión tradicional o liberal, gran parte de los 21 derechos constitucionales que tipifican dicha ciudadanía no han sido observados desde la praxis estatal y, sobre todo, desde la praxis política gubernamental.

La consulta previa para la explotación de los recursos no renovables que se hallen en las tierras de las comunidades indígenas, ha sido hasta ahora generalmente incumplida. El derecho a constituir y mantener organizaciones que los representen en el marco del respeto al pluralismo y a la diversidad cultural, política y organizativa del Estado, ha sido frecuentemente torpedeado en la dinámica de una conducta gubernamental que ha descalificado y ha buscado más bien el debilitamiento de aquellas organizaciones indígenas que han asumido una actitud crítica y de abierta independencia frente al Gobierno, como es el caso de la Conaie que, no obstante su pérdida de fuerza orgánico-política, sigue siendo la organización más representativa del movimiento indígena. En este contexto, la posibilidad de concretar en la organización y acción del Estado su carácter plurinacional ha resultado problemática y, a la postre, inviable en las condiciones política actuales. La concepción tecnocrática del Estado que impulsa Correa es otro elemento de confrontación con la tesis del Estado plurinacional, que tiende más bien a romper la legitimidad tecnocrática y construye una legitimidad político-étnico-social… Un Estado plurinacional significa que las estructuras indígenas forman parte del Estado, por lo que la CONAIE y otras direcciones de los pueblos indios no sería únicamente interlocutores, sino parte interna, y por ende, participarían en las decisiones y en la organización de toda la política. ¿Cuál sería la nueva institucionalidad?: gabinetes plurinacionales, una Cámara Legislativa plurinacional. (Moreano, 2011: 55) La ciudadanía colectiva, y en este caso la ciudadanía multicultural que se conjuga con la ciudadanía de la diferencia, no solo que ha resultado problemática y limitada en su ejercicio, sino que –como dijimos– sus propias expresiones organizativas autónomas han sido denostadas y enfrentadas por el Gobierno, en una actitud contrapuesta al artículo 57 de la Constitución que establece que el Estado reconocerá y promoverá todas las formas de expresión y organización de las comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas.

Dicha actitud, empero, no sería aislada sino que formaría parte de una estrategia gubernamental orientada a debilitar la organización social independiente, la sociedad civil, y, con esto, la posibilidad de construir una verdadera ciudadanía. A esto justamente nos referimos a continuación.

Más estado y menos sociedad civil
Si entendemos la ciudadanía no solo como una condición de las personas vinculada a la posesión o reconocimiento de un conjunto de derechos, sino también como la participación de ellas en los asuntos públicos o políticos, esta última dimensión de la ciudadanía (la ciudadanía como concepto político) supone la organización social autónoma de las personas, la construcción de un espacio público distinto a lo público estatal, un espacio que está inmerso precisamente en el concepto de sociedad civil. Sin embargo, en la práctica del Gobierno de la llamada “revolución ciudadana”, lo que menos se ha permitido es la construcción y fortalecimiento de aquellos espacios organizativos de la sociedad autó- nomos del Estado, es decir, de la sociedad civil. En América Latina no estamos ante sociedades que, organizadas desde abajo, ya sea desde los individuos o de sus asociaciones, estructuran una autoridad que llamamos Estado, sino por el contrario éste es el que constituye desde el principio simbólico de una nación a la sociedad a través de la política. De modo que la sociedad civil no se constituirá principalmente como contrapeso del Estado desde afuera o desde abajo y, en todo caso, se tratará no de cualquier estructura asociativa autónoma, sino de aquellos actores sociales con un nivel de organización o masas movilizadas en torno a algún eje político, personal o institucional… Y es esta manera de ser de la sociedad civil que estalla, y es este estallido lo que permite que, por primera vez, pueda hablarse de sociedad civil como algo separado o autónomo, siempre relativamente de la política y el Estado. (Garretón, s/f: 47)

Este estallido es precisamente el que no se da en el Ecuador, donde más bien se han hecho esfuerzos oficiales por debilitar el tejido asociativo, la organización ciudadana autónoma, y por fortalecer al Estado –e incluso al Gobierno– como único eje de la política y de lo público, al que tiene que subordinarse cualquier organización. De aquí que en el gobierno de Correa: Ciudadanía pretende ser la categoría que abarque a toda la población, pero a la par se funda en la exclusión y rechazo a todos los conjuntos sociales vivos y actuantes… no se les reconoce legitimidad política y se acusa permanentemente a la organizaciones sociales de defender intereses particulares sacrificando el interés general. (Moreano, 2011: 49) En efecto, ya desde el inicio de su gestión el régimen de Correa buscó debilitar algunas expresiones gremiales, como los colegios profesionales, al decretar la no obligatoriedad de su pertenencia a las mismas; coetáneamente ha tratado de minimizar el papel y representatividad de organizaciones gremiales como las Cámaras de la Producción, a la vez que ha cuestionado y pretendido minimizar a gremios y organizaciones populares como la UNE, FEUE, Conaie, Sindicatos Públicos, entre otras. Esta situación se daría luego de la aprobación en consulta popular de la Constitución elaborada por la Asamblea Constituyente reunida en Montecristi, pues hasta antes de esta aprobación los movimientos sociales populares fungieron como aliados del Gobierno y, en tal condición, apoyaron la realización de la Asamblea Constituyente y luego hicieron campaña para la aprobación de la nueva Constitución. . Una vez aprobada esta, sin embargo, y sobre todo desde el inicio del segundo periodo de Gobierno, Correa en agosto de 2009, en vez de radicalizar la “revolución ciudadana”, como había ofrecido, terminaría más bien radicalizando su enfrentamiento con los movimientos sociales populares, lo que no haría sino evidenciar el viraje ideológico-político del Gobierno, a saber: de un proyecto reformista o antineoliberal en lo económico, redistributivo en lo social y democratizador en lo político, se pasaría a un modelo neodesarrollista en lo económico (con una política económica híbrida), asistencialista y clientelar en lo social, y represivo y autoritario en lo político; modelo político este del que serían principalmente víctimas, precisamente, los movimientos populares. Si bien la revolución ciudadana evita un bandazo hacia la derecha del electorado, se forma en contra de los movimientos sociales; nace de su debacle e intenta consolidar de manera definitiva esa derrota, porque es incompatible con una democracia basada en la movilización general del pueblo. (Rojas, 2011: 271)

Generalmente el discurso presidencial ha pretendido legitimar su arremetida contra los movimientos sociales, a través de cuestionar los “errores de sus dirigentes”; sin embargo, más allá de este cuestionamiento, que puede resultar válido en algunos casos, lo que se buscaría en realidad es acabar o debilitar las organizaciones sociales como tales. En las últimas décadas las organizaciones sociales autónomas han impulsado el cambio de la ciudadanía hacia un nuevo tipo de relación cotidiana de igualdad a nivel nacional. Hoy están siendo aplastadas simbólicamente. Prácticamente deslegitimadas por un bombardeo mediático de denigra ción reiterada, por eso hay un retroceso. Al parecer se pretende crear organizaciones supeditadas al discurso oficial, con lo que impulsa una forma de ciudadanía policiaca que impide la irrupción de la ciudadanía política. La ciudadanía policiaca permite que cada uno se vuelva policía del opositor. No hay debate sino denigración y el llamado a la represión. (Guerrero, 2011: 117) Este proceso de oposición y deslegitimación a las organizaciones y movimientos sociales ciertamente que ha sido completado con la supeditación de algunas de ellas.

A nivel del movimiento indígena, por ejemplo, el caso de la Federación de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin) constituye uno de los testimonios más emblemáticos; sin que exista, empero, un proyecto claro para crear organizaciones sociales desde el Gobierno. En este marco, daría la impresión más bien que lo que se preferiría es borrar todo tipo de organización social o ciudadana, para que quede al final solo una gran masa popular o “masa ciudadana”, resultado de la simple suma de los ciudadanos individualmente considerados; una masa a la cual el líder o caudillo pueda recurrir periódicamente para recibir su aprobación, para relegitimarse, y eventualmente hacerle aprobar cosas de las que esa masa ni siquiera tiene plena conciencia, como sucedió precisamente con la consulta popular del 7 de mayo de 2011, al plantearse al pueblo asuntos que, entre otras cosas, tenían que ver con una reestructuración a fondo del órgano judicial del Estado y, más específicamente, con la “metida de manos” en este órgano por parte del Ejecutivo.

Por lo tanto, si algún tejido social se crea o se impulsa por parte del Gobierno, este estará constituido por organizaciones destinadas a su apoyo político; por ende, por organizaciones sin voz propia, así sea una voz subordinada. Una de las expresiones de esta visión y práctica de la ciudadanía, como masa de individuos sin articulación ni organización, tiene que ver con el carácter que han asumido las políticas sociales gubernamentales. Así, por ejemplo, el bono de la pobreza o “bono de desarrollo humano” se sostiene en un mecanismo de distribución que enlaza a cada individuo con el Estado, sin la mediación de ninguna organización: La única relación que los une es abstracta, estadística. Son iguales por un proceso de identificación anónimo que estableció un lazo simbólico, económico, político solo con el Estado-presidente pastoral… El sistema informático de identificación y de clasificación ubica al beneficiario del bono en un rango no de ciudadano, sino de pobre. No para elevarlo al rango de ciudadano real, sino para construirlo como consumidor pobre. (Guerrero, 2011: 121) Es esta una situación que contrastaría con los clásicos gobiernos populistas, que sí daban voz a los sectores excluidos, a los no reconocidos, y en cuyas organizaciones encontrarían su base social de apoyo. Asimismo, la oposición de Correa a todo intento de organización y movilización social contrastaría, también, con lo ocurrido en los gobiernos de Hugo Chávez y Evo Morales.

Lo que el gobierno de Correa buscaría más bien es una relación no mediada entre el Estado, y más específicamente su Gobierno, y los miembros de la sociedad, excluyendo de esa mediación no sólo a las organizaciones sociales sino también a los partidos políticos; los mismos que al no cumplir adecuadamente su función de intermediación entre el Estado y la sociedad, han devenido ciertamente en “partidocracia”. De aquí que el Presidente busque siempre una relación directa con la masa de “ciudadanos” y con las bases de los movimientos sociales a los que aspira debilitar. Es el gobernante quien los oye y articula sus demandas sin mediaciones para conducirlas al Estado, que él mismo representa. Simultáneamente estos sectores quedan vinculados al Gobierno en la medida que han podido sentir al Gobierno directamente, que lo han tocado, que han estrechado las manos del poder…, por eso hay un retroceso. Al parecer se pretende crear organizaciones supeditadas al discurso oficial, con lo que impulsa una forma de ciudadanía policiaca que impide la irrupción de la ciudadanía política. La ciudadanía policiaca permite que cada uno se vuelva policía del opositor.

No hay debate sino denigración y el llamado a la represión. (Guerrero, 2011: 117) Este proceso de oposición y deslegitimación a las organizaciones y movimientos sociales ciertamente que ha sido completado con la supeditación de algunas de ellas. A nivel del movimiento indígena, por ejemplo, el caso de la Federación de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin) constituye uno de los testimonios más emblemáticos; sin que exista, empero, un proyecto claro para crear organizaciones sociales desde el Gobierno. En este marco, daría la impresión más bien que lo que se preferiría es borrar todo tipo de organización social o ciudadana, para que quede al final solo una gran masa popular o “masa ciudadana”, resultado de la simple suma de los ciudadanos individualmente considerados; una masa a la cual el líder o caudillo pueda recurrir periódicamente para recibir su aprobación, para relegitimarse, y eventualmente hacerle aprobar cosas de las que esa masa ni siquiera tiene plena conciencia, como sucedió precisamente con la consulta popular del 7 de mayo de 2011, al plantearse al pueblo asuntos que, entre otras cosas, tenían que ver con una reestructuración a fondo del órgano judicial del Estado y, más específicamente, con la “metida de manos” en este órgano por parte del Ejecutivo. Por lo tanto, si algún tejido social se crea o se impulsa por parte del Gobierno, este estará constituido por organizaciones destinadas a su apoyo político; por ende, por organizaciones sin voz propia, así sea una voz subordinada.

Una de las expresiones de esta visión y práctica de la ciudadanía, como masa de individuos sin articulación ni organización, tiene que ver con el carácter que han asumido las políticas sociales gubernamentales. Así, por ejemplo, el bono de la pobreza o “bono de desarrollo humano” se sostiene en un mecanismo de distribución que enlaza a cada individuo con el Estado, sin la mediación de ninguna organización: La única relación que los une es abstracta, estadística. Son iguales por un proceso de identificación anónimo que estableció un lazo simbólico, económico, político solo con el Estado-presidente pastoral… El sistema informático de identificación y de clasificación ubica al beneficiario del bono en un rango no de ciudadano, sino de pobre. No para elevarlo al rango de ciudadano real, sino para construirlo como consumidor pobre. (Guerrero, 2011: 121) Es esta una situación que contrastaría con los clásicos gobiernos populistas, que sí daban voz a los sectores excluidos, a los no reconocidos, y en cuyas organizaciones encontrarían su base social de apoyo. Asimismo, la oposición de Correa a todo intento de organización y movilización social contrastaría, también, con lo ocurrido en los gobiernos de Hugo Chávez y Evo Morales.

 Lo que el gobierno de Correa buscaría más bien es una relación no mediada entre el Estado, y más específicamente su Gobierno, y los miembros de la sociedad, excluyendo de esa mediación no solo a las organizaciones sociales sino también a los partidos políticos; los mismos que al no cumplir adecuadamente su función de intermediación entre el Estado y la sociedad, han devenido ciertamente en “partidocracia”. De aquí que el Presidente busque siempre una relación directa con la masa de “ciudadanos” y con las bases de los movimientos sociales a los que aspira debilitar. Es el gobernante quien los oye y articula sus demandas sin mediaciones para conducirlas al Estado, que él mismo representa. Simultáneamente estos sectores quedan vinculados al Gobierno en la medida que han podido sentir al Gobierno directamente, que lo han tocado, que han estrechado las manos del poder e imaginariamente su condición de meros habitantes o pobladores, o clientes, lo que se ha evidenciado en estos años de “revolución ciudadana” son diversas formas de despolitización de la ciudadanía. La participación de las personas en los numerosos procesos electorales que ha habido en dichos años, es básicamente participación electoral, lo cual no significa, per se, participación política y politización, de la misma manera que abundantes elecciones no significa que hay abundante democracia. La noción de ciudadanía como noción esencialmente política implica reconocer a los otros el derecho a hablar públicamente, a debatir y formular un discurso propio sobre su realidad, a organizarse para luchar por sus demandas. Ya ni siquiera en las cadenas sabatinas presidenciales hoy se invita a delegados o representantes ciudadanos a exponer sus necesidades; solo hay el discurso oficial, la verdad oficial, y cualquier voz que se permita oír será para respaldar esa verdad. En definitiva, en la práctica del Gobierno actual en vez de un proceso de construcción y desarrollo de la ciudadanía, de ciudadanización, hemos tenido un proceso de deconstrucción de la ciudadanía, de desciudadanización o de anticiudadanización. Las cadenas sabatinas son alegorías del silenciamiento, no abren el debate, una sola voz es la que se escucha, la voz de un ego narciso. Es lo opuesto a un acto ciudadano de política, donde lo que se trata es de debatir y confrontar opciones y negociar puntos de vista. Es un régimen de des-ciudadanización. (Guerrero, 2011: 118) En este marco de desciudadanización, la posibilidad de democratizar el funcionamiento del Estado y de la sociedad ecuatorianos ha quedado mediatizada, pues la existencia de la ciudadanía constituye una condición para la existencia de la democracia en su sentido lato.
Referencias bibliográficas:
* Sociólogo, máster en sociología y desarrollo, profesor de la Universidad de Cuenca, autor de artículos y libros sobre temas sociales y políticos, editorialista del diario El Mercurio de Cuenca, exconsejero provincial del Azuay y exconcejal de Cuenca.
Fuente: http://montecristivive.com/wp-content/uploads/2015/01/La-restauraci%C3%B3n-conservadora-copia.compressed.pdf

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