Una “revolución” sin ciudadanía
Por Marco Salamea Córdova
La Constitución de la República
del Ecuador, si bien da continuidad a una visión tradicional de la ciudadanía,
establece también una nueva visión de esta, la amplía y crea nuevas
ciudadanías. Lo que hacemos en el presente trabajo es un análisis de cómo asoma
el fenómeno de la ciudadanía en la dinámica de la gestión del gobierno del
presidente Rafael Correa, y denotar hasta qué punto se acerca o aleja de esa
visión constitucional.
El fortalecimiento de la ciudadanía tradicional
Vale recordar que la visión
tradicional o liberal de la ciudadanía se basa, principalmente, en el
reconocimiento y garantía de un conjunto de derechos individuales, en la
primacía de los derechos individuales políticos y civiles, y en que ese
reconocimiento es para todos los individuos por igual (ciudadanía de la
igualdad). El hecho mismo de no usar el término revolución “democrática” o
“popular” (que no es lo mismo que revolución socialista), sino la expresión revolución “ciudadana” develaría no sólo
una simple modificación de términos sino un cambio ideológico, puesto que
sobrepondría el discurso liberal sobre el discurso de izquierda. En este
sentido, el gobierno de Correa concibe y trata a las personas como ciudadanos y
ciudadanas, pero individualmente considerados, y no como pertenecientes a
diversos colectivos sociales; o, más vale, los ve como individuos que
pertenecen a la gran masa del pueblo. En la manera actual en que el Gobierno se
comunica con las masas, éstas son asumidas como ciudadanos, que responden
individualmente desde sus necesidades y se relacionan como tales con el
gobernante. Es el gobernante quien los oye y articula sus demandas sin
mediaciones para conducirlas al Estado, que él mismo representa. (Rojas, 2011:
278) No interesa tanto la identidad social particular del individuo-ciudadano
(su diferencia), sino su disgregación (su igualación) en la abstracta identidad
general del pueblo.
No es la ciudadanía como comunidad concreta particular
(basada en diferencias de clase, étnicas, de género, de edad, entre otras) lo
que tiene asidero en el discurso y la práctica política oficial, sino la
ciudadanía como abstracta comunidad general, compuesta por individuos o átomos
sin identidad social específica. Por esto mismo tampoco interesa la
organización social de esos individuos ciudadanos, que podría dar fe de su
identidad social particular y diluir su atomización; e, incluso, llevar a su
conversión en un actor activo del proceso político, es decir, en sujeto. Con
esto la ciudadanía individual garantiza, al mismo tiempo, una ciudadanía pasiva
y no activa, que es también el tipo de ciudadanía que el Gobierno quiere
desarrollar. La ciudadanía pasiva (millones de pobladores de los barrios
pobres, campesinos y pequeña burguesía) que tanto invoca Correa y que
aparentemente es la gestora de la revolución, es apenas espectadora… La
ciudadanía activa –que verdaderamente tiene la capacidad de decisión– está
formada por la tecnoburocracia, los intelectuales desertores de posiciones
críticas y de izquierda (hoy empleados del Gobierno), la burocracia
meritocrática y la alta oficialidad de las FFAA. (Enríquez, 2011: 113) En este
marco, a diferencia de la Constitución que establece que los sujetos de
derechos no son sólo los individuos sino también los diversos colectivos
sociales (ciudadanía colectiva), para el régimen de Correa son sobre todo los
individuos (ciudadanía individual). Por otro lado, en coherencia con el
predominio de una visión tradicional de la ciudadanía, el Gobierno ha dado
énfasis a los derechos políticos, incluso más que a los civiles, derechos estos
que –como expondremos más adelante– se han visto más bien vulnerados. Y dentro
de los derechos políticos se ha buscado, sobre todo, poner el acento en los
derechos electorales de los individuos-ciudadanos; con lo que la ciudadanía política
se ha visto empobrecida, como pasamos precisamente a analizar a continuación.
La restricción de la ciudadanía política
La Constitución de la República
comporta una ampliación de la ciudadanía política al establecer nuevos derechos
políticos como: participar en los asuntos públicos del Estado, presentar
proyectos de iniciativa popular normativa, ser consultados, fiscalizar los
actos del poder público, participar en la toma de decisiones y demás;
hablándose, también, de democracia directa, democracia comunitaria,
autodeterminación, control popular y poder ciudadano, que permiten pensar
incluso en la posibilidad de una ciudadanía más allá de lo público-estatal. No
obstante, a contracorriente de esta visión democratizadora de la Constitución,
la praxis política gubernamental más vale ha ido reduciendo la participación
política real de la gente, y reduciendo la ciudadanía política a la
participación electoral de las personas. Es este tipo de ciudadanía política,
una ciudadanía restringida básicamente a lo electoral, lo que se ha fortalecido
en estos años de “revolución ciudadana”. De hecho, como algo sin parangón en la
historia política de este país, en poco más de cinco años se ha asistido a
nueve procesos electorales; de forma que, si por democracia entenderíamos sólo
elecciones, no cabe duda que el Ecuador sería en este momento uno de los países
más democráticos del mundo. Sin embargo, en un régimen verdaderamente
democrático, no en un régimen simplemente electoral, la participación política
de las personas, su ciudadanía política plena, tiene que ver con su permanente
debate e involucramiento con los temas de la política estatal, con su
incidencia real en esta; algo que no se ha dado en el país en estos tiempos de
“revolución ciudadana”. No creo por ningún lado que el Estado esté impulsando
ningún tipo de ciudadanía política, sino algo distinto…, la ciudadanía política
es una práctica, un espacio que se crea cuando se elabora un discurso sobre un
problema, un conflicto dentro de las relaciones de fuerza imperantes.
La ciudadanía política es la práctica de plantear un
conflicto y argumentarlo, de acciones públicas consecuentes. Si se niega que el
conflicto sea parte de la política, queriendo imponer una armonía de tipo
eclesiástico pastoral por medio de una adhesión icónica y fetichista a la
imagen de un gobernante, se elimina la ciudadanía política y se implanta una
ciudadanía policiaca. (Guerrero, 2011: 125) Y es precisamente en la negación
del conflicto, en su represión, en lo que más pondría empeño el actual Gobierno
ecuatoriano. Es parte de su visión de los temas y problemas a los que debe dar
tratamiento en el marco de su gestión, y es a esta visión a la que espera se
someta todo el mundo. Incluso cuando se ha recurrido al pueblo para pedir su
opinión, a través por ejemplo de las consultas populares, se ha esperado que
aquel termine avalando la postura oficial; con lo que
la participación electoral del pueblo ha terminado convirtiéndose en un mero
instrumento de legitimación de la política gubernamental y no en un real
ejercicio de la política por parte de la gente.
Verbigracia, en la última consulta
popular realizada el 7 de mayo de 2011, el Gobierno apostó nuevamente al voto
clientelar y emocional, antes que a un voto reflexivo y de opinión. Más que
llamar a la población a analizar el marco legal que estaba en juego con el
contenido de las preguntas (como la Constitución, el Código Orgánico de la Función Judicial
y los anexos), el Gobierno priorizó una campaña orientada a lograr adhesiones
para el SÍ sobre la base de un discurso y una publicidad que puso acento, sobre
todo, en lo que consideraba como sus logros en los diversos ámbitos de la
gestión gubernamental. Empero, en contrapartida hay que reconocer, también, que
algunos sectores de la oposición llamaron a convertir el voto por el NO en un
voto de desaprobación al Gobierno y sus políticas.
A contrapelo de las
potencialidades democratizadoras inherentes a la Constitución, y al proyecto
originario de la “revolución ciudadana” que planteaba una democracia
participativa, la soberanía del pueblo (la soberanía popular) asoma reducida al periódico ritual de la participación electoral;
participación luego de la cual el pueblo aparecería expropiado de su soberanía,
negado como fuente real del poder político. En los hechos de la vida
diaria, los ciudadanos se sientan a mirar en una esquina cómo el poder desfila
por las calles para ser aclamado por la excelencia de su representación. No
están invitados a participar en la fuente del poder, sino de forma completamente
controlada….dada la dominación lo que menos quiere el soberano (la voluntad
particular) es recordar que el poder le pertenece al pueblo (voluntad general)
y le sigue perteneciendo en todo momento. La forma en que en este momento
resuelve este reconocimiento perverso de la voluntad general, se da a través de
las encuestas de opinión, un pueblo que solamente es sujeto de encuestas…
(Rojas, 2011: 278) Si bien en la perspectiva de hacer efectivos ciertos
procesos de participación ciudadana, la Constitución creó el Consejo de
Participación Ciudadana y Control Social, así como las comisiones ciudadanas,
la silla vacía, entre otras; sin embargo, en la práctica dicha participación no
se ha dado o ha sido sometida al control gubernamental. Si de por sí la
institucionalización de la participación ciudadana podía tener riesgos para el
libre fluir de esta participación, el control real del Consejo de Participación
por parte del Ejecutivo, y por esta vía el control de las comisiones ciudadanas
de selección, ha llevado a convertir a la
participación ciudadana en un recurso retórico del poder gubernamental para
legitimar un creciente proceso de concentración del poder público estatal en
manos del Ejecutivo. De esta forma, por ejemplo, hoy asistimos al hecho
de que las más altas autoridades de los diversos órganos del Estado, y que
formalmente provienen de concursos de méritos y oposición llevados adelante por
“comisiones ciudadanas”, están ligados o influenciados por el órgano Ejecutivo
del poder estatal. En la práctica, entonces, el
sujeto del poder constituyente (el pueblo) ha sido sometido por el poder
constituido, y más concretamente, por uno de sus órganos: el Ejecutivo; con lo
que la condición ciudadana del que se supone debe ser el soberano en
democracia, el pueblo, ha devenido simplemente en el ritual a través del cual
este, periódicamente y a través de sucesivos procesos electorales, confirma la
enajenación de su soberanía a favor del que funge ahora como el único soberano:
el Presidente de la República.
Las limitaciones de la ciudadanía civil
Así como amplía la ciudadanía
política, la Constitución actual del Ecuador amplía también la ciudadanía
civil, pues establece un conjunto de derechos innovadores orientados a proteger
la integridad personal, la seguridad y la libertad de las personas. Sin
embargo, en la práctica del Gobierno actual no todos estos derechos han sido
promovidos y respetados. Así, el derecho a vivir en un ambiente sano puede
ponerse en entredicho en aquellas comunidades rurales donde el modelo
extractivista, especialmente ligado a la explotación minera a gran escala, es
implementado. Un entredicho que, también, se daría con la decisión
gubernamental de abandonar la Iniciativa Yasuní y la consiguiente explotación
de los recursos petroleros ubicados al interior de este parque nacional,
considerado por la Constitución de la República como área protegida e
intangible, amén de que se estaría afectando los derechos de la naturaleza
consagrados por esta misma Constitución.
La prohibición de la publicidad
que induzca a todo tipo de violencia ha quedado minimizada en sus efectos
positivos cuando, a través de los medios
de comunicación, el Presidente de la República y otros actores políticos
realizan constantes alocuciones, cargadas de violencia verbal y simbólica para
referirse a sus adversarios políticos. El derecho de todas las personas a una
“comunicación libre, intercultural, incluyente y participativa”, orientada a
dar un carácter democrático a la comunicación, ha quedado constreñido en su ejercicio
cuando desde las esferas del poder político, principalmente del poder
gubernamental, lo que se hace constantemente es básicamente propaganda y
publicidad sobre las supuestas bondades de su gestión; amén de usar los medios de comunicación públicos como correas de
trasmisión de una verdad oficial, la verdad del Gobierno y de los actores políticos
ligados a éste, en detrimento de la objetividad y el pluralismo, dos
componentes esenciales de una comunicación verdaderamente libre y democrática.
Con esto el Gobierno ha perdido la oportunidad de demostrar que se puede hacer
una comunicación diferente a la de aquellos grandes medios
de comunicación privados, a los que siempre ha criticado precisamente por su
falta de objetividad y por estar vinculados a determinados grupos de poder
económico. Si bien la Ley de Comunicación, aprobada en junio de 2013, tiene
cosas interesantes y positivas, como la democratización de las frecuencias del
espectro radioeléctrico, la prohibición de oligopolios en la propiedad de medios de comunicación, el control de contenidos en
la programación que inciten al sexismo y la violencia, el apoyo para una mayor
difusión de producciones de carácter nacional, entre otras, también existen
aspectos que preocupan por sus potenciales efectos negativos para el ejercicio
de una comunicación auténticamente democrática y libre. Es el caso, por
ejemplo, de la conformación del Consejo de Regulación de la Comunicación.
Un organismo que, por influencia
directa o indirecta del Ejecutivo sobre los organismos que conforman este
Consejo, terminaría bajo su control, como ya sucede con otros importantes
órganos del poder estatal; una situación que podría convertirse en un vehículo
para limitar la libre expresión de aquellos medios y personas que no compartan
las posturas oficiales o critiquen al Gobierno. Si es pertinente la
calificación de la actividad de los medios como servicio pú- blico, justamente
por esto hubiese sido mucho más pertinente y democrático el control del Consejo
de Regulación por parte de la propia ciudadanía y de sus organizaciones. Por
otro lado, la introducción en la Ley de Comunicación de la figura del
“linchamiento mediá- tico”, con sanciones incluso penales para los que sean
acusados como responsables de este delito, no solo que podría reforzar las
limitaciones a la libertad de expresión y la autocensura, sino que le daría
complementariamente un carácter represivo a la Ley de Comunicación; amén de que
la acusación misma de ese tipo de linchamiento sería bastante subjetiva y
discutible. Respecto del derecho a la comunicación, muy ligado a este consta el
derecho de las personas a opinar y expresar libremente su pensamiento; un
derecho civil clásico que, junto a otros derechos, como el de asociarse,
reunirse y manifestarse libremente, ha sufrido limitaciones en su ejercicio por
parte del poder político gubernamental actual.
El Presidente de la República
reiteradamente ha hecho gala no sólo de irrespeto, sino de franca intolerancia,
a las opiniones y asertos que cuestionen o contradigan su visión de los
acontecimientos que ocurren en el país. Y en una posición extrema, en varias
ocasiones, se ha hecho uso incluso de figuras jurídicas para reprimir, mediante
procesos judiciales, a los responsables de esos criterios. Ciertamente que el
discurso gubernamental pretendería legitimar dichos procesos a partir de
endilgar a esas aseveraciones el calificativo de injurias y/o calumnias. Sin
embargo, es sobre todo el derecho civil a organizarse, movilizarse y protestar
el que más ha sufrido la restricción por parte del Gobierno y esto ha ocurrido,
paradójicamente, en condiciones donde por primera vez en la historia del
Ecuador la
Constitución Política del Estado prescribe como un derecho
ciudadano el “derecho a la resistencia” (artículo 98). Una paradoja de las
tantas que subyacen a la dinámica de la llamada “revolución ciudadana”.
Varios actores de protestas
sociales, aunque estas protestas hayan asumido formas parecidas a las que
tuvieron en gobiernos anteriores, han terminado acusados y enjuiciados por el
delito de “sabotaje” y “terrorismo”. En este sentido hemos de recordar, por
ejemplo, que en tiempos del Gobierno derechista de León Febres Cordero los
indígenas, como forma de protesta, solían poner obstáculos en las vías; pero ni
a este Presidente ni a ningún otro, de las últimas décadas, se les ocurrió
enjuiciarles con esa figura jurídica. Asimismo, siempre han habido protestas
estudiantiles, pero ha ningún Presidente se le ocurrió amenazar a los
estudiantes con expulsarles si salen a protestar en las calles. En general toda
forma de protesta, si no ha sido reprimida ha sido por lo menos condenada por
el Gobierno; con lo que la democracia como forma de régimen político se ha
visto menoscabada en uno de sus elementos fundamentales: el ejercicio pleno de
un conjunto de derechos y libertades para reunirse, expresarse y manifestarse.
Aún más, en el marco de un modelo de gestión política que no solo ha exhibido
tendencias represivas y autoritarias, sino también totalitarias, el Gobierno
emitió en julio de 2013, mediante un decreto presidencial, un reglamento para
controlar la conformación y actividades de las organizaciones sociales y
ciudadanas, estableciéndose para este control el Sistema Unificado de
Información de las Organizaciones Sociales (SUIOS) y el Registro Único de
Organizaciones Sociales (RUOS).
Si lo propio de un régimen democrático auténtico es el
control del Estado por parte de la sociedad civil, en el Ecuador actual las
cosas parecen funcionar al revés: es el Estado el que pretende controlar a la
sociedad civil y, más específicamente, es el Gobierno de turno el que pretende
ostentar este control, puesto que en dicho reglamento se establece, por
ejemplo, que el Estado a través de la Secretaría Nacional
de Gestión Política (un ente del Gobierno) será el encargado de ejercer la
rectoría del SUIOS. Aún más, se establece que este organismo controlado por el
Gobierno podrá inhabilitar una organización social por “desviarse de los fines
y objetivos por los cuales fue constituida, por contravenir reiteradamente las
disposiciones de las autoridades y entes de control y regulación, y por
dedicarse a actividades políticas partidistas”. También se establece, como
causal para disolver una organización, “el atentar contra la seguridad interna
y externa del Estado”. ¿Quién establece estas causales para la disolución de
una organización?: ese organismo; el cual, además, dictaminará esta disolución
de oficio, es decir, sin derecho a la legítima defensa que debería tener una
organización. Con esto lo más previsible es que se dará un mayor debilitamiento
de la sociedad civil, un debilitamiento enmarcado en el objetivo político de
hacer del Ecuador una sociedad de meros habitantes o votantes, y no una
sociedad de ciudadanos organizados, con participación política, y con autonomía
del Estado y del poder político de turno, es decir, una verdadera sociedad
civil. Adicionalmente, dicho reglamento contradice libertades y derechos
democráticos y constitucionales, como el derecho a la libre asociación y
organización.
Y lo más llamativo es que todo
esto se ha dado con la complicidad de funcionarios del Gobierno que hicieron
carrera política en el seno, precisamente, de las organizaciones sociales. Por
otro lado, si bien la Constitución, dentro del título III referido a las
garantías constitucionales, establece un conjunto de garantías
jurisdiccionales, la influencia que el Ejecutivo mantiene sobre el Órgano
Judicial del Estado ha llevado a que en algunos casos dichas garantías, así
como algunos derechos de protección, no sean cumplidos a cabalidad; pues en
estos casos las decisiones judiciales, más que apegarse estrictamente a lo
jurídico asomarían apegadas a los intereses políticos gubernamentales. El
juicio y condena a varios dirigentes sociales opositores, o a medios de comunicación
como diario El Universo, constituyen algunos ejemplos de lo afirmado.
La ciudadanía social a medias
A más de ampliar la ciudanía
política y civil, la Constitución establece igualmente una ampliación de la
ciudadanía social, ya que se fijan nuevos derechos sociales y su mejoramiento.
Y es en el ámbito de la ciudadanía social donde, a diferencia de los otros
tipos de ciudadanías, se podrían encontrar más logros que limitaciones por
parte de la gestión del gobierno de Correa. Verbigracia, el derecho a la
educación pública gratuita hasta el tercer nivel ha sido cumplido. Hoy los
estudiantes universitarios ya no pagan para ingresar a la universidad pública,
aunque, paradójicamente, al no haberse compensado significativamente los
recursos que las universidades dejaron de percibir por matrículas, muchos
estudiantes quedan al margen de esta educación superior debido a la
imposibilidad de las instituciones universitarias de recibir a un mayor número
de bachilleres.
En este sentido, si bien la
gratuidad de la educación universitaria tendría la intensión de democratizar el
acceso a la misma, esta gratuidad, al ir acompañada de mayores limitaciones
para el acceso de los bachilleres, no ha posibilitado precisamente dicha
democratización. Por otra parte, la supresión del cobro de matrículas en las
instituciones de educación fiscal básica y media, la entrega gratuita de útiles
a los estudiantes de esas instituciones, el mejoramiento de la infraestructura
educativa, la evaluación de los docentes y el mejoramiento de sus sueldos, han
sido situaciones que han fortalecido el ejercicio del derecho social a la
educación como una responsabilidad ineludible del Estado; sin embargo, todavía
falta por caminar para llegar a convertir a la educación en “garantía de la igualdad
e inclusión social”, así como para hacer que la educación sea “participativa,
intercultural, democrática y diversa”, haciendo que impulse la equidad de
género, como un derecho social que debe garantizar el Estado, si bien el
Gobierno ha mejorado la infraestructura en los centros estatales de salud,
todavía subsiste un sistema de atención que acusa de fallas e ineficiencias,
como en varias ocasiones ha sido reconocido y denunciado por el propio
Presidente de la República; amén de que el ejercicio pleno del derecho a la
salud todavía no es posible por la falta de un cumplimiento total de los otros
derechos vinculados, como los derechos al agua, a la alimentación, al trabajo,
a la seguridad social, entre otros.
Si en relación al derecho a la
alimentación la Constitución establece (artículo 13) que “las personas y
colectividades tienen derecho al acceso seguro y permanente a alimentos sanos,
suficientes y nutritivos, preferentemente producidos a nivel local y en
correspondencia con sus diversas identidades y tradiciones culturales”, este
derecho todavía no es cumplido, por lo menos para todas las personas que viven
en el Ecuador.
En cuanto al derecho al agua,
calificado por la Constitución como un derecho humano “fundamental e
irrenunciable”, algunas comunidades rurales han denunciado el peligro de
contaminación de las fuentes hídricas que implicaría la explotación minera a
gran escala en sus zonas geográficas de residencia; además de que en algunas
urbes, como en Guayaquil, el agua es manejada todavía como un negocio por parte
de empresas privadas. Sobre el derecho social al trabajo, la Constitución
establece en el artículo 33 que “El Estado garantiza a las personas
trabajadoras el pleno respeto a su dignidad, una vida decorosa, remuneraciones
y retribuciones justas y el desempeño de un trabajo saludable y libremente
escogido y aceptado”.
Si bien el Gobierno de Correa ha
logrado suprimir ciertas aberraciones y abusos en el ámbito laboral, como la
tercerización o la discriminación al trabajo de las empleadas domésticas, aún
subsisten niveles salariales injustos que impiden realizar el precepto
constitucional de una “vida digna y decorosa”, y esto como corolario de una
política salarial que, a pesar de ciertos reajustes periódicos en las
remuneraciones, sigue siendo predominantemente restrictiva, pues dichos
reajustes usan como parámetro, básicamente, la tasa inflacionaria. El derecho a
la seguridad social, aunque concebido constitucionalmente como un “derecho
irrenunciable de todas las personas, y será deber y responsabilidad primordial
del Estado” (artículo 34), todavía no es plenamente cumplido en el Ecuador. Aún
más, si una de las cosas más innovadoras que establece la Constitución, en
materia de derechos sociales, es la garantía del Estado para hacer efectivo el
derecho a la seguridad social de las personas que realizan trabajo no
remunerado en los hogares, de los que realizan actividades de auto sustento en
el campo, de los que trabajan de manera autónoma y de quienes se encuentran en
situación de desempleo, este derecho asoma todavía incumplido en el marco de la
gestión del Gobierno actual.
En cuanto al derecho social y
constitucional de las personas (artículo 30) “a un hábitat seguro y saludable,
y a una vida adecuada y digna, con independencia de su situación social y
económica”, se trata de un derecho cuyo cumplimiento pleno está aún en espera,
y esto a pesar de los programas y bonos de vivienda impulsados por el Gobierno.
Ahora, es sobre todo en materia de los “derechos de las personas y grupos de atención
prioritaria” de los que habla la Constitución (adultos mayores, jóvenes,
migrantes, embarazadas, niños y adolescentes, discapacitados, personas privadas
de libertad), donde más se ha sentido la preocupación y la acción
gubernamental; por lo que en esta materia, también, se ha visto efectivizada
aquella visión de la ciudadanía diferenciada que está presente en la Constitución. Particularmente se destaca, dentro de esa acción
gubernamental, el programa de atención a las personas con discapacidad liderado
por el exvicepresidente de la República Lenin Moreno.
Por otro lado, si se considera que una verdadera política social, que promueva
también una verdadera ciudadanía social, comporta sobre todo el ejercicio de
derechos sociales en el marco de una política estatal redistributiva de la
riqueza y de impulso de la independencia productiva de las personas, y no
simplemente una política asistencialista, hay que denotar que la gestión social
del actual Gobierno no siempre ha estado caracterizada por ser redistributiva y
alejada de una connotación predominantemente asistencialista (bonos, subsidios
y demás) e, incluso, clientelar. Quizás el caso más emblemático sea el bono que
se da a familias que están bajo la línea de extrema pobreza y que
eufemísticamente ha sido llamado “bono de desarrollo humano”, un bono creado
durante el gobierno de Jamil Mahuad y que ha sido fortalecido con otros
programas sociales complementarios durante el gobierno de Correa, lo cual le ha
permitido contar con una base política y electoral cautiva a su favor. Bajo el
ropaje de la tesis de la ciudadanía lo que se propone es la vieja política
clientelar, que sin duda ha dado réditos al Gobierno gracias a una mayoría de
políticas sociales, subsidios, construcción de vías, programas de educación y
salud. Correa no va a las comunidades y trata individualmente a los
individuos-ciudadanos, va y trata con las comunidades, y su popularidad viene
de ahí, no de una política ciudadana. (Moreano, 2011: 51)
Los vericuetos de
las nuevas ciudadanías
Si una de las rupturas más
importantes que trajo la Constitución actual del Ecuador, con respecto a las
cartas constitucionales anteriores, fue la creación de nuevos tipos de
ciudadanía, a partir del reconocimiento de nuevos derechos para colectivos
sociales específicos y para la naturaleza, durante la gestión del régimen de
Correa no se han dado precisamente pasos significativos en dirección a
concretar esas nuevas ciudadanías, a saber, la ciudadanía colectiva y la
ciudadanía de la naturaleza.
Si bien
han habido acciones para promover los derechos de la naturaleza, expresadas por
ejemplo en el combate a cierto tipo de minería ilegal y contaminante, y en el
impulso del proyecto Yasuní ITT dirigido a dejar bajo tierra los recursos
petroleros a cambio de una compensación internacional, el abandono de este
proyecto y la apuesta a favor de proyectos mineros a gran escala,
paradójicamente, podrían conllevar efectos negativos para la naturaleza y el
ambiente. En cuanto a la ciudadanía colectiva promovida por la Constitución a
partir del reconocimiento de los derechos colectivos, y que se contrapone a la
ciudadanía individual propia de la visión tradicional o liberal, gran parte de
los 21 derechos constitucionales que tipifican dicha ciudadanía no han sido
observados desde la praxis estatal y, sobre todo, desde la praxis política
gubernamental.
La
consulta previa para la explotación de los recursos no renovables que se hallen
en las tierras de las comunidades indígenas, ha sido hasta ahora generalmente
incumplida. El derecho a constituir y mantener organizaciones que los
representen en el marco del respeto al pluralismo y a la diversidad cultural,
política y organizativa del Estado, ha sido frecuentemente torpedeado en la
dinámica de una conducta gubernamental que ha descalificado y ha buscado más
bien el debilitamiento de aquellas organizaciones indígenas que han asumido una
actitud crítica y de abierta independencia frente al Gobierno, como es el caso
de la Conaie que, no obstante su pérdida de fuerza orgánico-política, sigue
siendo la organización más representativa del movimiento indígena. En este
contexto, la posibilidad de concretar en la organización y acción del Estado su
carácter plurinacional ha resultado problemática y, a la postre, inviable en
las condiciones política actuales. La concepción tecnocrática del Estado que
impulsa Correa es otro elemento de confrontación con la tesis del Estado
plurinacional, que tiende más bien a romper la legitimidad tecnocrática y
construye una legitimidad político-étnico-social… Un Estado plurinacional
significa que las estructuras indígenas forman parte del Estado, por lo que la
CONAIE y otras direcciones de los pueblos indios no sería únicamente
interlocutores, sino parte interna, y por ende, participarían en las decisiones
y en la organización de toda la política. ¿Cuál sería la nueva
institucionalidad?: gabinetes plurinacionales, una Cámara Legislativa
plurinacional. (Moreano, 2011: 55) La ciudadanía colectiva, y en este caso la
ciudadanía multicultural que se conjuga con la ciudadanía de la diferencia, no
solo que ha resultado problemática y limitada en su ejercicio, sino que –como
dijimos– sus propias expresiones organizativas autónomas han sido denostadas y
enfrentadas por el Gobierno, en una actitud contrapuesta al artículo 57 de la
Constitución que establece que el Estado reconocerá y promoverá todas las
formas de expresión y organización de las comunidades, pueblos y nacionalidades
indígenas.
Dicha actitud, empero, no sería aislada sino que formaría
parte de una estrategia gubernamental orientada a debilitar la organización
social independiente, la sociedad civil, y, con esto, la posibilidad de
construir una verdadera ciudadanía. A esto justamente nos referimos a
continuación.
Más estado y menos
sociedad civil
Si entendemos
la ciudadanía no solo como una condición de las personas vinculada a la
posesión o reconocimiento de un conjunto de derechos, sino también como la
participación de ellas en los asuntos públicos o políticos, esta última
dimensión de la ciudadanía (la ciudadanía como concepto político) supone la
organización social autónoma de las personas, la construcción de un espacio
público distinto a lo público estatal, un espacio que está inmerso precisamente
en el concepto de sociedad civil. Sin embargo, en la práctica del Gobierno de
la llamada “revolución ciudadana”, lo que menos se ha permitido es la
construcción y fortalecimiento de aquellos espacios organizativos de la
sociedad autó- nomos del Estado, es decir, de la sociedad civil. En América
Latina no estamos ante sociedades que, organizadas desde abajo, ya sea desde
los individuos o de sus asociaciones, estructuran una autoridad que llamamos
Estado, sino por el contrario éste es el que constituye desde el principio
simbólico de una nación a la sociedad a través de la política. De modo que
la sociedad civil no se constituirá principalmente como contrapeso del Estado
desde afuera o desde abajo y, en todo caso, se tratará no de cualquier
estructura asociativa autónoma, sino de aquellos actores sociales con un nivel
de organización o masas movilizadas en torno a algún eje político, personal o
institucional… Y es esta manera de ser de la sociedad civil que estalla, y es
este estallido lo que permite que, por primera vez, pueda hablarse de sociedad
civil como algo separado o autónomo, siempre relativamente de la política y el
Estado. (Garretón, s/f: 47)
Este estallido es precisamente el que no se da en el
Ecuador, donde más bien se han hecho esfuerzos oficiales por debilitar el
tejido asociativo, la organización ciudadana autónoma, y por fortalecer al
Estado –e incluso al Gobierno– como único eje de la política y de lo público,
al que tiene que subordinarse cualquier organización. De aquí que en el
gobierno de Correa: Ciudadanía pretende ser la categoría que abarque a toda la
población, pero a la par se funda en la exclusión y rechazo a todos los
conjuntos sociales vivos y actuantes… no se les reconoce legitimidad política y
se acusa permanentemente a la organizaciones sociales de defender intereses
particulares sacrificando el interés general. (Moreano, 2011: 49) En efecto, ya desde el inicio de su gestión el régimen de
Correa buscó debilitar algunas expresiones gremiales, como los colegios
profesionales, al decretar la no obligatoriedad de su pertenencia a las mismas;
coetáneamente ha tratado de minimizar el papel y representatividad de
organizaciones gremiales como las Cámaras de la Producción, a la vez que ha
cuestionado y pretendido minimizar a gremios y organizaciones populares como la
UNE, FEUE, Conaie, Sindicatos Públicos, entre otras. Esta situación se daría
luego de la aprobación en consulta popular de la Constitución elaborada por la Asamblea Constituyente
reunida en Montecristi, pues hasta antes de esta aprobación los movimientos
sociales populares fungieron como aliados del Gobierno y, en tal condición,
apoyaron la realización de la Asamblea Constituyente y luego hicieron campaña
para la aprobación de la nueva Constitución. . Una vez aprobada esta, sin embargo, y sobre
todo desde el inicio del segundo periodo de Gobierno, Correa en agosto de 2009,
en vez de radicalizar la “revolución ciudadana”, como había ofrecido,
terminaría más bien radicalizando su enfrentamiento con los movimientos
sociales populares, lo que no haría sino evidenciar el viraje ideológico-político
del Gobierno, a saber: de
un proyecto reformista o antineoliberal en lo económico, redistributivo en lo
social y democratizador en lo político, se pasaría a un modelo neodesarrollista
en lo económico (con una política económica híbrida), asistencialista y
clientelar en lo social, y represivo y autoritario en lo político; modelo
político este del que serían principalmente víctimas, precisamente, los
movimientos populares. Si bien la revolución ciudadana evita un bandazo hacia
la derecha del electorado, se forma en contra de los movimientos sociales; nace
de su debacle e intenta consolidar de manera definitiva esa derrota, porque es
incompatible con una democracia basada en la movilización general del pueblo.
(Rojas, 2011: 271)
Generalmente el discurso presidencial ha pretendido legitimar su
arremetida contra los movimientos sociales, a través de cuestionar los “errores
de sus dirigentes”; sin embargo, más allá de este cuestionamiento, que puede
resultar válido en algunos casos, lo que se buscaría en realidad es acabar o
debilitar las organizaciones sociales como tales. En las últimas décadas las organizaciones
sociales autónomas han impulsado el cambio de la ciudadanía hacia un nuevo tipo
de relación cotidiana de igualdad a nivel nacional. Hoy están siendo aplastadas
simbólicamente. Prácticamente deslegitimadas por un bombardeo mediático de
denigra ción reiterada, por eso hay un retroceso. Al parecer se pretende crear
organizaciones supeditadas al discurso oficial, con lo que impulsa una forma de
ciudadanía policiaca que impide la irrupción de la ciudadanía política. La
ciudadanía policiaca permite que cada uno se vuelva policía del opositor. No hay debate sino denigración y el llamado a la represión.
(Guerrero, 2011: 117) Este proceso de oposición y deslegitimación
a las organizaciones y movimientos sociales ciertamente que ha sido completado
con la supeditación de algunas de ellas.
A nivel
del movimiento indígena, por ejemplo, el caso de la Federación de
Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin) constituye uno de los
testimonios más emblemáticos; sin que exista, empero, un proyecto claro para
crear organizaciones sociales desde el Gobierno. En este marco, daría la
impresión más bien que lo que se preferiría es borrar todo tipo de organización
social o ciudadana, para que quede al final solo una gran masa popular o “masa
ciudadana”, resultado de la simple suma de los ciudadanos individualmente
considerados; una masa a la cual el líder o caudillo pueda recurrir
periódicamente para recibir su aprobación, para relegitimarse, y eventualmente
hacerle aprobar cosas de las que esa masa ni siquiera tiene plena conciencia,
como sucedió precisamente con la consulta popular del 7 de mayo de 2011, al
plantearse al pueblo asuntos que, entre otras cosas, tenían que ver con una
reestructuración a fondo del órgano judicial del Estado y, más específicamente,
con la “metida de manos” en este órgano por parte del Ejecutivo.
Por lo tanto, si algún tejido social se crea o se impulsa
por parte del Gobierno, este estará constituido por organizaciones destinadas a
su apoyo político; por ende, por organizaciones sin voz propia, así sea una voz
subordinada. Una de las expresiones de esta visión y práctica de la ciudadanía,
como masa de individuos sin articulación ni organización, tiene que ver con el
carácter que han asumido las políticas sociales gubernamentales. Así, por
ejemplo, el bono de la pobreza o “bono de desarrollo humano” se sostiene en un
mecanismo de distribución que enlaza a cada individuo con el Estado, sin la
mediación de ninguna organización: La única relación que los une es abstracta,
estadística. Son iguales por un proceso de identificación anónimo que
estableció un lazo simbólico, económico, político solo con el Estado-presidente
pastoral… El sistema informático de identificación y de clasificación ubica al
beneficiario del bono en un rango no de ciudadano, sino de pobre. No para
elevarlo al rango de ciudadano real, sino para construirlo como consumidor
pobre. (Guerrero, 2011: 121) Es esta una situación que contrastaría con los
clásicos gobiernos populistas, que sí daban voz a los sectores excluidos, a los
no reconocidos, y en cuyas organizaciones encontrarían su base social de apoyo.
Asimismo, la oposición de Correa a todo intento de organización y movilización
social contrastaría, también, con lo ocurrido en los gobiernos de Hugo Chávez y
Evo Morales.
Lo que el
gobierno de Correa buscaría más bien es una relación no mediada entre el
Estado, y más específicamente su Gobierno, y los miembros de la sociedad,
excluyendo de esa mediación no sólo a las organizaciones sociales sino también
a los partidos políticos; los mismos que al no cumplir adecuadamente su función
de intermediación entre el Estado y la sociedad, han devenido ciertamente en
“partidocracia”. De aquí que el Presidente busque siempre una relación directa
con la masa de “ciudadanos” y con las bases de los movimientos sociales a los
que aspira debilitar. Es el gobernante quien los oye y articula sus demandas
sin mediaciones para conducirlas al Estado, que él mismo representa.
Simultáneamente estos sectores quedan vinculados al Gobierno en la medida que
han podido sentir al Gobierno directamente, que lo han tocado, que han
estrechado las manos del poder…, por eso hay un retroceso. Al parecer se
pretende crear organizaciones supeditadas al discurso oficial, con lo que
impulsa una forma de ciudadanía policiaca que impide la irrupción de la
ciudadanía política. La ciudadanía policiaca permite que cada uno se vuelva
policía del opositor.
No hay
debate sino denigración y el llamado a la represión. (Guerrero, 2011: 117) Este
proceso de oposición y deslegitimación a las organizaciones y movimientos
sociales ciertamente que ha sido completado con la supeditación de algunas de
ellas. A nivel del movimiento indígena, por ejemplo, el caso de la Federación
de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras (Fenocin) constituye uno de
los testimonios más emblemáticos; sin que exista, empero, un proyecto claro
para crear organizaciones sociales desde el Gobierno. En este marco, daría la
impresión más bien que lo que se preferiría es borrar todo tipo de organización
social o ciudadana, para que quede al final solo una gran masa popular o “masa
ciudadana”, resultado de la simple suma de los ciudadanos individualmente
considerados; una masa a la cual el líder o caudillo pueda recurrir
periódicamente para recibir su aprobación, para relegitimarse, y eventualmente
hacerle aprobar cosas de las que esa masa ni siquiera tiene plena conciencia,
como sucedió precisamente con la consulta popular del 7 de mayo de 2011, al
plantearse al pueblo asuntos que, entre otras cosas, tenían que ver con una
reestructuración a fondo del órgano judicial del Estado y, más específicamente,
con la “metida de manos” en este órgano por parte del Ejecutivo. Por lo tanto,
si algún tejido social se crea o se impulsa por parte del Gobierno, este estará
constituido por organizaciones destinadas a su apoyo político; por ende, por
organizaciones sin voz propia, así sea una voz subordinada.
Una de
las expresiones de esta visión y práctica de la ciudadanía, como masa de
individuos sin articulación ni organización, tiene que ver con el carácter que
han asumido las políticas sociales gubernamentales. Así, por ejemplo, el bono
de la pobreza o “bono de desarrollo humano” se sostiene en un mecanismo de
distribución que enlaza a cada individuo con el Estado, sin la mediación de
ninguna organización: La única relación que los une es abstracta, estadística.
Son iguales por un proceso de identificación anónimo que estableció un lazo
simbólico, económico, político solo con el Estado-presidente pastoral… El
sistema informático de identificación y de clasificación ubica al beneficiario
del bono en un rango no de ciudadano, sino de pobre. No para elevarlo al rango
de ciudadano real, sino para construirlo como consumidor pobre. (Guerrero,
2011: 121) Es esta una situación que contrastaría con los clásicos gobiernos
populistas, que sí daban voz a los sectores excluidos, a los no reconocidos, y
en cuyas organizaciones encontrarían su base social de apoyo. Asimismo, la
oposición de Correa a todo intento de organización y movilización social
contrastaría, también, con lo ocurrido en los gobiernos de Hugo Chávez y Evo
Morales.
Lo que el gobierno de Correa buscaría más bien
es una relación no mediada entre el Estado, y más específicamente su Gobierno,
y los miembros de la sociedad, excluyendo de esa mediación no solo a las
organizaciones sociales sino también a los partidos políticos; los mismos que
al no cumplir adecuadamente su función de intermediación entre el Estado y la
sociedad, han devenido ciertamente en “partidocracia”. De aquí que el
Presidente busque siempre una relación directa con la masa de “ciudadanos” y
con las bases de los movimientos sociales a los que aspira debilitar. Es el
gobernante quien los oye y articula sus demandas sin mediaciones para
conducirlas al Estado, que él mismo representa. Simultáneamente estos sectores
quedan vinculados al Gobierno en la medida que han podido sentir al Gobierno
directamente, que lo han tocado, que han estrechado las manos del poder e
imaginariamente su condición de meros habitantes o pobladores, o clientes, lo
que se ha evidenciado en estos años de “revolución ciudadana” son diversas
formas de despolitización de la ciudadanía. La participación de las personas en
los numerosos procesos electorales que ha habido en dichos años, es básicamente
participación electoral, lo cual no significa, per se, participación política y
politización, de la misma manera que abundantes elecciones no significa que hay
abundante democracia. La noción de ciudadanía como noción esencialmente
política implica reconocer a los otros el derecho a hablar públicamente, a
debatir y formular un discurso propio sobre su realidad, a organizarse para
luchar por sus demandas. Ya ni siquiera en las cadenas sabatinas presidenciales
hoy se invita a delegados o representantes ciudadanos a exponer sus
necesidades; solo hay el discurso oficial, la verdad oficial, y cualquier voz
que se permita oír será para respaldar esa verdad. En definitiva, en la
práctica del Gobierno actual en vez de un proceso de construcción y desarrollo
de la ciudadanía, de ciudadanización, hemos tenido un proceso de deconstrucción
de la ciudadanía, de desciudadanización o de anticiudadanización. Las cadenas
sabatinas son alegorías del silenciamiento, no abren el debate, una sola voz es
la que se escucha, la voz de un ego narciso. Es lo opuesto a un acto ciudadano
de política, donde lo que se trata es de debatir y confrontar opciones y negociar
puntos de vista. Es un régimen de des-ciudadanización. (Guerrero, 2011: 118) En
este marco de desciudadanización, la posibilidad de democratizar el
funcionamiento del Estado y de la sociedad ecuatorianos ha quedado mediatizada,
pues la existencia de la ciudadanía constituye una condición para la existencia
de la democracia en su sentido lato.
Referencias
bibliográficas:
* Sociólogo, máster en sociología y
desarrollo, profesor de la Universidad de Cuenca, autor de artículos y libros
sobre temas sociales y políticos, editorialista del diario El Mercurio de
Cuenca, exconsejero provincial del Azuay y exconcejal de Cuenca.
Fuente: http://montecristivive.com/wp-content/uploads/2015/01/La-restauraci%C3%B3n-conservadora-copia.compressed.pdf
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