Margen
Edición Nº 58 - junio 2010
Criminalización y judicialización
de la protesta social en Argentina:
cuando la lucha y la resistencia
popular
se vuelven delito.
Por Ana Musolino
Capítulo IV
El Estado Argentino y la criminalización de la protesta.
Algunas respuestas dadas al conflicto.
Las políticas de
«limpieza» en Mendoza.
Introducción
El presente capítulo tiene la
intención de delinear las particularidades que asume el análisis que venimos
haciendo en la actualidad, primeramente a nivel nacional, para terminar
esbozando la situación en la provincia de Mendoza. Aún sosteniendo, como venimos
haciéndolo, que la criminalización es una política de Estado que trasciende los
gobiernos de turno, es decir, que va más allá del partido en el poder por ser
una variable configuradora del neoliberalismo; creemos que en los últimos años
las respuestas del Estado a la organización popular se han complejizado,
marcando algunas aristas importantes que intentaremos analizar.
1. Del 2001 a la
actualidad. Los gobiernos justicialistas: ruptura y continuidad del modelo
menemista en el marco neoliberal
En este caso vamos a tomar la
periodización que parte de los sucesos ocurridos el 19 y 20 de diciembre de
2001, por considerarlos un hito fundamental dentro de la historia de Argentina,
historia que se va desarrollando en una síntesis entre las particularidades
propias del país y las características intrínsecas a la estructura mundial
dentro de la cual dicho país está inserto, el sistema capitalista. Analizamos en
el capítulo introductorio que el sistema capitalista, como un tipo específico de
sociedad dividida en clases, en su actual fase neoliberal va a precisar de un
tipo de Estado Nacional que traduzca esas necesidades del capital en actuaciones
y políticas concretas. Marcamos además, que los estados se mueven en el par
consenso-coerción, en la medida que van logrando hegemonizar sus proyectos
societarios. En el caso argentino, durante los ‘90, el Estado siguió con enorme
fidelidad los dictámenes del modelo neoliberal. En la década menemista, década
de privatizaciones, apertura económica y convertibilidad; como vimos, el
desempleo y la pobreza comenzaron a mostrar su característica es tructural,
alimentadas por políticas sociales compensatorias dirigidas a la gestión de las
necesidades mínimas sustentadas en un «clientelismo afectivo» -1-. Práctica que
comienza a ponerse en cuestión a mitad de los ´90, siendo quizás la emergencia
de las organizaciones de desocupados (en crítica a dicho clientelismo y
afirmando los valores de dignidad e igualdad) la nota más original en cuanto a
formas de organización y acción colectiva en resistencia a las políticas
neoliberales de ese momento.
Marca Marcelo Gómez que
«entre 1995 y 1996 los conflictos comienzan a adquirir significados y
características nuevas. Ya no son resistencias a la implementación de las
reformas, sino las reacciones a las consecuencias estructurales de su
consolidación: reconversión con achicamiento industrial, crisis económicas
regionales (fiscales y productivas) y desempleo endémico. Empieza a
generalizarse la percepción de que el «modelo» dejaba un tendal de víctimas, ya
no coyunturales por los costos transitorios de implementación de las reformas
sino «estructurales».
-2-. Igualmente, las
protestas y acciones colectivas no obtuvieron del gobierno menemista una
atención importante, al punto que en su mayoría fueron ignoradas por los
funcionarios de turno -3-, cuya legitimidad política permitía ampliamente tal
actitud. Esta situación de indiferencia estatal frente al reclamo va a
modificarse durante el gobierno de De la Rúa, cuando a las protesta de los
sectores desocupados y ocupados, se suman los ahorristas y la clase media al ver
confiscados sus depósitos bancarios en lo que se conoció como «corralito
financiero». Frente a este panorama de conflictos sociales, cortes de ruta,
movilizaciones, etc.; la respuesta estatal y la capacidad del gobierno radical
para mantener el consenso entra en crisis. «La crisis de la respuesta estatal de
concesiones pasivas mostraba la imposibilidad de «contener» el conflicto
disruptivo, sin lograr evitar el desarrollo de mayores capacidades de
organización y acción colectivas de los desocupados a quienes comenzaban a
sumarse ahora otros sectores descontentos» -4-. De tal modo, el proceso de
consolidación neoliberal tiene un punto de inflexión con la crisis ocurrida en
diciembre de 2001, donde colapsa el sistema económico al tiempo que la
fragilidad del sistema político y su legitimidad hace imposible la contención
del conflicto social. Es decir, desde el concepto de Gramsci de Estado Integral,
se trata de una crisis no sólo económica, sino política, una crisis orgánica, de
hegemonía del proyecto dominante, cuando frente a la pérdida de consenso se
construyen luchas, resistencias, que eventualmente se proponen contrahegemónicas.
En este sentido entonces, es importante resaltar que el 19 y 20 de diciembre de 2001 significó también un quiebre del modelo hegemónico de los 90, el cual expresaba la alianza de las empresas privatizadas con el capital financiero. Así, la crisis del 2001 también expresa una lucha entre dos fracciones al interior de la clase dominante -5-, visualizada en la disyuntiva «dolarización vs. devaluación», resolviéndose a favor de la segunda, siendo primero Duhalde y luego Kirchner quienes expresarían las expectativas del capital nacional y sus posibilidades a partir de un modelo devaluacionista que favorecería un esquema volcado a la exportación. Así, la irrupción popular deja entrever el agotamiento político del sistema económico; cuyo punto de ruptura se expresa en las jornadas del 19 y 20 de diciembre, las cuales culminan con la destitución del gobierno radical, la sucesión de varios presidentes hasta la proclamación del justicialista Eduardo Duhalde, y un saldo de represión que marcará un antecedente en las políticas represivas que se sucederán.Es decir, estos acontecimientos llevados a cabo por movimientos sociales y políticos, trabajadores ocupados y desocupados, asambleas barriales, ahorristas, vecinos autoconvocados, etc.; no fueron pacíficamente aceptados por los detentores del poder político – que no expresan otro proyecto societario que el de la clase dominante – sino que, en ese clima de rebelión popular, el Estado, priorizando su lado coercitivo, saca a la calle a las fuerzas de seguridad, reprimiendo a los sectores populares, dejando como saldo treinta y cinco muertos, centenares de heridos y miles de detenidos y procesados. La complejidad de la situación se expresa en un escenario social, como marca Maristela Svampa, «ambivalente y contradictorio» ya que por un lado, se llamaba a la solidaridad y a la autoorganización, lo cual rápidamente desembocaría en la conformación de un complejo campo multiorganizacional, caracterizado por el cruce social entre actores sociales heterogéneos y por el cuestionamiento al sistema institucional. Por otro lado, la crisis expresaba un fuerte llamado al orden y al retorno a la normalidad, frente al quiebre de las instituciones básicas y la amenaza de disolución social» -6-. El gobierno de Eduardo Duhalde asume en este cuadro de crisis económica, conflictividad social, organización territorial y protesta. Durante dicho gobierno las represiones se vuelven, cada vez más, política de un estado que necesitaba contener el conflicto social y «normalizar» el país, actuando allí donde el pueblo se estaba organizando. Un blanco perfecto de esto fueron los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD).«Hasta mediados de 2002, el gobierno debió afrontar una colosal movilización de las capas medias y de los desocupados, frente a los que no tenía ni respuestas favorables ni actitud «negociadora», al tiempo que las respuestas represivas que venían recibiendo muchos conflictos no hacían más que potenciarlos e incrementar la incertidumbre institucional»-7-. Esta oleada represiva tiene un punto máximo que marca la salida de Duhalde de la presidencia: durante una protesta social reprimida fueron asesinados los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, hecho que, por la trascendencia mediática y la presión y organización de sus compañeros en busca de justicia, significó el adelantamiento del llamado a elecciones presidenciales y el movimiento de algunos funcionarios de la política nacional. «La gigantesca movilización de repudio a la represión aceleró cambios en el discurso ante la protesta social, apuró la implementación de planes sociales, precipitó los anuncios del cronograma electoral y provocó cambios ministeriales» -8-. Como parte de la estrategia justicialista de mantener el control de la situación política, aparece la figura de Néstor Kirchner en el año 2003. 1.1 El gobierno a partir de la presidencia de Néstor Kirchner Como parte del sistema capitalista, el gobierno kirchnerista significa una continuidad con las políticas neoliberales al tiempo que una ruptura en cuanto al modo de legitimar y llevar a cabo dichas políticas.El ejercicio de la hegemonía, en el sentido gramsciano -9- del término, se vale de herramientas que marcan una diferencia sustancial con las utilizadas durante los ‘90 por los gobiernos de Menem y De la Rúa. Teniendo en cuenta el poco apoyo popular con que llega al poder sumado a la fuerza que habían acumulado las organizaciones populares; la reconstrucción de la institucionalidad «democrática», del tejido social y la relación con las bases estaba entre los objetivos primordiales del nuevo gobierno. Las herramientas utilizadas a tal fin son varias: modificaciones en la legislación de Derechos Humanos en el marco de las políticas de «memoria», cambios en la Corte Suprema, aumento (en cantidad) de planes sociales y subsidios en las grandes barriadas, asignación de cargos públicos a dirigentes y militantes populares, etc. A estas medidas se sumaron las estrategias de integración e institucionalización de algunos movimientos y organizaciones, combinadas con acciones de «disciplinamiento y criminalización, a través de la estigmatización mediática, política y social, dirigida hacia los grupos sociales más movilizados» -10-, grupos, claro está, opositores o al menos, autónomos, al gobierno.Así, «la política de Kirchner consistió en poner en acto, simultáneamente, el abanico de estrategias disponibles para integrar, cooptar y disciplinar a las organizaciones piqueteras opositoras»
-11-.De
este modo, cooptando sectores históricamente de oposición, disciplinando a los
opositores, combinando presencia territorial en los barrios con control de
subsidios y planes sociales; fue logrando tanto el apoyo popular como la
desmovilización sociopolítica en pos de pautas clientelares y asistencialistas.
«Esta política de masificación de la ayuda social se continuó con Kirchner,
quien retomó la iniciativa en la tarea nada fácil de recomponer las relaciones
con los sectores populares, con la idea de «recuperar» el espacio perdido en
manos de nuevas organizaciones de tipo territorial. Sin lugar a dudas, los
planes conllevaron un fortalecimiento de la matriz asistencial del modelo
neoliberal» -12-. En este proceso de construcción de la hegemonía, la
masificación de los planes sociales vino a cumplir dos objetivos claves a corto
plazo: «por un lado, paliar la grave situación de urgencia y necesidad social
que atravesaba una parte importante de la población; por el otro, contener el
conflicto social, frente a los reclamos cada ves mayores, del conjunto de las
organizaciones piqueteras» -13-.
Este
marco resulta ser la base necesaria para legitimar la continuidad del modelo y
de las políticas neoliberales que le corresponden: se agudiza la entrada
de capitales trasnacionales, concentrando y centralizando aún más el capital y
las riquezas, se promueve el desarrollo de áreas de producción como el petróleo,
la siderurgia, el complejo sojero, la minería a cielo abierto, etc.; bajo un
discurso de desarrollo industrial, pero de poca sustentabilidad ambiental,
social, laboral y económica para la población. Como contracara, si bien en
principio se muestran signos de reactivación económica, se profundiza la
precarización laboral, el subempleo, la pobreza, al tiempo que aumenta la
concentración económica, la riqueza de una minoría, la segregación residencial,
la privatización del mundo de la vida y la criminalización y localización de la
pobreza, quebrándose cualquier vestigio de la solidaridad entre clase media y
sectores populares surgido durante el 2002, acentuando la polarización de clase
-14-. La continuidad y consolidación del «Proyecto K» se vio garantizada cuando,
en octubre de 2007, las elecciones presidenciales dieron como resultado el
triunfo de la senadora Cristina Fernández de Kirchner, mostrando la hegemonía de
este modelo. En la actualidad, a dos años de presidencia de la mandataria
argentina, comienzan a mostrarse algunos signos de la fragilidad de su
construcción política, se explicitan los quiebres, se dan nuevas alianzas; todo
lo cual debe analizarse a la luz de la coyuntura actual y el advenimiento de
nuevos comicios, situaciones en las cuales las fracciones de la clase dominante
van retomando la puja para reacomodarse en el poder. 1.1.1. Los derechos
humanos: una cosa del pasado Una apuesta fuerte de este gobierno es, entonces,
el discurso de los derechos humanos. Y en ese sentido, los avances en cuanto al
juzgamiento de los represores y participantes del último golpe de Estado, así
como la tarea de recuperación de la memoria histórica resultan sumamente
importantes. Sin embargo, existe una gran brecha entre las políticas para con el
pasado y la realidad actual respecto de los derechos humanos. Aparece como un
doble discurso, pues si bien se condena la actuación del Estado democrático con
respecto a la protección de los derechos humanos en la época post-dictadura de
1976, se debilita bastante la fuerza del discurso para referirse a igual
temática en el presente. Es decir, el gobierno actual «ha asumido como política
de Estado la condena de la violación de los derechos humanos realizadas durante
la última dictadura militar (1976-1983), lo cual ha contribuido a echar por
tierra la «teoría de los dos demonios» que habían avalado los gobiernos
anteriores, sin excepción, así como a impulsar una política de la memoria. (...)
Ahora bien, este importante salto cualitativo no puede ni debe conducirnos a
ignorar el contraste existente entre la política de condena de la violación de
los derechos humanos en relación con el terrorismo de Estado de los años ´70, y
la actual política de derechos humanos respecto del presente y el pasado
reciente, la que en términos de «política de Estado» coloca al gobierno actual
en peligrosa continuidad respecto de las administraciones anteriores» -15-.
Continuidad que se expresa en
la profundización de las condiciones de miseria y pobreza de una gran mayoría de
la población, en la precarización del trabajo, etc., es decir, en la violación
de los llamados derechos de segunda generación –los derechos económicos,
sociales y culturales básicos– que el Estado sigue sin garantizar -16-.
Continuidad que se remarca en el repliegue de los derechos políticos de la
población. Y en este sentido, se recrudece el control social de la protesta, se
la estigmatiza, se la niega y, en muchos casos, se la reprime. «El gobierno
nacional no dudó en alimentar la estigmatización de la protesta –contraponiendo
la movilización callejera a la exigencia de «normalidad institucional»-
impulsando activamente la difusión de una imagen de la democracia, supuestamente
«acosada» por las organizaciones piqueteras» -17-, más que nada con las
fracciones del movimiento que, no siendo cooptadas por el gobierno, se mantienen
autónoma en su funcionamiento y acción. Sin embargo, ya marcamos que la
criminalización de la protesta es una cuestión de clase, por lo que los avances
en dichas acciones estatales que achican cada vez más el espacio público,
resultan ser más lentos cuando la protesta, aún utilizando los métodos
repudiados, provienen de sectores influyentes en el poder político y expresan,
más que derechos vulnerados, conflicto de intereses económicos en puja al
interior del bloque dominante. «El procesamiento de estos conflictos varía según
el perfil de clase del sujeto. Por ejemplo, en los casos de cortes de ruta que
han protagonizado los sectores de los productores del agro, no se ha considerado
vulnerado derecho alguno. A la luz de las respuestas habidas, se infiere que en
algunos casos la protección de derechos estaría dada considerando sólo a
«algunos derechos» y «según el perfil -de clase- del victimario» -18-. Así, si
bien discursivamente el tratamiento de los conflictos se realiza de manera
igualitaria, la acción estatal devela el carácter clasista del gobierno, que no
duda en desalojar las rutas con la gendarmería sin dar aviso a los docentes o a
los piqueteros, pero advierte por todos los medios de comunicación la
posibilidad de tal medida cuando los que están en la ruta son miembros de la
Sociedad Rural. Distintos modos de desalojar el Puente Pueyrredón que la ruta en
Gualeguaychú. Diferentes grados de tolerancia ante la obstrucción del tránsito.
Sin marcar, por lo mismo, que la desigualdad está en el reclamo: (retomando a
Gargarella) derecho o privilegio. Mientras que unos exigen derechos básicos, los
otros expresan defensa de intereses y privilegios. En estos casos, el
cuestionado método piquetero no genera tanto resquemor cuando esos otros que
protestan pertenecen a la clase dominante, protesta que en definitiva expresa,
como dijimos, una puja al interior del proyecto hegemónico.
El gobierno actual,
entonces, refuerza la tesis del estado de excepción analizado en los capítulos
anteriores, expresada en sus decretos de necesidad y urgencia, en las políticas
que en cada lugar se plantean como «combate de la inseguridad», en la mencionada
Ley Antiterrorista, etc. Lo que significa una regresión del estado de derecho
–en contradicción lo que se sostiene desde el discurso dominante– cuyos márgenes
de impunidad y arbitrariedad se alejan de la idea de justicia e igualdad propias
de cualquier discurso ciudadano. Por lo tanto se produce un progresivo
reforzamiento del sistema represivo institucional «visibles en el proceso de
reformas legislativas que agravan los delitos cometidos por los sectores pobres
y/o marginados de la población, así como en la criminalización de la protesta
social.
En efecto, la vertiginosa pérdida de derechos (sociales, laborales) fue
acompañada por el endurecimiento del contexto represivo (Svampa y Pereyra:
2003), reflejada en el aumento y pertrechamiento de las fuerzas represivas
(aumento de efectivos de la policía federal, provincial, gendarmería nacional y
prefectura). El ejemplo más elocuente es el de Gendarmería nacional, que pasó
del cuidado de las fronteras, al control y represión de los conflictos sociales
provinciales, desde 1993 en adelante -19-.
Las metodologías para
criminalizar la protesta van variando, se van combinando, habiendo, por
momentos, una represión más abierta y pública, y por otros una represión más
encubierta, casi imperceptible, pues también depende de los niveles de consenso
y legitimidad presentes en la sociedad en general. Pero los objetivos se
mantienen: frenar el conflicto, evitar la irrupción colectiva, profundizar el
capitalismo cambiando su denominación: «capitalismo con rostro humano», aunque
eso signifique profundizar sus consecuencias para la mayoría de la población.
2. Algunas respuestas del
Estado argentino frente a la organización popular
«Fuentealba no es una
consecuencia no deseada, un exabrupto, otra extralimitación, sino la manera
persistente que usa el Estado para disciplinar a los excluidos o a todos
aquellos que cuestionan el modelo de exclusión que, después de tres décadas
ininterrumpidas aprendimos a nombrar con el mote de neoliberalismo» Esteban
Rodríguez
Las respuestas dadas por el Estado para el tratamiento del conflicto,
dijimos, se van combinando y modificando según la coyuntura, la cual es
meticulosamente analizada por el poder político. En este sentido, la presencia
territorial del actual gobierno resulta clave. Organizaciones en las grandes
barriadas empobrecidas del país, agrupaciones estudiantiles en las universidades
y colegios secundarios fuertes, gremios y sindicatos. Entonces, para grupos
organizados, movimientos sociales, organizaciones que logran mantener su
autonomía, conviviendo incluso con la presencia clientelar del gobierno en sus
territorios, la criminalización adquirirá distintas vertientes.
De tal modo, el
concepto de criminalización se amplia, siendo también el control de la esfera
económica un elemento utilizado para desarticular y debilitar a las
organizaciones populares. «Por ello también entendemos como ejercicio del poder
punitivo respecto de la protesta social a los ya clásicos hostigamientos
mediante la excusa de averiguación de identidad, faltas y contravenciones, e
incluso la caída en el pago de planes de empleo o la imposibilidad de acceder a
los mismos por no adherir al rebaño del puntero de turno» -20-. Y si algo
evidencia la afirmación anterior es que los que no están con el gobierno o
plantean críticas hacia el mismo son oposición, sobre todo si están organizados
y deciden participar, movilizarse y hacer explícitas tales diferencias. Y estas
acciones deben ser desactivadas o al menos intervenidas por el gobierno, ya sea
a través del control desde lo económico, recortando y/o negando recursos, ya sea
desde la criminalización y judicialización de dichas expresiones opositoras. Con
respecto a esto último, el dato que sigue es elocuente: «en la actualidad,
existen en la Argentina más de 4.000 procesadas y procesados y más de 20 mujeres
y hombres encarcelados, por defender sus derechos, a quienes se le desconoce el
estatus de presas y presos políticos. Es la cifra más alta alcanzada bajo un
gobierno democrático -21-. Y ese desconocimiento del estatus político avanza aún
más sobre los derechos políticos, al ser interpelados como delincuentes comunes.
En este sentido, algunos ejemplos muestran el posicionamiento estatal,
posicionamiento aleccionador que apunta a ir más allá del reclamo puntual,
desentendiéndose del mismo, disciplinando a partir de la represión, dejando
tanto el reclamo sin resolver como marcando antecedentes para la futura
movilización popular.(...) Leer
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