Declaración
Latinoamericana por una Ciencia Digna – Por la prohibición de los transgénicos
en Latinoamérica
18 de
junio de 2014
“En la coyuntura actual, el debate se ha extendido al rol y el
desarrollo de una ciencia cada vez más dependiente de los poderes hegemónicos,
violando el derecho a una ciencia autónoma para beneficio directo de la
sociedad que la produce.
En ese contexto los cultivos transgénicos, son vehículos
diseñados, no para alimentar al mundo, sino para la apropiación sistemática e
instrumental de la naturaleza; y sin duda un instrumento estratégico de control
territorial, político y cultural, de una nueva etapa neocolonial que impone
tecnologías que satisfagan la nueva fase de acumulación en la organización
global del capitalismo.”
Compartimos con orgullo el documento que el Dr. Andrés Carrasco
nos ha dejado como inciativa para la constitución de la Unión de
Científicos comprometidos con la Sociedad (UCCS) de América Latina y
que fue leido ayer en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional
de Rosario en el Homenaje que se le rindió. De esta manera quedó además
instituido el 16 de junio como Día de la Ciencia Digna.
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El modelo de agronegocios y el control territorial
La apropiación por despojo de tierras y territorios debe ser vista
en el marco de un diseño geopolítico extendido a lo largo y ancho de América
Latina y que forma parte de un Proyecto de dominación y control de la
producción de alimentos mediante la diseminación legal e ilegal, de
semillas genéticamente modificadas o transgénicas. Este diseño intenta imponer
a los países productores un modelo común de aprobación, comercialización y
propiedad intelectual de las semillas, modos de producción y tenencia y uso de
la tierra, modificación de las leyes de las naciones latinoamericanas,
africanas y asiáticas, derogando así la soberanía y seguridad alimentarias de
nuestros pueblos. Este modelo ha convertido en mercancía los alimentos y otros
bienes comunes, ocasionando un exterminio genocida de los pueblos saqueados. La
imposición de los modelos extractivistas impide, además, profundizar las
democracias de los pueblos, fragilizando así sus lazos comunitarios al
forzarlos a entregar sus riquezas a través de la apropiación por despojo del
territorio, de sus actividades productivas y de su cultura.
El modelo extractivista, es una pieza fundamental del modelo
neocolonial de apropiación por despojo. Es imposible entenderlo sino a
través de un fuerte protagonismo de una tecnología amañada y con fundamentos
científicos frágiles en concepción. Este modelo es una construcción política
que se pretende imponer desde algunos gobiernos corruptos asociados a las transnacionales,
que se extiende a gran parte de Latinoamérica como un mecanismo de saqueo de
los bienes comunes y de la identidad cultural. Lo anterior se ha constituido en
una verdadera guerra sostenida con base en tecnologías de alto impacto y
difícil reversión que devastan nuestros territorios utilizándolos como campos
experimentales, concentrando y transnacionalizando de esta manera la propiedad.
¿Es la ciencia cada vez más autónoma?
En la coyuntura actual, el debate se ha extendido al rol y el
desarrollo de una ciencia cada vez más dependiente de los poderes hegemónicos,
violando el derecho a una ciencia autónoma para beneficio directo de la
sociedad que la produce.
En ese contexto los cultivos transgénicos, son vehículos
diseñados, no para alimentar al mundo, sino para la apropiación sistemática e
instrumental de la naturaleza; y sin duda un instrumento estratégico de control
territorial, político y cultural, de una nueva etapa neocolonial que impone
tecnologías que satisfagan la nueva fase de acumulación en la organización
global del capitalismo que necesita la sustitución de los modos tradicionales
de mejoramiento agrícola por métodos antinaturales.
Los resultados están a la vista a la hora de analizar la eficacia
resultante de la imposición de este sistema agrícola industrializado y nefasto
que incluye la deforestación y el fracaso en sus promesas sobre la inocuidad y
preservación de las semillas nativas. Como vemos, es el resultado de una
tecnología que nunca debió haber salido del ámbito experimental. Una
verdadera arma de guerra.
Seria de esperar que ninguna nación democrática y soberana
sometiera su desarrollo intelectual, tecnológico y científico a los intereses
de un sector particular y minoritario, sea este nacional o internacional. Los
pueblos latinoamericanos tienen el derecho irrenunciable a desarrollar una
ciencia transparente, autónoma y que sirva a sus intereses. Para ello esa
ciencia deberá comprometerse con honestidad, teniendo en cuenta que de no
hacerlo así, puede violar su compromiso con la verdad, para formar
parte de la legitimación que todo desarrollo tecnológico dominante requiere
como instrumento de control y colonialismo.
En esto existe desde hace ya largo tiempo, una dimensión de
ciencia epistémica que interpela su autonomía
absoluta, neutralidad y universalidad, desde donde se debe
encarar la tarea científica como un servicio desde un “lugar situado” en la
sociedad (no el “mercado”), teniendo en cuenta sus intereses y necesidades.
La fragilidad científica de la biotecnología “moderna”
No pocos biólogos moleculares y sus primos los biotecnólogos
suelen incurrir, con ímpetu, en gruesos errores conceptuales que hacen que la
ciencia no pase por su mejor momento de la percepción social. La relación entre
la industria y los medios de comunicación
colectiva expresan descripciones periodísticas sobre los avances “humanitarios”
de los organismos genéticamente modificados (OGM). En estos se proponen los
cultivos transgénicos para erradicar del continente africano “décadas de
desesperación económica y social” (National Post Canada). Artículos
como éste aparecen dispersos en las secciones científicas de una gran mayoría
de medios escritos (New York
Times, Time, Toronto Globe, The Guardian, The Economist, Slate, New Scientist,
Forbes y cientos de otros). El manantial de las buenas noticias en
biotecnología se limita a un número muy limitado y cuestionado de proyectos con
OGM:vacunas comestibles, yuca biofortificada, arroz
dorado, y una batata resistente a un virus, como
verdaderas ofensivas mediáticas. Las bases científicas de estos anuncios son
débiles o inexistentes y se sustentan invariablemente en investigaciones
preliminares o no publicadas, o que ya han fracasado. Lo anterior exhibe el
fracaso de una prensa científica por cumplir con los requisitos de un
periodismo riguroso y escéptico. La industria de los OGM se ha aprovechado de
esto para proyectar una imagen de sí misma como ética, innovadora y esencial para
un futuro sostenible, que en realidad no tiene relación alguna con la realidad. Pero además,
muestra que la agroindustria tampoco se somete a la evaluación formal de los
resultados que sustentan sus promesas.
De igual manera, otras imposturas y excesos más específicos, han
ido erosionando la percepción social de la ciencia como sistema explicativo del
mundo. Veamos:
1) Los transgénicos, desde sus inicios en el ojo de la tormenta,
nos vuelven a traer esa extraña y cada vez más transparente relación funcional
del pensamiento biológico reduccionista con la ideología que preside la
hegemonía neoliberal en esta etapa. Existe la necesidad de instalar un relato
legitimador desde la ciencia que desmienta sus efectos negativos en la
naturaleza, que sostenga la equivalencia entre alimentos naturales y los
transgénicos, que los defina como nuevas variedades, y descarte el acecho de
sus impactos negativos en la naturaleza y en los profundos cambios futuros de
la estructura geopolítica cultural de los pueblos. Para cerrar ese relato, los
defensores de los OGM denominan a todos aquellos que defienden el Principio
de Precaución del impacto tecnológico, como “ambientalistas
anticientíficos”. En realidad definir sin fundamentos y desde el podio
político quien tiene un pensamiento científico o anticientífico, es un signo de
dogmatismo cerril que paradójicamente interpela la propia seriedad del juicio
de quién lo emite. Decir que el “ambiente interactúa con el gen” es
insuficiente. No se desmarca del determinismo clásico y no incluye
interpelación alguna a la concepción reduccionista en biología. Sigue siendo
una idea mecanicista que ignora el concepto de fluidez del genoma en el cual
los genes pierden su definición ontológica y pasan a ser parte de una
complejidad relacional que desafía toda linealidad jerárquica para reemplazarla
por una red funcional compleja que recién empezamos a vislumbrar después de 20
años de lanzada la idea del “genoma fluido”.
2) Este sector “científico” defiende la manipulación genética de
los organismos asumiendo que los OGM tienen los mismos comportamientos cuando
son liberados en la naturaleza a aquellos observados en el laboratorio. Las
afirmaciones infundadas de que los OGM “son naturales” y que “son
nuevas variedades”, parten de asumir que la técnica experimental empleada
es precisa, segura y predecible, lo que vuelve a ser un grueso error y un
desconocimiento de las teorías básicas y elementales de la biología moderna. En
esa concepción están ausentes el rol del tiempo en la génesis de la diversidad
y la valoración de los mecanismos naturales que la sostienen. Hay que
reconocer que, en el proceso evolutivo como mejoramiento de las especies, la
reproducción sexual y la recombinación del material genético son los mecanismos
biológicos y ambientales que regulan la fisiología del genoma, y por ende, los
que generan la
diversidad. Por eso empeñarse en insistir que los
procedimientos usuales de domesticación y mejoramiento de especies alimentarias
pueden equipararse con las técnicas de alteración genética de organismos por
diseño (OGM) planteadas por la industria, es una idea reduccionista
inaceptable. Decir que el mejoramiento realizado por el hombre durante 10.000
años en la agricultura y la modificación por diseño en un laboratorio son
exactamente lo mismo expresa la pretensión de olvidar que la cultura agrícola
humana ha respetado esos mecanismos naturales, que se basa en la selección de
nuevas variedades de poblaciones originadas por entrecruzamiento al encontrar
el fenotipo adecuado. Este mejoramiento no es consecuencia del simple cambio de
la secuencia, incorporación o perdida de genes, sino la consolidación de un ajuste
del funcionamiento del genoma como un todo y que hace a la variedad
útil y predecible (por eso es una variedad nueva). Este ajuste puede involucrar
genes asociados a una o varias características fenotípicas diferentes pero cada
vez más acompañados por muchos “ajuste fluidos” de carácter epigenético y que
en su mayoría desconocemos. De lo anterior se desprende que una nueva variedad
representa una mejora integral del fenotipo para una condición
determinada donde seguramente todo el genoma fue afectado con un ajuste
fisiológico de su “fluidez”. En este marco conceptual un gen o un conjunto de
genes introducidos en un embrión vegetal o animal en un laboratorio, no
respetan, por definición, las condiciones naturales de los procesos de
mejoramiento o la evolución de los organismos; por el contrario, más bien violan
procesos biológicos con procedimientos rudimentarios, peligrosos y de
consecuencias inciertas que mezclan material genético de las plantas con el de
distintas especies (vegetales y animales).
La transgénesis altera directa o indirectamente el estado
funcional de todo el genoma como lo demuestra la labilidad de respuesta
fenotípica de un mismo genotipo frente al medio ambiente. En la ignorancia de
la complejidad biológica (hoy hablamos de desarrollo embrionario, evolución
y ecología como un sistema inseparable) se percibe la presencia de un
insumo esencial: la dimensión ontológica del gen. No reconsiderar este concepto
clásico del gen como unidad fundamental del genoma rígido concebido como un “mecano”,
una máquina predecible a partir de la secuencia (clasificación) de los genes y
sus productos que pueden ser manipulados sin consecuencias, expresa el fracaso
y la crisis teórica del pensamiento reduccionista de 200 años, largamente
interpelado por Steven Rose, Stephen Jay Gould, Richard Lewontin, Eva
Jablonka, Mae Wan Hoo, y Terje Travick, entre otros.
Lo anterior hace ver también la imposibilidad, en términos científicos y
epistemológicos, de poder considerar a los OGM como variedades naturales, en tanto
que son cuerpos extraños que intervienen en el mundo natural alterando la
evolución biológica de manera impredecible. Para algunos, la capacidad de poder
manipular el genoma se ha transformado en el deseo de la omnipotencia.
Debería recordarse que la complejidad no es un capricho de la
naturaleza, sino una configuración integral de ésta y que, en ese sentido,
desarmar a la naturaleza “para su comprensión” es cada vez más insuficiente. Lo
ilógico aquí es pretender hacer desde esta limitación un cierre virtuoso de una
tecnología que nació para comprender limitados procesos a nivel molecular para
poder expandirlos en la propia naturaleza sin criterios creíbles ni
predecibles. El proceso de generación de organismos, repetimos, es inasible,
pero podemos estudiarlo. Alterar un organismo con un pedazo de ADN propio o
ajeno no es fisiológico. Lo único que detiene a la naturaleza de mayores
desastres es no romper con la posibilidad de mecanismos que aminoren desastres
para su reproducción y permanencia.
3) Los científicos defensores de los transgénicos atraviesan en
esta etapa, que los expone afuera del laboratorio, con la ansiedad de no perder
protagonismo. La necesidad de legitimar la tecnología se transforma en una
pulsión, anticientífica y dogmática. Más aun, la afirmación de que el problema
no está en la técnica sino en su uso, es doblemente preocupante
porque además de no ver el pensamiento reduccionista que los preside, oculta la
creciente subordinación y fusión de la ciencia con el poder económico revalidando
las bases cientificistas productivistas y tecnocéntricas que emanan
del neoliberalismo en su versión actual. La legitimación recurre a la simplista
idea de que la tecnología por ser neutra y universal representa
siempre progreso. Y que si algo falla es debido a la intromisión de un
impredecible Dr. No que la va usar mal y que cualquier posible
daño derivado de ésta será remediado en el futuro por otra “tecnología mejor” o
por el ingenuo argumento de la regulación del Estado, aunque sepamos que éste
es socio promotor de los intereses que controlan el “desarrollo científico” en
nuestros países. Prefieren desconocer que estas tecnologías son productos
sociales no inocentes, diseñadas para ser funcionales a cosmovisiones
hegemónicas que le son demandadas por el sistema capitalista. Decir que los
problemas “no tienen que ver con la tecnología transgénica” y que
los que se oponen “están minando las bases de la ciencia” es
parte de la predica, “divulgación” y diatriba contra cualquiera que sostenga lo
contrario. No hay nada más anticientífico que recortar o ignorar la historia de
la evidencia científica, y asignarse a sí mismos la función de ser la pata
legitimadora que provee la “ciencia” actual a la apropiación por despojo de la
acumulación precapitalista que sufren nuestros pueblos en estos tiempos. El
círculo se cierra al ocultar el condicionamiento y cooptación de instituciones
como las universidades públicas y el sistema científico por las fuerzas
económicas y políticas que operan en la sociedad. Logran
así el mérito de ser la parte dominada de la hegemonía dominante. Quienes así
piensan y actúan nos quieren hacer creer que todo es técnico, disfrazando la
ideología de ciencia, al suplantarla por una “ciencia” limitada y sin reflexión
critica. De esta manera se abstraen de las relaciones de fuerza en el seno de
la sociedad, poniendo ésta al servicio del poder dominante. Mientras tanto, en
el colmo de su omnipotencia auguran catástrofes de todo tipo si la sociedad no
asume con reverencia que este es el único camino posible para alcanzar
el “progreso”. El planeta es para ellos infinito y los ecologistas unos
retrógrados. Mientras tanto éstos disfrutan del momento actual, aceptando
“participar” del diseño del mundo y de la sociedad futura. Son parte del poder.
¿Qué se les puede pedir? ¿Honestidad en sus dichos? Son los expertos que
burocráticamente diseñan, consciente o inconscientemente, el mal y banalizan la
ciencia.
4) El alarde desmedido que muestra la actual falla epistemológica
del pensamiento científico crítico en el marco del análisis de las teorías
actuales, así como el “avance tecnológico”, incursionan en la naturaleza
aplicando procedimientos inciertos que simplifican la complejidad de los
fenómenos biológicos para “vender certeza” y proponer, por ejemplo, desde el
sector privado y acompañados por el entusiasmo de importante investigadores,
la transformación de la naturaleza en una “factoría” de productos,
donde las plantas serían sustitutas de procesos industriales. Una verdadera
naturaleza artificial adecuada y necesaria para los grandes negocios. Hay en
todos estos discursos mucha ambición, soberbia, una pobre comprensión de la
complejidad biológica y, por supuesto, poca ciencia. Hay grandes negocios y un
enorme relato legitimador que los científicos honestos no
podrán evitar interpelar, aunque las empresas transnacionales compren todas las
editoriales de revistas científicas o bloqueen las publicaciones y voces que
interpelan el sentido de la ciencia neoliberal-productivista. La ciencia, su
sentido del para qué, para quién y hacia dónde, están en crisis y nosotros en
la patria grande no podemos fingir demencia si queremos sobrevivir
soberanamente. (...)
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