Una muy bien
financiada máquina para el retroceso
¿Un imperio de la más
absoluta nada?
22 de mayo de 2018
Por Tom Engelhardt
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de
Carlos Riba García
[Los párrafos a continuación son la
introducción del nuevo libro de Tom Engelhardt A Nation Unmade by War (Un país deshecho por la guerra), un
volumen de Dispatch Book publicado por Haymarket Books.]
Mientras daba los toques finales a mi nuevo
libro, el Cost of Wars Project con sede en el Instituto Watson de la Universidad Brown
publicó una estimación de los dólares del contribuyente estadounidense vertidos
–desde el 12 de septiembre de 2001 hasta el año fiscal 2018, inclusive– en la
guerra contra el terror de Estados Unidos. La cifra llegaba a la friolera de
5,6 billones de dólares (incluyendo el costo futuro del cuidado de nuestros
veteranos de guerra). En promedio, representa unos 23.386 dólares por cada
contribuyente.
Recordad que estos guarismos, aunque
asombrosos, significan apenas el costo en dólares de nuestras guerras. No
incluyen, por ejemplo, los costos físicos sufridos por los estadounidenses
destrozados de un modo u otro en esos interminables conflictos bélicos. No
incluyen el costo de las infraestructuras del país, que se hacían trizas
mientras los dólares del contribuyente fluían profusamente en un notable
entorno –en esos años, un hecho prácticamente excepcional– bipartidista en lo
que aún sigue llamándose, ridículamente, la “seguridad pública”. No es esto,
por supuesto, algo que nos hará más seguros a la mayoría de nosotros, pero sí a
ellos –a quienes viven del estado de la seguridad nacional–, cada vez más
seguros en Washington y otros sitios. Estamos hablando del Pentágono, del
departamento de la
Seguridad Interior , del complejo nuclear de EEUU y del resto
de ese Estado dentro del Estado, incluyendo las muchas agencias de inteligencia
y las empresas de mercenarios, que hoy han sido integradas en la vasta y muy
lucrativa estructura militar.
En realidad, el costo de las guerras de Estados Unidos –que
incluso se extienden en la
era Trump – es incalculable. Solo basta mirar las fotos de
ciudades como Ramadi o Mosul, en Iraq; Raqqa o Aleppo, en Siria; Sirte, en Libia;
o Marawi en el sur de Filipinas, todas ellas en ruinas como consecuencia de los
conflictos bélicos que Washington desencadenó en los años posteriores al 11-S y
tratar de evaluar esos daños. Esas imágenes de kilómetros y kilómetros
cubiertos de escombros, a menudo sin un solo edificio en pie, deberían dejar
pasmado a cualquiera. Es posible que algunas de estas ciudades jamás sean
reconstruidas.
¿Y cómo podría uno siquiera empezar a hacer
una estimación dineraria del enorme costo en términos humanos de esas guerras,
los cientos de miles de muertos? ¿O las decenas de millones de personas
expulsadas de su propio país o convertidas en refugiados que en su huida cruzan
cualquier frontera a la vista? ¿Cómo podría uno determinar en qué forma esas
masas de desarraigados del Gran Oriente Medio y norte África están
desestabilizando otras partes del planeta? Por ejemplo, su presencia (o, para
ser más exacto, el creciente miedo que ella provoca) ha ayudado a alentar la
formación de un creciente conjunto de movimientos “populistas” que amenazan con
desgarrar Europa. ¿Y quién podría acaso olvidar el papel que esos refugiados –a
al menos sus versiones más fantasiosas– han desempeñado en la exitosa apuesta
de Donald Trump por la presidencia? Finalmente, ¿cuál puede ser el costo de
todo eso?
Abrir las puertas del infierno
Los interminables conflictos bélicos de
Estados Unidos en el siglo XXI fueron disparados por la decisión de George W.
Bush y sus más altos funcionarios de definir lo más rápidamente posible como
una “guerra” su respuesta a los ataques contra el Pentágono y las Torres
Gemelas realizados por un pequeño grupo de yihadistas; después, nada menos que
darle el pomposo nombre de “Guerra Global contra el Terror”; y, finalmente,
invadir y ocupar Afganistán y más tarde Iraq, todo ello inspirado por el sueño
de dominar el Gran Oriente Medio –y, en última instancia, el planeta– como
ninguna otra potencia imperial lo había hecho nunca.
Sus exaltadas fantasías geopolíticas y la
sensación de que las fuerzas armadas de Estados Unidos eran capaces de
conseguir lo que quisieran pusieron en marcha un proceso que nuestro mundo
habrá de pagar de una forma que nadie será capaz de calcular alguna vez. Por
ejemplo, ¿quién podría empezar a poner un precio al futuro de los niños cuya vida
sería dada vuelta y encogida más allá de lo imaginable como consecuencia de
esas decisiones? ¿Quién sería capaz de calcular lo que esto significa para
millones de jóvenes de este planeta que han sido despojados de casa,
progenitores, educación... de hecho, de todo lo que podía aproximarse a una
estabilidad que pudiera conducirles a un futuro deseable?
A pesar de que son pocos los que lo recuerdan,
nunca he olvidado la advertencia hecha en 2002 por Amr Moussa, por entonces
jefe de la Liga Árabe. La invasión de Iraq, pronosticó en septiembre de ese
año, “abrirá las puertas del infierno”. Dos años más tarde, tras la invasión y
ocupación estadounidenses de ese país, Moussa cambió ligeramente sus palabras:
“Las puertas del infierno”, dijo, “están abiertas en Iraq”.
Desgraciadamente, su valoración ha resultado
profética, y no solo referida a Iraq. Hoy, 14 años después de esa invasión,
deberíamos estar de duelo por un mundo que en la primavera de 2003 abrió esas
puertas y puso sus pies en el infierno. Cada uno a su manera, todos lo hemos
hecho. De no ser así, Donald Trump no sería hoy presidente.
No pretendo ser un experto en infiernos. No sé
exactamente en cuál círculo infernal estamos en este momento, pero hay algo que
sé bien: estamos en él.
La infraestructura de un país-acuartelamiento
Si ahora mismo pudiera hacer que mis padres
regresaran de la muerte, sé que el estado en que se encuentre este país les
dejaría boquiabiertos. No lo reconocerían. Si por ejemplo les contara que solo
tres hombres –Bill Gates, Jeff Bezos y Warren Buffett– tienen tanto patrimonio
como la mitad menos rica de la población de Estados Unidos, es decir, 160
millones de estadounidenses, jamás me creerían.
¿Cómo haría para explicarles la forma en que en estos años el
dinero ha circulado continuamente hacia arriba, a los bolsillos de los
inmensamente ricos, y después hacia abajo, hacia lo que se ha convertido en las
elecciones del 1 por ciento que instalaron a un multimillonario y su familia en
la Casa Blanca ?
¿Cómo explicarles que mientras los principales congresistas demócratas y
republicanos no se cansan de decir cada vez que puedan que este país es
excepcionalmente más grande que cualquier otro en la historia, ninguno de ellos
es capaz de encontrar los fondos –unos 5,6 billones para empezar– que se
necesitan para mantener en condiciones nuestras carreteras, presas, puentes,
túneles y otras infraestructuras clave?
Mis padres no habrían pensado que eso fuera
posible. No en Estados Unidos. Y de algún modo yo tendría que explicarles que
ellos habían regresado a un país que –a pesar de que pocos estadounidenses se
den cuanta de ello– ha sido cada vez más deteriorado por la guerra contra el
terror desencadenada por Washington, transformada ahora en varias guerras en
una, y este proceso nos ha cambiado a todos.
Esos enfrentamientos en los confines del mundo
tienen la tendencia de volver a casa en unas formas que pueden ser difíciles de
rastrear o precisar. Después de todo, a diferencia de esas ciudades del Gran
Oriente Medio, las nuestras no están todavía en ruinas, aunque –en cámara
lenta– algunas de ellas podrían estar moviéndose en esa dirección. Al menos
teóricamente, este país todavía está cerca de lo más alto de su poder imperial
y continúa siendo el más rico de la Tierra. Aun así, en este momento debería estar lo
suficientemente claro que hemos arruinado no solo a otros países sino también
al nuestro de un modo que –pese a que durante estos años he intentado asimilar
y registrar lo mejor que he podido– sospecho que todavía apenas podemos ver y captar.
Mi nuevo libro, A Nation Unmade by War, está
enfocado en un país cada día más agitado y transformado por la diseminación de
unas guerras en las que –en el mejor de los casos– la mayor parte de los
ciudadanos solo ha prestado escasa atención. Ciertamente, la elección de Donald
Trump es la señal de que la sensación estadounidense de decadencia en la época
del auge del estado de la seguridad nacional (y poca cosa más) ya está entre
nosotros para quedarse.
Aunque normalmente no es algo que se diga
aquí, me parece que el presidente Trump debería ser considerado como una parte
de lo que debemos pagar en nuestro país por esas guerras lejanas. Sin las
invasiones de Afganistán e Iraq y lo que vino después, dudo que él hubiese sido
imaginable como otra cosa que el presentador de un “reality show” de la TV o el
dueño de un grupo de casinos fracasados. Tampoco serían concebibles un
Washington en versión Estado-acuartelamiento que él ocupa ahora, ni los
generales de nuestras desastrosas guerras de los que él se ha rodeado, ni el
crecimiento del estado de vigilancia que asombraría al mismísimo George Orwell.
Los componentes de la máquina para el
retroceso
Fue Donald Trump –reconozcámosle cuando es
debido– quien hizo que empezáramos a darnos cuenta de que vivimos en un mundo
diferente y deteriorado. Nada de esto habría sido imaginable si, tras el 11-S,
George W. Bush, Dick Cheney y Cía. no hubiesen tenido el impulso de
desencadenar las guerras que nos llevaron hasta las puertas del infierno. Sus
exagerados sueños geopolíticos de dominación mundial resultaron ser unas
pesadillas de marca mayor. Ellos imaginaron un planeta diferente al de los
últimos 500 años de historia imperial, un planeta en el que una única potencia
habría de dominar absolutamente todo hasta el final de los tiempos. Esto es,
imaginaron una especie de mundo que en Hollywood solo había sido asociado con
los personajes más malvados.
Y este fue el resultado de su exaltación
conceptual: jamás una gran potencia –algo que podría discutirse– todavía en su
mejor momento imperial ha demostrado ser tan incapaz de utilizar su poderío
militar y político de una manera que le hiciera avanzar hacia sus objetivos.
Que las fuerzas armadas de Estados Unidos hayan sido desplegadas en vastas
zonas del planeta y de algún modo, una y otra vez, hayan sido superadas por
fuerzas enemigas muy inferiores e fueran incapaces de obtener algún resultado
diferente a la destrucción y más fragmentación es un hecho extraño de este
siglo [XXI]. Y todo esto ha sucedido en un momento en el que el planeta más
necesitaba un nuevo tipo de unidad y cooperación, en un momento en el que
–debido al empleo de los combustibles fósiles– el futuro de la humanidad está
en peligro como nunca lo ha estado antes.
Al final, puede resultar que el último imperio
sea un imperio de la absoluta nada; una nefasta posibilidad que ha sido
enfocada por TomDispatch,
el sitio web que administro desde noviembre de 2002. Por supuesto, cuando uno
escribe notas cada dos semanas durante años, sería sorprendente que no se repitiera.
Aparentemente, lo único que nuestros gobernantes y generales han sido capaces
de hacer desde los ataques del 11-S es más o menos lo mismo con los mismos
desastrosos resultados, una y otra vez.
En efecto, envalentonados por esas guerras,
las fuerzas armadas de Estados Unidos y el estado de la seguridad nacional, se
han convertido –con saludo para el fallecido Chalmers Johnson (un seguidor
incondicional deTomDistach y
un hombre que sabía de las puertas del infierno tan pronto las veía) una
asombrosamente bien financiada máquina para el retroceso. En todos estos años,
en tanto tres administraciones trabajaban para extender la guerra contra el
terror, los conflictos bélicos de Estados Unidos en tierras remotas apenas han
estado en la mente de sus ciudadanos. A pesar de que las mayores
manifestaciones en la historia tenían como objetivo parar una guerra antes de
que estallase, una vez que Iraq fue invadido, las demostraciones se acabaron y,
desde entonces, los estadounidenses en general se han desentendido de las
guerras de su país, incluso mientras empezaba el retroceso. Algún día, ya no
tendrán otra opción que prestarles atención.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear como también de una historia de la Guerra Fría , The End of Victory Culture. Es
miembro del Nation Institute y administra TomDispatch.com. Su sexta obra es A Nation Unmade by War (publicada recientemente por Dispatch
Books).
Esta traducción puede reproducirse libremente
a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=241877
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