Los
verdaderos soldados de Perón al banquillo (Parte2)
Juicio a
la CNU en La Plata
agosto
de 2016
A
poco de comenzar el debate oral por una parte de los crímenes de la
Concentración Nacional Universitaria en La Plata seguimos analizando la
importancia de juzgar los crímenes de Estado previos al golpe como
delitos de Lesa Humanidad, y el “elemento político” de los juicios en
esta discusión.
Dedicado a María Esther Biscayard de Tello,
Madre de Plaza de Mayo, docente y militante libertaria
que perdió tres hijos por la represión de
Estado y siempre nos recordaba que
“el Terrorismo de Estado no empezó el 24 de marzo del 76”.
Por
HIJOS La Plata
En
poco tiempo el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata estará juzgando a
Carlos Ernesto Castillo y Juan José Pomares, integrantes de la banda de
la derecha peronista CNU de La Plata, aunque sólo se incluirán en el
debate los casos de 7 víctimas en 3 hechos, de una lista total de más de
60 asesinatos aún impunes cometidos en nuestra cuidad entre 1974 y 1976.
Pasados más de 40 años de los hechos, el juicio es una excelente
oportunidad para revisar la concepción de los crímenes de Estado previos
al golpe del '76. La intención de esta nota es preguntarnos qué estamos
juzgando en este proceso: a un grupo de lúmpenes con banca y desbocados
o a una estructura criminal del Estado, con todo lo que ello significa.
Si con
la lucha y el trabajo de las organizaciones de Derechos Humanos hemos
podido hacer reconocer en la justicia el carácter sistemático,
planificado y extendido que tuvo la represión de Estado durante la
última dictadura, y hasta hemos logrado que se lo defina específicamente
como un genocidio, es decir la eliminación del grupo nacional que se
oponía al régimen, mucho falta por capitalizar respecto a lo que sucedió
con la represión en el período previo al golpe.
En
este sentido puede empezarse por repasar qué es lo que hace a un crimen
de Estado un delito de lesa humanidad, cuál fue el contexto que gestó y
permitió las graves violaciones a los Derechos Humanos producidas en ese
interregno democrático entre las dictaduras del '66 y el '76, y cuáles
son los principales escollos jurídicos y políticos para avanzar en el
juzgamiento de los hechos cometidos en ese período.
EL
ELEMENTO POLÍTICO
El
concepto de delito de lesa humanidad constituye el producto de una ardua
elaboración de la jurisprudencia y la doctrina en el marco de la
comunidad internacional de los Estados, que culminó con un complejo
proceso de creación de cierta normativa que de forma incipiente
pretendía condenar esos crímenes. Hoy existe un catálogo de delitos de
lesa humanidad –en la acepción general de la expresión-, plasmado en
diversos tratados, convenciones y resoluciones de órganos
internacionales. Aquí simplemente diremos que lo que define al concepto
de delito de lesa humanidad es la denominada “cláusula umbral” por la
doctrina y que se refiere a un ataque generalizado contra la población
civil, sumado a la aquiescencia, tolerancia o participación del Estado,
del poder público, o de una organización similar en su ejecución. Es
importante remarcar que esta definición exige el elemento político, es
decir, que el ataque a la población sea llevado a cabo de conformidad
con la política de un Estado o de una organización para cometer esos
actos o para promover esa política. La propia Corte Suprema de Justicia
ha dicho en la causa “Simón”, cuyo fallo destrabó en 2005 la discusión
sobre la reapertura de los juicios a los genocidas en nuestro país, que
los crímenes contra la humanidad “1- afectan a la persona como
integrante de la 'humanidad', contrariando a la concepción humana más
elemental y compartida por todos los países civilizados; 2- son
cometidos por un agente estatal en ejecución de una acción
gubernamental, o por un grupo con capacidad de ejercer un dominio y
ejecución análogos al estatal sobre un territorio determinado".
La investigación de los crímenes de la CNU en Mar Del Plata, que fue la primera que llego a juicio oral en todo el país, debió sortear esta discusión en la etapa de instrucción, y sólo por insistencia y abundancia de planteos de las querellas la justicia marplatense determinó en abril de 2008 que los crímenes en cuestión son delitos de lesa humanidad.
En
el auto de elevación a juicio de la causa contra Castillo y Pomares, el
juez Jorge Di Lorenzo describe que ya desde finales de los '60 se
conformaron desde el Estado grupos que desplegarían un accionar
terrorista y, vía el decreto de “Aniquilación de la subversión”
(2772/75), tuvieron su mayor expansión durante el gobierno de Isabel
Martínez de Perón.
De
hecho Di Lorenzo afirmó que “desde el aparato de Estado se montaron
organizaciones parapoliciales (…) que actuaron bajo el amparo y garantía
de impunidad del propio Estado” y que esta actuación “se caracterizó por
su ejecución sistemática y organizada” a través de “diversos delitos,
especialmente secuestros, asesinatos y robos, siempre caracterizados por
el uso de una extrema violencia contra personas que, por su
participación en actividades partidarias y/o gremiales, se considerase
'subversiva' u opositora al gobierno”.
En
nuestra intervención en la causa CNU La Plata, la querella del espacio
Justicia Ya La Plata afirmó que “los hechos que aquí se analizan habrían
formado parte de un ataque sistemático y generalizado contra una parte
de la población civil en el contexto del Terrorismo de Estado, que contó
con la colaboración de personas pertenecientes a agrupaciones
paraestatales”. Y en específico se señalaba que “el elemento político
que inspiraba a los integrantes de la CNU estaba en completa sintonía
con la política fomentada por funcionarios estatales que dieron origen a
agrupaciones armadas –entre ellas la Triple A, con la finalidad de
eliminar 'subversivos' u opositores al gobierno, cuyas acciones armadas
reúnen ciertas notas comunes entre sí, con una estrategia previamente
planificada que los diferencia de la mayoría de los delitos comunes,
dirigida a la individualización de personas ideológicamente distantes
del pensamiento que caracterizaba a sus integrantes”.
Si
historizamos un poco sabremos que durante la dictadura de Onganía los
postulados de la antigua Doctrina de Seguridad Nacional (ley 16.970) se
transformaron en prácticas operativas orientadas a combatir la
“subversión”. En esa etapa histórica se sentaron las bases jurídicas,
orgánicas y funcionales de un sistema nacional de seguridad concebido y
elaborado para apoyar un régimen autoritario, que aseguraba el
cumplimiento de las órdenes que la propia dictadura entendía como
“intereses vitales” de la Nación.
Mediante la sanción de varias leyes comenzaron a ejecutarse operaciones
destinadas a neutralizar y eliminar el “accionar subversivo”: la ley
16.984 prohibió la difusión postal de la “ideología comunista”; la ley
de partidos 17.401 ilegalizó a varias organizaciones, la 18.262 del '69
declaró el estado de sitio en todo el país; la 19.053 del '71 creó la
Cámara Federal en lo Penal conocida como “Camarón” que juzgaría delitos
federales contra la Constitución y las instituciones, la 19.081 del
mismo año habilitó al Ejecutivo a utilizar las FF.AA. en estado de sitio
y les otorgaba facultades para investigar y prevenir delitos de
injerencia del “Camarón”; la 19.594 del '72, otorgó control militar a
los penales donde se alojaban detenidos por hechos subversivos; las
19.797 y 19.799 del mismo año penalizó la difusión de material
subversivo y definió competencia del Camarón, etc. Todo esto sumado a la
sanción de distintos reglamentos y normativas que otorgaban basamento
operativo autónomo a las FFAA, como los reglamentos militares RC5-1 de
1968, llamado de “Operaciones Psicológicas”, el RC-8-3 de “Operaciones
contra Subversión Urbana” y RC-8-2 de “Operaciones contra Fuerzas
Irregulares”; el Instructivo del Ejercito RV-150-10 de 1969, titulado
“Instrucción de Luchas Contra las Guerrillas” del Ejército Argentino; o
la Directiva 02/71 de la Junta de Comandantes en Jefe, llamada “Para el
pasaje a la ofensiva en la lucha contra la subversión”.
Este es el contexto que gestó y permitió las graves violaciones a los derechos humanos producidos antes de la última dictadura, donde ya se organizaban desde el aparato del Estado la división de tareas, objetivos, grupos operativos, inteligencia, infiltración, etc., todos ellos elementos necesarios para operar sobre los opositores políticos.
LA
EXPERIENCIA EN LOS JUICIOS
Si
revisamos los juicios reabiertos desde 2006, el juzgamiento de crímenes
de Estado previos al 24 de marzo de 1976 como parte del proceso de
reapertura de las causas de Lesa Humanidad ha tenido varios
antecedentes.
En
específico sobre las bandas armadas de la derecha peronista, el primer
juicio concluido se dio en febrero pasado, cuando la titular del Juzgado
Federal Nº 1 de CABA, María Servini de Cubría, en juicio escrito que
tramitó por el viejo Código de Procedimientos condenó a 4 integrantes de
las bandas de la Triple A por asociación ilícita y con penas menores. La
jueza dio por probado que Jorge Conti, Carlos Villone, Norberto Cozzani
y Rubén Pascuzzi integraron esa organización paramilitar desde sus
cargos formales en el Ministerio de Bienestar Social, así como que la
sede de esa cartera se utilizó como lugar físico para realizar reuniones
de la organización paramilitar, como también para financiar su
funcionamiento: "El delito que aquí se juzga no fue consecuencia del
accionar de personas individualmente consideradas, para su perpetración
fue necesaria la misma estructura y recursos proporcionados en principio
por uno de los ministerios del Estado, (…) se proveyeron fondos para
compras de armamentos, solventar su logística, se utilizó su aparato de
prensa, y hasta sus requerimientos aduaneros en materia de armas",
afirmó Servini de Cubría en el fallo.
Pero
además en estos años llegaron a sentencia la causa por la Masacre de
Trelew, ocurrida durante una dictadura militar en agosto de 1972, y
donde se condenó a varios marinos en 2012; el fallo por la Masacre de
Capilla del Rosario, el fusilamiento de 14 militantes del ERP ocurrido
en agosto de 1974 en Catamarca, donde el Tribunal local condenó en 2013
a 3 de los autores del hecho; y la condena en 2014 del jefe de
Prefectura de Campana Carlos Ramón Schaller por el secuestro de Marta
Querejeta en diciembre de 1974.
Todos los hechos de estos procesos fueron calificados como constitutivos
de delitos de Lesa Humanidad, no sin esfuerzo o disenso de los jueces
sobre el famoso “elemento de contexto” que caracteriza a los crímenes
contra la humanidad: ataque generalizado o sistemático contra una
población civil y con conocimiento de dicho ataque.
Así
se los calificó pese a la resistencia de las defensas, que entre otras
cuestiones plantearon que se lo hacía como simple traslado de la
característica de los crímenes cometidos en dictadura, y principalmente
que ni siquiera se habían emitido aún las directivas represivas 1/75 del
Consejo de Defensa y 404/75 del Comandante del Ejército, de cita
permanente como antecedentes de la represión desatada a partir del
golpe. Contra esta posición en los tres casos primó la postura de que al
momento de los hechos existía un orden normativo fundado en las
convenciones y en la práctica
consuetudinaria internacional, del que el país es parte, que consideró
inadmisibles la comisión de delitos de lesa humanidad ejecutados por
funcionarios del Estado.
Es
claro que en el caso de Trelew los hechos se dieron durante una
dictadura, que en el caso de Capilla del Rosario se fusiló a personas
detenidas y desarmadas con intervención policial y militar, y que en la
causa Querejeta se trata de la actuación del jefe de una fuerza de
seguridad nacional. Ahora, el escollo a superar parece ser afirmar que
entre 1974 y 1976 existía un Plan Sistemático y generalizado de
exterminio de un sector de la población, con actuación de grupos
integrados por civiles, policías y militares que accionaban contra otro
grupo al que se identificaba como enemigo por razones políticas.
En
la sentencia por la Masacre de Capilla del Rosario, los jueces Reynaga,
Casas y Jiménez Montilla se animaron a establecer que a partir del
“Devotazo”, cuando se liberó masivamente a los presos detenidos o
condenados bajo el rótulo de actividades subversivas, los jefes
militares se apartaron de los procesos judiciales llevados a cabo por el
Camarón y comenzaron a realizar un plan sistemático y generalizado de
persecución de la población civil, llegando a disponer cuando fuera
posible el sometimiento fatal de los enemigos aunque estuvieran
indefensos o desarmados.
Hoy
sabemos que en la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep)
hubo alrededor de mil denuncias registradas y nunca investigadas por
desapariciones forzadas durante el tercer gobierno peronista, que fueron
acercadas por la Secretaría de Asuntos Legales a la justicia.
DIFERENCIA DE CRITERIO
Si
el camino se venía abonando para poder avanzar en el castigo a estos
crímenes de Estado previo al golpe, un nuevo fallo volvió a complicar la
situación. El 9 de junio pasado la Sala III de la Cámara Federal de
Casación Penal, con voto mayoritario de los jueces Eduardo Riggi y
Liliana Catucci, y disidencia de Ana María Figueroa, decidió anular la
sentencia de primera instancia de la Masacre de Capilla del Rosario, o
causa “Carrizo”, absolver a los tres condenados y ordenó ponerlos en
libertad. En lo esencial Riggi y Catucci consideraron que los hechos no
encuadran en la categoría de crímenes contra la humanidad porque "no se
encuentra acreditado por ningún medio de prueba o directamente no
existía" a esa época "un plan sistemático de persecución y
aniquilamiento de un sector de la población civil" y porque "estaba
debidamente instalado un gobierno constitucional elegido por más del 60
por ciento de los votos del padrón electoral".
En
principio cabe destacar que estos dos jueces opinantes fueron
funcionarios del poder judicial tanto en el Camarón como en la
dictadura. Eduardo Rafael Riggi, ingresó al Poder Judicial en el
Camarón, fue cesanteado en la gestión de Cámpora y nombrado juez en
1978. Además hoy está denunciado por recibir coimas de los imputados por
el asesinato de Mariano Ferreyra. La jueza Liliana Elena Catucci ingresó
al Poder Judicial en julio de 1971. Fue nombrada jueza en 1980 y quedó a
cargo de un juzgado de primera instancia en lo Criminal de Sentencia de
la Capital Federal. Entre otras joyas participó con voto propio del
fallo que condenó injustamente a Fernando Carrera por la llamada
“Masacre de Pompeya”.
Más
allá del análisis sesgado que estos jueces hicieron de la prueba en la casusa por la Masacre de Capilla del Rosario, y de que hace años hay
elementos en las autopsias que demuestran que hubo ejecuciones
(repetidos balazos en tórax y nuca), es interesante detenerse en la
valoración que realizaron del contexto en el que se sucedieron los
hechos, esto es agosto de 1974, ya muerto Perón y gobernando Chabela. El
doctor Riggi opinó que los jueces de primera instancia hicieron una
interpretación “no solo errónea sino antojadiza y subjetiva del marco
histórico-político de la época de los hechos materia de juzgamiento”. Y
si bien reconoció que había un clima de violencia y se perpetraban
crímenes y atentados cometidos por distintas agrupaciones o bandas, en
todo caso el Estado respondía como contrapartida y con “probables
excesos en la forma de enfrentar y reprimir dichas conductas”. Es más,
abundó en que si un grupo armado quiso copar un regimiento, y olvidando
todas las obligaciones formales que las fuerzas legales tienen sobre sí,
“ya siquiera puede hablarse de 'un ataque' por parte de las fuerzas
armadas, sino más bien de un acto de defensa de los poderes
constitucionales vigentes”.
Curiosamente en un tramo del fallo se apoyó en el discurso que pronuncio
Perón después del ataque al cuartel de Azul en enero del '74, y lo citó
profusamente, no solo en cuanto afirmaba que “el gobierno nacional, en
cumplimiento de su deber indeclinable tomará de hoy en más las medidas
pertinentes para atacar al mal en sus raíces, echando mano a todos los
medios y movilizando todos los recursos necesarios”, sino también cuando
señalaba que “el movimiento nacional justicialista movilizará, asimismo,
sus efectivos para ponerlos decididamente al servicio del orden y
colaborar estrechamente con las autoridades empeñadas en mantenerlo”.
Por
su parte la doctora Catucci dijo que el suceso no se corresponde con un
plan sistemático, que no se trataba de un grupo civil desarmado y que
tenían posibilidad de resistir. Descalificó a los testigos y descartó la
posibilidad de la calificación de los delitos como constitutivos de lesa
humanidad porque los hechos eran diferentes a los de otras causas
(Trelew, Operativo Independencia, etc.) por cuanto aquí la iniciativa
agresora había sido de los terroristas, y desencadenado los episodios
armados. Que no podían ser delitos de lesa humanidad hechos de una
acción concertada en un gobierno constitucional y ordenada por la
Presidente de la Nación en auxilio de las fuerzas policiales que estaban
en inferioridad de condiciones, por lo que la actuación conjunta de las
fuerzas de seguridad en este caso había sido justificada y autorizada.
Catucci intentó explicar que “mal podría interpretarse de esa manera una
acción concertada en un gobierno constitucional y ordenada por la
Presidente en auxilio de fuerzas en inferioridad de condiciones. Y no se
adecua a ellas porque tampoco parece haber respondido a un pre-ordenamiento
planificado. Ni su génesis ni su desarrollo se avienen a esa
concepción”. Según la doctora “si bien pueden asimilarse acontecimientos
anteriores a la ruptura del Estado de Derecho del 24 de marzo de 1976,
como propios de esta época, las constancias causídicas revelan
que el que está bajo examen no es uno de ellos”. La doctora llega a
extremos superlativos al decir que “sin desconocer que el resultado
letal de muerte de los individuos que no lograron huir como sus
compinches (SIC) y que es lo que llevó a percibirlos crímenes de lesa
humanidad, esa concepción no puede asentarse en el resultado sino en
todas las circunstancias que permitieron apreciar las diferencias con
aquéllos”.
El
fallo es un alerta importante porque se trata de un tribunal federal de
segunda instancia, que revisa lo actuado por los tribunales orales, y
que ha argumentado con inconsistencias y arbitrariedades varias. En
principio si los fusilamientos no están probados y las muertes fueron
justificadas -en el cumplimiento de un deber o en legítima defensa
propia o de terceros- no habría delito alguno, por lo que ocioso sería
entrar a fundamentar el carácter o no de lesa humanidad. Sin embargo se
empeñaron en hacerlo. Para eludir la calificación de lesa humanidad
abrieron el análisis de si se trata de graves violaciones a los Derechos
Humanos, pero curiosamente no la desarrollaron.
Ahora, si los homicidios estaban probados pero no eran ni delitos de
lesa humanidad, ni graves violaciones a los DDHH, cabía la prescripción,
y se agotaba la discusión de fondo en instancias anteriores que los
jueces de Casación tuvieron oportunidad de revisar. Y en todo caso si no
eran delito, y así lo determinaban, no había nada que prescribir.
Pero
además, destacamos especialmente la discusión que se abre con este fallo
sobre el carácter real de los delitos investigados, porque todavía hay
resistencias judiciales a reconocer plenamente que hubo crímenes de
Estado entre 1973 y 1976 y que esos crímenes son delitos de lesa
humanidad, con todo lo que la definición conlleva. Si no fueron crímenes
de lesa humanidad, como pretenden Riggi y Catucci, fueron crímenes de
guerra, que tampoco prescriben. Lo contrario es reafirmar la teoría del
partisano del jurista alemán Carl Scmitt, tan usada por los represores y
sus abogados en los juicios, cuando dice que como los guerrilleros no
son combatientes de una guerra tradicional, no se los debe tratar como
enemigos regulares y, luego, como prisioneros de guerra, y está
justificado hacer con ellos cualquier cosa.
La
polémica sentencia de Casación ya ha sido apelada por las querellas del
juicio y recurrida por el Fiscal General ante esa Cámara, Javier Augusto
De Luca, con un recurso extraordinario que detalla todas las
inconsistencias del caso y pide elevar los autos a la Corte Suprema para
que revoque esta sentencia y confirme la del Tribunal Oral de Catamarca.
El
fondo de esta cuestión es señalada con precisión por el fiscal De Luca
en el recurso de apelación, cuando dice:
“Ninguna relevancia tiene que el gobierno de por entonces fuese uno
elegido democráticamente y que sus máximas autoridades fuesen civiles,
como tampoco que estos grupos estuviesen formados muchas veces por
civiles, total o parcialmente (ej. 'Triple A', Alianza Anticomunista
Argentina).
Tampoco la tienen las directivas que pudiera haber dado un presidente
constitucional (Toda la discusión acerca de la expresión 'aniquilar'),
ya sea porque estas órdenes fueron tergiversadas (el significado de una
orden de un presidente constitucional nunca podría haber sido por fuera
del orden normativo), o porque fueron perfectamente interpretadas
(considerar que esa orden es una orden ilegal expresa). Porque las
órdenes ilegales son tales por su contenido con prescindencia de la
calidad del título de quien las emita. Como se ve, se trata de un
argumento de autoridad que no prueba la imposibilidad de que durante ese
período se hubieran cometido graves violaciones a los DD.HH., ya sea de
manera clandestina, actuando las fuerzas armadas y de seguridad motu
propio, ya sea de manera expresa o manifiesta por orden de un presidente
de iure”.
La
mayor paradoja de este fallo es que se pronuncia justificando la
represión ilegal durante un gobierno democrático, y principalmente por
tratarse de una gestión constitucional, que es desarrollada por
magistrados que integraron el poder judicial durante la última dictadura
y siguen en funciones 40 años después para revisar aquellos hechos. Y es
allí donde aparece el verdadero “elemento político” de los fallos en
este tipo de juicios.
FINAL
ABIERTO
La
democracia alfonsinista no tuvo intenciones de indagar, y mucho menos de
impulsar, el proceso judicial contra los responsables de los crímenes de
Estado previos al golpe. De hecho hasta negoció y puso un freno a la
investigación de los crímenes de la dictadura con las leyes de Punto
Final y Obediencia Debida. Hubo por entonces un pacto implícito:
si se iba a fondo en la verdad más profunda sobre el origen y las
motivaciones de la maquinaria de crímenes y desapariciones se iba a
terminar enjuiciando la gestión del Partido Justicialista, algunos de
cuyos dirigentes aun siguen en funciones en cargos del Estado, en
sindicatos, o en el propio partido.
Los
fundamentos de ese pacto eran claros: si se lo ponía en cuestión, el
peronismo iba a denunciar una nueva persecución y podía apoyarse en el
aparato militar que acababa de abandonar el poder, para desestabilizar
el sistema político.
Es
entendible también que para los organismos de derechos humanos, por la
dimensión de los crímenes y su vigente impunidad, el foco principal del
reclamo haya sido por muchos años la estructura
militar-policial-penitenciaria y no las bandas armadas del Estado en el
gobierno peronista.
Ni
hablar de la impunidad superlativa que intento sembrar la gestión
menemista, perdonando con indultos desde el Estado y con pretensión de
igualdad a los asesinos de la dictadura, a los criminales de la guerra
de Malvinas y a los compañeros militantes con causas pendientes por su
actividad política en los '70.
El
dilema estuvo pendiente incluso hasta la reapertura de los juicios a los
genocidas de aquella última dictadura, y tuvo una clara muestra de la
caja de Pandora que se estaba abriendo en enero de 2007, cuando el
impresentable juez Espartacus Oyharbide pretendió citar a indagatoria a
Isabel Martínez de Perón por los crímenes de la Triple A, y la ciudad de
buenos Aires apareció afichada con carteles firmados por la CGT, la
Fraternidad y las 62 Organizaciones que rezaban: '”No jodan con Perón”.
Hoy
los juicios por crímenes de lesa humanidad no pueden ser el límite de un
nuevo pacto político de impunidad. La responsabilidad del gobierno
peronista en los más de 1.000 asesinatos cometidos por la Triple A, la
CNU, el Comando Libertadores de América y otras de sus bandas entre 1973
y 1976, y su caracterización como crímenes de lesa humanidad, son hoy
innegables. Ya es hora de discutir a fondo la organización desde el
Estado de la represión a los opositores políticos antes del golpe y
condenar esos crímenes.
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