Pensar las
revoluciones desde el presente.
Retazos de historia
con memoria.
28 de mayo de 2018
Por
Juan Mainer Baqué (Rebelión)
“Marx
dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial.
Tal vez las cosas se presenten de otra manera.
Puede ocurrir que las revoluciones
sean el acto por el cual la humanidad, que
viaja en el tren,
tira del freno de emergencia”
Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de
la Historia (1940)
Fueron las grandes mutaciones económicas, sociales y culturales que experimentaron principalmente las poblaciones de los países capitalistas desarrollados y del bloque socialista desde el final de
Ahora sabemos que aquellos implacables procesos de destrucción /
construcción —que tan intensa y aceleradamente, por cierto, también padecimos
en la abominable y narcotizada España franquista, sometiéndonos al supremo
valor de la modernización y la planificación del desarrollo—, eran sólo el
aperitivo de un menú estrecho y largo, de un proyecto civilizador consagrado a
instituir la centralidad del mercado y la racionalidad del homo oeconomicus para toda la humanidad. Ideado
por influyentes personalidades políticas y económicas —entre otros, Hayeck,
Friedman, von Mises, Popper, Rockefeller o los españoles José Castillejo y
Salvador de Madariaga—, la minuta, que tempranamente adquirió el marbete de Neoliberalismo, fue cocinándose
a fuego lento en los fogones de hoteles muy suntuosos de París, Mont-Pèlerin
(Suiza) o Arnhem —Hotel Bidelberg— (Holanda), desde, al menos, 1938. Y, aunque
durante los años 70 y 80 hubo ocasión de degustar audaces cócteles y entrantes
para abrir boca de la mano de inspirados chefs como Pinochet, Reagan o Margaret
Tatcher, los platos más sabrosos y elaborados no se sirvieron sino a partir de
la década de los años noventa, cuando se comprobó que una buena porción de
viejos y nuevos comensales, algunos de marcado acento eslavo, estaban
predispuestos para su ingesta y feliz deglución.
Pues bien,
los revolucionarios de la "década prodigiosa" tomaron buena nota de
aquellas mutaciones y acertaron a diagnosticar que el bienestar, la prosperidad
y la privatización de la existencia, lejos de ser un logro incontestable de sus
mayores, estaban comenzando a fracturar y a descomponer de forma irreversible
lo que la pobreza y la vida en común habían sido capaces de unir y solidificar
en el pasado —algo que se entendía muy bien en el marco del análisis de
Con su abierta impugnación de la autoridad, con su defensa de un
comunitarismo libertario de viejo y nuevo cuño, los actores del 68 se
presentaron como principales debeladores del Estado capitalista y de sus
instituciones tradicionales —familia, iglesias, escuela, academia, partidos
políticos, sindicatos...—, pero también del partido único, en los regímenes del
Este de Europa. Mayo del 68 fue, como poco, un aldabonazo, una llamada de
atención, una toma conciencia ante lo que se estaba avecinando; entre nosotros
y la juventud de aquellos años media, nada más y nada menos, que una derrota.
Sería injusto acusar a una generación de los defectos y los errores de las
generaciones que les sucedieron. Quizá en ello resida el porqué de que la
herencia del 68 nos resulte tan extraña y, en ocasiones,
"incomprensible" —por desmesurada, impertinente e intempestiva—, como
atractiva, sugestiva y necesaria.
Pero hay más. Para quienes seguimos aspirando hoy a fundamentar
prácticas sociales transformadoras, es imprescindible pensar históricamente
"los 68" entablando un diálogo crítico con el pasado y liberando la perspectiva. Como
afirma el historiador Enzo Traverso, reconocer y recuperar el hilo de
continuidad que existe entre la victoria de los aliados, la resistencia contra
los fascismos y los jóvenes rebeldes de los 60 constituye un acto de justicia y
un imperativo ético y político inapelables. Al igual que existe una corriente
entre la victoria del socialismo en 1917 y las revoluciones del llamado Tercer
Mundo, o entre discursos de la Comuna de 1871, del Foro Social Mundial o del
15M del siglo XXI. Vistas así las cosas, la herencia del 68 cobra relevancia y
sentido para nuestra brega actual: ayer como hoy, la invención y expansión de organizaciones
y grupos libres e igualitarios capaces de producir bienes y mensajes y de
imaginarse como alternativa al actual orden de cosas, sigue siendo el mejor
antídoto, el más poderoso freno de emergencia, contra los desmanes del
"progreso". Hoy, la memoria de Mayo del 68 nos convoca e interpela a
un desafío como especie humana: ser capaces de identificar y potenciar los
elementos de contrapoder —elementos de autoactividad, de autoorganización— que
nos permitan construir nuevas formas de institucionalidad, antiautoritarias,
descentralizadas, despatriarcalizadas, desmercantilizadas, surgidas de las
luchas, de los conflictos, del antagonismo y que estén en condiciones de
socavar la institucionalidad capitalista. No es poca cosa.
II. España, mayo de 2018. En el cincuenta
aniversario de "Mayo de 1968", la idea de la revolución, de cambio
radical, de transformación social profunda, ni inquieta, ni entusiasma, ni
siquiera preocupa o incomoda demasiado; lo cierto es que, más allá de algunos
reductos insustituibles pero tenazmente vigilados, el discurso revolucionario
resulta tan extraño como indiferente al campo de las distintas culturas
políticas actualmente existentes. Definitivamente, en la España post-15M, la
revolución no forma parte de la agenda política; pero tampoco de la de los
historiadores y científicos sociales, siquiera sea como objeto de estudio,
mucho menos, de la de los educadores. Y ¿qué decir de la Francia de Macron,
sometida desde hace un año, al menos, a una de las versiones más paradigmáticas,
audaces y vertiginosas que ha conocido la tristemente célebre "doctrina
del shock" neoliberal?Hace poco más de seis meses, el balance del centenario de la Revolución de Octubre del 17 en nuestro país no pudo ser, en mi opinión, más pobre y desalentador. Sobre todo si pensamos en las posibilidades que atesora la discusión sobre el pasado en la esfera pública, en espacios sociales y cívicos, más allá de los a menudo esotéricos, cerrados y elitistas círculos de la historiografía profesional. Con todo, en aquella ocasión la escasísima atención que el asunto mereció en los
Es de esperar que el aniversario del Mayo del 68 lleve un camino muy semejante al del centenario soviético; malicio que seguramente peor, pues habrá mayor espacio para el espectáculo mediático, para la anécdota escabrosa y burlona, incluso para la mercadotecnia y el mercadeo de todo tipo de gadgets conmemorativos —sin duda el descaro, la verborragia antiautoriaria, el sexo, las drogas y el rocanrol, los adoquines y la playa, venden mucho más que la Varsoviana o los soviets—. En todo caso, me interesa resaltar aquí los aspectos comunes de ambas "conmemoraciones" y en particular, las miradas que se han ido proyectando sobre ambos hechos merced a las reflexiones, publicaciones y reportajes que han venido pululando en la esfera mediática, sea en soporte impreso, audiovisual o digital. Al respecto, estimo que existen tres relatos, como se dice ahora, o tres perspectivas de análisis que aquí presentó en orden de menor a mayor asiduidad y aquiescencia:
*Muy poco (o nada) queda del viejo relato laudatorio, panegirista, épico de la revolución y, mucho menos, para el caso de las revoluciones rusas, del régimen surgido de ella.
*Queda algo más, non troppo, de los "ecos nostálgicos y épicos" del relato de aquellos acontecimientos, especialmente en su fase instituyente, que, con matices, tienden a presentarse como fruto de un colosal élanemancipador que quedó malogrado y truncado enseguida por la traición de algunos de sus actores, por la incapacidad de los mismos o por circunstancias y factores externos.
*El más abundante y prolijo es el viejo relato negro y moralizante, lineal y presentista, que ve tanto en el 17 como en el 68 la materialización de un "proyecto" avieso, brutal, totalitario / enloquecido y primitivo llevado a cabo por dirigentes fanatizados / jóvenes malcriados. La sustancia de esta tesis política, con distintos grados y tonalidades que van del menosprecio a la caricatura pasando por la denigración, es la que permea el contenido de un buen número de los textos, aunque con frecuencia recurran al artificio académico de las fuentes y bibliografía. Se trata de una visión absolutamente dominante hoy en los espacios de saber-poder científico social hasta llegar a convertirse en una posición intelectual cómoda y confortable. Como digo, hay desafección y distanciamiento condenatorio en diferentes grados: entre la caricatura soez, de la mano de totólogos reconvertidos como Gabriel Albiac, al menoscabo, más sofisticado, fino, elegante y elitista, de los Muñoz Molina hay un trecho. En ese espacio juegan sus cartas la mayoría de los historiadores de oficio situados en su olímpico "confort historiográfico", que con gran acierto ha catalogado el joven profesor extremeño Juan Andrade.
Y es que ningún acontecimiento histórico habla por sí mismo. Las revoluciones tampoco. La revolución de febrero del 17, la toma del poder por los bolcheviques, la ocupación de la Sorbona o el estallido del movimiento huelguístico de 1968 en toda Francia..., tuvieron lugar, sí, pero de formas muy poco coincidentes según quien los relató o tuvo capacidad de contarlos. Podríamos decir, que los acontecimientos cobran significaciones distintas en función de la comunidad hermenéutica a la que pertenezcamos (las de los y las historiadoras —nótese el plural— son unas más entre las muchas que existen). El nódulo de trabajo de la memoria y de la Historia —que no deja de ser una forma específica y especial de memoria— es dotar de significado (resignificar), una y otra vez, los hechos del pasado. Alguien ha dicho con razón que la función de la memoria y de la Historia es "cargar de anacronía el pasado que nos apela" (o sea: interpretarlo).
Aun en el absurdo supuesto de que sólo hubiera habido "un" Octubre de 1917 o "un" Mayo del 68..., no tendríamos acceso a él sino a través de una mirada actualizada, es decir, determinada por el presente. Sólo podemos evocarlo desde los topoi culturales que lo convierten en un momento histórico, siempre complejo, contradictorio, conflictivo, imprevisible, imprevisto. De ahí mi pleno acuerdo con quienes afirman que, en la historiografía, la neutralidad y la asepsia son imposibles, además de impensables e indeseables, y con quienes sostienen que el pasado, en verdad, no ha pasado y que su rememoración (u olvido) contribuye inexorablemente a la construcción del presente.
Si los acontecimientos viven es porque se recuerdan y si se recuerdan es porque su referente persiste con una función más o menos relevante para el presente de una comunidad. Así que no solo no es casual sino que es extraordinariamente sintomático que Octubre del 17 o Mayo del 68, como paradigmas del imaginario revolucionario, no estén, precisamente, en la agenda del pensamiento, del quehacer intelectual ni de la ética política. Jorge Alemán habla de que vivimos un momento de "duelo" del concepto revolución —hasta el punto de que "es más fácil hoy pensar e imaginar el fin del mundo que el del capitalismo"…, que es, justamente, la causa de su más que probado malestar—.
Como se ha dicho, de la mano del proyecto civilizatorio del capitalismo neoliberal, desde la primera mitad de los 70 y de forma acusada desde1989, la crisis mundial del socialismo y sus representaciones es palpable en la cultura política de todo el mundo occidental. España no ha sido una excepción a
El primero ha consistido en arrebatar el discurso y la referencia revolucionaria a las organizaciones de izquierda. La izquierda, llamémosla clásica, ha ido negando, perdiendo, abandonando, relegando, suavizando sus referentes revolucionarios —eso y no otra cosa hicieron el PSOE y el PCE durante la Transición española cuando, simbólicamente, renunciaron, respectivamente, al marxismo y al leninismo—. Lo peor es que la pérdida de referentes ha devenido en el desenvolvimiento de prácticas y culturas políticas que han ido deslizándose desde el reformismo al gradualismo, desembocando ora en la integración y aceptación plena del estatu quo, ora en una creciente dislocación de la praxis política. La revolución se ha quedado sin mentores, sin conciencia y sin organización.
El segundo es de mayor calado si cabe, porque, además, ha ido de la mano del anterior. Ha consistido en incrustar una mentalidad social temerosa de los cambios, condescendiente, acomodaticia y consumista (que pasa, además, por civilizada y democrática). El rechazo a la idea de revolución (entendida como transformación radical de la sociedad, estallido imprevisible de esperanza con violencia, "asalto a los cielos", "vuelta a la tortilla"...) ha ido ganando terreno hasta el extremo de que es concebida como una suerte de pulsión antinatural, que va en contra de la naturaleza humana y de la Historia, del homo oeconomicus y del mercado —sobre esto último siguen siendo muy recomendables las páginas de La gran transformación del gran Karl Polanyi— como un peligro nocivo y tóxico. Así, la revolución se ha rodeado de estereotipos negativos —anacronismo, desconfianza, autoritarismo, desorden, violencia y destrucción, parálisis y estancamiento, uniformización, adoctrinamiento, distopía indeseable...—. Desnaturalizada y deshistorizada, devastada la posibilidad siquiera del sujeto colectivo en la era de la psico-política, la revolución se ha quedado sin sujeto: no tiene quien la escriba.
Termino. Quiero creer, con todo, que la guerra
no está perdida. Por eso sigo pensando que, en la actualidad y frente a una
derecha neoliberal cada vez más asertiva y sin complejos, resulta más urgente
que nunca repensar las revoluciones, a la luz del presente incierto y desolado
en que vivimos, para seguir aprendiendo de ellas y alentar la construcción de
narrativas alternativas y emancipatorias. Deberíamos reconsiderar las
revoluciones del siglo XX, en especial la del 17 y la del 68, como grandes
laboratorios desde el que pensar la acción social y sus posibles bifurcaciones,
donde, como nos recuerda el historiador Enzo Traverso, muchos de los caminos
que ni siquiera llegaron a recorrerse en sus primeros pasos quizá no se hayan
perdido para siempre. En la "apuesta" por recuperar y recomponer ese hilo rojo de la historia que vincula la Revolución Francesa ,
con la Comuna de París y con las que nos han venido ocupando en estas páginas,
tanto los historiadores como los profesores de Historia tienen (tenemos) un
papel importante que desempeñar. Porque, como decía el llorado poeta Galeano: Hasta que los leones tengan sus
propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al
cazador.
Juan Mainer Baqué,
Profesor de Historia y miembro de Fedicaria.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=242154
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