Chiapas, el valor de
la insurgencia
6 de noviembre de 2017
Por Juan Curvi y Érika Arteaga (Rebelión)
No están mudos, nunca han partido nuestros
muertos,
porque se les oye en
la leña que arde,
en el sollozo del
humo, en los labios de la llaga.
Hombro con hombro
vivos y muertos vamos,
porque todos venimos
del goteo de un árbol...
Como no dirás... Como
no diremos.
(Poema Juan Bañuelos
tras la masacre de Acteal).
Dos kilómetros antes de la entrada al caracol de Oventik esta paradoja se manifiesta en toda su desnudez. A partir de ese punto, el pasamontañas negro y el paliacate rojo pasan a ser el símbolo de identidad relevante de las comunidades. Quienes controlan el tránsito, organizan el evento, venden en la cafetería, atienden en el centro médico, las que ejercen el cuidado de la vida y los que asumen la seguridad los portan.
Todo está listo para recibir a María de Jesús Patricio Martínez,
Marichuy, la candidata a la presidencia de la República por el Congreso
Nacional Indígena. No la candidata… la vocera: una voz que habla por las 43
voces de los pueblos. Porque desde la lógica de una democracia alternativa, los
pueblos deben tener únicamente quien transmita las decisiones colectivas,
encarnando el célebre mandar obedeciendo. No necesitan quien los represente,
porque en la plaza de Oventik están todos. Como dijo una de las oradoras, “hay
que construir la telaraña desde abajo”.
La calle de honor que se ha improvisado para recibir a la vocera pone la carne de gallina. A cada lado del amplio acceso a la plaza, un sólido bloque de militantes firmes, disciplinados, nos miran con una mirada indescifrable. ¿Estarán impávidos, estarán riéndose en el poder de sus miradas? La mayoría son mujeres, muchas con vestimenta indígena. Todas portan pasamontañas. Son trecientos metros de una pared de mirillas elípticas, de ojos oscuros y penetrantes. Sobrecogen. Ya lo percibió Antonio Machado hace mucho tiempo: el ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque él te ve.
¿Qué significan miles de campesinos y pobladores ocultando su
rostro en un territorio donde la ausencia obligada del Estado nacional es una
realidad? En Oventik no hay policía, ni Ministerio de Salud, ni Ministerio de
Educación, ni función judicial. ¿Qué significa que una de las oradoras
intervenga abiertamente a nombre del Comité Clandestino Revolucionario
Indígena? Por mucho menos, en el Ecuador ya habría ingresado por la fuerza el
Ejército, con la sagrada misión de preservar la integridad del territorio
nacional y salvaguardar los intereses superiores del Estado. Pero aquí se
subvierte el orden a plena luz del día, frente a decenas de cámaras y
periodistas que vienen a registrar y cubrir el acontecimiento. Sí, porque es un
acontecimiento, un quiebre ideológico, cultural y simbólico del anquilosado
poder político mexicano.
Vocera… oradoras. No es un lapsus. Las mujeres copan absolutamente todos los espacios relevantes del evento. Están en la mesa directiva, integran los grupos de teatro, realizan las coreografías, declaman. Recalcan una y otra vez en un discurso contra el patriarcado, el machismo y el capitalismo. Podría pensarse en una conexión con alguna forma de matriarcado precolombino. Nada de eso: el zapatismo lleva años peleando por contrarrestar la vieja y enraizada masculinización de la política.
Ningún hombre intervino en un evento en el que se tejen solidaridades de varias luchas: una madre de los 43 de Ayotzinapa, la joven tzotzil sobreviviente de la masacre de Acteal, la consejera indígena de gobierno, la vocera nacional, las comandantas del zapatismo. Ellas, y los 163 concejales del Congreso Nacional Indígena, recorrerán el país en cuatro a cinco buses para enfrentar con valentía el dolor intenso de tener desaparecidos, asesinado. Vivos y muertos caminarán hombro a hombro, enfrentarán el sabotaje electoral y seguirán construyendo desde abajo.
Y hubo de todo. Una declamadora compartió un poema que pondría los pelos de punta a la feminista más flexible: alabó a la madre pura de izquierda y recriminó a la pura madre de derecha. ¡Bien a lo mexicano, cuate! O Los Originales de San Andrés, el excelente grupo de corridos zapatistas que interviene al final, con pasamontañas y guitarra eléctrica. y que no puede escapar de la maldición panfletaria de
El zapatismo y este otro mundo se construyen desde lo simbólico,
desde el arte, desde el lenguaje y desde la inclusión; desde la magia de
combinar danzas tradicionales indígenas con ska revolucionario, para terminar con el
trillado ¡Venceremos! en menos de tres minutos; desde el discurso de Marichuy
exigiendo la necesaria inclusión de los homosexuales en un proyecto común.
El evento es largo, pero no se lo siente interminable. ¿Por pura novedad o porque una fuerza colectiva tan intensa contagia? Luego de ocho horas ininterrumpidas, todavía tenemos fuerzas para quedarnos al corrillo que se arma frente a la puerta de un patio. “Están esperando a que salga el subcomandante Galeano (ex Marcos)”, nos dice un militante con la más absoluta parsimonia. Ni modo, toca quedarse.
Quien sale es Marichuy, acompañada por los miembros del Consejo de Gobierno Indígena. Estuvieron planificando la campaña. ¡Desde Ecuador te apoyamos, Marichuy!, hubo que gritarle en medio del gentío, como para exorcizar nuestra arraigada fobia al anonimato nacional. Se volvió a agradecernos con la mirada y continuó su peregrinaje hacia la nueva utopía indígena.
Nadie podría imaginar que hace un mes hubo un gran terremoto en
El verdadero terremoto ocurre a lo lejos, en las montañas
zapatistas. Chiapas provee la mitad de la energía eléctrica de todo México.
Aquí se encuentran las mayores represas del país y la electricidad es la más
cara del país. Y los pueblos indígenas están imponiendo la autonomía para sus
territorios. Muchos deben estar asustados.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=233718
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