Entrevista a César
Rendueles, filósofo y escritor
“Deberíamos recordar que todo esto
empezó
con una crisis de acumulación
capitalista”
1 de noviembre de 2017
Por Andrés Carretero(Ctxt)
Me gustaría comenzar preguntándole por la idea en disputa de “modernidad”, que se vincula con la subordinación de las formas de vida a determinadas relaciones comerciales. Señala también el sesgo patriarcal de los debates políticos de la modernidad: la aplicación sistemática de las tareas reproductivas y de cuidados como dispositivo de sometimiento de las mujeres.
La modernidad es esa época en la que, de alguna manera, la ruptura histórica se normaliza y se incorpora a la vida cotidiana. Ser moderno es estar inmerso en esa sensación de cambio permanente y acelerado, esa sensación de que algo siempre está a punto de pasar. Es un asunto que captaron muy bien autores como Rousseau o Hegel y eso es lo que hace que nos sigan resultando tan elocuentes. Así que hablar de una única ruptura de la modernidad respecto a otros períodos es muy arriesgado. Dicho esto, me parece razonable la idea, aproximadamente marxista, de que el cambio medular de la modernidad tiene que ver con la subordinación de todas las relaciones sociales al sistema mercantil. Otros rasgos sociales o culturales de la modernidad han estado presentes al menos hasta cierto punto en otras sociedades. Hubo precedentes exitosos de la Ilustración moderna, por ejemplo, en la Atenas clásica. Del mismo modo, las experiencias políticas y culturales de democratización son muy numerosas. En cambio, no ha existido nada parecido al proceso de subordinación al mercado de todas las relaciones sociales típico de nuestro tiempo. No hay sociedades en las que la institución del mercado se haya apoderado de esta manera del resto de relaciones sociales. Y esta subordinación ayuda a explicar las características y limitaciones de otros rasgos de
A través de distintas mutaciones del patriarcado la sociedad de mercado ha intentado gestionar aquello que no podía ser reducido a la lógica de la compra y la venta: las relaciones afectivas, los cuidados, el trabajo reproductivo… Cada vez más gente se está dando cuenta de que es un terreno con unas potencialidades políticas enormes, porque en él salen a la luz con mucha violencia algunas contradicciones de nuestra sociedad que tienen que ver con nuestra supervivencia material. Resulta difícil no sentir que hay algo monstruoso e inhumano en la sociedad en la que vives cuando no tienes tiempo para cuidar de un familiar enfermo porque tienes que dedicar tus energías a un trabajo precario absurdo y socialmente superfluo.
En un artículo reciente reflexionaba retrospectivamente sobre el componente hedonista de cierta filosofía posmoderna, una despolitización que permitía surfear el sistema con facilidad, de gran influencia sobre la arquitectura durante los años 80 y 90 ¿Cómo fundamenta esta visión crítica de la posmodernidad?
Suelo explicar esto desde un punto de vista autobiográfico. Estudié en los años 90 en
Considera las posiciones anti-institucionales más estéticas que políticas.
Es verdad que aunque me parece que la crítica anti-institucional radical procedente de los años 60 y 70 tiene aspectos muy positivos que hay que cuidar, como el cuestionamiento de realidades sociales opresoras heredadas del pasado o la denuncia de las limitaciones del desarrollismo de posguerra, a veces ha acabado siendo compañera de viaje involuntaria de las políticas mercantilizadoras. Desde mi punto de vista, al neoliberalismo le ha resultado más cómodo tratar con los herederos de estas posiciones que con aquellos que provenían de tradiciones emancipatorias clásicas. Es una historia muy compleja, por supuesto, y llena de claroscuros. Pero creo que la crítica anti-institucional llevó en buena medida a restar importancia a la derrota global del sindicalismo que se produjo en los años ochenta y a entender que la izquierda podía centrarse en las cuestiones identitarias y culturales relacionadas con los modos de vida. Creo que fue un proceso catastrófico que dejó el campo despejado para la contrarrevolución en las relaciones laborales que se produjo en esa época. En general, me parece urgente revisar y recuperar las tradiciones de pensamiento político institucionalista. Es muy malo para la izquierda que hayamos dejado esa tarea en manos de autores reaccionarios. Hay una frase de Alba Rico con la que me siento muy identificado: “La izquierda debería ser revolucionaria en lo económico, reformista en lo institucional y conservadora en lo antropológico”.
Junto a la identidad cultural, la problemática generacional es determinante en la actualidad. ¿Podrá tomar la suficiente distancia para escapar de su propio marco generacional?
La verdad es que no. Creo que, como mucho, uno puede intentar ser consciente de que está atrapado en ese marco vivencial. Pertenezco a una generación políticamente dañada, que se educó en
En la conversación que sostiene con Joan Subirats en Los (bienes) comunes (Icaria, 2016) hay discrepancias claras respecto del grado de continuidad entre los comunes y la gestión público-estatal de los recursos.
Sí, a mí me parece que, al menos en la modernidad, los comunes y lo público forman parte de un continuo de formas de institucionalización no mercantil de
¿El desarrollo práctico de los comunes en el contexto contemporáneo podría funcionar como herramienta para combatir los procesos de despoblación rural?
Es una pregunta muy complicada. Los comunes tradicionales siguen existiendo en el campo, pero creo que son una realidad conflictiva. A mí me parece, aunque no soy ni de lejos experto en ese tema, que donde están ofreciendo una alternativa más potente es allí donde se están acercando a las prácticas cooperativistas, donde se alejan de su versión atávica y se transforman en procesos organizativos híbridos. Los entornos rurales no han salido indemnes de la fragilización de las relaciones sociales postmoderna y eso ha afectado mucho a la posibilidad de supervivencia de los comunes tradicionales.
¿Pueden articularse en paralelo los bienes comunes y
Hasta cierto punto cuando hoy hablamos de los comunes lo hacemos en un sentido metafórico. El espacio institucional para los comunes no ha sido completamente extirpado, pero lo cierto es que requieren condiciones que en las sociedades de masas no es fácil que se den: continuidad en las interacciones, comunidades más o menos estables, un compromiso fuerte con ese sistema de normas… Es importante que tengamos presentes esas limitaciones para evitar inercias elitistas, porque quienes hoy tenemos más capacidad para poner en marcha proyectos cooperativos solemos ser gente con un cierto colchón económico y un fuerte capital social y cultural. Es razonable que sea así y no hay por qué flagelarse por ello pero es un sesgo que no deberíamos perder de vista.
Con
Los proyectos cooperativistas dependen en gran medida de unos vínculos geográficos y afectivos sostenidos en el tiempo y enfrentados a la política del desarraigo característica del capital globalizado.
Los proyectos emancipadores tienen condiciones de posibilidad materiales y políticas pero también sociales. Necesitan de un colchón social, de vínculos e interacciones estables, que permitan asumir riesgos colectivos y desarrollar proyectos de vida compartidos que vayan más allá de la precariedad cotidiana. Por eso la mercantilización tiene unos efectos tan corrosivos sobre las posibilidades de transformación política. La diáspora migratoria es una de las expresiones contemporáneas más profundas de ese desarraigo que no es sólo geográfico, sino también social. Aunque uno vuelva, no es lo mismo volver que haber estado.
Parte de la élite global progresista aún continúa celebrando el nomadismo contemporáneo, la falta de ataduras.
Es algo que denunciaron muy pronto pensadores reaccionarios como Christopher Lasch y que más recientemente ha señalado Donzelot. Los vencedores de la globalización se han emancipado del resto de
Esos consuelos y también una identidad.
Sí. Precisamente es así como se va formando una identidad, que no es sino una continuidad más o menos ficticia que elaboramos para no enfrentarnos al abismo de la reinvención constante. La identidad nos permite tener no sólo un proyecto de futuro sino también un pasado, que tu yo de ahora sea aproximadamente coherente con lo que era. Incluso si eso supone en algún sentido un fracaso respecto a tus expectativas pasadas, puede ser un fracaso coherente que permita cierta reconciliación. Lo que es más difícil de vivir es el sinsentido, el tener que estar rehaciendo el proyecto vital cada mes, normalmente al ritmo sordo que te marca el mercado de trabajo.
En Capitalismo canalla (Seix Barral, 2015) aborda la presencia originaria del mercado, destacando su efecto democratizador paralelo al ágora de deliberación.
Aunque se suele recordar a Polanyi como el gran crítico de la mercantilización, nunca dejó de subrayar que el mercado, como institución económica limitada, podía tener efectos sociales muy positivos. En varias ocasiones señaló que la creación en Atenas de un mercado de bienes de primera necesidad rompió las relaciones de dependencia entre el pueblo y
Las workhouses son descritas en su libro como dispositivos biopolíticos disciplinarios. Es interesante comparar la presencia física de estos espacios frente a las formas contemporáneas de reeducación psicológica y emocional.
Las workhouses forman parte de un conjunto de intervenciones de finales del XVIII y principios del XIX con las que las clases altas trataban de establecer las bases sociales de un mercado de trabajo generalizado. Son intervenciones disciplinarias muy variadas que incluyen el esclavismo, la servidumbre voluntaria, el internamiento y que, posteriormente, se van refinando a través de propuestas muy sutiles y eficaces, como los incentivos salariales o la organización científica del trabajo. La direccionalidad fundamental de ese proceso es la internalización del proceso de disciplina, que cada vez está menos basada en la coerción física y tiene más que ver con la educación emocional, de modo que incluso se puede revestir de un aura humanista, como ocurre con la escuela de Elton Mayo. Esa estrategia de psicologización, que a mediados del siglo XX adopta un tono relativamente amable, se radicaliza mucho a partir de los años setenta. Se empieza a intentar trasladar a la fuerza de trabajo la lógica schumpeteriana del nuevo empresariado, que se ve a sí mismo como una clase creativa frente a las viejas corporaciones burocratizadas. Creo que Schumpeter es el autor más influyente de nuestros días, mucho más que cualquier filósofo; del mismo modo que el libro más importante de nuestra época es el DSM.
En el capítulo “La cadena y el montaje” enmarca la rebelión de los cuerpos como resistencia a la infraestructura productiva. Destaca entonces la vieja autonomía que tenían los gremios de artesanos sobre su propio trabajo y condiciones de vida.
A menudo cito algo que decía Hobsbawm sobre la revolución industrial y es que, al menos al principio, tuvo poco que ver con la innovación tecnológica. Los primeros procedimientos industriales empleaban tecnología inferior a la que utilizaban los mejores artesanos. La revolución industrial consistió en una reforma de las relaciones laborales, en coordinar a mucha gente para que trabajara según nuevas normas y con nuevos procedimientos. El objetivo fundamental era romper el control sobre el proceso productivo que tenían los artesanos. En buena medida algo parecido está pasando ahora. Toda la cháchara sobre la sociedad digital y la robotización está dirigida a ocultar que una parte muy grande de los cambios tecnológicos económicamente significativos buscan privar de poder a los trabajadores, quitarles aún más control sobre el proceso de trabajo y completar la ruptura del sistema de equilibrios entre capital y trabajo que emergió tras
Los espacios de producción arquitectónica de la modernidad, con la primacía del autor masculino y heroico, son sustancialmente distintos de los contemporáneos, donde aquella figura ha devenido en un nuevo proletariado global que repite tareas sistemáticas ante una pantalla de ordenador.
Sí, pero la contracara de esa proletarización de la profesión es la radicalización del gesto artístico por parte de los arquitectos estrella contemporáneos. Los arquitectos de marca se ven a sí mismos como una especie de escultores renacentistas con derecho a despilfarrar cientos de millones de euros públicos en decoración urbana de su agrado. Tipos atravesados por las musas que en un arranque de inspiración hacen un garabato en una servilleta que luego se convierte en un museo de arte contemporáneo o un edificio de viviendas de proyección oficial. Es curioso porque es una idea bastante anticuada del artista. Es verdad que es una concepción de la profesión que ya estaba presente en los arquitectos clásicos del siglo XX, como Le Corbusier, por ejemplo. A mí me resultan, en general, insoportables, pero reconozco que aún tenían el sentido común y la dignidad de distinguir esas aspiraciones artística del trabajo más técnico y artesanal del oficio y entender que eran dos vertientes necesarias. Sigo esperando una autocrítica que tome en consideración el papel que desempeñó la arquitectura de autor en la burbuja inmobiliaria.
En la transición de la subjetividad “del proletario al propietario” opera el enunciado que pronunció José Luis Arrese en el homenaje que le rindieron los agentes de la propiedad inmobiliaria en 1959: "No queremos una España de proletarios sino de propietarios.”
Arrese se anticipó al programa privatizador de Thatcher en varias décadas, dando el tono al proyecto social franquista, “una economía de buenos negocios y malas empresas”, donde se buscaron herramientas de apaciguamiento de la fuerza de trabajo. Una de las fundamentales fue la propiedad de la vivienda, que genera un cambio de mentalidad muy importante y que ha tenido un peso enorme en la historia posterior. Somos un país muy patrimonialista, no solo económicamente, sino también ideológicamente y eso explica en parte por qué en España el voto de clase siempre ha sido muy débil. Mucha gente de izquierdas se queda estupefacta cuando la derecha gana las elecciones una y otra vez. Piensan que los votantes del PP son malvados o idiotas o las dos cosas. La verdad es que la derecha gana porque mucha gente siente que representa sus intereses materiales y eso tiene que ver con el peso del patrimonio inmobiliario en nuestro mapa social.
Esa herencia franquista ha permitido a las clases altas establecer un sistema difuso de lealtades que hace que muchas personas de clase trabajadora acepten el liderazgo de grupos con los que, en principio, no deberían compartir intereses. La propiedad de la vivienda ha sido un dispositivo fundamental de promesa de movilidad social ascendente intergeneracional. Y ha contribuido muchísimo a la paz social: la gente soporta sacrificios enormes para pagar una vivienda con la esperanza de que gracias a ese esfuerzo sus hijos mejoraran su posición social. Otro elemento de este sistema es la red de enseñanza concertada, que ofrece a un 30% de la población una vía de escape de la enseñanza pública y vincula a sus usuarios con los intereses de las clases altas a través del discurso de la meritocracia y el esfuerzo.
Comentó en una entrevista, no sé si con cierta ironía: “La tecnología más influyente de los últimos 35 años en España tal vez sea el hormigón pretensado, que ha intervenido en muchas construcciones de obra pública y ha determinado la estructura especulativa española”.
Lo que quería subrayar era que nuestra comprensión de la tecnología está viciada por nuestro contexto ideológico. Una aportación importante de la tradición materialista es que nos ayuda a entender que la tecnología importa y mucho, pero que no es evidente cuál es la tecnología que más importa. Hay un ensayo de Rose Georger que me encanta. Habla de cómo el sistema de containers que permite el transporte de mercancías por barco a bajo precio ha revolucionado la economía mundial en las últimas décadas. Es un cambio poco visible y del que se habla poco, seguramente porque comparado con la inteligencia artificial o el high frequency trading no es nada sexy, pero sus efectos han sido inmensos. Me gusta el ejemplo del container porque dirige la atención al papel que han desempeñado las manufacturas en la globalización, que no sólo consiste en finanzas e Internet. Del mismo modo, si la base de la economía española es el turismo y el ladrillo, es razonable pensar que hay desarrollos tecnológicos cruciales que tienen que ver con la obra pública, la ingeniería, etc.
Su reivindicación del materialismo histórico, En bruto (Los libros de la Catarata, 2016), ¿se debe a la renovada preocupación por las condiciones materiales de existencia detonada durante la crisis?
Creo que el materialismo ha vuelto cuando las ciencias sociales, entendidas en un sentido bastante tradicional, han tomado de nuevo el protagonismo. En particular, ha renacido el interés por
Andrés Carretero (1986) es arquitecto y crítico. Desarrolla una
práctica indisciplinada entre la arquitectura, el arte, lo político y la teoría
crítica. Su trabajo se ha desplegado en la Trienal de Arquitectura de Lisboa,
el Matadero de Madrid, intransit, A*Desk, salonKritik o El Estado Mental. Actualmente
se ocupa, entre otros proyectos, de la re-ordenación del parque de La Cava en
Roa (Burgos).
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