La burocracia intelectual de la
guerra y
la creación de
una nueva historia oficial
una nueva historia oficial
sobre la violencia
21 de marzo de 2017
21 de marzo de 2017
Con la mal llamada Ley de Víctimas se abre el camino a una nueva
historia oficial, cuyo relato se centra en negar las causas históricas del
conflicto armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial, la de la
oligarquía colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al
capitalismo salvaje a la colombiana para presentarse como una víctima más de la
guerra y ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio continuado
que ha desangrado a este país durante los últimos 65 años. La llamada ley de Víctimas es un
decreto demagógico e insustancial que no ataca los problemas de fondo que han
originado la tremenda impunidad que encubre el terrorismo de Estado, entre
otras razones porque el Estado no asume ninguna responsabilidad en la
violencia, como si hubiera sido, y lo siguiera siendo, una mansa paloma. En la
mencionada ley se incurre en el esperpento de señalar que hasta los militares
forman parte de las víctimas (Artículo 3, parágrafo 1º). Tamaño despropósito no
se compadece con la historia de horror en que se han visto involucrados los
cuerpos represivos del Estado en los últimos 50 años, sobresaliendo como el
hecho más reciente los denominados “falsos positivos”, un nombre elegante para
referirse al asesinato de más de tres mil colombianos por parte del Ejército.
Cuando se plantea el asunto en estos términos, se está incurriendo en una
tremenda falsificación de la historia colombiana, para negar las raíces
históricas del conflicto interno y para ocultar la responsabilidad de las
clases dominantes y de su Estado en la perpetuación de la violencia en este
país hasta el momento actual.
Para hacer posible esta maniobra orquestada de maquillaje
han sido funcionales la mayor parte de los violentoólogos y de los pazólogos
(expertos en la paz) una gran cantidad de los cuales fueron uribistas, y ahora
son santistas. Estos violentólogos, unos verdaderos mercenarios en el campo del
intelecto, se han dado a la tarea de lavarle la cara al capitalismo criollo, a
cambio de unas cuantas migajas. Estos violentólogos son los que han hecho del
tema de la violencia no tanto un asunto de reflexión sino una forma de vivir.
Para ello, han creado ONG’s, fundaciones, institutos de investigación, a través
de las cuales han recibido cuantiosos fondos en moneda dura (léase euros o
dólares) de entidades ligadas en forma directa con los intereses imperialistas,
como la Fundación Ford ,
la Unión Europea
y la USAID, entre otras.
Esos
violentólogos se autoproclaman como los representantes de la “sociedad civil”,
una noción por completo insustancial y sin sentido alguno, pero que les sirve
para presentarse como “intelectuales de avanzada” y obtener reconocimiento
tanto dentro como fuera del país, lo que es otra forma de decir que se cotizan
en el mercado del conocimiento como los expertos número uno en el tema de la
violencia, a cambio de lo cual obtienen cuantiosos dividendos. Son los mismos
que aparecen como “expertos” en todos los asuntos que guardan relación con la
guerra y la paz y continuamente son invitados por canales de televisión a que
den sus doctas opiniones, en las cuales difícilmente se encuentra una idea
crítica del capitalismo criollo, algo que ha desaparecido por completo de su
imaginario. Se han convertido en asesores de presidentes, ministros o alcaldes
en materia de seguridad y brindan consejos al respectivo “príncipe” sobre la
forma como deben hacer la guerra y le dan sugerencias al Ejército sobre las
tácticas y estrategias más eficientes que deben emplear en el campo de batalla
para salir triunfadores, al tiempo que piden que se inviertan más recursos en
comprar aviones y helicópteros para bombardear a la gente del campo, así como
alaban todos los resultados “positivos” de las acciones contrainsurgentes y el
refinamiento en el “arte” de matar por parte del Estado. Estos mismos
violentólogos se convirtieron en una de las columnas centrales, de tipo
ideológico, del régimen uribista y ahora continúan por esa misma senda durante
el régimen santista. Uno de sus “teóricos” de cabecera vendió la idea que
Colombia es una democracia asediada por los violentos y el Estado es una de las
víctimas y luego puso en circulación la ocurrencia funcional del uribismo de
que nos encontramos en la etapa del posconflicto. Ese mismo individuo presidió
durante los ocho años de AUV la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación
(CNRR) y ahora, como para que no quede duda del carácter burocrático de su
labor, forma parte de la junta directiva del Fondo de Víctimas de la Corte Penal Internacional
(CPI).
En la
práctica, esos violentólogos contribuyeron a escribir una nueva historia
oficial de la violencia en Colombia, muy en sintonía con la llamada “historia
revisionista”, que practica un individuo como Eduardo Posada Carbo (ver ese
conjunto de ocurrencias sin sentido histórico que se encuentran en ese libelo
de mal gusto titulado La nación soñada), que pretende convencernos que este
país es un remanso de paz, democracia y libertad, con unas instituciones
sólidas y, además, se deleitan en alabanzas a la Constitución de 1991 como el
máximo logro de nuestra pretendida civilidad. Esos violentólogos han copado los
pocos espacios de opinión que existen en este país. Son indistintamente
“investigadores” o “directores de investigación” de proyectos avalados por COLCIENCIAS,
por la ONU o por cualquier ente burocrático nacional o extranjero, siempre y
cuando entreguen dinero, manejan departamentos y programas académicos en
universidades públicas y privadas (el IEPRI de la Universidad Nacional ,
Departamentos de Ciencias Políticas, Corporación Nuevo Arco Iris…). Los
periódicos y revistas tradicionales de la oligarquía (El Tiempo, El Espectador,
El Colombiano, Semana…) les han abierto sus páginas para que escriban columnas
en las que, codeándose con sicarios de pluma de la extrema derecha, alaben al
Estado colombiano, al Ejército, al Plan Colombia, a la intervención
estadounidense como medidas necesarias para acabar con el “terrorismo”, porque
con muy contadas excepciones, el grueso de los violentólogos ha asumido la misma
matriz analítica de las clases dominantes de este país y del imperialismo.
No por casualidad, los violentólogos y pazólogos han
contribuido a difundir el término de “victimas” para referirse indistintamente
a antagónicos sectores sociales y políticos, porque
con este lenguaje lastimero se le quita el carácter político y consciente de
lucha a sujetos que han resistido la opresión y han defendido su dignidad (y
por eso sería mejor llamarlos vencidos) y para cerrar el cuadro se le asigna el
mismo carácter a quienes han enfrentado la injusticia (ubicados en el espectro
político en la izquierda y pertenecientes a comunidades campesinas, indígenas o
de trabajadores), como a los que forman parte de organismos criminales por
excelencia (como son las fuerzas armadas de Colombia). Ahora, para completar,
la Ley de Victimas va a fundar una extendida burocracia en diversos ámbitos,
entre la que sobresale la creación de un Sistema Nacional de Atención a las
Victimas, que reemplaza a la inútil Comisión Nacional
de Reparación y Reconciliación.
Pero también, y es lo que debe subrayarse, se crean otras
entidades burocráticas como el Centro de Memoria Histórica, “adscrito al
Departamento Administrativo de la Presidencia de la República” (artículo 146).
Aunque en el Parágrafo del artículo 143 se afirme que las instituciones del
Estado no impondrán una historia o verdad oficial, la creación de un Centro de
Memoria Histórica, ligada de manera directa a la Presidencia de la República,
apunta en la dirección de fortalecer una visión oficial de la historia de la
violencia en Colombia, versión que, por lo demás, ya aparece en la Ley de
Victimas, porque allí ni el Estado, ni sus cuerpos represivos, ni las clases
dominantes son responsables de la violencia y el terrorismo oficial. Esta tergiversación
de nuestra historia ya forma parte de la “verdad oficial”, y es la que los
violentólogos y pazólogos han contribuido a reforzar en los últimos años desde
la CNRR y desde todos los medios de
difusión académicos y periodísticos en los que participan. Como la Ley de
Victimas tiene una vigencia de diez años, los negociantes académicos de la
violencia, deben estarse frotando las manos de jubilo y alegría y deben estar
haciendo cuentas con calculadora en mano, porque durante un decenio van a tener
asegurado un empleo rentable, como investigadores y asesores en la repugnante
tarea de contar muertos o desaparecidos, con lo cual los más prestigiosos
violentólogos y pazólogos aseguran cuantiosos ingresos económicos, mientras
explotan a vasta escala a estudiantes y asistentes de investigación, los que en
realidad efectúan las labores duras de recolección de información y trabajo de
campo.
Por
supuesto, a cambio de empleo y recursos, los intelectuales de la guerra van a
contribuir a fortalecer la historia oficial y la memoria del poder en Colombia,
en lo cual ya han avanzado de manera notable al negar todas las barbaridades y
crímenes cometidos durante los ocho años del régimen narcotraqueto del
ordinario finquero que ocupó el Palacio de Narquiño, al que alaban abiertamente
por su política de “inseguridad antidemocrática” y por devolverle la
“tranquilidad al país”, porque, entre paréntesis, algunos violentólogos tienen
finca en las afueras de las grandes ciudades y se regocijan porque son los que
pueden viajar por las carreteras del país. Incluso, esos mismos violentólogos
apoyaron, de manera abierta o velada, acciones tan criminales y violatorias del
derecho internacional, como la masacre de Sucumbíos en marzo de 2008. Así que con la mal llamada Ley de Victimas se abre el
camino a una nueva historia oficial, cuyo relato se centra en negar las causas
históricas del conflicto armado en Colombia y se fortalece una memoria oficial,
la de la oligarquía colombiana, una memoria mutilada y fragmentada que sirve al
capitalismo salvaje a la colombiana para presentarse como una víctima más de la
guerra y ocultar su protagonismo como el responsable del genocidio continuado
que ha desangrado a este país durante los últimos 65 años. En esa perspectiva,
no resulta raro que en lo sucesivo veamos la repetición constante de imágenes
de un cinismo extremo, como aquellas en las que un personaje que por su
amplio prontuario criminal ocupó la presidencia de la República, se declaró
víctima y perseguido ante las cámaras de televisión.
Esto es una simple
expresión de la forma -y un anticipo de todo lo que nos espera en materia de
“memoria”- como se está reescribiendo la historia contemporánea de la violencia
en Colombia, en la que los criminales aparecen como “prósperos empresarios” y
“hombres de bien” y el resto de colombianos pobres y humildes, que han sido
despojados y masacrados por terratenientes, cuerpos represivos y sus
paramilitares, son presentados como simples “bandidos” o “terroristas”.
(*) Renán
Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad
Pedagógica Nacional , de Bogotá, Colombia.
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