Rosa y las
luchas populares latinoamericanas
15 de enero de 2020
Un 15 de enero de 1919 era asesinada Rosa Luxemburgo. Hoy su
vida y obra cobra plena vigencia al calor de las huelgas políticas de masas y
las luchas populares latinoamericanas. Más que nunca, las revoluciones
venideras serán la conquista del pan, pero también el florecimiento de las
Rosas.
Por Hernán Ouviña
Releer
a Rosa Luxemburgo desde Nuestra América en un nuevo aniversario de su cobarde
asesinato -que hoy podemos catalogar sin tapujos como femicidio y crimen de
Estado- nos obliga a desandar lugares comunes, estigmas antojadizos y falsas
acusaciones que, tras su muerte, ensombrecieron los numerosos y potentes
aportes de esta marxista tan original como injustamente desconocida dentro del
crisol de tradiciones revolucionarias. Es sabido que al poco tiempo de ser
ultimada el 15 de enero de 1919 junto a Karl Liebknecht, a manos de soldados de
ultraderecha, sus planteos más osados y sugestivos cayeron en saco roto, y un
manto de sospecha ensombreció su legado teórico-político.
Si en vida recibió los más
variados insultos y agresiones por parte de quienes veían con peligro su
coherencia ética y su pasión militante (desde “bruja”, “puta” e
“histérica”, hasta “mocosa” y “traidora a la patria”), una vez muerta pasó a
ser considerada “espontaneista”, “anti-organizacional”, “anarquizante” e
“internacionalista intransigente”, a tal punto que hubo quienes como Ruth
Fischer -encumbrada dirigente stalinista del Partido Comunista Alemán- llegarán
a expresar que era preciso extirpar, a como dé lugar, el “virus sifilítico”
luxemburguista de las filas de la izquierda.
Será recién con el cataclismo
político e intelectual generado al calor del ciclo que se abre en 1968 y 1969 a nivel global, y que
va del triunfo del Tet en Vietnam a las revueltas estudiantiles en París,
México y Alemania, pasando por los levantamientos populares en Córdoba, Rosario
y otras provincias de Argentina, lo que haga emerger una coyuntura propicia que
torne urgente la exhumación de tradiciones y corrientes políticas eclipsadas
por la socialdemocracia reformista europea y por el comunismo ortodoxo de la
URSS.
En este contexto, Rosa vuelve a
cobrar vida como marxista incómoda y heterodoxa, que brinda pistas para
denunciar los límites de la democracia burguesa, pero también tomar distancia
de las lógicas burocráticas y autoritarias predominantes en los llamados
“socialismos reales”. Y de igual manera, es traída al intenso presente en ese
entonces, con el propósito de interpretar procesos de insubordinación popular y
huelgas políticas de masas que, como en el caso del Cordobazo, desbordan a las
dirigencias sindicales para dinamizar, sin tutela alguna, luchas con
potencialidad anti-sistémica en las calles.
No obstante, el reflujo que le
sucedió a este ciclo de protesta y descontento planetario, signado por una
contrarrevolución que supuso un ejercicio generalizado del terrorismo estatal y
paramilitar en gran parte de Nuestra América y en otras latitudes del sur
global durante los años setenta y ochenta, así como el estatismo autoritario y
la ofensiva neoliberal desplegada en Europa en esas décadas, combinadas con el
desconcierto y la desazón como consecuencia de la implosión de los regímenes
autodenominados socialistas, hicieron menguar la vitalidad del marxismo como
concepción del mundo y brújula para la acción transformadora.
El ciclo de luchas populares e
impugnación al neoliberalismo en la región que irrumpió durante los años ’90,
fue la oportunidad para que Rosa retorne como una referencia teórico-política
cada vez más importante de las resistencias desplegadas a lo largo y ancho del
continente, por movimientos sociales y organizaciones de base inéditas. El
Caracazo de 1989, la rebelión indígena en territorio ecuatoriano en 1990, la
conmemoración de los 500 años de resistencia a la opresión colonial en 1992 y
el alzamiento zapatista el 1 de enero de 1994 en Chiapas, la guerra del agua en
Cochabamba, el 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, así como un sinfín de
procesos de insubordinación de masas, resultaron hitos precursores de esta
nueva fase de protesta y descontento, pero también de autoafirmación y
construcción de poder territorial que, con vaivenes y altibajos, se mantiene en
pie más allá de las alternancias gubernamentales de uno u otro pelaje
ideológico, y que en los últimos años parece haber cobrado un nuevo impulso de
la mano de los movimientos feministas y popular-comunitarios.
Más allá de esta presencia
espectral en las sucesivas oleadas de luchas en nuestro continente, Rosa
continúa siendo una de las mejores exponentes de un marxismo no anquilosado,
que tiene a la dialéctica como núcleo fundamental y concibe a la revolución en
los términos de un arduo proceso signado por el protagonismo de las masas, e
involucra una visión del socialismo como alternativa civilizatoria integral,
frente a una barbarie capitalista que no da de comer ni de amar. Desde una
mirada indisciplinada, sus aportes resultan hoy sumamente vigentes para
potenciar las construcciones de base y los proyectos que, a diario, sostienen e
irradian aquel crisol de organizaciones y movimientos populares surgidos al
calor del ciclo de impugnación al neoliberalismo, y que ejercitan con el
cuerpo, el corazón y las ideas una crítica despiadada de todo lo existente.
Por lo tanto, nos proponemos
relevar y compartir algunas de las principales contribuciones formuladas por
Rosa, como marxista de enorme actualidad para estos tiempos de crisis donde lo
viejo se resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer. En particular,
consideramos que su lectura del entrelazamiento entre capitalismo y
colonialismo, para entender de forma más compleja e interrelacionada las
dinámicas de explotación y despojo, así como su vocación por amalgamar la
denuncia y confrontación contra el patriarcado, con el impulso y la relevancia
de la lucha de clases, de manera tal que todas estas modalidades de dominio y
opresión puedan combatirse desde una perspectiva integral,
hoy cobra una enorme actualidad en función de las resistencias campesinas,
indígenas, afroamericanas, migrantes, feministas, anti-extractivistas y en
defensa del buen vivir, tanto en los ámbitos rurales como en los
urbano-populares.
La
explotación capitalista y el despojo colonial
Una primera cuestión que resulta
de extrema originalidad en Rosa, en la medida en que supo anticipar dentro del
marxismo la enorme relevancia que han tenido y tienen las luchas campesinas e
indígenas contra el despojo de los bienes comunes y en defensa de sus
territorios, es su relectura y actualización de la inconclusa obra de Marx, en
particular de El Capital. Tal como nos recuerda György Lukács, es en La acumulación del
capital donde ella
expresa de mejor manera su perspectiva de totalidad y la interpretación del
marxismo. De acuerdo al marxista húngaro, “para el método dialéctico todo -sea
lo que sea- gira siempre en torno al mismo problema: el conocimiento de la totalidad del proceso histórico”, ya que esta
categoría es la única capaz de brindar una visión de conjunto (Lukács, 1984:
112)[1].
Para Rosa el capitalismo como
totalidad no implica solamente la explotación de la clase trabajadora por parte
de la burguesía, ni tampoco involucra meramente en su constitución y
consolidación a Europa como territorio exclusivo, sino que supone de manera
ineludible -en particular en su faceta imperialista y visto desde nuestra
realidad latinoamericana- una dinámica de colonialismo y sujeción de
comunidades y pueblos enteros de la abigarrada “periferia”, a los que se busca
diezmar y expoliar en función de la avidez de acumulación capitalista de los
autodenominados centros de poder global.
Desde finales del siglo XIX, ella
se encarga de denunciar la expansión brutal de los imperios y potencias
europeas hacia África y América, así como las consecuencias profundamente
negativas que este avasallamiento implica para las formas de “economía natural”
y modos de vida de las poblaciones autóctonas, aunque no desde una mirada
derrotista que celebre la inevitabilidad de dicho proceso violento. Antes bien,
Rosa confronta con las posiciones chauvinistas (ancladas en un positivismo
extremo y en teorías evolucionistas en boga por esta época) de sectores
importantes de la socialdemocracia alemana y de otros países, que llegan
incluso a postular –sin sonrojarse– la necesidad de una “política colonial
socialista”.
Es importante entender que esta
defensa enconada de la política colonial por ciertos referentes del reformismo,
puede ser leída como síntoma y contracara de la hipótesis esbozada por Eduard
Bernstein en sus artículos revisionistas, acerca del mejoramiento relativo de
las condiciones de vida de la clase obrera europea que venía a impugnar las –de
acuerdo a su visión– erradas interpretaciones de Marx en torno a la
pauperización del proletariado, y contra los que Rosa confronta ya a comienzos
del siglo XX (Bernstein, 1982; Luxemburgo, 1976). En sentido estricto, la
enorme y heterogénea periferia colonial y neocolonial que intenta visualizar y
dotar de relevancia Rosa, constituía en efecto el “lado oscuro” que tornaba
posible la emergencia y sostenimiento en el tiempo de una aristocracia obrera
cada vez más integrada al engranaje del capitalismo, y que a su vez ralentizaba
la tendencia a la crisis propia de este sistema-mundo en un contexto signado
por una nueva fase de carácter imperialista. De ahí la insistencia de ella en
sostener la perspectiva de la totalidad en
el análisis de todo proceso histórico, incluido por supuesto el del capitalismo
en su período de mayor belicismo y rapiña.
En un clima de creciente
conflictividad, que preanuncia la guerra inter-imperialista y de conquista
pronta a desencadenarse, Rosa publica en 1913 La acumulación del capital, libro en el que desarrolla
precisamente un análisis minucioso del capitalismo. Producto de su estudio
detallado de economía política y de las clases de la Escuela de formación
política del partido en Berlín, en esta obra postula la necesidad de analizar
con ojo crítico el planteo de Marx en El Capital, ya que, de acuerdo a su lectura, lo que
formula en él es un esquema teórico que hace abstracción del proceso histórico
real a partir del cual se ha configurado –y desde ese entonces se expande y
reproduce– el capitalismo como sistema mundial.
Para validar su hipótesis, Rosa
nos recuerda que Marx en el tercer tomo de su monumental e inconclusa obra
–donde expone el proceso total de la producción capitalista– expresa
textualmente: “Figurémonos la sociedad entera compuesta únicamente de
capitalistas y obreros industriales”, así como en el primer tomo aclara en
igual sentido que “para conservar el objeto de investigación en su pureza,
libre de circunstancias secundarias que lo perturben, tenemos que considerar y
presuponer aquí el mundo total comercial como una nación; tenemos que suponer
que la producción capitalista se ha establecido en todas partes” (Luxemburgo,
1967: 252-253).
Sin embargo, según Rosa este
esquema no se corresponde con el devenir
histórico concreto, ya que “en realidad no ha habido ni hay una
sociedad capitalista que se baste a sí misma, en la que domine exclusivamente
la producción capitalista” (Luxemburgo, 1967: 266). En una de las primeras
lecturas desde América Latina del libro de Rosa, Armando Córdova ha retomado
sus planteos para coincidir en que el resultado de El Capital fue un modelo teórico abstracto,
homogéneo y cerrado del modo capitalista de producción: “Abstracto,
porque en él se dejan de lado las circunstancias históricas concretas en busca
de las relaciones esenciales al capitalismo. Homogéneo,
porque supone una totalidad integrada únicamente por dos clases, capitalistas y
obreros.Cerrado,
porque al abarcar con esa totalidad todo el mundo teórico, se consideraba a las
relaciones internacionales como elementos endógenos al modelo” (Córdova, 1974:
21). De ahí que concluya que obviamente “de este modelo abstracto, homogéneo y
cerrado no podía derivarse una interpretación de lo que hoy denominamos
subdesarrollo”.
Es en función de esta interpretación que para Rosa resulta
imprescindible dar cuenta de la génesis y constitución del capitalismo,
demostrando su historicidad y poniendo el foco en los territorios y realidades
no subsumidas aún (de manera parcial o total, con variados grados de
intensidad) a la lógica de acumulación capitalista. Este proceso –por
definición violento– implica una dinámica constante que aspira a desarticular
aquellas formas comunitarias y de propiedad colectiva de la tierra (las cuales,
en palabras de Rosa, hacen parte de las “economías naturales”) que aún resisten
en la periferia del mundo, así como de despojo y privatización de bienes
comunes y su conversión en mercancías.
Así, en La acumulación del
capital explica que
“el capital no puede desarrollarse sin los medios de producción y fuerzas de
trabajo del planeta entero. Para desplegar, sin obstáculos, el movimiento de
acumulación, necesita los tesoros naturales y las fuerzas de trabajo de toda la Tierra. Pero como
éstas se encuentran, de hecho, en su gran mayoría, encadenadas a formas de
producción precapitalistas (…) surge de aquí el impulso irresistible del
capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades” (Luxemburgo, 1967:
280). Esta lógica expansiva por parte del capital, involucra un avance
incesante sobre el medio social no capitalista que lo rodea, vastos territorios
y realidades que se encuentran sustraídos de esta dinámica expoliadora.
Lo sugerente del planteo de Rosa
es que no interpreta a la acumulación originaria exclusivamente como un
“momento” acotado en términos históricos (por caso, el acontecido y culminado
en Inglaterra siglos atrás, que Marx describe en el conocido capítulo XXIV de El Capital), sino en tanto proceso permanente que se reimpulsa y actualiza al calor
de las crisis y reestructuraciones periódicas del capitalismo como sistema
global, en particular en realidades y territorios como los que componen América
Latina y el Caribe. Por ello, además de articular la dimensión temporal
(histórica o diacrónica) con la espacial (geo-política y de expansión
territorial), traza un estrecho paralelismo entre aquel cercamiento de tierras
analizado por Marx en Inglaterra, y la política imperialista desplegada a
escala planetaria por las principales potencias a comienzos del siglo XX[2].
Aún no ha sido suficientemente
reconocido el aporte sustancial de Rosa para con las regiones periféricas del
mundo, a las que dio visibilidad en la gestación y despliegue del capitalismo
como sistema-mundo. En palabras de Ángel Palerm, uno de los antropólogos
latinoamericanos más sugerentes, “las teorías contemporáneas sobre el
imperialismo y el colonialismo, el intercambio asimétrico y las causas del
subdesarrollo económico deben mucho más a Rosa Luxemburgo de lo que sus
presuntos autores confiesan” (Palerm, 1980: 78). En efecto, a través de sus
lúcidas reflexiones se hace posible reconsiderar la historia del capitalismo
–sumamente abstracta desde el punto de vista desarrollado por Marx en El Capital– a la luz del devenir
concreto de sus vínculos de interdependencia económica y política con los
territorios y segmentos coloniales o “subdesarrollados”, en función de una
dialéctica centro-periferia (también enunciada bajo la dicotomía
metrópoli-colonia), donde lejos de operar mecanismos meramente comerciales o
financieros, el poder de los Estados, las guerras de conquista, los procesos
violentos de apropiación y las relaciones de fuerza asimétricas, son una
constante de importancia primordial.
Cabe aclarar que la relevancia que
Rosa le otorga a esta dimensión de la acumulación capitalista signada por las
disputas y resistencias contra el despojo en las regiones periféricas y los
territorios rurales, no equivale a desmerecer la centralidad de la lucha de
clases en los ámbitos productivos urbanos donde la burguesía somete a la clase
obrera, ni desvalorizar el antagonismo capital-trabajo como forma específica de
dominio y apropiación de plusvalía en la sociedad capitalista. En efecto, son
diversos los artículos, libros y borradores en los que destaca el rol del
proletariado y pondera su papel como sujeto con potencialidad revolucionaria,
en particular en las grandes ciudades. De ahí que sea incorrecto pretender
encontrar en ella una supuesta dicotomía o desencuentro entre, por un lado, una
clase trabajadora con anclaje en las ciudades y, por el otro, un campesinado
pobre o comunidades indígenas subyugadas a nivel agrario.
Hay, sí, una interesante
ampliación de las y los sujetos que resisten al capitalismo, a raíz de la
comprensión de cómo éste opera en base a una doble dinámica, complementaria y
pendular, que involucra tanto laexplotación (cuyo pivote es la reproducción
ampliada, a través de la compra-venta de la fuerza de trabajo) como el despojo (que se asienta en la violenta
apropiación, saqueo y mercantilización de tierras, saberes y bienes
comunitarios a nivel rural, a través de la actualización de la llamada
“acumulación originaria”), y lleva a Rosa a reconocer una mayor complejidad que
la prevista por Marx al momento de identificar las fuerzas sociales realmente
existentes[3]. Por eso sorprende la arbitraria afirmación
de Marina Kabat, quien -en un estudio introductorio a una detallada compilación
de escritos de Rosa Luxemburgo publicada en Argentina- sostiene que ella
“espera que la proletarización de productores rurales refuerce los contingentes
de la clase obrera” (Kabat, 2015: 86). Además de que la espera no es un rasgo
distintivo de Rosa, tampoco puede decirse que propicie en todo momento y lugar
una lógica de proletarización como la que presumen este tipo de lecturas de
tinte exclusivamente obreristas y anti-campesinas.
Respecto de esta polémica, vale la
pena retomar un material complementario a La acumulación del
capital, que Rosa construye y pule durante años, a partir de la
sistematización de sus clases en la Escuela de formación berlinesa. Bajo el
título de Introducción a la Economía Política ,
tenía previsto publicarlo en formato de libro, pero diversos contratiempos le
impidieron culminarlo. En sus páginas se evidencia una profunda vocación
pedagógica que busca tornar comprensibles algunas de las principales categorías
marxistas, a través del uso de numerosos ejemplos históricos, aunque lo más
destacable es que más de la mitad de sus páginas están dedicadas a dar cuenta
de la existencia de sociedades diferentes y opuestas a la capitalista, entre
ellas las existentes en nuestro continente previas al proceso de conquista y
colonización por parte de las potencias europeas, a las que Rosa denomina de
manera genérica como comunistas agrarias.
Según ella, conocer en profundidad
estas otras formas de vida sustraídas del individualismo mercantil y la
racionalidad burguesa propia de la modernidad colonial-capitalista, contribuye
a la desnaturalización de las relaciones sociales y a impugnar el supuesto
carácter “eterno” de la propiedad privada –algo que demuestra como falso a
partir de estudios e investigaciones antropológicas, similares a las que revisa
y utiliza Marx en sus últimos años de vida cuando se reencuentra con la
temática de la Comuna rural. Esta ignorancia que subyace a la supuesta
“sabiduría” de la burguesía europea, remite de acuerdo a su lectura a una
incomprensión y daltonismo epistémico ante realidades como la de los pueblos
indígenas y el campesinado rural. “Los europeos chocaron en sus colonias con
relaciones completamente extrañas para ellos, que invertían directamente todos
sus conceptos relativos a la santidad de la propiedad privada”, denuncia Rosa,
al tiempo que se atreve a trazar, con fina ironía, un paralelismo e invisible
hilo rojo que conecta estas formas comunitarias de vida social con el espectro que encabezó las luchas obreras
acontecidas en Europa occidental durante el siglo XIX: “A la luz de estas
brutales luchas de clase, también el más reciente descubrimiento de la
investigación científica (el comunismo primitivo) mostró su peligroso rostro.
La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus intereses de clase,
husmeó una oscura relación entre las antiquísimas tradiciones comunistas que le
oponían en los países coloniales la más enconada de las resistencias al avance
de la ‘europeización’ ávida de lucro de los aborígenes, y el nuevo evangelio
del ímpetu revolucionario de las masas proletarias en los antiguos países
capitalistas” (Luxemburgo, 1972a: 82 y 95).
Asimismo, Rosa puede ser
considerada una de las primeras marxistas que dota de centralidad a la cuestión
ecológica y ambiental, ya que reivindica una férrea defensa de la totalidad de
los seres vivos, así como de la tierra, frente a la voracidad y violencia que
el capitalismo impone en su sed de acumulación y constante despojo. Esta es una
faceta poco explorada en su obra y, cuando lo es, ancla meramente en su
simpatía y pasión por la botánica y la herboristería, así como por ciertos
animales puntuales como las aves o los gatos. Sin duda que este rasgo tan
original es de suma relevancia, porque pone en evidencia su profundo amor hacia
la vida y su sensibilidad y angustia extrema ante toda injusticia que atente
contra ella en cualquiera de sus formas, pero por lo general se la desvincula
de manera tajante de su proyecto socialista y de su radical humanismo. A
contrapelo de estas lecturas, consideramos que su afición por la naturaleza resulta una
arista indisociable de su propuesta anticapitalista, anticolonial y
antipatriarcal.
Por ello, arriesgamos como
hipótesis que existe en Rosa una “afinidad electiva” con el planteo y la
cosmovisión de numerosos pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes y
organizaciones campesinas que postulan que la naturaleza, al igual que los
seres humanos, tiene derechos que no pueden ser pisoteados. Sus epístolas y
reflexiones más intimistas, la pasión por imitar a la perfección a aquellas
aves que, como el herrerillo azul, anuncian nada menos que la llegada de la
primavera (“zwi-zwi” debía ser el único epitafio de su tumba, según le confiesa
a una amiga), o el diario personal en el que entre rejas dibuja, pega y detalla
las variedades de flores y plantas de su diminuto jardín, pero también aquellos
materiales y borradores teóricos e históricos destinados a la formación y al
esclarecimiento político, donde se denuncia la acumulación originaria como proceso permanente que destruye
las “economías naturales” y desarticula ecosistemas en las periferias del mundo
capitalista (entre ellos América Latina, un continente geopolíticamente
estratégico por la biodiversidad que cobija), deben leerse de manera conjunta y
complementaria para romper con la visión productivista y el antropocentrismo
que sitúa al ser humano –y en particular, al burgués, macho, blanco y adulto–
como centro de gravedad de la modernidad, y que insiste en considerar a la
pluriversidad de seres vivos bajo el homogeneizante y cosificador concepto de
“recursos naturales” (instrumentalizador de la naturaleza, la floresta y los
animales, en función de las ansias de explotación y sometimiento a la que nos
induce y compele la racionalidad propia del sistema capitalista y colonial).
Diversas intelectuales y
activistas contemporáneas emparentadas con el eco-feminismo, han llamado la
atención sobre la necesidad de volver a partir de
la relación con la naturaleza, en el análisis político y la crítica
al sistema capitalista/patriarcal. Vandana Shiva, por ejemplo, ha hecho visible
los estrechos vínculos entre la opresión del patriarcado, la violencia hacia
las mujeres y la destrucción constante de la naturaleza en nombre del
“progreso” (Shiva y Mies, 1997), al tiempo que Silvia Federici considera que
“hoy en día, con la perspectiva de un nuevo proceso de acumulación primitiva,
la mujer supone la fuerza de oposición principal en el proceso de
mercantilización total de la naturaleza” (Federici, 2014: 90). Por su parte,
María Rosa Dalla Costa ha sugerido que es imprescindible construir una
propuesta política teniendo como columna vertebral “el respeto por los
equilibrios fundamentales de la naturaleza, de la voluntad de conservar ante
todo los poderes autogeneradores/reproductores, del respeto y del amor por
todos los seres vivos” (Dalla Costa, 2009: 350). En todos estos casos, es
indudable la conexión de sus planteos con los precursores –y por ello mismo,
por lo general incomprendidos– de nuestra querida Rosa.
En suma, podemos concluir
afirmando que estas hipótesis y reflexiones vertidas por ella en libros,
cartas, borradores y materiales de formación, a pesar del tiempo transcurrido,
nos permiten analizar la política de “nuevos cercamientos” y privatización de
bienes comunes, así como el despojo de activos públicos, derechos colectivos y
saberes ancestrales, acontecidos en las últimas décadas tanto en vastas
regiones de Europa y Asia como en casi la totalidad de América Latina y África.
Pero también, como reverso necesario de este violento ciclo, nos estimula a
ampliar la mirada y considerar a las miles de comunidades, organizaciones,
movimientos y pueblos del sur global que resisten a estas lógicas predatorias,
como fuerzas con potencial antagonista, que además de poner un freno a esta
lógica contemporánea de recolonización de los territorios, ejercitan a diario
una vida digna y despliegan estrategias de supervivencia que, en muchos casos,
prefiguran los gérmenes de un socialismo con similares características al que
supo tener como horizonte Rosa Luxemburgo.
Patriarcado y lucha de
clases: sin feminismo no hay socialismo (y viceversa)
Si el espectro luxemburguista
recorre los ámbitos rurales donde el campesinado y las comunidades indígenas
resisten a la acumulación por despojo o el extractivismo, y aún hoy sacude
conciencias en la lucha en defensa de la madre tierra y el buen vivir, su
herencia también está presente en los millones de mujeres que en calles, plazas
y camas se insurreccionan al grito de ¡Vivas nos
queremos!, inmersas en una nueva ola verde-violeta que llegó para
quedarse y desnaturalizarlo todo. Son numerosos los colectivos feministas, las
disidencias y las organizaciones mixtas con vocación antipatriarcal, que
rescatan su figura, reivindican sus ideas y traen al presente las
contribuciones de esta marxista que hizo de la osadía una seña invariante de su
activismo febril.
Es un debate aún abierto en qué
medida ella puede ser considerada feminista, ya que lecturas superficiales de
su obra han querido desestimar esa faceta y postular que fue totalmente ajena a
las luchas en favor de la liberación de las mujeres, aunque lo cierto es que su
propia militancia como mujer, en un mundo dominado por hombres -incluso al
interior de organizaciones de izquierda permeadas por la misoginia y la
exclusión deliberada de las mujeres de los diferentes ámbitos de poder– resulta
en sí misma un ejemplo digno de destacar. Impugnar el monopolio del pensamiento
y el quehacer político por parte de los varones, desde la praxis revolucionaria
y sin pedir permiso a autoridad alguna, constituyó sin duda uno de los más
potentes ejes vertebradores de su activismo cotidiano.
No por casualidad, en esas
querellas y disputas a contracorriente recibía los más variados insultos bajo
una misma connotación machista: “hembra histérica”, “perra rabiosa”, “bruja
venenosa”, “vieja prostituta” y “dura amazona”. Según confiesa Paul Frölich,
camarada de Rosa y uno de sus biógrafos más cercanos, lo que despertaba esta
enconada oposición era su condición de mujer, “que se atrevía con un oficio de
hombres como es la política y que, además, no se limitaba a preguntar
humildemente la opinión de los ‘expertos’, sino que tenía la desfachatez de
desarrollar sus propias opiniones y, lo que era peor, las defendía con argumentos
ante los que había que capitular de mala gana” (Frölich, 1976: 78).
En una clave similar, Bolívar
Echeverría sugiere hasta qué punto su auto-reivindicación como mujer se realizó
bajo la forma de una intervención muy peculiar en la historia del movimiento
obrero organizado, asentada en la radicalidad comunista: “Ya a fines del siglo
XIX, una mujer que se encontraba en el ‘error objetivo’ de no poder ser
‘atractiva’ tenía la oportunidad de salirse de él si cultivaba como gracias
compensatorias las virtudes ‘masculinas’; pero sólo si lo hacía de manera
propiamente ‘femenina’, es decir, disimulada o como imitación que sirviera al
modelo para verse confirmado en su superioridad. Sólo si demostraba la validez
del espíritu de empresa productivo (‘masculino’) y burgués –compuesto
básicamente de ambición, pero inteligente, voluntarioso y realista– al
mostrarlo en una versión defectuosa, que sólo resultase explicable por la
acción del inmediatismo, la inconsistencia y la exageración propios de lo
‘femenino’” (Echeverría, 1986: 150).
Como Rosa jamás hizo lugar a este
tipo de mandatos, muchos fueron quienes se ensañaron con su actitud de extremo
coraje (que lejos estaba de acotarse a una cuestión “temperamental”, como
presumían) frente a la hegemonía patriarcal. Franz Mehring lo admitió sin
ambages en 1907, cuando ella sufrió el escarnio de parte de la prensa
socialdemócrata –hegemonizada por supuesto por hombres: “estas invectivas de
mal gusto a la cabeza más genial surgida entre los herederos científicos de
Marx y Engels, radican en último término en el hecho de que es una mujer quien
la lleva encima de los hombres”, se lamentó su amigo en aquel entonces
(Frölich, 1976: 210). Raya Dunayevskaya supo denunciar en una tónica similar
que “el total olvido en que marxistas y no marxistas por igual han tenido de la
dimensión feminista de Rosa Luxemburgo exige una enmienda inmediata respecto a
esta cuestión”, por lo que propone estudiar más la obra de la marxista polaca
como feminista y como revolucionaria, aunque en estrecha conexión con la
dinámica de la lucha de clases (Dunayevskaya, 1985: 12).
Inmensa habrá sido la bronca de
aquellos falsos líderes y grises funcionarios ante tamaña irreverencia,
desplegada tanto en actividades públicas, mítines callejeros y congresos, como
en ámbitos privados y en vínculos amistosos o afectivos. Rosa, nos dice Claudia Korol , vivía con
ímpetu el amor, pero no aceptó el chantaje emocional de Leo Jogiches, quien fue
su compañero político en tramos importantes de su vida, “y se atrevió a enamorarse
una y otra vez, rompiendo las convenciones sobre ‘la familia’ presentes en las
direcciones partidarias, osando inclusive amar a Kostia Zetkin, el hijo de su
amiga Clara, 13 años más joven que ella. Un escándalo para un socialismo
conservador, en el que la familia era un factor de disciplinamiento altamente
patriarcal” (Korol, 2018: 18)[4].
Podríamos conjeturar que, en el
amor, Rosa era rabiosamenteespontaneista y
contraria al control y la represión de las energías y los vínculos
sexo-afectivos, así como a la imposición y jerarquías en sus relaciones más
íntimas. Esto se trasluce en especial en sus intercambios epistolares con Leo
Jogiches (con quien mantendrá un contradictorio lazo amoroso durante casi dos
décadas), donde se sincera a flor de piel y le recrimina su soberbia, extrema
frialdad y obsesión casi exclusiva por “La Causa” (así, con mayúscula y
comillas, lo escribe con fina ironía en una de las misivas). Elzbieta Ettinger,
su biógrafa más intimista, confiesa al respecto que “contrastaba su propia
espontaneidad con la manera calculada que tenía él de ‘manejarla’” y le
reprochaba “que convirtiera la relación entre ambos en un asunto ‘puramente
superficial’” (Ettinger, 1988: 84). Por eso no temió, en momentos de máximo
desencuentro e incomprensión de parte de Jogiches, pensar en tener un hijo sola
y mantenerlo sin tutela ni apoyo alguno.
En un plano más general, y al
igual que otras mujeres de la izquierda radical (como Alexandra Kollontai o la propia Clara Zetkin ),
Rosa no concibe de manera abstracta la opresión de las mujeres, sino que
entiende que el capitalismo y el patriarcado resultan co-constitutivos, por lo
que es imposible disociar la explotación de clase de la condición subalterna de
las mujeres, que por cierto lejos de ser genérica, configura un prisma
heterogéneo de situaciones plagado de matices, aunque sometido a una misma
estructura de dominación: “Un mundo de lamentos femeninos espera para ser
redimido. Ahí está la mujer del pequeño campesino que se quiebra bajo el lastre
de la vida. Allá
en el África alemana, en el desierto de Kalahari, se blanquean los huesos de
las indefensas mujeres herero, que fueron arrastradas por la soldadesca alemana
a una muerte terrible de hambre y sed. Al otro lado del océano, en los altos
acantilados del Putumayo, se extinguen, sin que nadie los oiga, los gritos de
muerte de las mujeres indias, martirizadas en las plantaciones de caucho de los
capitalistas internacionales. Proletarias, las más pobres de los pobres, las
más privadas de derechos de los sin derechos, corred a la lucha por la
liberación del género femenino y del género humano de los espantos de la
dominación capitalista”, expresa en su artículo titulado La proletaria (Luxemburgo, 1983: 290).
En este sugestivo texto reivindica
el día de la mujer trabajadora, fijado como fecha inaugural de la “Semana Roja ” del
Partido Socialdemócrata Alemán, a realizarse del 8 al 15 de marzo de 1914, y
que tenía como principal consigna la lucha por el voto femenino y por la
igualdad general de derechos de las mujeres. Luego de indicar que “con el duro
trabajo de estas jornadas el partido de los desposeídos sitúa su columna
femenina a la vanguardia para sembrar la semilla del socialismo en nuevos
campos”, a tal punto que la mujer proletaria “se presenta hoy en la tribuna
pública como la fuerza más avanzada de la clase obrera”, se lamenta de que “la
mujer del pueblo ha trabajado muy duramente desde siempre” y constituye “la más
desposeída de derechos de todos los desposeídos” (Luxemburgo, 1983: 287). De
ahí que decida pasar revista y hacer visible la infinidad de tareas que ella ha
efectuado durante siglos, poniendo en evidencia el carácter prolongado de la
división sexual del trabajo y la centralidad de las actividades de reproducción
realizadas por las mujeres: desde las aldeas indígenas, donde “sembraba
cereales, molía, hacía cerámica”; la antigüedad, en la que “era la esclava de
los patricios y alimentaba a sus retoños con su propio pecho”; la Edad Media , “atada a la
servidumbre de las hilanderías del señor feudal”; hasta la época contemporánea,
donde prima la propiedad privada y la mujer del pueblo queda “confinada a los
estrechos límites domésticos de una existencia familiar miserable” (Luxemburgo,
1983: 287-288).
Este común derrotero no le impide
advertir una diferencia de suma relevancia entre lo que caracteriza como “feminismo
burgués” y elfeminismo
socialista por el que
abogan las activistas de la izquierda anti-sistémica. En el primer caso, además
de apuntar a una mera integración sistémica sin trastocar las estructuras
generales que sostienen al patriarcado y al capitalismo, hay una falta de
perspectiva de totalidad que permita enmarcar determinadas reivindicaciones
genuinas de aquel entonces (como el sufragio para las mujeres) en una lucha más
amplia e integral en contra del carácter opresivo de la sociedad, lo cual lleva
a que simplemente “se quieran conseguir derechos políticos para poder después
insertarse en la vida política” e incluso a que ciertas mujeres burguesas gocen
“de los frutos acabados de la dominación de clase” (Luxemburgo, 1983: 289).
En contraste, en el caso del
activismo al que Rosa acompaña, y que tiene a Clara Zetkin como una de sus
máximas referencias (para quien existe “un doble juego de la dominación del
hombre y del capital”), lo que se busca es engarzar esta y otras luchas donde
las mujeres son las principales protagonistas, con un proyecto integral de emancipación que involucra y, al
mismo tiempo, trasciende a este pliego de reivindicaciones. Por ello no duda en
defender “la estrecha relación entre la causa de las mujeres y el cambio social
universal”, ya que “las mujeres debían luchar por la igualdad y la fraternidad
para la humanidad y la abolición de la opresión en todas partes” (Ettinger,
1988: 142), aunque como se encarga de denunciar en el programa escrito para el
Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL), difundido
bajo el nombre de ¿Qué queremos?,
“en la sociedad de hoy, apoyada en la propiedad privada y en la dominación de
los capitalistas, la mujer es privada de cualquiera de los derechos políticos y
considerada una criatura de segunda clase, subordinada al hombre. La liberación
de la mujer de esta humillación, la devolución a ella de derechos iguales y de
dignidad humana, sólo es posible con el sistema socialista”. Por ello concluye
aseverando que “la clase trabajadora es la única que no tiene ningún motivo
para la humillación política de las mujeres” (Luxemburgo, 2011: 242-243).
En un pasaje sumamente luminoso de
otro texto, titulado El voto femenino y
la lucha de clases, Rosa destaca que las mujeres, “con su trabajo
doméstico, ayudan a que los hombres puedan, con su miserable salario, mantener
la existencia cotidiana de la familia y criar a los hijos”. No obstante, este
tipo de trabajo, argumenta, “no es productivo en el sentido del actual orden
económico capitalista, a pesar de que, en mil pequeños esfuerzos, arroje como
resultado una prestación gigantesca en autosacrificio y gasto de energía”
(Luxemburgo, 1983: 285). Una lectura apresurada podría objetar su planteo,
debido a que aún se mantiene en el binomio marxista clásico de trabajo
productivo e improductivo, y a la luz de los estudios y reinterpretaciones de
un sinfín de feministas en las últimas décadas, es evidente que no llega a
visualizar el carácter profundamente productivo del trabajo doméstico y su tremenda
funcionalidad dentro del engranaje capitalista y del “patriarcado del salario”
(Federici, 2010).
A pesar de ello, y teniendo en
cuenta que estos escritos fueron publicados hace más de 100 años, su valentía
en poner el foco en esta dimensión invisibilizada de la reproducción y el
cuidado, para realizar una lectura política de este tipo de relaciones de poder
y sometimiento, resulta sin duda precursora y por demás sugerente, más aún en
un contexto donde las organizaciones de izquierda eran dominadas casi de manera
exclusiva por hombres. Por eso, no en vano Rosa afirma con vehemencia en otro
párrafo de su texto, que “hace cien años, el francés Charles Fourier, uno de
los primeros grandes propagadores de los ideales socialistas, escribió estas
memorables palabras: ‘En toda sociedad, el grado de emancipación de la mujer es
la medida natural de la emancipación general’. Esto es totalmente cierto para
nuestra sociedad” (Luxemburgo, 1983: 286).
Pero sería un error contemplar sus
aportes al feminismo teniendo en cuenta sólo aquellos escritos explícitamente
dedicados al tema. En muchos otros, que podrían concebirse a primera vista como
ajenos a la denuncia de la opresión patriarcal, existen pistas e hipótesis muy
sugerentes para interpretar y potenciar la lucha y el protagonismo de las
mujeres. En Huelga de masas,
partidos y sindicatos, por ejemplo, Rosa apela a una metáfora de
“geografía acuática”, que ha sido recuperada recientemente por activistas del
feminismo popular latinoamericano (Gago, 2019) para leer en una misma clave a
la ola verde que se vive en el cono sur, así como a los paros internacionales
de mujeres que han denunciado públicamente al patriarcado y a la división
sexual del trabajo. “A veces la ola del movimiento invade todo, a veces se
divide en una red infinita de pequeños arroyos; a veces brota del suelo como
una fuente viva, a veces se pierde dentro de la tierra”, arenga en clave
premonitoria (Luxemburgo, 1970: 71).
Recordemos que, dentro de los
sindicatos alemanes, tras su legalización en 1890, tan sólo el 1,8% de sus
afiliados eran mujeres, y en los albores de la primera guerra mundial esta
cifra todavía no llegaba al 9% del total (Eley, 2002). Por lo tanto, la
apelación a la espontaneidad de masas implicaba dotar de relevancia en los
procesos huelguísticas y de resistencia popular, también a aquellas mujeres que
no estaban representadas en los gremios ni tenían posibilidad alguna de incidir
en la decisión de declarar o no un paro general. El odio furibundo que generó
entre la burocracia sindical este libro de Rosa (a tal punto que llegan a tener
la “caballerosidad” de confiscar su primera edición y destruirla), tiene como
sustrato último el rechazo tajante frente a los planteos de una mujer, judía,
polaca y migrante, que sin ambages y a contrapelo de los mandatos que la
sociedad pretendía imponerle, se atreve a cuestionar abiertamente el monopolio
por parte de las direcciones sindicales de cualquier proceso huelguístico, ya
que éste es siempre “una cambiante marea en fenómenos en incesante movimiento”
(Luxemburgo, 1976: 261), que desborda toda pretensión de ser instrumentalizada
desde arriba o en función de acuerdos de cúpula.
Asimismo, sus artículos y folletos
de denuncia contra el militarismo y la escalada bélica, así como sus
insistentes acciones directas de boicot internacionalista frente a la guerra
(que le costaron años de cárcel), pueden ser leídos en una idéntica clave
anti-patriarcal y anti-imperialista. Como reconstruye lúcidamente Isabel
Loureiro (2005), el ejército alemán era un estado dentro del Estado, que gozaba
de prerrogativas frente a la población civil e irradiaba su concepción
jerárquica, disciplina extrema y “obediencia ciega” al conjunto de la sociedad,
con rituales misóginos, apología del autoritarismo y una exaltación de todo lo
considerado “varonil”, en particular la glorificación de la fuerza. Esta lógica
patriarcal, que Dunayevskaya definió como “chauvinismo masculino”, contaminaba
incluso las filas de la socialdemocracia, y se expresaba hasta en el código
civil del Imperio, que reconocía la subordinación de mujeres e hijos a las
figuras legales de padres y maridos.
A más de 100 años de la primera
guerra mundial, no es casual que sean las mujeres quienes nuevamente hoy más
resistencia tenaz ofrezcan al militarismo imperial en vastos territorios del
sur global. Los ejemplos son numerosos, pero alcanza con mencionar a las
feministas kurdas, que han logrado consolidar un modelo de sociedad
antipatriarcal en ciertas regiones basada en el llamado “confederalismo
democrático”, sin dejar de denuncian el vínculo orgánico entre imperialismo,
acumulación capitalista, opresión estatal, despojo e intento de avasallamiento
militar de sus territorios, y que las zapatistas denominan “cuarta guerra
mundial”, debido a que más que frente a un conflicto entre dos o más ejércitos
regulares, son los pueblos -y dentro de ellos las mujeres y niños/as- las
principales víctimas de esta violencia belicista no convencional.
El siglo XXI tiene como uno de sus
rasgos distintivos, por tanto, el haber desencadenado una verdadera guerra contra las mujeres, tal
como ha sido denunciado por el grueso del movimiento feminista latinoamericano.
El boicot activo frente al militarismo y el despojo colonizador que supo
ejercitar Rosa como militante, lejos de ser un gesto ingenuo y caduco, emerge
en la actualidad como una de las banderas más urgentes y disruptivas a
levantar, en un contexto de crisis profunda del capitalismo donde, en aras de
relanzar y sostener un nuevo ciclo de acumulación a escala planetaria, la
violencia machista, burguesa y racial, cobra niveles cada vez más inusitados y
tiene al cuerpo de las mujeres como botín y trofeo de guerra, pero ante todo
como verdadero campo de batalla (Segato, 2016).
En
función de estos antecedentes, no cabe sino reafirmar que Rosa trastocó con su
obra como marxista y militante, pero también con sus gestos y acciones más
íntimas, los roles que la división patriarcal y capitalista del trabajo le
tenía asignados. Fue subversiva en el ámbito público tanto como en el privado,
y bregó de manera incansable por dotar del mayor protagonismo posible a las
mujeres en las diversas luchas. Puso a todo o nada el cuerpo, los afectos y las
ideas al servicio del proyecto emancipatorio en el que creía fervientemente. Y
pagó con su vida esta terca necedad. A la vuelta de la historia, con el ¡Ni una menos!como consigna de
movilización continental y global, hoy podemos nombrar a su cobarde asesinato
como lo que fue: un femicidio, cometido por soldados embriagados de
chauvinismo, misoginia y virilidad, que no toleraban la osadía de esta pequeña
y, a la vez, inmensa mujer.
El socialismo como
alternativa frente a la barbarie en ciernes
En los apartados precedentes,
hemos reconstruido y reseñado brevemente algunos aportes que Rosa Luxemburgo
realiza desde el marxismo revolucionario, y que consideramos de suma vigencia
para interpretar y acompañar a buena parte de las luchas que hoy circundan a
Nuestra América. Desde ya, ellos no agotan toda la riqueza y complejidad que
expresa la obra vital de esta inigualable militante de izquierda, pero sí
evidencian su enorme sensibilidad respecto de temáticas, procesos y dimensiones
de la realidad contemporánea, no siempre atendidas con la debida importancia
por las diferentes corrientes marxistas.
En medio del desconcierto y la
desolación generalizada que implicó la primera guerra mundial, Rosa redactó
entre rejas su conocido folleto La crisis de la
socialdemocracia, en contra de la locura belicista y fratricida en
la que se encontraba sumida Europa y a favor de una lucha que fortaleciera el
hermanamiento entre los pueblos de ese continente y del mundo (Luxemburgo,
1972b). En uno de sus párrafos más emotivos, supo lanzar una máxima que pasaría
a la historia como consigna internacionalista y antídoto frente a la hecatombe
genocida ya en ciernes:¡Socialismo o barbarie!
Michael Löwy (1978) ha llegado a
postular que esta frase condensa una significación metodológica y política de
primer orden para todo proyecto que se precie de emancipatorio, en la medida en
que, a contrapelo de todo determinismo o lectura lineal de la historia, nos
recuerda que la suerte no está
echada y oficia de
anticuerpo ante ciertas visiones triunfalistas, que han sabido calar hondo en
el seno del marxismo y desestiman la importancia de la praxis revolucionaria
como catalizadora de todo cambio social profundo. Lejos de ser un elemento
secundario, esta “chispa animadora de la voluntad consciente” emerge como un
factor decisivo en la construcción, aquí y ahora, del socialismo como
alternativa civilizatoria, a partir de un trípode que para Rosa era clave:organización,
conciencia y lucha, no como “fases particulares, separadas
mecánicamente en el tiempo”, sino en tanto “aspectos distintos de un mismo y
único proceso” (Luxemburgo, 1969: 46).
Hoy resulta más claro que nunca
que quienes aspiramos a superar la barbarie que expresan el capitalismo, el
patriarcado y la colonialidad en esta fase tan cruel como apocalíptica, no
tenemos tampoco garantía alguna de triunfo. La nuestra es una apuesta tan
frágil como sin certidumbre, y en ella se nos juega tanto la posibilidad de
edificar una sociedad radicalmente distinta a la actual, como la supervivencia
de la humanidad y del planeta tierra en su conjunto. Por eso el socialismo no
es sólo una opción entre tantas, sino una urgencia y necesidad histórica
balbuceada al pie de un desfiladero y a pasos nomás del abismo. Simboliza ante
todo ese freno de mano del que nos hablaba Walter Benjamin (2007) en los
tiempos sombríos del fascismo, para evitar la catástrofe que se avecina.
Guerras, hambrunas masivas, despojo de bienes comunes y contaminación
ambiental, violencia social, precariedad, represión política, xenofobia,
femicidios, explotación y desigualdad extrema, son características de un
capitalismo criminal que, en tiempos de crisis y neoliberalismo recargado, cual Moloch no hace sino exacerbar sus rasgos
constitutivos más perversos, sacrificando millones de vidas en el altar del
egoísmo, la injusticia y el dinero.
Volver a Rosa precisamente en este
contexto histórico tan intrincado y difícil de asir es más necesario que nunca.
Para sobrevivir en medio de tanta desolación, violencia estructural y
neofascismo desembozado, pero sobre todo con la esperanza de cultivar y
sostener una política colaborativa, que articule las luchas contra las
diferentes y complementarias formas de explotación y dominio que hemos
delineado en estas páginas, sin descuidar en este proceso sinérgico los
vínculos comunitarios, el poder popular y el autogobierno como modus vivendi.
Miguel Mazzeo refiere en su libro Marx populi a lo arduo y a la vez urgente que
resulta reconstruir una izquierda “en tiempos de naufragio” (Mazzeo, 2018). Sin
embargo, a diferencia de muchos referentes del marxismo que hoy dejan de ser
leídos, o cuyos escritos y propuestas se nos presentan como añejas y parte de
lo viejo que aún no termina de morir, Rosa se destaca por su jovialidad,
radicalismo e indisciplina, y por su extrema actualidad para este convulsionado
siglo XXI que habitamos y ansiamos revolucionar. De ahí que traerla al presente
sea una oportunidad, también, para reinstalar estos debates estratégicos en el corazón mismo de las
experiencias y proyectos emancipatorios que afloran en nuestro continente.
Ahora es cuando.
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Notas
[1] “Lo
que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis
de un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia,
sino el punto de vista de la
totalidad. La categoría de la totalidad, el predominio
universal y determinante del todo sobre las partes es la esencia del método que
Marx tomó de Hegel y que puso, de modo original, en la base de una ciencia
totalmente nueva” (Lukács, 1984: 103).
[2] “En
la acumulación primitiva, esto es, en los primeros comienzos históricos del
capitalismo de Europa a fines de la Edad Media y hasta entrado el siglo XIX, la
liberación de los campesinos constituye, en Inglaterra y en el continente, el
medio más importante para transformar en capital la masa de medios de
producción y obreros. Pero en la política colonial moderna del capital realiza,
actualmente, la misma tarea en una escala mucho mayor. (…) La dificultad en
este punto consiste en que, en grandes zonas de la superficie explotable de la
Tierra, las fuerzas productivas están en poder de formaciones sociales que, o
no se hallan inclinadas al comercio de mercancías, o no ofrecen los medios de
producción más importantes para el capital, porque las formas de propiedad y
toda la estructura social las excluye de antemano. En este grupo hay que
contar, ante todo, el suelo, con su riqueza mineral en el interior, y sus
praderas, bosques y fuerzas hidráulicas en la superficie, así como los rebaños
de los pueblos primitivos dedicados al pastoreo. Confiarse aquí al proceso
secular lento de la descomposición interior de estas formaciones de economía
natural y en sus resultados, equivaldría para el capital a renunciar a las
fuerzas productivas de aquellos territorios. De aquí que el capitalismo
considere, como una cuestión vital, la apropiación violenta de los medios de
producción más importantes de los países coloniales. Pero como las
organizaciones sociales primitivas de los indígenas son el muro más fuerte de
la sociedad y la base de su existencia material, el método inicial del capital
es la destrucción y aniquilamiento sistemáticos de las organizaciones sociales
no capitalistas con que tropieza en su expansión. Aquí no se trata ya de la
acumulación primitiva, sino de una continuación del proceso hasta hoy (…) El
capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que
constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso
histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy.
Pero como en todos estos casos se trata de ser o no ser, para las sociedades
primitivas no hay otra actitud que la de la resistencia y lucha a sangre y
fuego, hasta el total agotamiento o la extinción (…) El método violento es,
aquí, el resultado directo del choque del capitalismo con las formaciones de
economía natural que ponen trabas a su acumulación”. (Luxemburgo, 1967:
283-284).
[3] David
Harvey, quien ha revitalizado la obra de Rosa Luxemburgo para caracterizar la
fase actual del capitalismo global, considera en esta misma clave que uno de
los principales problemas de la izquierda tradicional ha sido el definir que
“el proletariado era el único agente de la transformación histórica”, por lo
que “todas las demás formas de lucha se consideraban subsidiarias, secundarias
o incluso periféricas o irrelevantes” (…) La política organizada en torno al
puesto de trabajo y la producción dominaba a la del espacio cotidiano.
Movimientos sociales como el feminismo y el ecologismo permanecieron fuera del
ámbito de la izquierda tradicional, que tendía a ignorar la relación existente
entre las luchas domésticas por la mejora social y los desplazamientos externos
caracterizados del imperialismo (…) Esa concentración tan firme de gran parte
de la izquierda marxista o comunista en las luchas proletarias excluyendo todo
lo demás fue un error fatal, ya que si ambas formas de lucha están
orgánicamente vinculadas dentro de la geografía histórico del capitalismo, la
izquierda no sólo estaba perdiendo poder, sino que también estaba paralizando
su capacidad analítica y programática al ignorar totalmente una de las dos
caras de esta dualidad” (Harvey, 2003: 132-133).
[4] No casualmente, Eduard Bernstein llega a postular en su clásico
libroLas
premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, que
“con el proletariado inestable, sin patria y sin familia, no se podrá nunca
fundar un movimiento sindical duradero y sólido” (Bernstein, 1982: 272-273).
[Versión
actualizada del artículo publicado en la Revista HerramientaNúmero 62, Buenos
Aires, 2019]
*Ilustraciones:
Oscar González (Guache)
y Kate Evans
Fuente: https://www.anred.org/2020/01/15/rosa-y-las-luchas-populares-latinoamericanas/
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