Francisco Fernández Buey y
la perestroika (y VIII)
17 de enero de 2020
Por Salvador
López Arnal (editor)
El
autor de Leyendo a Gramsci reseñó en 2003 La gran transición. Rusia, 1985-2002
(Barcelona, Editorial Crítica, 2003.
http://www.lainsignia.org/2003/febrero/cul_074.htm) de Rafael Poch de Feliu (Su
blog: https://rafaelpoch.com/). Hay elementos de interés en ese texto para
nuestro asunto.
La
gran transición era “el libro más completo, documentado y sugerente que se ha
publicado hasta ahora en castellano sobre los cambios ocurridos en Rusia desde
la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética ”.
Su autor, nos recordaba el profesor Fernández Buey, corresponsal de La
Vanguardia en Moscú precisamente durante los años de esta transición, aportaba
“informaciones, análisis y reflexiones que con toda seguridad serán de consulta
obligada para toda persona que quiera conocer bien lo que ha sido aquella
historia singular, sus causas y sus derivaciones más importantes.”
Quienes
hubieran seguido las corresponsalías de Poch de Feliu desde Moscú (antes en Berlín;
después en China y París; ahora ya no en La Vanguardia) y sus ensayos
anteriores sobre Rusia encontrarían en La gran transición la confirmación del
excelente trabajo periodístico que allí apuntaba. En cualquier caso, el libro
de Poch de Feliu era “bastante más que una crónica inteligente de los hechos
más relevantes de una transición de la que se ha dicho que adelantó el comienzo
del siglo XXI”. Era, para el autor de Conocer Lenin y su obra, “una memoria en
la que los buenos reflejos del periodista ante los acontecimientos inmediatos y
sobre las actuaciones en curso de los protagonistas se junta con la ambición
del historiador que tiene ya una hipótesis explicativa de lo ocurrido allí.”
Hacía
tres años, en Tres preguntas sobre Rusia (1. ¿Cómo se ha transformado la
sociedad rusa tras la reforma económica iniciada en 1992 y cómo afecta a la
población esta “modernización” económica?; 2. ¿qué nuevo espacio se está
creando en Eurasia?; 3. ¿qué nuevo margen para lo alternativo en el mundo se
plantea en la actualidad después del fin de la bipolaridad y con el dominio
americano en exclusiva?), Poch de Feliu había ofrecido explicaciones para
entender por qué los resultados de la reforma capitalista en curso “estaban
siendo tan catastróficos, analizaba el papel de los nacionalismos en el
hundimiento de la
Unión Soviética y proponía un balance acerca de lo que en
aquel mundo quedaba de lo que se llamó socialismo.”
Ahora,
en La gran transición, Poch de Feliu ampliaba los interrogantes y abordaba
prácticamente todos los asuntos relevantes que habían sido objeto de debate en
Rusia en los últimos años: “desde las causas del fracaso de los primeros
proyectos de reforma económica hasta las guerras en Chechenia y desde el
significado de la perestroika hasta los motivos de la desintegración de la
federación de repúblicas soviéticas pasando por efectos de la catástrofe de
Chernobil y la valoración de lo que han representando personalidades como
Gorbachov, Yeltsin y Putin.”. Fernández Buey recordaba que en su análisis de la
gran transición Poch de Feliu se había basado en documentos de primera mano, en
memorias publicadas en Rusia durante aquellos años, en testimonios recogidos
por él mismo entre los protagonistas, y en opiniones, en conjeturas e
investigaciones aparecidos en diarios y revistas rusos al hilo de los
acontecimientos. Había hecho, además, “su trabajo con muy pocas concesiones al
discurso ideológico y con un talante fresco, crítico, distanciado y
comparatista que diferencia su libro de la mayoría de las aportaciones
recientes procedentes de la sovietología occidental reciclada y de la antigua
disidencia resentida o finalmente reconvertida al orgullo gran ruso”. Para
empezar, proseguía el que fuera profesor de la UPF y de la UB, Poch de Feliu
pasaba revista, en treinta apretadas páginas, a lo que había sido la evolución
de la URSS. Sitúa
en los años sesenta su momento de apogeo; describe los principales problemas
económicos, sociales, políticos y culturales con que aquel país de países se
encontraba entonces; y explica por qué, después de aquel apogeo, fracasaron
sucesivamente las principales reformas económicas propuestas desde la época de
Breznev hasta los días de la
perestroika.
En
cualquier caso, Poch de Feliu no se limitaba a documentar con cifras cómo,
hacia 1975, la economía de la URSS estaba ya en números rojos. Iba más allá:
subrayaba que los analistas occidentales coincidían entonces con la propaganda
soviética en la sobrevaloración de un crecimiento económico ficticio. Cerraba
este apartado dedicado a los fracasos económicos con una reflexión sobre las
previsiones occidentales de aquellos años. Ahora, con el paso del tiempo,
aquellas previsiones podían sonar a sarcasmo, admitía el autor de Utopías e
ilusiones naturales, pero traerlas a la memoria o recordárselas a los más
jóvenes permitía explicar “por qué varios de los desastres nada naturales ocurridos
luego en la Unión
Soviética pudieron ser considerados sorprendentes o insólitos
por tanta gente”.
Cuando la crisis social era ya evidente en la calle y los
chistes sobre la economía ficticia pan de cada día entre los de abajo, un
informe de cuatrocientas páginas, redactado por la CIA en 1982, o sea, ya en la era Reagan , concluía
así: "La economía soviética está en buena forma, será capaz de mantener la
carrera de armamentos sin recortes del nivel de vida y se desarrollará más
rápidamente que la economía de Estados Unidos" [pág. 30]
El
segundo capítulo del libro -"El precio de la libertad"- estaba
dedicado a explicar el fracaso de las reformas, “ya no sólo económicas,
conocidas con el nombre de perestroika”, así como la llamativa discrepancia
entre lo que por entonces se pensaba de Gorbachov en Occidente y lo que se
pensaba en la URSS, otro de los "misterios" generalmente abordados
por la
sovietología. Poch de Feliu desarrollaba ahí un diagnóstico
de la situación que ya había avanzado en 1987, como corresponsal de La
Vanguardia en Moscú. Subraya que, en varias cuestiones, y particularmente en su
manera de enfocar uno de los grandes problemas del momento -la dimensión que
había alcanzado la carrera armamentista- la perestroika se inspiró en ideas
occidentales que formaban parte de la subcultura disidente soviética [33].
Ocurrió como si la utopía "eurocomunista", que tan pronto se vino
abajo en Occidente, donde había sido formulada, se abriera paso, tarde y a
destiempo, en el locus para el que en realidad había sido pensada sin decirlo.
Solo que, a diferencia de lo que se pensaba en los ambientes socialdemocráticos
de Occidente, en aquella URSS era demasiado patente el desfase entre los
aspectos ideológicos de la perestroika, cuyos teóricos seguían hablando casi
mecánicamente de socialismo, remontándose a Lenin, y la realidad percibida por
la mayoría de la población, para la cual si algo había caracterizado la
historia de la URSS fue, en última instancia, el estatuto de potencia mundial
alcanzado precisamente bajo la fachada del "socialismo". [la cursiva
es mía]
La consecuencia del desfase entre ideología y realidad había sido
doble: en un lado, “deslumbramiento por el talante ético de Gorbachov al
exponer con valentía su política de desarme en el concierto internacional”; en
el otro, “decepción creciente ante la falta de ideas nuevas en política
interior y por las incongruencias manifiestas de los teóricos de la perestroika
en asuntos que afectaban directamente a las necesidades de las gentes”. Así y
todo, al entrar en las causas del fracaso de la perestroika, Poch de Feliu no
había puesto el acento en los errores o en las "traiciones" de
Gorbachov, como se había hecho habitual en Rusia en aquellos años, “sino en el
distanciamiento o la incomprensión de las gentes, dirigidos y dirigentes,
respecto de su proyecto”.
La forma en que Poch de Feliu lo exponía
coincidía en gran parte con una inquietante idea varias veces expresada,
mientras la perestroika estaba en curso, por el historiador y politólogo Kiva
Maidánik, quien muchos años antes había dado ya a Fernando Claudín [La crisis
del movimiento comunista, París, Ediciones del Ruedo Ibérico], “no pocas pistas
para su análisis de la crisis del comunismo”. La idea era esta: “en el fondo de
aquel fracaso no sólo hay que ver la degeneración burocrática del aparato del
partido (aquella degeneración que lleva a aplaudir casi simultáneamente el
proyecto gorbachoviano y su crítica radical), sino también, y es duro decirlo
así, "la impronta servil de la cultura popular, con su manifiesto déficit
de dignidad" [44]”. Traducido a otros términos más comprensibles para
nosotros, apuntaba Fernández Buey, eso quería decir: “insensibilidad general
respecto de los derechos políticos y respecto de la tarea de democratizar la
sociedad.”
El análisis del desconcierto que produjo la
glasnost y la estimación de la fulgurante aparición del fenómeno Yeltsin
confirmaba hasta niveles casi esperpénticos lo dicho sobre la degeneración
burocrática. En los capítulos dedicados a estos asuntos, Poch de Feliu
documentaba “la metamorfosis experimentada por varios de los personajes
principales de la nomenclatura que, en unos pocos años, y en algunos casos en
cuestión de meses, acabaron convirtiéndose en teóricos de las reformas
neoliberales”. Se explicaba así cómo lo que en un principio se había llamado
"revolución cultural", se fue acercando a los presupuestos más
primitivos de la derecha occidental. Al llegar a este punto, Poch de Feliu
hacía de cronista y fundamentaba su juicio atendiendo al transformismo
camaleónico de personajes como Aleksandr Yokovlev, Yegor Gaidar, Pavel Bunich,
Larisa Piyasheva, Yuri Cernichensko, Anatoli Sobchak, Dimitri Volkogonov y
Stanilav Govorujin. La lista de las rectificaciones oportunistas que Poch de
Feliu aporta es larga, y de ella, Gorbachov aparte, sólo sale limpio, por
contraste, Yegor Ligachov, "el único de los altos dirigentes del politburó
lo suficientemente enérgico y honesto como para formular en voz alta sus
contrapuntos a los resultados de la política emprendida" [81]
Por lo que aportaban al conocimiento de un
personaje alabado en las chancillerías de Occidente, eran también notables, en
opinión de Fernández Buey, las páginas dedicadas a Boris Yeltsin. En ellas, el
autor de La gran transición ponía de relieve “no sólo la ambigüedad y las
depresiones que estuvieron a punto de llevar al suicidio” a quien fue
presentado “por los mandamases del mundo occidental como "salvador de la
democracia en Rusia", sino también su habilidad para captar e
instrumentalizar el pulso de la calle”. De un país de extremos, como se ha
dicho tantas veces que era la
vieja Rusia , extremo oriental de Europa ella misma, se
esperaría en tales circunstancias rigor moral y coherencia política, pero fue
la ambigüedad lo que acabaría convirtiéndose en "virtud" política
esencial de la transición, alabada por unos y otros. Tal vez fue así -y esto lo
añado yo- porque la ambigüedad ha sido allí tradicionalmente metáfora política
del pantano. Y, como se sabe por su literatura rusa clásica, siempre hubo, en
la vieja y nueva Rusia, mucho pantano, además de extremos. Un capítulo central
del libro, en opinión del autor de 1917, era el dedicado a la quiebra,
optimistamente percibida, del orden europeo. En ese capítulo Poch de Feliu
retomaba el análisis de la política exterior gorbachoviana en aquellas fechas
decisivas que cambiaron el mundo del siglo XX, “tanto que pareció como si se
hubiera acabado el siglo (con el fin de la pesadilla de un guerra termonuclear
en ciernes)”.
Algunas de las cosas que ahí aportaba Poch de Feliu
sobre el papel de Mijail Gorbachov y su ministro de Exteriores, Eduard
Shevardnadze, eran muy esclarecedoras. Fernández Buey señala a continuación que
Poch de Feliu se basaba en distintas fuentes igualmente solventes. Aducía las
memorias del mariscal Sergei Ajromeyev, sugiriendo que, entre 1986 y 1988,
“Gorbachov nunca examinó con detalle la situación militar y política en Europa
ni las perspectivas de su desarrollo con los responsables militares”. Aportaba
Poch de Feliu fuentes occidentales para “mostrar que, en las decisivas
conversaciones sobre desarme de aquellos años decisivos, los dirigentes
políticos de esta parte del mundo siempre supieron de antemano que Gorbachov y
Shevardnadze acabarían siendo más flexibles que las personas responsables de
los grupos negociadores”. Poch de Feliu traía a colación el testimonio de James
Baker para mostrar “que el sí de Gorbachov a la propuesta occidental de
reducción de tropas soviéticas en la zona central de Europa, en 1990, dejó
"estupefacto" al secretario de estado norteamericano”.
Poch de Feliu usaba las propias notas tomadas en
sus entrevistas “para probar que ninguno de los dirigentes políticos de la
Europa del Este esperaba, ni de lejos, unos meses antes, el tipo de concesiones
que iba a hacer Gorbachov a este respecto”. Mostraba también, contra las
especulaciones habituales sobre los planes expansionistas de la política
soviética, que “Gorbachov no tenía en realidad política para Alemania y que en
el momento inmediatamente anterior a la caída del Muro su actitud era "una
errática improvisación basada, además, en cálculos fallidos"”. Sugería
igualmente, a partir de las conversaciones mantenidas con otros protagonistas
implicados en los hechos, “que Gorbachov ni siquiera aprovechó la tendencia
entonces existente en la opinión pública mundial en favor de la neutralización
de Alemania y su salida de la OTAN a cambio de la reunificación”. Recordaba que
la actitud de Gorbachov y de Shevardnadze ante la cuestión de la reunificación
alemana “sorprendió a todo el mundo, empezando por los propios negociadores
occidentales”. Aducía del mismo modo que aquellas concesiones inesperadas, en
tan decisivo momento, “se basaron en consideraciones del tipo "Genscher
[Ministro de Asuntos Exteriores de la RFA, del partido liberal, mano derecha
entonces de Helmut Koln] ha insistido mucho en ello y es una buena
persona"”. Y, finalmente, Poch de Feliu volvía “a aportar el testimonio de
Baker para recordar que "varios ayudantes de Gorbachov parecieron
genuinamente asombrados de que éste hubiera accedido a lo que, de hecho,
equivalía al acuerdo de una Alemania unificada en la OTAN" [108-120].
La microhistoria de la alta política, apuntaba
Fernández Buey (se ha hablado de ello en entregas anteriores), confirmaba la
impresión que se sacaba al leer las actas del encuentro conmemorativo,
celebrado en EE.UU una década después de la caída de la URSS, “entre los jefes
de estado de las cuatro grandes potencias que se vieron implicadas en
decisiones tan transcendentales como el acuerdo sobre las armas nucleares, la
apertura del muro de Berlín, la reunificación de Alemania y la disolución del
Pacto de Varsovia”. De los cuatro, “Gorbachov seguía siendo, políticamente, el
más ingenuo; los otros tres todavía se movían, diez años después, entre la
glorificación de la prepotencia occidental y el estupor ante un comportamiento
que no se correspondía en absoluto con el estereotipo sobre soviéticos y rusos
que habían difundido durante décadas”.
Se comprendía desde ahí, y comparando lo
que habían dicho en sus memorias varios de los implicados, “el tono irritado
con que Gorbachov evita en 1996 una pregunta de Poch de Feliu sobre por qué no
planteó en su momento la neutralidad alemana y la salida de la OTAN como
condición para la reunificación [126]”. Por lo demás, proseguía el autor de
Marx a contracorriente, los detalles que Poch de Feliu aportaba a esta
microhistoria de la alta política seguramente harán sonreír a los académicos
disidentes que aún recuerden la gran importancia que en aquellos años dramáticos
de la segunda guerra fría se estaba dando a la aplicación de la teoría de
juegos de estrategia para la resolución (no precisamente pacífica, por cierto)
del Gran Conflicto. Esclarecedoras eran igualmente las páginas que el ex
corresponsal de La Vanguardia dedicaba en su libro al despertar de las
nacionalidades en aquel océano de la diversidad, “al proceso que condujo a la
disolución de la Federación, a los conflictos de Armenia, Azerbaidjan y
Georgia, a la separación de las repúblicas bálticas (Lituania, Estonia y
Letonia) y a la evolución de las guerras en Chechenia”. En estas páginas, Poch
de Feliu trasladaba al lector desde un escenario de comedia felliniana al lugar
de la tragedia y al conocimiento directo de sus principales protagonistas. Poch
de Feliu contrasta la hipótesis formulada en su día por Hélène Carrère
d’Encause (una de las pocas personas que en Occidente habían formulado con
cierta anticipación la posibilidad del estallido del imperio por desmembración
de las nacionalidades) con lo que en realidad ocurrió desde finales de la
década de los ochenta. Que no fue inicialmente la revuelta anti-rusa de los
pueblos y regiones de tradición islámica, como esperaba Hélène Carrère, sino
una sucesión de querellas en las que se fueron mezclando irremisiblemente el
independentismo histórico de unos, los nuevos nacionalismos de otros, los
conflictos con las minorías en las mismas nacionalidades que despertaban y la
lucha por la redistribución de los poderes en el seno de la vieja nomenclatura.
Tal era
el trasfondo del desplazamiento de Gorbachov por Yeltsin, de las varias
intentonas golpistas, de las elecciones en que el viejo partido comunista,
transformado también, se convertía en la primera fuerza de la Duma, de la
dimisión de Yeltsin y de su sustitución por Putin, todo ello bajo la mirada
atenta y la intervención (sorda, violenta o impositiva) de dos fuerzas que
habían condicionado todo el proceso: “los restos del antiguo Ejército Rojo, de
donde han salido varias de las personalidades decisivas para los nuevos
conflictos, y el capital transnacional que, curado ya del asombro, ha decidido
quién es allí demócrata y quién no.”
Seguramente era la atención prestada al detalle, en
el que Poch de Feliu se demoraba, lo que hacía felliniana la segunda parte de
esta tragedia. “En algún momento, cuando la historia se convierte en crónica,
le vienen a uno a la memoria las palabras de Luces de bohemia, escritas en el
otro extremo de Europa, en otro país de extremos: aquí la tragedia no es
tragedia; es esperpento.” En el epílogo, Poch de Feliu, ya entonces en Pekín
[La actualidad de China. Un mundo en crisis, una sociedad en gestación,
Barcelona, Crítica, 2009], volvía a hacerse preguntas transcendentes, alguna de
las cuales estaba condicionada por la comparación entre lo que había sido la
evolución de Rusia y de China en las últimas décadas.
En ellas, apuntaba el autor de Marx (sin ismos),
reaparecía la dimensión mundial, cosmopolita, de la gran transición. Al fin y
al cabo, la Unión
Soviética , el país de países, la pensión felliniana, era un
mundo, pero parte activa del mundo. Está, pues, justificado preguntarse si lo
que se hundió no fue, en última instancia, un modelo de la misma civilización
industrial en la que se encuentran quienes festejaron el acontecimiento [377],
si lo que se hundió no fue tanto una ideología como una vía de desarrollo
caduca [381], si la gran transición no habrá sido sólo un puente por el que
regresa el fantasma del atraso o la puerta abierta a la genuina
"occidentalización popular" de Rusia [388]. Fernández Buey señala al
lector que Poch de Feliu terminaba su libro recordando lo que escribió Diderot
a finales del siglo XVIII después de su visita a San Petersburgo y con dos
notas optimistas, si es que se puede hablar así. La primera sobre la ventaja
potencial que para la Rusia del siglo XXI podía representar lo que había vivido
como una pérdida: la disolución imperial. Visto con una perspectiva amplia y
comparatista, resulta que la retirada rusa de Asia central, Transcaucasia, el
Báltico y Ucrania, con tantas muertes y desastres, "hasta sale ganando por
su carácter esencialmente pacífico" en comparación con los horrores que ha
supuesto el proceso de descolonización europeo en la segunda mitad del siglo XX
[389]. La segunda nota se refería a la posibilidad de creación de una unión de
pagos entre Rusia y los países que formaron la Unión para restablecer un gran
mercado que podría parecerse a los primeros pasos de la integración europea de
los años sesenta. Al fin y al cabo, finalizaba el autor de La gran
perturbación, había sido el propio Putin quien había declarado que, manteniendo
un crecimiento adecuado, dentro de quince años se alcanzaría allí el nivel de
países como Portugal y España. Y ¿quién iba a decirnos a nosotros hace treinta
años que para eso haría falta una gran transición en Rusia? Finalizo con esta
entrega la serie sobre Francisco Fernández Buey y la perestroika. Habrá
que volver. Fue mucho lo que el estudioso de Marx, Luxemburg, Korsch y Gramsci
escribió y aportó para el conocimiento de la Revolución de Octubre, el
desarrollo de la URSS y la caída del irreal “socialismo real”.
Fuente: http://www.rebelion.org/docs/264569.pdf
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