Gatillo fácil: a las buenas, o a las balas
4 de octubre de 2016
4 de octubre de 2016
Por Santiago Dacal Torrado (Diagonal)
La Coordinadora contra
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Es 28 de junio de 2003. Hasta entonces nadie sospecha que Rodrigo
Corzo, de 27 años, se va a convertir en uno de los más de 4.000 casos de
violencia policial documentados
en Argentina.
Dos estruendos reverberan en el cielo oscuro de esa madrugada de
un invierno cualquiera en Buenos Aires, de esas donde no hay nadie en la calle,
menos Rodrigo, que en ese momento cruza con el Renault 19 de su padre el puente
de Santa Rosa, que conecta las localidades vecinas de Villa Tesei e Ituzaingó,
para ir a visitar a su novia. También hay un patrullero de policía,
siguiéndole. Y nadie más. O sí, pero eso se supo más tarde. Dentro del
patrullero conduce Horacio Nuñez, inspector de la policía Bonaerense ,
y le acompaña Cristian Alfredo Solana, subinspector oficial. Es éste último el
que saca el brazo por la ventanilla y aprieta
el gatillo. Bang. Una vez. Bang. Hasta dos veces lo aprieta.
Uno de esos dos estruendos aloja consigo una bala de 9 milímetros que,
desde el momento en que sale disparada del revólver Bersa Thunder del
subinspector, ya tiene dueño. Esa bala atraviesa el maletero, los asientos traseros
y el asiento del conductor del coche de Rodrigo. A continuación atraviesa su
séptima vértebra lumbar, su pulmón izquierdo y acaba alojándose en el corazón
de Rodrigo, a quien sólo le da tiempo de cambiar la marcha antes de que deje de
latir. Porque, según la autopsia, su
corazón deja de latir exactamente
veintiocho segundos después.
Todo cambió porque nada cambia en Argentina. Podría hablarse de un
caso aislado, o de un error, o de un exceso, o de cualquier otra excusa que
justificase un asesinato. Pero parece que todo tambalea cuando son 4.644
–también entran aquí los muertos bajo detención o encarcelamiento– los casos
aislados, los errores, los excesos, las excusas que justifican este número de
asesinatos desde que la Coordinadora para la represión policial e institucional
(CORREPI) empezara a recontar los casos en 1983. Incluso uno podría seguir
manteniendo este argumento si 32 años después –sólo en los diez primeros meses
de 2015– no hubieran otros 227 casos aislados. Es decir, 22 al mes. Cinco por
semana. Uno cada 30
horas.
Puede haber desacuerdos entre los distintos expertos de organismos
que se preocupan por este problema. Es lo que ocurre por ejemplo con Esteban
Rodríguez Alzueta, sociólogo integrante en la Campaña Nacional
contra la
Violencia Institucional , y María del Carmen Verdú, abogada de
Correpi. Para unos –Esteban– “no es una política de Estado. Sobre todo estamos
pensando en prácticas de
Estado. Nos apartamos de ideas conspirativas que tienden a pensar o sugerir
que la violencia policial es un violencia decidida en las más altas cúpulas
políticas”. Para otros –Verdú– “es causa directa del sistema capitalista. Es
una herramienta que está en el arsenal de cualquier gobierno que tenga que
administrar una sociedad de ricos y pobres. ¿Cómo haces si no para que 40
millones de tipos mantengan a un puñado de parásitos porque sí?”.
Independientemente de en qué ADN se encuentre esta violencia,
ambos están de acuerdo en que dicha violencia no está de ningún modo compuesta
por errores o excesos. En que “es una violencia rutinaria y no es caótica.
Tiene una racionalidad y unas reglas”.
Cabe preguntarse entonces por qué el Estado mata de forma tan impune
a los suyos –pobres– en los
barrios –pobres– de Argentina. Y además lo hace independientemente del color
político que gobierne. Pasó con Alfonsín (década de los 80), pasó con Menem
(década de los 90), se disparó en la etapa Kirchner (década del 2000) y se está
volviendo a disparar con Macri en la actualidad.
Tampoco cambia el perfil, que suele ser casi siempre el mismo: joven pobre de barrio humilde,
morocho (moreno) y con una edad comprendida entre los 15 y los 25 años.
Mayoritariamente ocurre en los barrios del conurbano bonaerense (45%), Santa Fe
(12%) y Córdoba (8%), y a manos de las policías provinciales (57%).
Una de las claves del asunto la da Esteban Rodríguez ,
quien señala que “en la década de los 90 es donde tiene lugar la emergencia de la inseguridad. No
sólo aumenta la conflictividad si no que hay una mutación de la conflictividad. Con
la emergencia de seguridad se produce el desdoblamiento entre el delito y el
miedo al delito”. Es decir, es a partir de los años 90 cuando la sociedad
argentina empieza a tener unasensación de inseguridad mayor de la que en realidad hay,
un contexto que es caldo de cultivo para el uso de la brutalidad policial.
Cuando llegó, en 2001, una de las crisis económicas más
devastadoras de Argentina y que en febrero de 2003 ya había dejado a un 57% de
la población –20 millones de personas– por debajo de la línea de pobreza, se
disparó el número de delitos (un 130% más desde 1990 hasta 2002), pero también
este miedo al delito. Gabriel Kessler, sociólogo experto en materias de
sentimiento de inseguridad, apunta en su último libro que en 1996 el miedo a
sufrir un delito ocupaba la cuarta preocupación de los argentinos.
Para 2004 este
miedo ya ocupaba la primera
posición, superando por primera vez al desempleo: un 61% frente a un 75%, según
el Centro de Estudios Nueva Mayoría. Es entonces cuando el estigma aparece más
fuerte. Cuando ciertos sectores vulnerables son identificados rápidamente como
un ente sospechoso, originado por un excesivo miedo al delito que acaba
produciendo una legitimización colectiva e inconsciente de la brutalidad
policial.
“Si yo te convenzo de la equivalencia entre cualquier morocho que
camina por la calle con pinta de pibe de barrio con un delincuente que puede
matarte o violar a tu madre, cuando el policía le mete un tiro en la espalda
vos decís ‘un chorro (ladrón) menos. Si no me robó ya me iba a robar’”, dice
Verdú.
Los fallos de la institución
El miedo no sería suficiente para explicar la alarmante cifra de
muertos a manos de la
policía. Una de las peculiaridades que permiten los casos de gatillo fácil o violencia policial es el tinte
militar que adquiere la institución policial. Sofía Tiscornia, coordinadora del
equipo de Antropología Política y Jurídica de la Universidad de Buenos Aires y
especializada en violencia policial, asegura que “las estructuras organizativas
militarizadas son comunes a todas las fuerzas policiales del país. Si bien las
leyes orgánicas que las rigen destacan que se trata de cuerpos de seguridad
civiles, la normativa y la práctica las han estructurado como cuerpos con
esquemas de autoridad militar, con jerarquías rígidas y sistemas de control
interno corporativos y poco transparentes”.
Esta estructura militarizada equipara al delincuente a un enemigo
peligroso, lo que acaba propiciando que se utilice la fuerza y las armas para
aplacarlo. Al final, abatir delincuentes se convierte en una práctica rutinaria
y aceptada dentro de las policías provinciales. Esta militarización de la policía también permite que sea autónoma e
independiente, lo que provoca que, una vez se haya producido el caso de
violencia policial, la misma policía sea la encargada de llevar la
investigación, lo que posibilita que se oculten, destruyan o directamente se
creen pruebas para evadir la
justicia. Fue así como se fabricó la historia de Rodrigo
Corzo.
Los inspectores dirían que ellos empezaron a disparar porque
estaba recibiendo disparos desde el coche de Rodrigo. Pero la posición corporal
que tenía Rodrigo a la hora de recibir la bala en la espalda era incompatible
con que fuera disparando por la ventanilla. Además , las ventanillas del coche
iban cerradas, por lo que difícilmente podría haber disparado a través de ella.
Tampoco se hallaron restos de pólvora ni en el
coche, ni en el cuerpo, ni tampoco en la supuesta arma de Rodrigo. La versión
oficial también dijo que Rodrigo iba acompañado de otro hombre y que éste salto
del coche en medio de la
persecución. Que un hombre saltara de un coche que va a 30,
40, 50 km/h
–incluso más rápido porque estaban en una persecución– cerrase la puerta
mientras salta –todas las puertas del coche estaban cerradas– se levantara y
echara a correr, sin que el patrullero que iba perdiguiéndole pudiera hacer
nada para detenerle tampoco pareció muy plausible en el juicio.
La parte de los acusados llevó dos testigos que supuestamente
habían visto lo ocurrido y que confirmaron esa versión. Uno era un verdulero,
que al final reconoció que él venía del baño cuando ocurrió todo y que no había
visto nada. La versión del otro testigo también se desestimó. El testigo habría
escuchado la detonación de las armas y él, taxista de profesión, habría podido
diferenciar que una de ellas era de un calibre 22, justo el arma que
encontraron a Rodrigo. En el mismo juicio se comprobó que ambos testigos eran amigos de los
policías.
Es cierto que a Rodrigo se le encontró un arma en el coche. Pero
en el juicio, el subinspector que disparó reconoció que el coche estaba
“limpio” cuando lo inspeccionarion. Es decir, Rodrigo no tenía ningún arma, se la colocaron después.
“Solana ahí se puso las manos en la cabeza mirando a su abogado porque sabían
que estaban perdidos”, dice sonriendo Micaela, hermana de Rodrigo.
La justicia y Rodrigo Corzo
No hay ninguna institución que controle los abusos policiales.
Cuando hay algún caso de abuso policial todo
queda dentro de la
comisaría. Ellos mismos reconstruyen el relato de los hechos de modo
que parezca siempre que el policía disparó por legítima defensa. Aunque los
disparos sean por la
espalda. Aunque algunos incluso sean a escasos milímetros de
la nuca, donde sería lógico pensar que el policía está cometiendo un fusilamiento
y no defendiéndose en un tiroteo, como esgrimen. Después, para justificarlo, es
habitual que los policías sitúen en la escena del crimen un arma a la víctima,
o documentación robada, con el fin de aparentar que sólo se abatió a un
delincuente en legítima defensa. Aquí hay otra institución que debería entrar
en escena, pero que no entra: el poder judicial.
Es lógico pensar que si el poder judicial fuera intransigente con
los casos de violencia policial, los datos de asesinatos por la policía no
serían desde luego tan alarmantes. La pasividad
del aparato judicial permite
un sentimiento de impunidad en el policía que contribuye a que cometa un
‘exceso’ o ‘abuso’ en su ‘legítima defensa’. Según Correpi, menos de un 10% de
los casos llega a juicio. De los que llegan, muy pocos reciben una condena y,
de los que reciben una condena, ninguno la acaba cumpliendo en su totalidad.
Sofía Tiscornia sostiene que “los jueces no investigan ni producen
pruebas, sólo evalúan las que los agentes les elevan”. Si solamente evalúan las
pruebas totalmente falsificadas o destruidas que les elevan los agentes, esto
quiere decir que se conforman sólo con la versión oficial que le da la policía,
lo que al final produce que se acaben sobreseyendo la gran mayoría de los
casos.
Según Correpi, en el 90% de los casos el policía llega en libertad
al juicio incluso acusado por la fiscalía de cargos que traen aparejados penas
de prisión perpetua o de 25 años. “En cambio, si robas una cartera, que pueden
ser cuatro años, vas a estar preso desde el momento del hecho”, dice indignada
Verdú.
El caso de Rodrigo fue una excepción. Solana entró preso desde el
momento del hecho a la espera del juicio, que se celebró en febrero de 2007 en
el Tribunal Oral de Morón, casi cuatro años después. Tras desmontar toda la
versión del acusado, el veredicto del tribunal fue dictar 16 años de prisión
para Solana. Sin embargo, sólo
dos años después la condena se rebajó a diez años y ocho meses. Gracias a
la rebaja de condena, en unos pocos meses Solana cumplió las tres cuartas
partes de la misma y salió en libertad condicional. Así fue como, en noviembre
de 2009, sólo seis años y cinco meses después de asesinar a sangre fría a
Rodrigo por un ‘movimiento sospechoso’, Solana ya cenaba en libertad con su
familia.
Nunca se supo exactamente qué ocurrió antes de
esos veintiocho segundos, ni cuál fue la motivación de Solana para apretar el
gatillo de forma tan arbitraria. Sólo se sabe que hasta entonces Rodrigo era un
chico normal. Nada hubiera cambiado en la vida de Rodrigo si todo hubiera
cambiado en la
sociedad Argentina. Si uno no pudiese ser asesinado mientras
va a buscar a su novia por una simple sospecha. Porque cuando pasó lo de
Rodrigo Corzo llegaron muchos más. Todos del mismo modo. Pibes de barrio con un
estigma encima como una losa, dispersados en una sociedad adicta al miedo.
Bang. Una vez. Bang. Hasta 4.644 veces lo aprietan.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217529&titular=gatillo-f%E1cil:-a-las-buenas-o-a-las-balas-
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