Carl Sagan y Ann Druyan sobre el aborto
30 de enero de 2019
Carl
Sagan no es conocido por su valiosa contribución a la ciencia. Su esfuerzo
por acercarnos a planetas vecinos o sus cuantiosas investigaciones sobre vida
extraterrestre no lograron la fama que le brindo su obra de divulgación. El
distinguido astrofísico supo combinar rigurosidad científica y una
pedagogía que llegó a cada hogar. Conocer, preguntar y derribar “verdades”, es
tarea de un sano escepticismo que llevaría a un pueblo a no dejar
manipularse por políticos, religiosos y dictadores. En este artículo escrito en
conjunto con Ann Druyan, co-autora de “Cosmos”, toman posición sobre el aborto
en un esfuerzo por lograr acuerdo social, diseccionan ambas posiciones y,
aunque se centran en el aspecto biologicista, no escatiman opiniones políticas
e históricas. El artículo publicado en 1990 en la revista Parade fue
un éxito, lo que incentivó a sectores conservadores a salir al cruce. El
candidato presidencial por el partido republicano, Pat Roberton, un
evangelista integrista, llamó a quemar esta revista por incentivar al asesinato.
Por
ANRed.
Carl
Sagan quizá sea el científico más conocido en el mundo. Su fama, bien ganada,
se debió al incansable esfuerzo de permear la ciencia a las masas.
Su
preocupación por el hermetismo en las élites científicas lo llevo a denunciar
una tendencia imparable en el capitalismo: la reunión entre “poder y saber” en
círculos cada vez mas cerrados precipitados a una carrera consumista y
militarista que arruinaría al planeta Tierra. Fue reconocida su exposición sobre la
auto-destrucción humana en una inminente guerra atómica en los años de la
guerra fría. El “invierno nuclear” era el fin de la vida. El astrofísico
también tuvo una activa participación anti-belicista, que lo alejó de cargos
gubernamentales durante la guerra de Vietnam. En dos ocasiones fue detenido por
protestar contra el rearme atómico.
Democratizar el conocimiento era la garantía de evitar los hechos
desencadenantes que destruirían la vida en la tierra. Y sus esfuerzos dieron frutos: muchos agradecieron
su activismo en pro del desarme y su prolífica obra de difusión científica en
libros, novelas y artículos. Entre ellas se destacada la serie “Cosmos” que
llegó a más de 400 millones de personas , uno de los documentales más vistos de
la historia.
Enemigo
de las verdades reveladas, de las seudociencias y la cultura New Age ,
Sagan predicó al ser escéptico de pensamiento critico, inquisidor de la autoridad. En su
columna en la revista
Parade se dedicó a demoler falacias que se difundían en los
medios de comunicación. Lo que le valió enemistades en ámbitos religiosos y
circuitos comerciales. En una de sus últimas entrevistas, antes de fallecer en
1990, mientras observaba como la sociedad avanzaba tecnológicamente a niveles
espectaculares preguntaba: “¿quien tomará las decisiones sobre ciencia y
tecnología que determinará en que clase de futuro vivirán nuestros hijos? (…)
“Esta mezcla de poder e ignorancia , tarde o temprano, nos va a explotar en la
cara”.
La cuestión del aborto: una búsqueda de respuestas
por
Carl Sagan y Ann Druyan
La humanidad gusta de pensar en términos de
extremos opuestos. Está acostumbrada a formular sus creencias bajo la forma de
«o esto o lo otro», entre los que no reconoce posibilidades intermedias. Cuando
se la fuerza a reconocer que no cabe optar por los extremos, todavía sigue
inclinada a mantener que son válidos en teoría, pero que en las cuestiones
prácticas las circunstancias nos obligan a llegar a un compromiso.
John Dewey, Experience and
Education, I, 1938
La
cuestión quedó zanjada hace años. El poder judicial optó por el término medio.
Uno pensaría que la polémica había concluido, pero sigue habiendo
concentraciones masivas, bombas e intimidación, muertes de trabajadores de
clínicas abortistas, detenciones, intensas campañas, drama legislativo,
audiencias del Congreso, decisiones del Tribuna Supremo, grandes partidos
políticos que casi se definen sobre la materia y eclesiásticos que amenazan con
la perdición a los políticos. Los adversarios se lanzan acusaciones de hipocresía
y asesinato. Se invocan por igual el espíritu de la Constitución y la voluntad
de Dios. Se recurre a argumentos dudosos como si fueran certidumbres. Los
bandos en liza apelan a la ciencia para fortalecer sus posiciones. Se dividen
las familias, maridos y mujeres deciden no hablar del asunto, viejos amigos
dejan de hablarse. Los políticos examinan los últimos sondeos para descubrir
qué les dicta la
conciencia. Entre tanto grito, resulta difícil que los
adversarios se escuchen. Las opiniones se polarizan. Las mentes se cierran.
¿Es
ilícito interrumpir un embarazo? ¿Siempre? ¿A veces? ¿Nunca? ¿Cómo decidir?
Escribimos este artículo para entender mejor cuáles son las posturas
enfrentadas y para ver si conseguimos hallar una posición que satisfaga ambas.
¿No existe término medio? Hay que sopesar los argumentos de uno y otro bando
para determinar su consistencia y plantear supuestos prácticos, puramente
hipotéticos en más de un caso. Si pareciera que algunos de estos supuestos van
demasiado lejos, solicitamos del lector que tenga paciencia, pues estamos
tratando de forzar las diversas posturas hasta su punto de ruptura a fin de
advertir sus debilidades y fallos.
Cuando
se reflexiona sobre ello, casi todo el mundo reconoce que no hay una respuesta
tajante. Vemos que muchos partidarios de posturas divergentes experimentan
cierta inquietud o incomodidad cuando se dualiza lo que hay detrás de los
argumentos enfrentados (en parte por eso se rehuyen tales confrontaciones). La
cuestión afecta con seguridad a interrogantes más hondos: ¿cuáles son nuestras
responsabilidades mutuas?, ¿debemos permitir que el Estado intervenga en los
aspectos más íntimos y personales de nuestra vida?, ¿dónde están los límites de
la libertad?, ¿qué significa ser humano?
Respecto
de los múltiples puntos de vista, existe la extendida opinión -sobre todo en
los medios de comunicación, que rara vez tienen el tiempo o la inclinación
debidos para establecer distinciones sutiles- de que sólo existen dos: «pro
elección» y «pro vida». Así es como se autodenominan los dos bandos contendientes
y así los llamaremos aquí. En la caracterización más simple, un partidario de
la elección sostendrá que la decisión de interrumpir un embarazo sólo
corresponde a la mujer y que el Estado no tiene derecho a intervenir, en tanto
que un antiabortista mantendrá que el embrión o feto está vivo desde el momento
de la concepción, que esta vida nos impone la obligación moral de preservarla y
que el aborto equivale a un asesinato. Ambas denominaciones -pro elección y
pro vida- se eligieron pensando en influir sobre quienes aún no se habían
decidido: pocos desearán ser incluidos entre los adversarios de la libertad de
elección o los enemigos de la
vida. La libertad y la vida son, desde luego, dos de nuestros
valores más apreciados, y aquí parecen hallarse en un conflicto fundamental.
Consideraremos
sucesivamente estas dos posiciones absolutistas. Un bebé recién nacido es con
seguridad el mismo ser que justo antes de nacer. Existen pruebas sólidas de que
un feto ya bien desarrollado reacciona a los sonidos, incluyendo la música,
pero en especial a la voz de su madre. Puede chuparse el pulgar o
sobresaltarse. De vez en cuando genera ondas cerebrales de adulto. Hay quienes
afirman recordar su nacimiento o incluso el entorno uterino. Quizá se piense
dentro del útero. Resulta difícil sostener que en el momento del parto
sobreviene abruptamente una transformación hacia la personalidad plena. ¿Por
qué, pues, debería considerarse asesinato matar a un bebé el día después de
nacer pero no el día antes?
En
términos prácticos, esto es poco importante. Menos del 1% de los abortos
registrados en Estados Unidos tienen lugar en los tres últimos meses de
embarazo (y tras una investigación más atenta se descubre que la mayoría
corresponden a abortos naturales o errores de cálculo). Sin embargo, los
abortos realizados durante el tercer trimestre proporcionan una prueba de los
límites del punto de vista «pro elección». ¿Abarca el «derecho innato de una
mujer a controlar su propio cuerpo» el de matar a un feto casi completamente
desarrollado y que, a todos los fines, resulta idéntico a un recién nacido?
Creemos
que muchos de quienes defienden la libertad reproductiva se sienten, al menos
en ocasiones, inquietos ante esta pregunta, pero son reacios a planteársela
porque es el comienzo de una pendiente resbaladiza. Si resulta inadmisible
suspender un embarazo en el noveno mes, ¿qué sucede con el octavo, el séptimo,
el sexto…? ¿No cabe deducir que el Estado puede intervenir en cualquier
momento si reconocemos su capacidad para actuar en un determinado momento del
embarazo? Esto invoca el espectro de unos legisladores, predominantemente
varones y opulentos, decidiendo que mujeres que viven en la pobreza carguen
con unos niños que no pueden permitirse el lujo de criar; obligando a
adolescentes a traer al mundo hijos para los que no están emocionalmente
preparadas; diciendo a las mujeres que aspiran a una carrera profesional que
deben renunciar a sus sueños, quedarse en casa y criar niños; y, lo peor de
todo, condenando a las víctimas de violaciones e incestos a aceptar sin más la
prole de sus agresores [1]. Las prohibiciones legislativas del aborto suscitan
la sospecha de que su auténtico propósito sea controlar la independencia y la
sexualidad de las mujeres. ¿Con qué derecho los legisladores se permiten decir
a las mujeres qué deben hacer con su cuerpo? La privación de la libertad de
reproducción es degradante. Las mujeres ya están hartas de ser avasalladas.
Sin
embargo, todos estamos de acuerdo en que es justo que se prohíba el asesinato y
que se imponga una pena a quien lo comete. Muy débil sería la defensa del
asesino si alegara que se trataba de algo entre su víctima y él, y que eso no
concernía a los poderes públicos. ¿No es deber del Estado impedir que se
elimine un feto si ese acto constituye de hecho el asesinato de un ser humano?
Se supone que una de las funciones del Estado es proteger al débil frente al
fuerte.
Si
no nos oponemos al aborto en alguna etapa del embarazo, ¿no existe el peligro
de considerar a toda una categoría de seres humanos indigna de nuestra
protección y respeto? ¿No es ésa una de las características del sexismo, el
racismo, el nacionalismo y el fanatismo religioso? ¿Acaso quienes se dedican a
combatir tales injusticias no deberían evitar escrupulosamente que se cometa
otra?
Hoy
por hoy no existe el derecho a la vida en ninguna sociedad de la Tierra, ni ha
existido en el pasado (con unas pocas excepciones, como los jainistas de la
India): criamos animales de granja para su sacrificio, destruimos bosques,
contaminamos ríos y lagos hasta que ningún pez puede vivir en ellos, matamos
ciervos y alces por deporte, leopardos por su piel y ballenas para hacer abono,
atrapamos delfines que se debaten faltos de aire en las grandes redes para
atunes, matamos cachorros de foca a palos, y cada día provocamos la extinción
de una especie. Todas esas bestias y plantas son seres vivos como nosotros. Lo
que (supuestamente) está protegido no es la vida en sí, sino la vida humana.
Aun
con esa protección, el homicidio ocasional es un hecho corriente en las
ciudades y libramos guerras «convencionales» con un coste tan elevado que por
lo general preferimos no pensar demasiado en ello. (Significativamente, suelen
justificarse las matanzas en masa organizadas por los estados redefiniendo como
subhumanos a nuestros adversarios de raza, nacionalidad, religión o ideología.)
Esa protección, ese derecho a la vida, no reza para los 40.000 niños menores de
cinco años que mueren cada día en el planeta por causa de inanición,
deshidratación, enfermedades y negligencias que habrían podido evitarse.
La
mayoría de quienes defienden el «derecho a la vida» no se refieren a cualquier
tipo de vida, sino, especial y singularmente, a la vida humana. También ellos,
como los partidarios de la elección, deben decidir qué distingue a un ser humano
de otros animales y en qué momento de la gestación emergen esas cualidades
específicamente humanas, sean cuales fueren.
Pese
a las numerosas afirmaciones en contra, la vida no comienza en el momento de la
concepción; es una cadena ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la
Tierra, hace 4.600 millones de años. Tampoco la vida humana comienza en la
concepción, sino que es una cadena ininterrumpida que se remonta a los
orígenes de nuestra especie, hace cientos de miles de años. Más allá de toda
duda, cada espermatozoide y cada óvulo humanos están vivos. Es obvio que no
son seres humanos, pero lo mismo podría decirse de un óvulo fecundado.
En
algunos animales, un óvulo puede desarrollarse hasta convertirse en un adulto
sano sin la contribución de un espermatozoide. No sucede así, por lo que
sabemos, entre los seres humanos. Un espermatozoide y un óvulo no fecundado
comprenden conjuntamente toda la dotación genética de una persona. En ciertas
circunstancias, tras la fecundación pueden llegar a convertirse en un bebé. Sin
embargo, la mayoría de óvulos fecundados aborta de modo espontáneo. La
conclusión del desarrollo no está garantizada. Ni el espermatozoide ni el
óvulo aislados, como así tampoco el óvulo fecundado, pasan de ser un bebé o un
adulto potenciales. ¿Por qué, pues, no se considera asesinato destruir un
espermatozoide o un óvulo si uno y otro son tan humanos como el óvulo
fecundado producido por su unión, y en cambio sí se considera asesinato
destruir un óvulo fecundado, aunque sólo sea un bebé en potencia?
De
una eyaculación humana media surgen centenares de millones de espermatozoides
(agitando la cola y a una velocidad de 12 centímetros por
hora). Un hombre joven y sano puede producir en una o dos semanas
espermatozoides suficientes para doblar la población humana de la Tierra.
¿Significa esto que la masturbación es un asesinato en masa? ¿Qué decir,
entonces, de las poluciones nocturnas o del simple acto sexual? ¿Muere alguien
cuando cada mes se expulsa el óvulo no fecundado? ¿Deberíamos llorar todos esos
abortos espontáneos? Muchos animales inferiores pueden desarrollarse en
laboratorio a partir de una sola célula corporal. Las células humanas pueden
ser objeto de donación. (La cepa más famosa quizá sea la HeLa, bautizada así
por Helen Lane, su donante.) A la luz de tal tecnología, ¿sería un crimen en
masa la destrucción de células potencialmente clonables? ¿Y el derramamiento de
una gota de sangre?
Todos
los espermatozoides y óvulos humanos son mitades genéticas de seres humanos
potenciales. ¿Es preciso hacer esfuerzos heroicos por salvar y preservar a
todos y cada uno, en razón de ese «potencial»? ¿Es inmoral o criminal no
hacerlo? Existe, desde luego, una diferencia entre suprimir una vida y no
salvarla. También es muy distinta la probabilidad de supervivencia de un
espermatozoide de la de un óvulo fecundado. Sin embargo, el absurdo de un
cuerpo de ínclitos conservadores de semen nos lleva a preguntarnos si el simple
«potencial» que tiene un óvulo fecundado de convertirse en un bebé convierte
realmente su destrucción en un asesinato.
A
los enemigos del aborto les preocupa que, una vez autorizado el inmediato a la
concepción, ninguna argumentación lo impida en cualquier momento subsiguiente
del embarazo. Temen que un día resulte admisible matar a un feto que sea,
inequívocamente, un ser humano. Tanto los partidarios de la elección como los
de la vida (al menos algunos) se ven empujados a posiciones tajantes por su
temor compartido a esa pendiente resbaladiza.
Otra
pendiente resbaladiza es aquella a la que llegan los antiabortistas dispuestos
a hacer una excepción en el caso angustioso de un embarazo fruto de la
violación o el incesto. Ahora bien, ¿por qué debería depender el derecho a la
vida de las circunstancias de la concepción? ¿Puede el Estado decidir la vida
para la prole de una unión legítima y la muerte para la concebida por la fuerza
o la coerción, cuando en ambos casos se trata de la vida de un niño? ¿Cómo
puede ser esto justo? Por otra parte, ¿por qué no hacer extensiva a cualquier
otro feto la excepción que se aplica a éstos? A tal motivo se debe en parte el
que algunos antiabortistas adopten la postura, considerada indignante por
muchas otras personas, de oponerse al aborto en cualquier circunstancia
(excepto, quizá, cuando corre peligro la vida de la madre [2] ).
En
todo el mundo, la causa más frecuente de aborto es, con mucho, el control de la
natalidad. ¿No deberían, entonces, los adversarios del aborto distribuir
anticonceptivos y enseñar su uso a los escolares? Ése sería un medio eficaz de
reducir los abortos. Por el contrario, Estados Unidos se halla muy por detrás
de otras naciones en el desarrollo de métodos seguros y eficaces de control de
la natalidad y, en muchos casos, la oposición a tales investigaciones (y a la
educación sexual) ha procedido de las mismas personas que se oponen al aborto
[3].
La
búsqueda de un criterio éticamente sólido y no ambiguo acerca de si el aborto
es admisible en algún momento tiene profundas raíces históricas. Con
frecuencia, y sobre todo en la tradición cristian a,
esta búsqueda estuvo ligada a la cuestión del instante en que el alma penetra
en el cuerpo, materia no demasiado susceptible de investigación científica y
tema polémico incluso entre teólogos eruditos. Se ha afirmado que la infusión
del alma tenía lugar en el semen antes de la concepción, durante ésta, en el
momento en que la madre percibe por vez primera los movimientos del feto en su
seno y en el nacimiento mismo o incluso más tarde.
Cada
religión tiene su doctrina. Entre los cazadores-recolectores no suele haber
prohibiciones contra el aborto, y también era corriente en la Grecia y la Roma
antiguas. Por el contrario, los asirios, más severos, empalaban en estacas a
las mujeres que trataban de abortar. El Talmud judío enseña que el feto no es
una persona y, en consecuencia, carece de derechos. Tanto en el Antiguo
Testamento como en el Nuevo -que abundan en prohibiciones en extremo minuciosas
respecto a la indumentaria, dieta y palabras- no aparece una sola mención que
prohíba de modo específico el aborto. El único pasaje que menciona algo
relevante en este sentido (Éxodo 21: 22) declara que si surge una pelea y una
mujer resulta accidentalmente lesionada y aborta, el responsable debe pagar
una multa. Ni san Agustín ni santo Tomás de Aquino consideraban homicidio el
aborto en fase temprana (el último basándose en que el embrión no «parece»
humano). Esta idea fue adoptada por la Iglesia en el Concilio de Vienne
(Francia) en 1312 y nunca ha sido repudiada. La primera recopilación de derecho
canónico de la Iglesia católica, vigente durante mucho tiempo (de acuerdo con
el notable historiador de las enseñanzas eclesiásticas sobre el aborto, John
Connery, S. J.) sostenía que el aborto era homicidio sólo después de que el
feto estuviese ya «formado», aproximadamente hacia el final del primer
trimestre.
Sin
embargo, cuando en el siglo XVII se examinaron los espermatozoides a través de
los primeros microscopios, parecían mostrar un ser humano plenamente formado.
Se resucitó así la vieja idea del homúnculo, según la cual cada espermatozoide
era un minúsculo ser humano plenamente formado, dentro de cuyos testículos
había otros innumerables homúnculos, y así ad infinitum.
En
parte por obra de esta mala interpretación de datos científicos, el aborto, en
cualquier momento y por cualquier razón, se convirtió en motivo de excomunión a
partir de 1869. Para la mayoría de católicos resulta sorprendente que la fecha
no sea más remota.
Desde
la época colonial hasta el siglo XIX, en Estados Unidos la mujer era libre de
decidir hasta que «el feto se movía». Un aborto en el primer trimestre de
embarazo, e incluso en el segundo, constituía, en el peor de los casos, una infracción.
Rara vez se solicitaba una condena al respecto, y resultaba casi imposible de
obtener, en parte porque dependía por entero del propio testimonio de la mujer
acerca de si había sentido los movimientos del feto, y en parte por la repugnancia
del jurado a declararla culpable por haber ejercido su derecho a elegir. Se
sabe que en 1800 no existía en Estados Unidos una sola disposición concerniente
al aborto. En la práctica totalidad de los periódicos (y hasta en muchas publicaciones
eclesiásticas) aparecían anuncios de productos abortivos, aunque el lenguaje
empleado fuese convenientemente eufemístico.
Hacia
1900, en cambio, en todos los estados de la Unión, el aborto estaba vedado en
cualquier momento del embarazo, excepto cuando fuese necesario para salvar la
vida de la mujer. ¿Qué sucedió para que se produjera un cambio tan
extraordinario? La religión tuvo poco que ver. Las drásticas transformaciones
económicas y sociales que se producían en Estados Unidos estaban transformando
la sociedad agraria en otra urbana e industrializada. Norteamérica estaba pasando
de una de las tasas más altas de natalidad del mundo a una de las más bajas. Es
innegable que el aborto desempeñó un papel en ello y estimuló fuerzas para su
supresión.
Una
de las más significativas fue la profesión médica. Hasta mediado el siglo XIX
la medicina constituía una actividad sin reconocimiento oficial y sin
supervisión. Cualquiera podía colocar un cartel a la puerta de su casa y
autotitularse médico. Con el auge de una nueva elite médica de formación
universitaria, ansiosa de incrementar el rango y la influencia de los
facultativos, se constituyó la Asociación Médica Ame ricana. Durante su primera
década la AMA empezó a presionar para que el aborto sólo pudiera ser efectuado
por quienes poseyesen título facultativo. Los nuevos conocimientos en
embriología, afirmaban los médicos, habían revelado que el feto era humano
incluso antes de que la madre sintiese su presencia.
El
asalto de la profesión médica contra el aborto no se debió a una inquietud por
la salud de la mujer, sino, según se decía, por el bienestar del feto. Había
que ser médico para saber cuándo resultaba moralmente justificable un aborto,
porque la cuestión dependía de hechos científicos y médicos que sólo los
facultativos comprendían. Al mismo tiempo, las mujeres quedaban excluidas de
las facultades de medicina, donde habrían podido adquirir conocimientos tan
arcanos.
Tal
como se desarrollaban las cosas, las mujeres nada tenían que decir acerca de
la interrupción de sus propios embarazos. También correspondía a los médicos
determinar si la gestación planteaba un riesgo para la mujer y quedaba enteramente
a su discreción decidir qué era arriesgado y qué no lo era. Para la mujer rica,
podía tratarse de un peligro para su tranquilidad emocional o incluso para su
estilo de vida. La mujer pobre se veía a menudo obligada a recurrir al aborto
clandestino.
Así
fue la ley hasta la década de los sesenta de este siglo, cuando una coalición
de individuos y organizaciones, entre las que figuraba la AMA, trató de
abolirla y restablecer los valores más tradicionales, que se encarnarían en el
caso Roe contra Wade.
Si
uno mata deliberadamente a un ser humano, se dice que ha cometido un asesinato.
Si el muerto es un chimpancé -nuestro más próximo pariente biológico, con el
que compartimos el 99,6 % de genes activos- cualquiera, entonces no es
asesinato. Hasta la fecha, el asesinato se aplica sólo al hecho de matar seres
humanos. Por eso resulta clave en el debate sobre el aborto la cuestión del
momento en que surge la personalidad (o, si se prefiere, el alma). ¿Cuándo se
hace humano el feto? ¿Cuándo emergen las cualidades distintivamente humanas?
Reconocemos
que la fijación de un momento exacto tiene que pasar por alto las diferencias
individuales. Por ese motivo, si hay que trazar una línea, se debe proceder con
cautela, es decir, pecar más por exceso que por defecto. Hay personas que se
oponen al establecimiento de un límite numérico, y compartimos su inquietud,
pero si tiene que existir una ley sobre esta materia, que represente un
compromiso útil entre las dos posiciones extremas, hay que determinar, al menos
aproximadamente, un periodo de transición hacia la personalidad.
Cada
uno de nosotros partió de un punto. Un óvulo fecundado tiene aproximadamente
el tamaño del punto que hay al final de esta frase. La unión trascendental de
espermatozoide y óvulo suele tener lugar en una de las dos trompas de Falopio.
Una célula se convierte en dos, dos se convierten en cuatro, etc. (una
aritmética exponencial de base 2). Hacia el décimo día el óvulo fecundado se ha
trocado en una especie de esfera hueca que se encamina hacia otro reino, el
útero. A su paso destruye tejidos, absorbe sangre de los vasos capilares, se
baña en la sangre materna, de la que extrae oxígeno y nutrientes, y se fija
como una especie de parásito a la pared del útero.Hacia la tercera semana, para
cuando se produce la primera falta, el embrión en formación tiene unos dos milímetros
de longitud y desarrolla varias partes del cuerpo. Sólo en esta etapa comienza
a depender de una placenta rudimentaria. Recuerda algo a un gusano segmentado
[4].
Hacia
el final de la cuarta semana ya mide unos 5 milímetros. Es reconocible ahora
como vertebrado, su corazón en forma de tubo comienza a latir, se advierte algo
parecido a los arcos branquiales de un pez o un anfibio, y una cola pronunciada.
Parece más bien una lagartija acuática o un renacuajo. Éste es el final del
primer mes de gestación.
Hacia
la quinta semana, cabe distinguir las grandes divisiones del cerebro. Se
evidencia lo que más tarde serán los ojos y aparecen unos pequeños brotes que
luego se transformarán en brazos y piernas.
–
Hacia la sexta semana el embrión mide 13 milímetros . Los
ojos permanecen todavía a los lados de la cabeza, como en la mayor parte de los
animales, y la cara reptiliana posee unas hendiduras unidas que más tarde darán
lugar a la boca y la nariz.
–
Hacia el final de la séptima semana la cola casi ha desaparecido y se
advierten ya caracteres sexuales (aunque ambos sexos parecen femeninos). La
cara es de mamífero, pero un tanto porcina.
–
Hacia el final de la octava semana la cara semeja la de un primate, si bien aún
no es del todo humana. En sus elementos esenciales ya están presentes la mayoría
de las partes del cuerpo. La anatomía del cerebro inferior está bien desarrollada.
El feto revela respuestas reflejas a estímulos sutiles.
Hacia
la décima semana la cara tiene ya un aspecto inconfundiblemente humano.
Comienza a ser posible distinguir niños de niñas. Las uñas y las grandes
estructuras óseas no resultan evidentes hasta el tercer mes.
–
Hacia el cuarto mes se puede diferenciar la cara de un feto de la de otro. En
el quinto mes la madre suele sentir sus movimientos. Los bronquiolos pulmonares
no empiezan a desarrollarse hasta aproximadamente el sexto mes y los alvéolos
aún más tarde.
¿Cuándo
accede, pues, un feto a la personalidad, habida cuenta que sólo una persona
puede ser asesinada? ¿Cuando la cara se torna claramente humana, cerca del
final del primer trimestre? ¿Cuando reacciona ante los estímulos, también al
final del primer trimestre? ¿Cuando se torna lo bastante activo para que la
madre lo sienta, hacia la mitad del segundo trimestre? ¿Cuando los pulmones
alcanzan un grado de desarrollo suficiente para que el feto pueda respirar por
sí mismo, llegado el caso, el aire exterior?
Lo
malo de estos hitos del desarrollo no es sólo que sean arbitrarios: más
inquietante resulta el hecho de que ninguno implica características exclusivamente
humanas, al margen de la cuestión superficial de la apariencia facial. Todos
los animales reaccionan ante los estímulos y se mueven a su antojo. Muchos son
capaces de respirar. Sin embargo, eso no impide que los matemos por miles de
millones. Los reflejos, el movimiento y la respiración no son lo que nos hace
humanos.
Otros
animales nos superan en velocidad, fuerza, resistencia, a la hora de trepar,
excavar o camuflarse, en vista, olfato, oído, o en el dominio del aire o del
agua. Nuestra única gran ventaja es el pensamiento. Somos capaces de
reflexionar, de imaginar acontecimientos que todavía no han sucedido, de
concebir cosas. Así fue como inventamos la agricultura y la civilización. El
pensamiento es nuestra bendición y nuestra maldición, y nos hace ser lo que
somos.
El
pensamiento tiene lugar, desde luego, en el cerebro, sobre todo en las capas
superiores de la «materia gris» replegada que llamamos corteza cerebral. Cerca
de 100.000 millones de neuronas cerebrales constituyen la base material del
pensamiento. Las neuronas están unidas entre sí y sus conexiones desempeñan un
papel crucial en lo que llamamos pensamiento, pero la conexión a gran escala
de las neuronas no empieza hasta el sexto mes de embarazo.
Mediante
la colocación de electrodos inofensivos en la cabeza de un individuo, los
científicos pueden medir la actividad eléctrica emanada de la red de neuronas
cerebrales. Diferentes tipos de acción mental revelan distintas clases de ondas
cerebrales, pero las pautas regulares típicas del cerebro humano de un adulto
no aparecen en el feto hasta cerca de la trigésima semana del embarazo, hacia
el comienzo del tercer trimestre. Hasta entonces, los fetos, por vivos y
activos que parezcan, carecen de la necesaria arquitectura cerebral. Todavía
no pueden pensar.
Aceptar que se puede matar cualquier criatura viva, en
especial una que más tarde tal vez se convierta en un bebé, es problemático y
doloroso, pero hemos rechazado los extremos «siempre» y «nunca», y eso nos coloca,
querámoslo o no, en la pendiente resbaladiza. Si tenemos que optar por un
criterio de desarrollo, aquí es donde hay que trazar la raya: cuando se hace
posible un mínimo asomo de pensamiento característicamente humano.
Se
trata, en realidad, de una definición muy conservadora: rara vez se encuentran
en un feto ondas cerebrales regulares. Serían útiles nuevas investigaciones
(también comienzan tardíamente las ondas cerebrales bien definidas durante la
gestación de fetos de babuinos y ovejas). Si pretendemos que el criterio sea
todavía más estricto para tomar en consideración el desarrollo cerebral precoz
de algún feto, podemos trazar la raya a los seis meses. Ahí es en donde la
trazó el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1973, aunque por razones
completamente diferentes.
Su
decisión en el caso Roe contra Wade modificó la legislación estadounidense
sobre el aborto, que lo permite a petición de la mujer sin limitaciones
durante el primer trimestre y, con ciertas restricciones encaminadas a proteger
su salud, en el segundo trimestre, y autoriza a los estados a prohibir el
aborto en el tercer trimestre, excepto cuando exista una seria amenaza para la
vida o la salud de la mujer.
¿Cuál
fue el razonamiento en el caso Roe contra Wade? No reconocía peso legal a lo
que suceda con los niños una vez nacidos o con la familia. El tribunal
determinó, en cambio, que el derecho de una mujer a la libertad de reproducción
se halla protegido por la garantía constitucional de su intimidad. Ahora bien,
ese derecho no es omnímodo. Hay que sopesar la garantía de intimidad de la
mujer y el derecho a la vida del feto, y cuando el tribunal consideró la
cuestión otorgó prioridad a la intimidad en el primer trimestre y a la vida en
el tercero.
La transición no se estableció según las consideraciones tratadas
hasta ahora en este capítulo: cuándo sucede la «infusión del alma» o en qué
momento reviste el feto suficientes rasgos humanos para ser protegido por la legislación
contra el asesinato. El criterio adoptado fue, por el contrario, si el feto
podía vivir fuera de la
madre. Esto es lo que se denomina «viabilidad», y depende en
parte de la capacidad de respirar. Sencillamente, los pulmones no están desarrollados
y el feto no puede respirar -por muy perfeccionado que fuese el pulmón
artificial de que se le dotase- hasta cerca de la vigésimo cuarta semana, hacia
el comienzo del sexto mes. Es por esto por lo que la legislación estadounidense
permite a los estados prohibir los abortos en el tercer trimestre. Se trata de
un criterio muy pragmático.
Según
la argumentación, si en una cierta etapa de la gestación pudiese ser viable el
feto fuera del útero, entonces su derecho a la vida se impondría al derecho de
la mujer a la intimidad. Ahora bien, ¿qué significa «viable»? Incluso un
recién nacido a término no es viable sin cuidado y cariño considerables. Hace
tan sólo unas décadas, antes de las incubadoras, la viabilidad de los bebés
nacidos en el séptimo mes era improbable. ¿Hubiera sido admisible entonces
abortar en el séptimo mes? ¿Se tornaron de repente inmorales los abortos en el
séptimo mes tras la invención de las incubadoras? ¿Qué sucederá si en el
futuro se desarrolla una nueva tecnología que permita a un útero artificial
mantener un feto vivo incluso antes del sexto mes, proporcionándole oxígeno y
nutrientes a través de la sangre (como hace la madre a través de la placenta)?
Reconocemos que es improbable que vaya a existir esa tecnología a corto plazo o
que llegue a estar al alcance de gran número de personas, pero ¿sería entonces
inmoral abortar antes del sexto mes cuando antes no lo era? Una moralidad que
depende de la tecnología y cambia con ésta es una moralidad frágil y, para
algunos, inaceptable.
Es
más, ¿por qué han de ser la respiración, el funcionamiento de los riñones o la
capacidad de resistir las enfermedades, por ejemplo, justificativos de la
protección legal? ¿Sería admisible matar un feto que revelase pensamientos y
sentimientos pero que no fuera capaz de respirar? A nuestro juicio, el
argumento de la viabilidad no puede determinar de manera coherente cuándo son
admisibles los abortos. Se requiere otro criterio. Una vez más, ofrecemos la
consideración del primer atisbo de pensamiento humano.
Puesto
que, por término medio, el pensamiento fetal comienza a manifestarse incluso
después del desarrollo fetal de los pulmones, creemos que la sentencia del caso
Roe contra Wade fue una decisión buena y prudente respecto de una cuestión
compleja y difícil. Con la prohibición del aborto en el último trimestre
-excepto en los casos de grave necesidad médica- se alcanza un equilibrio justo
entre las reivindicaciones enfrentadas de la libertad y de la vida.
NOTAS
*
Escrito en colaboración con Ann Druyan y publicado por vez primera el 22 de
abril de 1990 en la
revista Parade con el título de «Question of Abortion: A Search
for Answers» (La cuestión del aborto: una búsqueda de respuestas).
[1]Dos
de los más enérgicos antiabortistas de todos los tiempos fueron Hitler y
Stalin, quienes inmediatamente después de asumir el poder declararon delito la
comisión de abortos antes legales. Otro tanto hicieron Mussolini, Ceausescu e
incontables dictadores y tiranos nacionalistas. Claro que, en sí mismo, éste no
es un argumento en favor de la elección, pero nos previene sobre el hecho de
que estar en contra del aborto no tiene por qué ser muestra de un compromiso
profundo con la vida humana.[2] Martín Lutero, fundador del protestantismo, se
mostró opuesto incluso a esta excepción: «No importa si se fatigan o incluso
mueren por parir hijos. Perezcan en aras de su fertilidad, para eso están
aquí.» (Lutero, Vom Ebelichen Leben, 1522.)
[3]
¿No deberían igualmente los partidarios de la vida fijar los cumpleaños de
acuerdo con el momento de la concepción y no la fecha de nacimiento? ¿Acaso no
tendrían que interrogar minuciosamente a sus padres acerca de su historia
sexual? Existiría, desde luego, una cierta incertidumbre irreducible: después
del coito pueden pasar horas o días antes de que se produzca la concepción (lo
que constituye una dificultad especial para los adversarios del aborto a
quienes también interese la astrología).
[4]
Cierto número de publicaciones de derechas y cristian as
integristas han criticado este argumento, afirmando que se basa en una doctrina
obsoleta, denominada recapitulación, de Ernst Haeckel, un biólogo alemán del
siglo XIX, quien postuló que los pasos en el desarrollo embrionario individual
de un animal reproducían (o «recapitulaban») las etapas de la evolución de sus
antepasados. La recapitulación ha sido estudiada de forma exhaustiva y
escéptica por el biólogo Stephen Jay Gould (en su libro Ontogeny and Phylogeny,
Harvard University Press, 1997). Pero en nuestro artículo no decíamos una
palabra de la recapitulación, como puede juzgar el lector. Las comparaciones
del feto humano con otros animales (adultos) se basan en su apariencia (véanse
ilustraciones). La clave de la argumentación de estas páginas no reside en la
historia de su evolución, sino en su forma no humana.
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Fuente: https://www.anred.org/?p=109646
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