Cultivos transgénicos con glifosato:
¡grandes costos!
16 de abril de 2018
Por Emmanuel
González-Ortega* y Elena R. Álvarez-Buylla**
El uso del herbicida glifosato ha aumentado
exponencialmente a partir de la liberación comercial de los cultivos
genéticamente modificados en 1996. En 2016 se contabilizaban 86.5 millones de
hectáreas sembradas con transgénicos tolerantes a herbicidas. La liberación y
proliferación mundial de los cultivos transgénicos se deben al poder económico
y a las fuertes y tramposas campañas mediáticas de las corporaciones
productoras y comercializadoras de estos cultivos: prometieron aumentar
rendimientos, abatir el hambre en el mundo y disminuir el uso de tóxicos.
Después de casi 30 años de las primeras liberaciones de estos cultivos, todas
estas falsas promesas han quedado claramente desmentidas.
A la par, se han ido corroborando riesgos y
peligros advertidos: persistencia de los agroquímicos asociados a los cultivos
transgénicos en el ambiente (agua y suelos) y en los cuerpos de las personas,
la no inocuidad de estos cultivos, la acumulación no deseada de construcciones
transgénicas en los genomas de variedades nativas y la concentración cada vez
mayor de semillas y territorios en manos de pocas empresas monopólicas.
Para generar cultivos tolerantes al glifosato
en los laboratorios de ingeniería genética corporativos y también de los
centros de investigación que hacen este tipo de desarrollos, se inserta en los
cultivos una construcción quimérica que contiene el gen epsps
(5-enolpiruvil-shikimato-3-fosfato sintasa), proveniente de la bacteria Agrobacterium tumefaciens, que codifica para la proteína
capaz de metabolizar el glifosato, además de otras secuencias, como un promotor
viral (35S), que favorece la expresión de la proteína bacteriana en todos los
tejidos y momentos del desarrollo de la planta transgénica. Esta tecnología ha
propiciado un uso desmedido del glifosato y el rompimiento de los equilibrios
naturales en los agroecosistemas.
Entre otros, se ha producido un aumento
drástico de especies vegetales silvestres que han evolucionado resistencia al
glifosato y que se han vuelto supermalezas muy difíciles de manejar. Se han
reportado 38 especies de este tipo de supermalezas en 37 países. En Estados
Unidos (país que más hectáreas destina a la siembra de transgénicos) el control
de las malezas resistentes a glifosato ha implicado una guerra sin cuartel y grandes
costos para los productores. Algunos han demandado a las empresas de
transgénicos por ello.
Hasta recientemente no se conocía con certeza
el mecanismo por el cual algunas plantas adquieren la resistencia al glifosato,
aunque la evolución de las malezas resistentes al glifosato se documentó hace
ya casi 10 años. Un estudio reciente determinó que la resistencia a ese
herbicida en una variedad de amaranto se debe a la amplificación de elementos
genéticos fuera de los cromosomas; estos elementos contienen el gen de
resistencia al glifosato y se reproducen autónomamente. Esto significa que,
ante una presión selectiva fuerte y consistente (en este caso, la presencia del
agrotóxico glifosato en el campo), las plantas evolucionaron un mecanismo de
resistencia que implica la multiplicación hasta de 100 veces el gen de
resistencia a glifosato. Las plantas con esta constitución genética son capaces
de metabolizar el herbicida y multiplicarse sin control en los campos donde se
ha rociado glifosato masivamente durante años. Cabe recordar que el glifosato
fue clasificado como probable cancerígeno en humanos por la Organización Mundial
de la Salud, y se encuentra en los
alimentos que se consumen en México cotidiana y masivamente.
Los resultados de este estudio se habían
vaticinado con base en modelos y datos científicos disponibles cuando se
generaron y liberaron estas plantas transgénicas tolerantes al glifosato; eran
pues obsoletas de inicio. Absurdamente, las corporaciones biotecnológicas
insisten ahora con más de lo mismo: ofrecen nuevos cultivos transgénicos
tolerantes a otros agroquímicos que son incluso más tóxicos que el glifosato,
tales como 2,4-D (componente del agente naranja, de infausta memoria por haber
sido rociado en la Guerra de Vietnam) o Dicamba. Esto ha generado ya
calamidades ambientales y posibles impactos nocivos en salud en Estados Unidos:
contaminación del agua y aire, la devastación de especies animales y vegetales,
contaminación de los alimentos y la presencia de agroquímicos en los cuerpos de
las personas.
El estudio antes comentado debe caer como losa
a los tecnólogos y divulgadores científicos que promueven el sistema agrícola
transgénico a sueldo e irreflexivamente. Es también un llamado de alarma más
para los organismos internacionales y nacionales encargados de la bioseguridad
(Cibiogem en México), que más bien operan en favor de las monopólicas empresas
biotecnológicas del mundo.
Esperamos que este tipo de evidencias sean ya
suficientes para aplicar el principio precautorio, evitando con ello impactos
aún peores o incluso irreversibles en el ambiente y en la salud de todos. Este tipo
de estudios también abonan a lo que otros han demostrado: no es posible la
coexistencia entre la agrobiotecnología transgénica con la agroecología, que en
países como el nuestro se hereda de antepasados mesoamericanos desde hace miles
de años. Estas culturas milenarias nos brindaron una gran riqueza de saberes y
variedades cultivadas que ¡están en peligro ante los transgénicos!
*Subdirección de Bioseguridad. Instituto
Nacional de Ecología y Cambio Climático. Unión de Científicos Comprometidos con
la Sociedad (UCCS)
**Instituto de Ecología / Centro de Ciencias
de la Complejidad-UNAM, UCCS
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