El poder y su
hegemonía mental
10 de abril de 2018
Por
Pedro Casas (Rebelión)
Nos extraña el hecho de que los explotados voten a sus
explotadores, pero, además de cabrearnos, no hacemos mucho por intentar
averiguar los mecanismos que se desarrollan para que tal hecho se materialice.
Tengo el convencimiento de que el 50% (por
poner una cifra) de los fracasos de las personas activistas y autodesignadas
dirigentes, se debe a la pereza tanto mental como física. La mental se refiere
a la incapacidad por intentar hacer algún juicio o análisis medianamente
objetivo de las razones de los fracasos de convocatorias, y lo más fácil es
concluir, “es que la gente no está concienciada….”. Y la pereza física se
refiere a la comodidad de las reuniones autocomplacientes y el abandono de
actividades tan esenciales para avanzar como por ejemplo pegar carteles o
repartir octavillas, no en momentos puntuales, sino de manera habitual.
Dicho esto, porque me apetecía y venía a
cuento, voy a tratar de aportar algunos elementos en el análisis de por qué la
derecha es capaz de ejercer su poder con el aparente apoyo de la ciudadanía, y
en particular de quienes sufren en sus carnes sus políticas. Sólo si
comprendemos las razones del fenómeno, podremos actuar para revertir la
situación; otra cosa es que no tengamos ninguna intención de poner el remedio,
por su coste en esfuerzo, y prefiramos seguir viviendo en la ignorancia cómoda
de las reuniones autocomplacientes.
Yo pienso que el elemento o vértice sobre el
que gira los mecanismos de transmisión de ideología es el Poder. Cuando nos
preguntamos las razones de por qué “la gente” (los trabajadores) votan a la
derecha y la apoyan, nos estamos haciendo una pregunta, si no equivocada, al
menos poco relevante. En realidad la pregunta relevante sería esta otra: ¿Por
qué los trabajadores no apoyan a las organizaciones que supuestamente defienden
sus intereses?
No hay una, sino muchas respuestas a esta
pregunta, pues muchos son los matices y razones por las cuales los trabajadores
dan la espalda a “los suyos”. Trataré de exponer algunas razones, según una
graduación del tipo de organizaciones desde las menos obreras a las más, al
menos en teoría (todo muy genérico, pues no es el objetivo de este texto
analizar las organizaciones, sino las relaciones que son capaces de tejer con
sus bases naturales).
Hay organizaciones llamadas de izquierda que
en realidad se han convertido (o así nacieron) en vulgares grupos de poder y
reparto de prebendas, bañadas por la corrupción y las llamadas puertas
giratorias. En estos casos, el desapego popular no deja de ser un síntoma de
buena salud mental y política por parte de la clase obrera.
En otros casos, donde no se dan tan a las
claras los rasgos de corrupción y elitismo, lo que ocurre es que estas
organizaciones “supuestamente de los trabajadores”, en realidad no lo son, pues
defienden los mismos intereses esenciales de los explotadores, de los
detentadores del poder económico, y lo que aportan tan sólo son matices
cosméticos, en el mejor de los casos. En estas circunstancias a veces estas
organizaciones consiguen apoyos temporales de la peña, cuando el compromiso de
cambio es firme, aunque se reduzca a esos maquillajes, que sin embargo pueden
llegar a notarse en la vida diaria. Tal fue el caso del primer gobierno
Zapatero y su revalidación.
Hago aquí un pequeño paréntesis para señalar
que resulta casi titánico que en esta sociedad dominada por los grandes medios de comunicación del capital, una persona (u
organización) honrada consiga “demostrarlo”, pues los ataques que generalmente
recibe son constantes y despiadados. Y esos ataques, a la dignidad de
persona/organización y sus valores políticos, serán más virulentos en
proporción al daño que tal persona u organización sea capaz de hacer a los
intereses de los poderosos. No olvidemos nunca este daño permanente que
sufrimos, y las consecuencias a veces irreparables.
Pasamos ahora al conjunto de organizaciones
que pudiéramos considerar “coherentes” con una perspectiva liberadora, pero aquí
vendría la siguiente cuestión: ¿Quién tiene la patente para dictaminar si una
organización es realmente revolucionaria capaz de llevarnos a la liberación no
sólo de la clase sino de toda la humanidad, que espera ansiosa la llegada de
este momento? Pues fácil no parece, porque los ataques de reformismo, traición,
y de ahí para arriba, son constantes entre todas las organizaciones que se
consideran revolucionarias. Pero no me voy a detener en este aspecto, en sí muy
importante, pero no tan relevante para los razonamientos que pretendo
desarrollar.
Sin entrar en los matices de qué organización
es la “auténtica”, el caso es que parece que los trabajadores no apoyan de
manera mayoritaria a ninguna de las que pretenden atribuirse esta “pureza”.
¿Por qué? Pues algunas razones parecen más o menos elementales, aunque no somos
coherentes a la hora de ponerles remedio.
En unos casos se trata simplemente de que la
gente no se entera de su existencia, y menos de sus propuestas; sin embargo
casi nada se hace para remediarlo, pues los militantes de esas organizaciones,
generalmente escasos, poco o nada hacen por darse a conocer, comiéndose más
bien en su propia salsa, en reuniones que seguramente nada tienen que envidiar
a las de la comisión para la doctrina de la fe. No sólo el trabajo de calle, con carteles y
reparto de octavillas, sino a través de la participación en las organizaciones
de base social, es como podrían dase a conocer al conjunto de los trabajadores,
en los barros, centros de trabajo y de estudio.
En otros casos lo que ocurre es que el desfase
entre el emisor y el receptor de los mensajes políticos es tan amplio, que no
existe ancho de banda suficiente para que lleguen a su destino. Es patético oír
a menudo a los militantes de estas organizaciones revolucionarias quejarse de
la bajísima conciencia de clase de los trabajadores, y sin embargo a la hora de
redactar comunicados o elaborar carteles pareciera que estuviéramos en una
situación poco menos que insurreccional. Menos pereza mental es lo que hace
falta, para lograr sintonizar con el estado de conciencia realmente existente
de nuestros destinatarios. Porque además debemos tener en cuenta que aunque
lográsemos sintonizar adecuadamente, las interferencias del poder serán
diversas y maquiavélicas, para desvirtuar los mensajes. Por desgracia los
censores tienen poco trabajo que realizar últimamente, salvo situaciones
concretas que puedan estar ocurriendo en los últimos meses, que confirman la
regla de cómo el poder interfiere cuando ve peligrar su hegemonía.
Avancemos más; ya tenemos una organización
coherente, revolucionaria, que es conocida por la gente y cuyo mensaje llega
con cierta claridad, ¿qué pasa entonces?
Aquí entran en juego dos tipos de mecanismos
que de alguna manera se retroalimentan, y que afectarían a zonas más profundas
del ser colectivo. Para abordarlo me voy a detener y entrar a comentar algunos
otros aspectos.
Es muy frecuente juzgar de una manera
despectiva a “la gente”, a la que consideramos ignorante, alienada, cómplice, y
no sé cuántos adjetivos descalificativos, simplemente por el hecho de que no
viene a nuestras convocatorias o no sigue nuestras sabias consignas. Aparte de
razones que ya se hayan podido plantear en las líneas precedentes
(desconocimiento o incomprensión de los mensajes), soy de la opinión de que “la
gente” es bastante más inteligente, no sólo de lo que pensamos, sino de
nosotros mismos. Me explico.
A menudo nuestras propuestas revolucionarias
tienen una inconsistencia de tal magnitud, que no son capaces de pasar en más
simple filtro de la llamada sabiduría popular. Proponemos la llegada a un
paraíso, libre de los ogros que nos explotan, sin tener en cuenta de qué manera
seremos capaces de neutralizar a esos ogros que no se van a dejar arrebatar sus
privilegios sin defenderlos con uñas y dientes. “La gente” tiene (tenemos)
incrustado en nuestro ADN socio-político las cicatrices de las consecuencias de
procesos revolucionarios frustrados y aplastados a sangre y fuego, y mientras
no seamos capaces de elaborar una estrategia coherente de superación de estos
obstáculos para conseguir una victoria, las posibilidades de que la gente nos
siga seguirán siendo remotas. Es como si dijeran, “para ese viaje no
necesitamos estas alforjas”, y desde luego que no están exentas de razón. Si lo
que proponemos es un camino regado de sangre, pues no es muy atractivo, que
digamos.
Y voy más allá: Incluso en una perspectiva de
revolución victoriosa, el caso de Cuba es altamente ilustrativo, pues se trata
de una nación que sobrevive a duras penas el peso de un bloqueo canalla,. Con
la experiencia histórica de las revoluciones realmente habidas o existentes, no
podemos pretender atraernos a nuestros compañeros de clase con vanas promesas
de un paraíso que no llegará tan fácilmente, pues las zancadillas son y serán
constantes, hasta el extremo de que no siempre será fácil experimentar unas
mejoras sustanciales y materiales. Conseguiremos la dignidad, pero esto no es
suficiente para comer, y hoy por hoy, salvo los pueblos en situación de extrema
pobreza y explotación, las mejoras no serán tan fáciles de notar tras una
revolución, en un contexto de comercio mundial y globalizado, donde el capital
internacional se aliará contra la revolución, una vez más.
¿Por qué los trabajadores no siguen a las
organizaciones que proponen su emancipación? Si mis razonamientos han sido
hasta ahora algo coherentes y convincentes, espero que la respuesta demos ahora
sea, cuanto menos, más compleja de lo que solíamos dar antes de una manera
genérica. Por eso insisto que la pregunta relevante no es ¿por qué la gente
apoya a los partidos que le oprimen, sino por qué no apoya a los que le “van a
liberar”?
No obstante, con lo descrito hasta aquí, sí
voy a abordar la primera de las preguntas, pero desde una perspectiva diferente
a lo que suele ser habitual.
Aquí entra un concepto de la psicología social
que voy a tratar de explicar brevemente para poder entender mi razonamiento
posterior: La disonancia cognitiva.
De una manera coloquial, este concepto hace
mención a los mecanismos mentales por los cuales el ser humano, individual o
social, adapta su consciencia a su situación concreta y real. Tiene mucho que
ver con el concepto marxista que afirma que el ser social determina su
conciencia.
En el caso de la disonancia cognitiva, la hipótesis
es que un ser humano no puede convivir mucho tiempo con una disonancia entre lo
que piensa y lo que es o hace, y a la larga (o corta) debe ajustar la
situación, cambiando bien por el lado del ser, bien por el de pensar. La razón
de tal situación estaría en el hecho de que “es muy frustrante” permanecer en
la idea de que soy una mierda, impotente y ninguneado; y una de dos, o me
rebelo (con consecuencias impredecibles), o me adapto mentalmente asumiendo que
se trata de una fatalidad, que soy de una especie inferior, que es una decisión
divina, o lo que me vendan y me guste “comprar” para sobrevivir mentalmente a la situación. Esto
último será lo más probable que ocurra, pues la primera de las opciones
requiere de mucha fuerza de voluntad, valentía y el resultado es muy incierto,
con lo que si no me freno yo mismo, ya habrá alguien en mi entorno familiar que
“me pondrá los pies en la tierra”, haciéndome desistir de mi “imprudencia”. Una
vez asimilado el “auto lavado de cerebro”, el grado de identificación con la
ideología postiza puede tener muy diversos grados, desde la asunción
instrumental, hasta el convencimiento más recalcitrante, no vaya a ser que
alguna persona me ponga un espejo donde nuevamente vuelva a reconocer mis
terribles miserias.
Algo parecido ocurre en el ámbito social:
cuando un colectivo termina por asumir su condición de clase dependiente, y su
incapacidad para revertir una situación aunque la considere injusta, terminará
construyendo un envoltorio ideológico que “justifique” su estatus, su relación
con la distribución de poderes establecida. Si quieres merecer un cierto
respeto social, no puedes estar mucho tiempo instalado en el discurso de que
eres un desgraciado, un explotado, si no estás dispuesto a rebelarte de esa
condición. Y por ello necesito un envoltorio “amable” que justifique que no
estoy tan mal, y que podría estar peor aún, como nos recuerdan todos los días
los telediarios con pobrezas, guerras y hambres que ocurren en otros lugares,
por su mala cabeza, su naturaleza extraña, o por querer alterar el orden
establecido.
¿De qué manera autojustificarse? Pues la mejor
es echar “balones fuera” y cargar la culpa a los demás, en particular a los más
débiles. ¿Qué es si no la xenofobia y el racismo sino la válvula de escape para
desahogar nuestras propias frustraciones y miedos hacia colectivos que
consideramos inferiores, pero que pueden representar una amenaza a nuestro
exiguo “status social”, susceptible de empeorar todavía un poco más?
Una vez instalado en la ideología del miedo y
la aceptación resignada de nuestra condición de paria, que no venga nadie a
mostrarme mi cruda realidad, quiera sacarme de mi conformismo y pretenda que
adopte una actitud de rebeldía cuyos posibles riesgos no estoy dispuesto a
asumir. Y para eso están los voceros de la TV, para ofrecerme de manera
permanente las excusas perfectas para rechazar a los que proponen un status
diferente (pero con sacrificios), y por tanto mejor no seguir sus ideas.
Revertir esta situación no sólo es posible,
sino necesario. Si alguien quiere usar estos razonamientos para instalarse en
el conservadurismo de dejar las cosas como están, será su propia
responsabilidad, porque mi intención es la contraria: tratar de describir unos
mecanismos de transmisión del poder en las mentes individuales y colectivas
para poder cambiar esta realidad en beneficio de las luchas populares. Y que
nadie se engañe, esto es un trabajo de mucho esfuerzo, pues el poder al que nos
enfrentamos, dispone de muchos recursos y mecanismos para ejercerlo en la sombra
o a la luz del día.
Pedro Casas. Activista social
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