Hannah Arendt y el
castigo penal como
expresión de poder
político de clase
24 de abril de 2018
Por
Gustavo Burgos (Rebelión)
Roberto Arlt cuenta en sus memorias que su padre le anunciaba que
el día de mañana a primera hora, lo iba a castigar. Recuerda este hecho porque
sentía que el castigo anunciado es la peor tortura, que dormirse esperando la
mañana del castigo es, en sí mismo, una pena superlativa. Nadie como Arlt, un
explotado célebre y preclaro, para sintetizar esta experiencia y patetizar uno
de los rasgos más intensos del poder, el poder de castigar, de someter, de
inferir sufrimiento y dolor a aquél que ha infringido una norma. No es casual
ni banal, que en los alzamientos insurreccionales uno de los blancos
privilegiados son las cárceles y mazmorras, porque éstas corporizan el poder
político y lo simbolizan.
En la
actualidad, el culto a la democracia burguesa, esa mascarada política que
aspira a edulcorar la explotación capitalista, tiene como divisa distintiva la
afirmación de un sistema judicial punitivo, objetivo e impersonal. Ascético,
como si los tribunales al pronunciar sus condenas no estuviesen ejerciendo un
acto político, sino que materializando el ideal de justicia. En Chile, la
implacable persecución al movimiento de liberación nacional mapuche, con sus
montajes, agentes encubiertos y testigos protegidos, constituye una clara
demostración de que el accionar del llamado Poder Judicial es –ante todo- Poder
Político. Paradigma de este problema es el llamado juicio de Nüremberg, que
pretendió ajusticiar a los máximos responsables del genocidio del III Reich.En efecto, cuando Hannah Arendt comenzó la publicación de los textos que luego serían su “Eichmann en Jerusalén” la quisieron quemar. Había dicho que Adolf Eichmann era un imbécil, un ser humano sin más atributos que su “incapacidad de pensar” o cuyo pensamiento se construía mediante el encadenamiento de un número limitado de topoi, de fórmulas lingüísticas, de tópicos, es decir, un idiota normal y corriente de los paridos por el siglo XX, un “hombre masa”. No era ni siquiera uno de esos bohemios en armas, un lumpen de los que había producido
Los sionistas que se ensañaron contra Arendt por esta afirmación, no repararon en la identidad de argumento y propósito de sus diatribas, con la forma en que Alemania - un país en el que después de 1945 nadie había sido nazi y todos decían haber sido emigrantes interiores - eludía su responsabilidad por el exterminio. Tampoco repararon en la coincidencia de lo que decían con la historiografía general sobre
Hoy en día esto no debería estar en discusión, sobre todo después del libro de Christopher R. Browning, Ordinary Men (“Aquellos hombres grises”) o incluso, después del muy criticado texto de Daniel Goldhagen: “Los verdugos voluntarios de Hitler”, pero, por lo que se ve, lo está y la jauría de los idiotas se revela contra la posibilidad de convivir con la fría normalidad del mal absoluto, con el hecho de que en su normal idiotez exista la posibilidad del mal absoluto, con el hecho de que ese mal nazca de la opción que todos ellos tienen entre saber e ignorar y de que, ante esa elección, ellos prefieran la confortable y banal templanza en la que viven los ignorantes.
Pero lo que hizo que los detractores de Arendt dejaran de ladrar para ponerse a aullar, fue otra cosa, a saber: que órganos administrativos judíos creados por los nazis en los guetos colaboraron activamente en el exterminio. Se gritó que, en esta apoteosis de su traición de renegada,
Es verdad que el caso de Rumkowski es extraordinario en su grotesca pompa, pero también es cierto que a los nazis nunca les faltaron “administradores” judíos, policías judíos, soplones judíos, canallas judíos. La víctima es pura en su condición de víctima, no en su condición humana, sin embargo esta distinción parece excesiva para quienes siempre es mejor negar los hechos si así su virtud prevalece.
También se escupió veneno contra Hannah Arendt a causa de las cuestiones jurídicas planteadas, cuestiones que siguen vivas en la dogmática penal y que aparecieron, por primera vez, con los procesos de Nüremberg: la posibilidad de la aplicación retroactiva de un derecho penal nuevo, la obligación de castigar hechos no tipificados en ninguna ley, porque eran hechos sin precedentes, pero de tal condición que hacían imposible la impunidad, la definición de la autoría en un contexto en el que, por sistema, esa autoría del delito se diluía en múltiples hechos, la mayoría de ellos inocuos, cometidos por distintos sujetos dentro de una cadena administrativa organizada al modo de las modernas fábricas capitalistas, la contradicción entre un delito en el que, cuanto más cerca se está de la víctima, menor es la responsabilidad del autor, el derecho de Israel a secuestrar y a ejecutar a Eichmann en tanto que Estado judío, o la causa de la que los jueces de Eichmann disponían para mandarlo a la horca, la causa de su condena.
Al plantear todas esta preguntas, todas estas cosas que estaban en cuestión, Hannah Arendt sólo resumió los problemas jurídicos a que nos sigue enfrentando el exterminio, problemas que están abiertos y siguen buscando una solución. El punto de partida, ineludible, y es aquello en lo que Arendt falla al moralizar el problema, es en dilucidar una cuestión previa: el carácter de clase del Estado y la Justicia que éste administra.
La justicia burguesa, justicia de clase para preservar los intereses y el orden social de la clase que la sustenta, puede llegar al extremo de encarcelar a Mamo Contreras de por vida o a a Corbalán o a Krassnoff. Todos, contradictoriamente, son distinguidos sirvientes del orden capitalista y no obstante ello, están tras las rejas.
El régimen y sus escribas y paniaguados, pretenden señalar que tales condenas son un signo inequívoco de la imparcialidad de los tribunales, de su objetividad y racionalidad. Como si lo que estuviese en juego fueran bienes jurídicos abstractos y que su operatoria se desarrollara en el procedimiento penal y en sus laberintos procesales de pruebas y alegaciones.
El Tribunal Oral y lo que hagan las Cortes y demás intervinientes en estos procesos, como en todo proceso penal, es la materialización –en el sentido de justicia material- de los intereses de la propia burguesía, la que persigue con esta escenificación dotar a su propio poder de un aura moral, democrática y constitucional, a lo que en realidad es su mero arbitrio.
La Justicia –con mayúscula como se dice, no sin ironía- no es otra cosa que una dimensión del poder político y el castigo es su epítome: es la advertencia que realiza el régimen, al conjunto de la nación oprimida, sobre lo ilimitado que es su propio poder. En este último sentido las condenas a los genocidas, sólo en una mínima medida constituyen conquistas democráticas. Lo que domina en ellas, políticamente, es el constituir actos de poder político, el aporte de Hannah Arendt en esta materia es de gran valor y contribuye a la desmistificación de la justicia.
En este curso de ideas se enfrentan los intereses de clase antagónicos, no se trata de la superficialidad procesal o de la dimensión del garantismo. Se trata del choque programático entre el aparato burocrático del Poder Judicial y el desafío de hacer Justicia con Tribunales Populares. Aquí no hablamos de otra cosa más que del poder.
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