sábado, 26 de octubre de 2019

"Hagamos un poco de historia. Desde que aparece el 'sistema democrático' como fetiche institucionalista, el voto se ha constituido en la única mercancía admitida por la cosmogonía imperial. Ni el 'proceso de cambio' pudo superar este diseño político (que lo produce la Comisión Trilateral en 1970), porque cuando se confunde liberación e inclusión, se acaba subsumiendo las expectativas de transformación en la subordinada adecuación al orden imperante. Pero esto no cualifica lo democrático de una real democratización de una sociedad, sino más bien funcionaliza todo proceso de democratización a las necesidades institucionalistas de la reposición de un orden diseñado precisamente para hacer imposible una democratización plena".

Bolivia. 

La “solución por el desastre”

Por Rafael Bautista S., Resumen Latinoamericano 23 de octubre de 2019(...)En ese sentido, la “contienda” electoral –ya contaminada por el odio fermentado– se fue haciendo literal. No sólo la oposición usó los cabildos premeditadamente para inflamar el contexto post-electoral sino también el gobierno, en su autismo habitual, no supo revertir una situación que se perfilaba como un típico callejón sin salida. Las encuestas previas no sólo confirmaban el desgaste de la candidatura oficialista sino la apuesta que la oposición barajaría como el argumento perfecto: segunda vuelta o fraude. La actual consigna de “defensa del voto”, no fue un producto espontáneo sino un recurso discursivo idóneo para manipular el “espíritu democrático” raptado ya por la derecha.

Hagamos un poco de historia. Desde que aparece el “sistema democrático” como fetiche institucionalista, el voto se ha constituido en la única mercancía admitida por la cosmogonía imperial. Ni el “proceso de cambio” pudo superar este diseño político (que lo produce la Comisión Trilateral en 1970), porque cuando se confunde liberación e inclusión, se acaba subsumiendo las expectativas de transformación en la subordinada adecuación al orden imperante. Pero esto no cualifica lo democrático de una real democratización de una sociedad, sino más bien funcionaliza todo proceso de democratización a las necesidades institucionalistas de la reposición de un orden diseñado precisamente para hacer imposible una democratización plena.

Porque si de “demos” hablamos, la concepción aristocrática (que hoy la representa la mitología gringa de la democracia), entiende por ese concepto la representatividad que pelean únicamente los grupos con “poder de negociación”. Se diseña un concepto de democracia como “sistema institucional”, es decir, como mecanismo ideal de funcionamiento perfecto; por eso quienes se creen esto (y se promueven como analistas) acaban en la religiosidad institucionalista de preservación del orden establecido. La democracia acaba siendo la instauración de un orden que puede prescindir de sujetos. Consagran la inercia institucional por sobre las decisiones humanas, por eso imaginan un orden divino que les hace actuar como perfectos inquisidores cuando ese orden se encuentra amenazado. La democracia se vuelve un fetiche que, inevitablemente, exige sacrificios humanos (ese es el neoliberalismo, que promueve una demonización del Estado para impedir cualquier tipo de intervención al orden divino llamado mercado).

Pero una democracia sin sujetos no tiene sentido, porque ello significa privilegiar al “kratos” a costa del “demos”, o sea, el poder a costa del pueblo. Por eso entienden al “demos” sólo como grupos con poder de negociación, es decir, el “demos” se convierte en grupos corporativos que buscan su empoderamiento; en esa operación aparece la posibilidad del prebendalismo como cultura política; por eso también acaban los politólogos sólo como administradores de gobernabilidad y hacen de la “ciencia política” una mera gestión pública. Ya no piensan al sujeto, es decir, al ámbito esencial de toda política y toda democracia: el pueblo. Reducen al pueblo al voto. Las consecuencias prácticas son la consagración de un acto, cada cinco años que, como un acto religioso, se convierte en una “pascua democrática” donde toda la sociedad se inclina ante el becerro de oro del plebiscito.

Pero el voto se puede manipular y hasta comprar (y hasta desconocerlo) y ello comprueba el fetichismo, en cuanto encubrimiento sistemático de lo esencial de la democracia, reducida a mero “sistema democrático”. Pues bien, cuando se cae en esta cosmogonía, incluso con retóricas pretensiones de liberación, no se democratiza nada sino simplemente se restaura las condiciones favorables para hacer expedita la inercia del sistema institucional, es decir, del orden instituido. Eso que se tenía que cambiar acaba domesticando a los revolucionarios y a la revolución. El pueblo sólo sirve para sacarlo como rebaño cada cinco años para avalar lo ya decidido en la negociación previa con los grupos de poder.

Entonces la política se define por los grupos de poder a los cuales admito y esto también define las apuestas que uno se propone. De ese modo, el pueblo desaparece de un proyecto hasta revolucionario y el mismo proyecto se reduce a una mera mantención del poder como único horizonte político. La corrupción no empieza robando dinero público sino desconociendo a la soberanía real del poder –o sea el pueblo– y poner al poder delegado como único poder.

Eso ha pasado con el “gobierno del cambio”. Incluirse al orden imperante y su sistema institucional le lleva también a apostar por los mitos que sostienen al propio capitalismo: el desarrollo y el “progreso infinito”. Por eso también restituye las condiciones para impulsar sólo y exclusivamente una “economía del crecimiento” (que es lo que precisamente entra en contradicción exponencial con las condiciones finitas de la naturaleza). Y eso significa la modernización acelerada como proyecto de vida; en ese sentido, el horizonte indígena alternativo, como el “vivir bien”, ya no tiene sentido y, de ese modo, la propia izquierda derechiza sus propias opciones, porque empieza a restaurar las condiciones que hacen posible únicamente el desarrollismo que precisa una economía que se propone emular la riqueza del primer mundo (y de ese modo restaura también las condiciones que promueven la desigualdad necesaria para el desarrollo como programa de vida).
Por eso las banderas de lucha ahora se trasfieren como “significantes vacíos” al mejor postor que, además, le puede ya poner cualquier contenido, hasta el opuesto. El pueblo se queda sin el aura de liberación y todo por lo que había luchado ahora ya no le pertenece sino que se le es sustraído como una bandera que todos se reparten promiscuamente (hasta la derecha más perversa).
Por eso el voto puede hacerse un recipiente idóneo donde se vacía el desencanto, pero ya mezclado con el odio y el racismo de un discurso señorialista que puede ahora cosechar para su beneficio el abandono que hace el propio gobierno de las banderas populares. Es por la transferencia de legitimidad, que la produce el “gobierno del cambio”, que la oposición de derecha se unge de espíritu democrático. Es decir, el famoso “empate catastrófico” del vicepresidente no es un dato objetivo sino algo producido por la propia perdida de sentido de referencia utópica del proyecto político gubernamental. (...)
  La Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 22 de octubre de 2019
Rafael Bautista S.

autor de: “El tablero del siglo XXI.
Geopolítica des-colonial de un orden
global post-occidental”,
yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com

Fuente: http://www.resumenlatinoamericano.org/2019/10/23/bolivia-la-solucion-por-el-desastre/

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